Filosofía del derecho internacional: Suárez, Grocio
y epígonos
*** Encuadró
ontología, metafísica y teodicea del platonismo y del aristotelismo, del
agustinismo y del tomismo en el derecho; hizo que, en jurisprudencia, el mundo
de las ideas entrase en el mundo de las cosas; su explicación del derecho es
válida para sus días y para todas las épocas. Tratando
cuestiones abstractas, desarrolló una filosofía del derecho aplicable a
situaciones concretas. Enseñó en
la cátedra y consignó en su obra escrita que el derecho ha de ser la ciencia de
la libertad; ciencia inexacta, pues, a caballo entre la individualidad (ego) y
la colectividad (ens sociabilis), que no debe confundirse con la moral personal
ni con la opinión pública. Hay, en todo ser humano normalmente constituido, una
conciencia del derecho: los individuos son metafísicamente iguales, en la
practica no; a cualidad igual corresponde cantidad mayor o menor, distinta
proporción. El derecho es la ley del bien y del orden, de la razón y de la
verdad que, por lo tanto, siempre se fundamenta en un juicio subjetivo de
alguien que nunca es infalible. Reúne la
humanidad un conjunto de condiciones por las cuales el libre arbitrio de cada
uno puede coexistir con el de los demás, de conformidad con una ley general de
libertad. No perjudicando a nadie se aplica el derecho, se hace justicia dando
a cada cual lo suyo. Derecho, justicia y orden no nacen, tanto en lo físico
como en lo moral, de la igualdad sino de la proporcionalidad; se basan en las
necesarias condiciones internas y externas para el desarrollo de la vida
racional y social del hombre y de la humanidad. Del mismo
modo que no puede haber libertad sin inteligencia, tampoco cabe pensar que haya
deberes sin derechos, innatos los unos y los otros. El deber es la norma de la
inteligencia aplicada a la libertad; el derecho es la garantía y el refrendo
que la libertad requiere. Por el deber, tendemos a un fin; por el derecho
disponemos de medios para lograrlo. Cada persona tiene medios físicos e
intelectuales para conservarse y perfeccionarse. La aplicación de su raciocinio
a la libertad externa es la fuente del derecho que, por consiguiente, es
connatural y se funda en la personalidad relacionada con los demás congéneres.
Dado que los humanos son creadores, causas “segundas” libres y porque su
personalidad se extiende a los efectos que producen, todos tienen derechos en
virtud de sus facultades. De reconocer esa naturaleza, igual en todos, de
resolver esa ecuación, de realizar esa equidad debe encargarse la justicia
(equitativa, distributiva). La
libertad individual no se restringe por la asociación sino que en ella
sedesarrolla. Lo que en derecho se prohíbe no es el uso de libertad sino su
abuso. Los Estados, como los individuos, tienen ciertos derechos naturales
innatos: vida, conservación, desarrollo, independencia, igualdad, defensa...
Son sus derechos esenciales. También tienen derechos adquiridos por usos y
costumbres, por pactos y convenios, por legislación internacional, etc. El
Estado necesita, para conservarse, instituciones en armonía con su fin social.
Por ejemplo, al derecho esencial de conservación debe acompañar el derecho de
desarrollo, ya que sin éste mal puede preservarse aquél. Las
contribuciones de Suárez al derecho internacional son, tras la auroral
exposición analítica de Vitoria, la dilucidación y la sistematización de los
tipos generales y específicos de ley, de su origen, de su naturaleza, de sus
varias formas y categorías: la ley natural en sus diferentes manifestaciones,
la ley de los Estados como norma internacional, es decir, el derecho de las
naciones [2]. Distinguió, más claramente que sus predecesores, entre el jus
gentium como derecho internacional y el antiguo jus gentium derivado
de la jurisprudencia romana; el moderno es “la ley que los varios pueblos y
naciones han de observar en sus relaciones mutuas”. Concebía el derecho de las
naciones como el que tiene una “base racional” consistente en el hecho de que
el género humano está dividido en muchos diferentes pueblos y reinos y
preserva, no obstante, cierta unidad, que no es meramente la de la especie,
sino también una unidad, en cierto modo, moral y política, impuesta por el
precepto natural del amor mutuo y de la misericordia. En su libro Delegibus,
publicado el año 1612, explica que hay una ley natural que el ser humano
conoce, no por una conciencia moral subjetiva, sino por la estructura humana,
que armoniza con el plan divino. Aunque son los derechos del individuo los que
deben prevalecer, existe la sociedad como un todo, distinto de la suma de los individuos.
El fin social es la libre decisión de los individuos de ayudarse mutuamente y
de formar una comunidad política; por ende, la soberanía reside en el pueblo.
La autoridad nace al constituirse la sociedad, pero puede ser desobedecida y
derrocada si no desempeña su cometido. En algunos casos, no es reconocible la
estructura social objetiva y puede haber diferentes interpretaciones, usos y
costumbres, cuya ordenación compete al derecho de gentes. La ordenación de las
relaciones entre naciones compete al derecho internacional y a la “comunidad de
todo el orbe”. Suárez
dejó cabal constancia de la existencia de una sociedad humana que transciende
las fronteras de los Estados, de la necesidad de normas para tal sociedad, de
la incapacidad de la razón para dar, con valor apodíctico, todas las normas
requeridas, y del derecho de la sociedad humana para remediar esa deficiencia
mediante la costumbre aplicada como ley, cuando tal costumbre se avenga con la
naturaleza. Llegó a la conclusión de que el derecho internacional está en el
punto de intersección del derecho natural y del derecho civil: las relaciones
internacionales han de tener lugar según los criterios contenidos en el derecho
internacional, ya que éste se deriva de “las necesidades comunes de los pueblos”.
Por lo tanto, la comunidad de naciones es su base: los Estados no pueden
existir en aislamiento. Recurre al concepto de interdependencia como fundamento
también del derecho internacional y para garantizar paz, justicia, libertad,
progreso, coexistencia. El
moderno derecho de gentes presupone la existencia en el mundo de grupos que
ejerzan una soberanía territorial y que vivan formando una comunidad de
naciones, cada una de las cuales con la propia ley interna o municipal y con
autoridad no sometida a restricciones, salvo las estipuladas en el derecho de
gentes. Este derecho ha de aplicarse, individual o colectivamente, no en virtud
de un poder supremo, sino por voluntad de los miembros de la comunidad de
naciones. Así, el derecho internacional es la legislación pública de la
comunidad de grupos que ejercen las respectivas soberanía yautoridad
territoriales. Vitoria y
Suárez llegaron por caminos diferentes a una meta común: la necesidad de una
norma única y universal por la que se rijan las relaciones de los individuos en
un Estado, de los Estados entre sí y en la comunidad mundial, integrada por
individuos y por Estados. Cuando a
su legislación fecial los romanos llamaban derecho de gentes no querían decir
que fuese una ley positiva establecida por consentimiento recíproco de los
distintos pueblos conocidos; los no romanos quedaban al margen de la
jurisdicción fecial romana. Para los romanos “jus gentium” era el derecho tanto
público como privado de los pueblos civilizados; en sentido más restringido,
era lalegislación romana aplicada a los pueblos extranjeros (bárbaros). Suárez
cita abundantemente a Vitoria. Uno y otro eran teólogos eminentes, pero también
juristas y filósofos, hombres del renacimiento español, porque entonces la
teología se entendía como ciencia global que estudiaba la totalidad de la
conducta de todo ser humano. Para ellos, los deberes y las funciones de los
teólogos se extendían a un amplio ámbito; no había argumento, tema, texto que
fuese ajeno al objetivo y a la práctica de la teología. Tenían una más amplia
visión, una más clara percepción de progreso, una más marcada proclividad a
tratar temas de derecho que los propios profesionales del jurismo. Arrostraron
incluso grandes peligros oponiéndose a las ambiciones de autoridad secular por
parte de la jerarquía eclesiástica, abogando por cortapisas de la autoridad que
detentaban soberanos laicos, formulando principios que soslayaban la ley divina
y el derecho canónico. En la
doctrina de Suárez es bien patente el interés, ya de cuño moderno, por la
salvaguardia y la promoción de los derechos humanos. La libertad, la justicia,
el desarrollo y la paz carecen de fundamento y corren gran peligro si no se
reconocen la dignidad y los derechos iguales e inalienables de los miembros de
la familia universal. Los Estados deben garantizar el omnímodo respeto de los
derechos y de las libertades fundamentales. Para
Suárez, la ley natural inserta lo humano en el plan global de la creación. Su
interés por lo general abstracto aplicable a lo particular concreto y su
actitud crítica lo entroncan con la filosofía más moderna. Para él, la
moralidad objetiva consiste en la conformidad o disconformidad que, por sus
propias esencias, tienen los objetos de los actos humanos con la naturaleza
racional. La moralidad subjetiva radica en los instintos. La naturaleza humana
está encadenada a los tres enemigos del alma (mundo, demonio y carne) y a los
siete pecados capitales. Salvo raras excepciones, no son las ideas las que
determinan a la acción, sino los sentimientos. Las tendencias naturales, las
pasiones y los deseos son los grandes motores y reguladores de la vida. Pero
añade que las ideas están a menudo muy ligadas con sentimientos poderosos, con
pulsiones e inclinaciones vivaces que impelen a su realización. La educación,
los convenios voluntariamente concertados y el interés de la sociedad
determinan las virtudes. Las leyes han venido aceptándose cada vez más. Según
Suárez, la ley es “un precepto justo y estable suficientemente promulgado”. Su
base es la ley eterna en sentido agustiniano. La ley natural es la ley divina
preceptiva y la ley divina positiva, como consta en ambos Testamentos. En su
vertiente moral no es sino una progresiva clarificación de la ley natural.
Llega a decir que la ley cristiana no añade precepto positivo moral alguno al
derecho natural. Puede
interesarnos todavía hoy su doctrina social: la sociedad es una comunidad de
derecho natural; por ello, la autoridad civil —distinta de la potestadfamiliar—
tiene su origen remoto en Dios, pero su sujeto inmediato es la “asociación” en
cuanto tal.Se requiere un consenso popular, expreso o tácito, para constituir
la sociedad civil, y hay que transferir la correspondiente soberanía popular a
una forma concreta de régimen político. El consenso de Suárez se diferencia
radicalmente del “contrato” de Rousseau por sus supuestos filosóficos y
teológicos. Una vez constituida una forma concreta de régimen político, la
comunidad no puede sustraer arbitrariamente la autoridad transmitida, sino sólo
en casos extremos de tiranía o de anarquía social. El fin mismo de la sociedad
civil, que es el bien común temporal, limita intrínsecamente la autoridad del
Estado. Se sigue que es legítima la sublevación contra el tirano e incluso su
muerte, ya que puede ser depuesto por los representantes de la comunidad que lo
invistió. De la
unidad supranacional nace el derecho de gentes que, para Suárez, no es la parte
del derecho natural por la que se rige el consorcio de los pueblos, sino un
derecho positivo, principalmente de tipo consuetudinario y consensual, admitido
por todos los pueblos como base de sus relaciones mutuas. La guerra justa entra
en el ámbito del derecho de gentes. Se ha
dicho, tal vez con razón, que el derecho internacional se fundamenta sólo en
opiniones generalmente aceptadas por naciones civilizadas, y que las
consiguientes obligaciones se cumplen únicamente aplicando sanciones morales:
miedo a la opinión pública, temor de las autoridades a provocar la hostilidad
general y a incurrir en graves males si se violan normas generalmente
observadas. Y tal sistema funciona, aunque no siempre. Suárez
desarrolló esta idea básica del derecho de gentes según Vitoria: la soberanía
de cada Estado tiene su limitación por el hecho de estar integrado en una
comunidad de naciones ligadas por solidaridad y por obligaciones recíprocas. Como
Vitoria defendía el “jus soli”, principio de nacionalidad por el lugar de
nacimiento (patria y mundo no se oponen), Suárez defendía la igualdad de
derechos para hombres y mujeres. A nadie escapa todo lo que eso tenía ya de
modernidad, cuando todavía hoy en tantos lugares las mujeres se sienten
discriminadas. La comunidad mundial tenía y tiene sus costumbres y prácticas
jurídicas, pero la aplicabilidad de las leyes aún deja mucho que desear. No
faltan los ejemplos. La rica herencia de Grocio Rousseau
y Voltaire critican a Grocio: Rousseau, en los primeros capítulos de su Contrato
social, lo tacha de fárrago erudito como recolector de citas y autoridades;
Voltaire lo tilda de abundoso compilador de citas con visos de argumentos. El debate
acerca de Grocio como fundador del derecho internacional se remonta, por lo
menos, a comienzos del siglo XX, cuando Frederick Pollock dijo de Grocio que
habíasentado las bases del derecho internacional moderno reelaborando la teoría
de la ley natural. Muchos tratadistas minimizan hoy el papel de Grocio como
modernista de la escuela laica. En resumidas cuentas, su contribución a la
teoría de la ley natural se interpreta en la actualidad cada vez más como la de
un ecléctico transmisor de doctrina, cuya labor de síntesis tiene más visos
teológicos que laicos. En primer lugar, Grocio era, en fondo y forma, un
erudito holandés inmerso en una época de firmes y conflictivas convicciones
teológicas. Ha sido
muy criticado por basarse demasiado en la ley natural y no bastante en el
derecho de gentes. Generaciones de estadistas y de diplomáticos, sobre todo
protestantes, han acudido a la obra de Grocio citando ciertos pasajes, no
siempre suyos, hasta la saciedad. Lo consultaron, por ejemplo, los “padres
fundadores” de la gran república norteamericana: John Adams, Thomas Jefferson,
James Madison, James Wilson y John Marshall. De hecho,
gran parte de la obra de Grocio no es sino un eco repetitivo de principios que,
en España, eran lugares comunes ya durante generaciones, que pueden encontrarse
no sólo en voluminosos incunables y en polvorientos volúmenes de los siglos XV,
XVI y XVII,sino también en manuales, de esos mismos siglos, para la tropa, como
el de Ayala. En la práctica, se aplicaban también sobre el terreno y asesores
jurídicos, religiosos y oficiales de los ejércitos de España los tenían muy en
cuenta para la conducción de operaciones militares. Derecho de gentes y derecho
de la guerra no eran meros temas académicos, sino reglamentaciones
meticulosamente aplicadas en todo el gran imperio español. Las operaciones
bélicas de España se realizaban consultando a un “jurista”, a menudo un
sencillo misionero, pero que conocía los principios de la guerra necesaria para
el restablecimiento de la paz, de la justicia y del orden (cuando la fuerza
triunfa en nombre del derecho, puede imponer el derecho). Ayala, en cuyo
manual Grocio reconoce haberse inspirado no poco, era oficial y jurisconsulto
del ejército de Felipe II en Flandes. Redactó un manual para uso del ejército. Belli,
en quien también se inspiró Grocio, fue juez militar en los ejércitos de Carlos
V y de Felipe II. No cabe duda de que todo el personal militar de mando conocía
y debatía las cuestiones de índole humanitaria y de derecho internacional que
en España eran ya tradicionales: 5° libro de las Etimologías de San Isidoro de
Sevilla, San Raimundo de Peñafort, las 7 Partidas de Alfonso X el Sabio,
Alfonso Tostado, Gonzalo de Villadiego, Juan López (el Johannes Lupus citado
también por Grocio), Francisco Arias de Valderas, Alonso Cano, Domingo de Soto
y tantos otros cultores del derecho de gentes. Grocio
dijo de Suárez que difícilmente tenía su igual en cuanto a agudeza entre
filósofos y teólogos. Reconoció que Suárez fue el primero en afirmar que el
derecho internacional está integrado no sólo por simples principios de justicia
aplicables a las relaciones entre Estados, sino también por los usos largo
tiempo practicados en tales relaciones por los europeos, desde entonces
denominado derecho consuetudinario. Los
familiarizados con las grandes contribuciones de Suárez se han extrañadosiempre
de la actitud de Grocio con respecto a él. Así, asombraba a Sir Robert
Phillimore, hace más de siglo y medio, que Grocio no se hubiera percatado de
las habilísimas disertaciones de Suárez sobre derecho natural, público e
internacional. Durante
demasiado tiempo ya, ha sido habitual, para tratadistas en su mayoría
protestantes, considerar a Grocio como el “único fundador” del derecho
internacional moderno, o verlo como una resplandeciente luminaria en la
tenebrosidad de la jurisprudencia, seguida tal vez, pero de lejos, por unos
pocos satélites menores, apenas dignos de consideración. La influencia que ha
tenido Grocio es, sin duda, ingente. Esto es universalmente conocido e
incesantemente reiterado. Pero se oculta, a veces, que su gran obra debe no
poco a numerosos insignes precursores: Irnerius, Bartolus, Baldus, Tertuliano,
San Agustín, San Isidoro, Santo Tomás, Legnano, Bonet, Martinus Laudensis,
Henricus de Gorkum, Juan López, Wilhelm Matthaei, Francisco Arias, Vitoria,
Soto, Vázquez de Menchaca, Suárez, Pierino Belli, Baltasar Ayala, Alberico
Gentili y un largo etc. El hecho es que, desde la Reforma, los prejuicios tanto
de protestantes como de católicos han sido tamaños que les han impedido formar
una desapasionada opinión, aunque algunos —muy pocos, entre ellos Grocio— hayan
conocido muchas de las obras del otro bando. Se puede decir que, aunque hay
poco de original, en la obra de Grocio, se encuentra todo lo que de valor
existía en la época de su autor. En su De jure belli ac pacis se
recopila mucha materia que no está, y nunca ha estado —el autor era también
teólogo, negociante, jurisconsulto, historiador, estadista, patriota que fue
exiliado, huyó de prisión dejando en su lugar a su mujer— en el apropiado
ámbito del derecho internacional. Ese libro contiene casi todo el derecho
internacional que existía en 1625 (de 1680 a 1780, hubo 30 ediciones en latín,
9 en francés, 4 en alemán, 3 en inglés —ninguna en español porque no hacía
falta; bastaban sus fuentes). Hace ya
muchos años, se descubrió algo muy interesante sobre el largo tiempo perdido
comentario al tratado De jure praedae de Grocio, cuyo manuscrito se encontró
en 1864 y se publicó 4 años después. Lo publicó G. Hamaker; el profesor Jan
Kosters, examinando unaglosa que contiene, fue el primero en comprobar que es
un resumen de la hoy ya famosa distinción de Suárez entre el derecho de gentes
tradicional, la legislación positiva y el derecho consuetudinario. Pero Grocio
escribió su comentario en 1604 y Suárez no publicó De legibus hasta
1612. ¿Cómo, pues, puede contener un “resumen” la distinción hecha en obra
posterior? Hamaker y, después, Kosters examinaron el “resumen” con más atención
y vieron, como hemos visto muchos, en facsímil, que una hoja está marcada como
para insertar en cierto lugar. Cotejando los textos, se ve claramente que la
inserción, aunque escrita a mano por Grocio, difiere del resto del manuscrito
(letra más pequeña, rasgos más firmes). No se puede menos de concluir que la
hoja así insertada no fue escrita en 1604, sino mucho más tarde... Grocio
cita a Vitoria en los Prolegómenos de su opus magnum De jure belli ac pacis;
también en Mare Liberum del año 1609, que es, en realidad, un capítulo
de una obra escrita, como vimos, el año 1604, De jure praedae, en la que
Grocio se refiere al profesor salmantino especialmente tratando el tema de las
características de unacomunidad política, que ha de tener consejo propio y
propia autoridad. Aunque Grocio no publicó De jure praedae (excepto el
capítulo 12, desgajado y editado con el título de Mare Liberum en 1609),
pensó sin duda largo tiempo en desarrollarlo como tratado sobre el derecho de
gentes. Ahora sabemos que incorporó gran parte del mismo, tanto del espíritu
como de la letra, en su célebre De jure belli ac pacis de 1625. Cuando,
en 1612, apareció De legibus de Suárez, seguramente Grocio leyó la obra
con interés e hizo un resumen de la importante distinción suareciana,
insertando en el apropiado lugar de su todavía no publicado manuscrito lo
esencial de tal distinción. Pero siendo así, ¿por qué Grocio no reconoce su
deuda para con Suárez, como lo hace, en sus Prolegómenos, para con otros autores?
A Suárez sólo hace 4 referencias pasajeras en sendas notas. Por evidencia
interna, no cabe duda de que Suárez influyó no sólo en la concepción del
derecho de gentes, sino también en las explicaciones grocianas sobre el derecho
natural. Grocio estuvo en Inglaterra y fue recibido en audiencia más de una vez
por Jacobo I. Cuando publicó su De jure belli ac pacis, vivía exiliado
en París dependiendo de la hospitalidad de Luis XIII y de una un tanto
irregular pensión del tesoro real. En su apurada situación de paniaguado, evitó
referirse a “controversias de nuestro tiempo”, y es muy posible que, por tales
motivos, considerase poco juicioso citar más ampliamente a Suárez, cuyos
escritos “políticos” habían suscitado la ira de monarcas reinantes (Jacobo I,
Luis XIII, María de Medicis). Como fuere, conocía Grocio muy bien la obra De
legibus, pues de lo contrario no la habría citado. Dada la semejanza de
conceptos en los escritos de ambos, es difícil admitir que Grocio no cargó la
mano en los de Suárez. En cuanto
a Ayala, se ve que no lo leyó o mintió, pues se equivoca rotundamente
cuando de él dice Grocio que no trató la cuestión de la justicia e injusticia
de la guerra (el 2° capítulo del Manual de Ayala versa sobre este tema en 34
páginas). El
derecho de gentes comenzó a tomar, con los escritores de la Escuela Española,
un aspecto moderno. A la antigua concepción de la ley común para muchos pueblos
añadieron el nuevo concepto de derecho entre Estados distintos. La teoría de la
igualdad natural de los seres humanos era moneda corriente, pero todavía
esperaba al innovador atrevido que reflejase esto en el derecho internacional.
Vitoria lo hizo. Grocio presenta un debate menos global acerca de la ley
natural que Suárez antes que él, o que Pufendorf, después. Su objetivo primero
era formular normas para la sociedad internacional, ese gran sistema del
conglomerado de comunidades (muchas normas se inferían del derecho municipal,
de la comparación de la sociedad con el organismo humano y de la reglamentación
relativa al duelo en muchos lugares). En las
obras de Vitoria, Suárez, Vázquez de Menchaca, Ayala —los más conocidos de los
jurisconsultos de la Escuela Española— hay declaraciones explícitas según las
cualeslos Estados tienen derechos iguales en virtud de normas que las naciones
estipulan en tratados. Pero no aceptaron, sin más, el concepto común de la ley
natural. Esto está claro, ante todo, en las intervenciones de Las Casas.
Vitoria se refiere a la ley natural fundada en la razón: “en un principio, todo
era común”. Distinguieron sus autores el ideal jus naturale y el
positivo jus gentium según la tradición generalizada (Santo
Tomás).Suárez hizo ampliamente similar distinción y pudo, así, adaptar el
inmutable jus naturale a la vida práctica de la humanidad. Grocio hizo
otro tanto, ni más ni menos. Se encontró una nueva aplicación de este concepto
(igualdad de los Estados) tras la Reforma; había decaído la vieja teoría del
superior común, a causa de la incapacidad tanto del emperador como del papa
para imponer una obediencia universal. La noción de sociedad de Estados había
desalojado la de imperio universal. Era tarea de los publicistas adelantados
encontrar la explicación de tal sociedad, sus miembros, su legislación... Ha
habido, desde entonces, no poca confusión (y algunos abusos) por lo que atañe a
la “igualdad de Estados”, ya que algunos se han creído “más iguales” que otros.
Grocio denunció los desmanes y las tropelías que en toda la Cristiandad
perpetraban los señores de la guerra, “abusos de los cuales hasta las naciones
bárbaras se habrían tenido que avergonzar”; se recurría a las armas por fútiles
razones, y a menudo sin razón. Se prescindía de todo el respeto debido a las
leyes divinas y humanas, como si los contendientes estuviesen autorizados para
cometer toda suerte de crímenes sin retención. Grocio, el más seguido, en
Europa central, de todos los tratadistas del derecho de gentes, el “milagro de
Holanda”, como lo calificó Enrique IV de Francia, vio cómo se aplicaban “sus”
principios principales, en 1648, cuando se firmó la Paz de Westfalia, que dio
al traste con la teoría medioeval de las relaciones internacionales y abrió
paso, según muchos autores protestantes, al moderno sistema estatal. Las ideas
transmitidas por Grocio modificaron la ideología mesoeuropea; fuera del sistema
grociano quedaban, sin embargo, grandes partes del mundo: Rusia (hasta Pedro el
Grande), Turquía, Asia, África, España, Portugal, América Latina y Oceanía. Por
lo demás, unos 200 Estados en la Europa de los obispos y de los pequeños príncipes
protestantes habían aireado el sagrado principio de “cujus regio ejus religio”.
Pero, casi dos siglos antes, se había dado forma al moderno sistema de la
sociedad de naciones, cuando un Estado socialmente moderno se puso en contacto
y entró en conflicto con pueblos no cristianos, “infieles”, y se planteó con
urgencia la cuestión de la guerra, de su legalidad, de su justificación. Los
precursores españoles de Grocio habían proclamado ya la total igualdad de los
Estados soberanos ante la ley. La igualdad de los Estados es un irrefutable
corolario de su concepción de la parigual soberanía del rey de España y de los
caciques en América, así como de la independencia territorial. Incluso tan
tarde como en 1937, Mussolini dijo que las leyes de la guerra no eran
aplicables al conflicto en Etiopía “porque los etíopes están fuera de la
Cristiandad”. Presentar
teorías y opiniones que difieren de las impresas y propaladas en Occidente,
sobre todo en el Occidente de mayorías protestantes, es ardua tarea que se topa
todavía con prejuicios bien anclados en las aguas revueltas de una cierta
leyenda negra. Desafortunadamente, aún no se han realizado los debidos
esfuerzos concertados para analizar teorías y opiniones que han tenido y tienen
su vigencia en países menos desarrollados acerca de varios aspectos del derecho
internacional. Hay actualmente cerca de 200 Estados Partes en la ONU. A medida
que aumenta la “familia de las naciones”, debería desarrollarse el derecho
internacional abriendo más sus perspectivas y mejorando su aplicación. Con esta
intención se fundó, en 1947, la Comisión de Derecho Internacional como órgano
auxiliar de la Asamblea General de la ONU. Se debe a
la Escuela de teólogos, filósofos y jurisconsultos españoles de finales del
siglo XV y de los siglos XVI y XVII una definición explícita de un derecho de
gentesfundado, a la vez, en el reconocimiento de una independencia de las
naciones —contra el imperialismo y la teocracia— y en la garantía de las
libertades individuales. El Estado no es un fin en sí; es un medio para lograr
la perfección de la humanidad. Por encima de los Estados, una ley general de
los seres humanos, superior a la de los Estados, se alza y, por mediación del
Estado, agrupa, religa a los individuos. El principal mérito de Vitoria y de
Suárez es la insistencia con que afirmaron —antes y mejor que Grocio— que las
naciones están obligadas por ley natural, independiente de Dios y basada en la
propia naturaleza del ser humano. Un mérito de Grocio es haber transcrito en un
tratado jurídico la expresión “derecho natural” y precisamente como subtítulo:
“libri tres, in quibus naturae et gentium item juris publici praecipua
explicantur”. Como se ve, se engloban tres derechos: natural, internacional y
público. Y no se diga que se emprende, así, un camino nuevo, el del derecho
natural racionalista, de estilo cartesiano y kantiano, que discurre en paralelo
con el camino seguido por el derecho de tipo intelectualista de la Escuela
Española, de cuño agustiniano-tomista: tan racionalista es Vitoria, que toma
muy en consideración la realidad histórica que lo rodea, como intelectualistas
son Kant y Hobbes, que muy poco o nada tienen en cuenta la realidad de su
época. La finalidad de la obra de Grocio, como la de las de Kant y Hobbes, era
desarrollar un derecho de gentes, que sus autores sabían ya muy adelantado y
que después desarrollarían aun más Pufendorf, Wolff y De Vattel, sin
pretensiones de elaborar un derecho internacional distinto. Por lo demás, los
tres elogian a Suárez como a uno de los adelantados en “la historia de la
teoría política”. Ni el
derecho internacional basado sólo en la ley de la naturaleza (naturalistas) ni
el que se funda sólo en la costumbre y en los convenios (positivistas) contiene
en exclusiva toda la verdad jurídica. El consentimiento no es la base de todo
el derecho internacional. El reconocimiento, en el artículo 38, del Estatuto de
la Corte Internacional de Justicia, de que ésta ha de aplicar principios
generales de derecho y tener en cuenta la enseñanza de eminentes publicistas
demuestra que las costumbres y los convenios no son la base exclusiva del
derecho internacional. En la Carta de las Naciones Unidas también es
perceptible la influencia de los naturalistas (Vitoria, Suárez, Grocio), ya que
se reconoce la igualdad entre las naciones y el derecho inherente de legítima
defensa. Todo el
derecho internacional humanitario comtemporáneo de La Haya, de Ginebra y de la
ONU cabe en los módulos trazados por la pléyade de autores (católicos) de la
llamada Escuela Española de Derecho Internacional. Grocio, es uno de ellos
(aunque no católico)... Epílogo
Rousseau
veía a su utopista contemporáneo el abate de Saint-Pierre como una mariposa
nocturna atraída por la luz: “Este raro espécimen, ornamento de su época y desu
estirpe, el único hombre, tal vez, en toda la historia de la humanidad cuya
sola pasión haya sido la pasión por lo racional, sólo ha ido, sin embargo, de
error en error..., porque ha querido hacer que todos los seres humanos sean
como él, en lugar de tomarlos como son y como desean seguir siendo” [3]. Bueno es
que haya tratados, convenios, legislación, usos y costumbres; pero de poco
sirven si no se aplican. Un muy imperfecto derecho de gentes nos queda como
herencia de las tribus caldeas, persas, hebreas (inviolabilidad de emisarios,
ley de Talión), de los griegos (entierro de muertos), de los romanos (jus
gentium, ley fecial, vae victis), de los indúes (inaccesibles escritos de 4.000
años antes de Jesucristo, época védica, relaciones intertribales, respeto debido
a emisarios, castas, pequeños reinos, prohibición de causar daños innecesarios,
trato debido a los prisioneros de guerra, treguas), de los papas y monarcas de
la Edad Media, de Machiavelo, etc. Pero, por ejemplo, los hebreos (como los
tártaros) incumplían casi todas las normas de humanidad: la conquista precedía
al incendio de ciudades, a la matanza o a la esclavitud de mujeres y de niños,
a la deportación de hombres, justificándolo todo con la ley de Moisés, los
Salmos y los Profetas; los griegos eran bárbaroscon los “bárbaros”, aunque ya
para ellos había principios de humanidad (sustitución de esclavitud o de muerte
por rescates). El jus gentium romano era una legislación civil válida
solamente para con las tribus italiotas, con muchas discriminaciones; el
derecho de gentes, el derecho natural y el derecho fecial (por el que se
intimaba la guerra, se firmaba la paz y, en general, se negociaba) eran muy
confusos. Los árabes hacían su guerra santa incurriendo, a veces, en acciones
menos santas. La diplomacia de Machiavelo se inspiraba en los horrores
cometidos por el “parangón de príncipes”, César Borgia. Entre católicos y
protestantes, crímenes como los perpetrados por Catalina de Medicis en Francia,
los inquisidores en España, el duque de Alba en Flandes, Tilly y Wallenstein en
Alemania son ejemplos cabales del “haz lo que digo, pero no hagas como yo
hago”. Grocio
escribió su tratado “Jus praedae” para justificar la guerra en las Indias. Sus
afirmaciones en “Mare Liberum” son mucho más explícitas (y mucho más
belicistas) que todo lo escrito en De jure belli ac pacis (título copiado de
Cicerón, Oratio pro Balbo, capítulo 6: “universum denique jus belli ac
pacis” [4]), en cuyas páginas el material relativo al derecho internacional y
al derecho humanitario está como enterrado bajo los muchísimos elementos
acumulados por su sorprendente erudición. Al parecer, dijo, poco antes de morir
en naufragio: “por haber emprendido mucho, he logrado poco”. Antes que
Grocio, también trataron el tema de “guerra y paz” tres italianos: Giovanni da
Legnano, Pierino Belli y Alberico Gentili. Pero, si alguien tuviera la veleidad
de afirmar que hay una vieja “escuela italiana” de derecho internacional,
fácilmente podría ser contradicho alegando que sobre esos autores se proyecta
la aplastante sombra de las figuras de primer plano de la “moderna” Escuela
Española de Derecho Internacional. Como se
sabe, el infierno está embaldosado de buenas intenciones. No habían bastado
legislaciones, proclamas, carteles y tratados, cuando tuvo lugar la batalla
deSolferino. Allí, Dunant reinventó el humanitarismo de siempre y propuso, poco
después, en su libro “Recuerdo de Solferino”, principios y normas que se
incorporarán en el derecho internacional humanitario de los Convenios de
Ginebra, de sus Protocolos adicionales y de la Convención de la ONU relativa a
prohibiciones o restricciones de armas excesivamente crueles o de efectos
indiscriminados (el concepto histórico de “derechos humanos” es la respuesta de
civilización al eterno problema de la dignidad humana). ¡Asombrosa y estupenda
andadura la del derecho internacional (moderno) y la del derecho humanitario, o
la del derecho internacional humanitario que, en el lapso apenas de tres
generaciones —padre Montesinos, padre Vitoria, padre Suárez— hizo más progresos
que en todos los siglos anteriores, maduró y vive ya, desde entonces, su vida
de adulto! Notas:
2. Véase
mi artículo, “Escuela española del nuevo derecho de gentes”, en RICR, n°
113, de septiembre-octubre de 1992, en el que escribí, p. 456, “Vitoria
particularizando, Suárez generalizando, sentaron las bases de la filosofía de
todo derecho”. 3.
Confesiones, libro IX, p. 97, Ediciones Castalia, Madrid, 1913. 4. Es
también Cicerón el primero que se refiere a “jus bellicum, fidesque
jurisjurandi”, en De Officiis, libro III, capítulo XXIX, formulación
emparentada con “pacta sunt servanda”. http://www.icrc.org/Web/spa/sitespa0.nsf/iwpList163/07435EF044811365C1256DE100556621
Algunos han acusado a Francisco Suárez, “príncipe de los juristas
modernos”, de ser un gran antimonárquico, incluso de ser el primer regicida,
por ser el primer “convicto y confeso republicano”.
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Sergio Moratiel Villa ha
cursado estudios superiores en España, Italia, Suiza y en los Estados Unidos y
es doctor en Filología. Ha impartido eseñanzas, especialmente en Filología y
Literatura Comparada, en colegios de Madrid y en la Universidad de Lausana. Ha
publicado, en periódicos y revistas, varios artículos y, en editoriales españolas,
tres libros, sobre todo de crítica literaria. Es, desde 1971, traductor-revisor
en el CICR.
1. RICR, n° 113, septiembre-octubre de 1992, pp. 440-458.