«EL
CONCEPTO DE AMOR EN SAN AGUSTÍN»
En 1929, con el título Der
Liebesbegriff bei Augustin: Versuch einer philosophischen Interpretation (Julius
Springer editor), se publicó la tesis doctoral de Hannah Arendt. En 1966, la
autora de La condición humana, revisaba el texto y lo rescribía en
inglés para su publicación; nunca la vio; dicha publicación apareció en 1996 (Love
and Saint Augustine, publicado por Joanna Vecchiarelli Scott y Judith
Chelius Stark), veintiún años después de su muerte. Sobre la versión inglesa
hizo la traducción al castellano Agustín Serrano para Ediciones Encuentro
(2001).
El texto de suyo es sugerente,
aborda tres enfoques sobre el amor según el Obispo de Hipona. El amor en el
sentido de “appetitus”, de anhelo, incluso de cierta nostalgia de la criatura
respecto del creador. Se trata de esa suerte de resistencia al desamparo
ontológico, la contingencia, mediante el afán de plenitud subsistencial,
como le ha llamado Agustín Basave (padre) en su antropología. En el segundo
momento, el amor es la desnudez ante Dios: “la existencia humana de cara a
Dios.”(p. 18 de la edición castellana). San Agustín, a lo largo y ancho de sus
obras, no distingue formalmente entre filosofía y teología –para él son dos
ámbitos de la misma búsqueda: la filosofía, la verdadera y auténtica, es
búsqueda de sí mismo y de Dios-, pero al mismo tiempo no las funde en un mismo
saber: hay un saber natural y un saber sobrenatural, cosa que grafica bien
cuando habla de Platón y los platónicos y del cristianismo. Pero volvamos con
Arendt. El tercer sentido, y es aquí donde radica el problema, es el sentido
del amor al prójimo, el problema de “cómo es posible que tenga algún interés
por su prójimo un hombre que, estando en presencia de Dios, está ya aislado de
todo lo mundano.” (p. 20)
Esta es la entraña del problema y
es el gran cuestionamiento que se le ha hecho al cristianismo desde sus
orígenes; por ejemplo, las objeciones de Celso: “Ustedes los cristianos, que no
obedecen a las autoridades de la ciudad porque no rinden el culto a los dioses
de la ciudad, ustedes que, sin embargo, se aprovechan de los beneficios de la
ciudad, ¡váyanse!, ¡váyanse al desierto!” Como si alguien, hoy mismo, nos
dijera a los cristianos, “ustedes que no adoran los dioses de la ciudad
contemporánea –el aborto, el dinero, el éxito, la homosexualida, etcétera-,
váyanse a la luna, váyanse al espacio de su cuarto privado, de la conciencia
privada!”. Es también la crítica de Auguste Comte cuando señala que el
cristianismo es decididamente antisocial y, por ello mismo, antihumano,
antinatural: se ocupa más de la salvación personal y no se preocupa por la
humanidad, por la sociedad.
En su estudio, Arendt destaca lo
paradójico del pensamiento cristiano en san Agustín: “la verdadera relevancia
del amor al prójimo sigue siendo incomprensible.”(p. 133). Esto recuerda las
observaciones de Paul Ricoeur (Histoire et vérité, Seuil, Paris 1955) sobre
la vida social y el problema del cristiano: se encuentra entre la justicia –la
justicia siempre exige reparo, el magistrado castiga- y la misericordia –el
amor y el mandato de amar al prójimo-. En sentido paulino se trata de la
obediencia a la autoridad civil –“sométanse a las autoridades”-, pero sobre
todo la obediencia a Dios –“obedecer a Dios antes que a los hombres”-. Es,
pues, el problema de la dialéctica del cristianismo: la conciencia y las
instituciones, que daría tema para una tesis doctoral. Volvamos de nuevo a
Arendt.
Para san Agustín la fe no es un
asunto de mera individualidad, es una fe común; “la comunidad de creyentes se
basa sobre algo que por principio es no mundano y se trata por tanto de una
sociedad con otros que no descansa en una realidad predada en el mundo”. (p.
134). Esa comunidad, que descansa en el amor mutuo, requiere al hombre
completo; esto dista mucho de otras sociedades o comunidades en las que sólo un
aspecto o parte humana se requiere; “la comunidad de fe, en cambio, requiere al
hombre en integridad, tal como Dios mismo lo requiere.”(idem). Es cierto que la
fe, por un lado, es estar delante de Dios, pero la fe es, por otro lado,
comunidad de fe, fe en común: “¿Cómo llega, pues, la mera concurrencia de
creyentes a volverse fe en común, esto es, comunidad de fe que hermana a todos
los hombres –incluso a los que no creen- dado que todos son prójimos” (idem).
Aquí es donde hay que hablar de origen, incluso de doble origen del sentido
comunitario.
La comunidad entre los hombres se
da en que compartimos el mismo destino, vivimos en el mundo, en la historia, en
este país, en este lugar, en estas circunstancias; tal destino tiene un
término: la muerte. San Agustín escribe que en eso todos somos hijos de Adán,
el primer hombre, la humanidad. Y eso significa que ante Dios todos somos
iguales y la muerte no es sino esa constatación. “Y en este ser ante Dios los
hombres son todos iguales, todos igualmente pecadores.” (p. 137). La igualdad
es pues, el origen; o mejor dicho, en el pecado de origen radica nuestra
igualdad: “El mundo entero fue culpable desde Adán” (idem). Esa igualdad borra
toda diferencia, por eso con Adán, no hay más que una sola ciudad y no muchas:
la ciudad terrena. Pero con Cristo brota una nueva igualdad: todos somos
salvados; “de aquí que aunque pueda haber múltiples Estados y comunidades
humanas, en verdad haya sólo, siempre, las dos ciudades, la buena y la mala, la
que se basa en Cristo y la que lo hace en Adán, como sólo hay dos amores: el
amor al mundo –o a sí mismo- y el amor a Dios.” (idem) El primero se busca a sí
mismo hasta el desprecio del otro; el segundo busca al otro, sale a su
encuentro, hasta el olvido de sí. Al primero estamos irremediablemente
condenados, no podemos –ni debemos- reprimirlo o suprimirlo; es nuestra
condición natural. “Sólo cabe que reciba un sentido nuevo, a saber: el amor al
prójimo. Pero este nuevo sentido denota un cambio en la coexistencia de los
seres humanos en comunidad, que pasa de ser algo inevitable y que va de suyo, a
ser una elección libre y cargada de obligaciones.” (idem). La comunidad de los
hombres, por lo tanto, es doble; una comunidad natural que es la condición
humana y que se remonta hasta Adán –esta es por nacimiento-, y la otra
comunidad que brota –no por mano humana sino por la mano de Dios- a partir de
la fe. La primera comunidad en el tiempo, en la carne, en la historia, es
representada por Caín, el hijo de Adán, en virtud de lo cual los hombres son
homicidas; la segunda –de algún modo representada en Abel- es la comunidad de
la fe, que introduce la piedad. La familiaridad del hombre con el mundo es
superada y cancelada por la ciudad celestial: Abel muere pero a partir de ahí
una nueva humanidad –Set- nace.
El amor al prójimo “aparece
siempre, sea como alguien en quien Dios ha obrado ya por la gracia y que para
nosotros es, por tanto, ocasión no sólo del amor sino de homenaje a la gracia,
sea como alguien atrapado aún en el pecado y, así, en identidad con lo que el
cristiano fue antes y seguiría ahora siendo de no ser por la gracia salvadora
de Dios. En este segundo supuesto, el prójimo es el signo del peligro que nos
ronda, a la vez que el recordatorio de nuestro pasado.” (p. 141) La igualdad
vuelve a nacer ahora en el ámbito de la gracia. Si por la condición humana
–pecadora- todos somos iguales, el nuevo sentido de esa igualdad es
precisamente la gracia. “Pero este hecho de que el pasado de pecado, que es
igual para todos, perdure como factor constitutivo también en el estado de
gracia indica que el extrañamiento del mundo y de sus deseos por la fe no
cancela sin más la coexistencia con los otros hombres.” (idem). La comunidad de
la fe –en ese sentido- es conciente del peligro latente a lo largo de la vida.
“La vida nueva no se puede ganar más que en combate contra la antigua, y en un
combate incesante que no acaba sino con la muerte. Mientras el hombre vive en
el mundo, sigue atado al mundo y a sus deseos, sea entregándose a ellos, sea
combatiéndolos.”(p. 142). El amor al prójimo, en suma, no es sino la mutua defensa
del mundo. “Precisamente así se descubre al individuo, que luego, como sujeto
que se preocupa por la salvación del otro, será decisivo en el amor al
prójimo.” (p. 146) El otro es prójimo como miembro del género humano; la
salvación de la humanidad no es otra cosa que la salvación de todos, es decir,
de cada individuo personal. Hasta aquí Arendt.
¿Qué nos muestra todo esto? Creo
que en primer lugar el valor de la conciencia (la conciencia ante Dios y ante
nosotros mismos), una conciencia que no queda en el aislamiento sino que se
traslada al otro, el “socius”, el compañero. Claro que esto, que constituye la
substancia de la vida, la experiencia personal, no tiene nada que ver, o mejor
dicho, es anulado en el ámbito de lo público. Ya habrá oportunidad de entrar
más a este asunto de la conciencia y las instituciones; por lo pronto, a la
ley, a la santa constitución, no le interesan mis problemas personales; ni al
estado, ni a ningún partido, ni a cualquier otra institución, a no ser esa
comunidad en la que la fe se hace y se puede hacer vida. Y esto –que en los
ámbitos de “objetividad” científica o política es “subjetivo”, son meras
creencias personales- es lo más definitivo para el hombre de carne y huesos que
somos cada uno de nosotros.
Sirva esto como un pequeño homenaje
al Obispo africano del siglo IV-V cuya fiesta –en el sentido de festus,
elevación y alegría- se celebró el día de ayer.
En: http://www.geocities.com/fidens/amor_en_san_agustin.html