Discurso de Apertura

Lección Magistral

De la crisis de la significación o las palabras pervertidas

Luis Sánchez Corral
Catedrático de Didáctica de la Lengua y la Literatura

1. Preámbulo o el Sentido de lo que se va a exponer

Permítanme, en primer lugar, que dedique esta lección inaugural a uno de mis mejores profesores, sencillamente porque, además de profesor, fue ante todo maestro. Me estoy refiriendo a don Fernando Lázaro Carreter, in memoriam: él amaba el lenguaje; a él le dolían las palabras pervertidas.

Justamente, para que esta dedicatoria adquiera pleno sentido -más allá, desde luego, de cualquier vano resquicio retórico-, iniciaré mi intervención con un pensamiento de otra autoridad igualmente apasionada por la relación inevitable entre el lenguaje y la vida. Me refiero ahora a Ludwig Wittgenstein: "Puesto que mi lenguaje significa el mundo, los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo" (Tractatus 5, 6). Si expandimos esta máxima en función del tema que nos hemos propuesto desarrollar, tal como indican las inferencias a las que da lugar el  propio título de esta lección, obtendríamos el siguiente resultado: si las fronteras del lenguaje establecen las fronteras del mundo, entonces las palabras pervertidas vendrían a equivaler a un universo igualmente pervertido.

De manera casi segura, mi admirado maestro estaría de acuerdo con la expansión de la máxima del Tractatus que acabo de proponer, pues no en vano él ha escrito numerosos y certeros "dardos en la palabra" (Lázaro Carreter, 1997: 617). Por ejemplo, éste que transcribimos a continuación:

La terminología gramatical no ha quedado libre de saqueo en estas incursiones por la pedantería. Ya había aportado semántica, para designar los matices de lenguaje carentes de importancia: "Estamos de acuerdo en todo; nuestras diferencias son sólo semánticas". Y ocurre -sigue diciendo Lázaro Carreter- que la Semántica es la ciencia de las significaciones, de los contenidos; si las diferencias son semánticas, es que son totales. Claro que esto es un asunto menudo frente a la actual trivialización de la filosofía, cuando se habla, por ejemplo, de la filosofía municipal de la recogida de basuras, o se afirma que la furia ya no figura en la filosofía de la selección española de fútbol.

Si, como pretendemos mostrar a lo largo de la exposición, el universo de los hablantes -el empírico y el enunciativo- puede pervertirse, es decir, desnaturalizarse- a causa de los enunciados perversos que atraviesan, en todos los ámbitos, nuestra sociedad, deberíamos plantearnos, ya desde este momento inicial, una cuestión decisiva a la que nos invita el filósofo José Antonio Marina, otro de los soportes teóricos que vamos a utilizar para fundamentar nuestras reflexiones: "¿Es posible tener un habla auténtica o somos meros transmisores de contenidos que se producen en otro sitio? ¿La fuente de nuestras ocurrencias, incluidas las lingüísticas, está en nosotros o somos meros altavoces que reproducen pensamientos ajenos?" (1998: 185).

Me van a permitir ustedes una nueva licencia, esta vez de naturaleza didáctica, como no podía ser menos al provenir de la Facultad de Ciencias de la Educación. Quisiera ilustrar buena parte de lo dicho hasta ahora y de lo que diré en adelante mediante el mensaje que nos transmiten los enunciados icónicos y verbales de la figura 1: "Nuevo Golf [...] Poder de seducción". Les asiste la razón a Wittgenstein, a Lázaro Carreter, a José Antonio Marina, aun cuando ellos no hayan sido tocados por la tentación del NUEVO GOLF: estamos ante un mensaje donde los signos se expresan como signos corrompidos, puesto que, si entramos en el juego semiótico que nos propone el narrador del anuncio, no queda más remedio que admitir que el poder de seducción reside en el objeto, cuando sería esperable, en el marco de una realidad no falsificada (no espectacularizada), que el poder de seducción residiera en el sujeto. Tal vez sea el discurso publicitario uno de las paradigmas semióticos más relevantes de nuestra época para inferir de qué modo se produce lo que he denominado en algunos de mis trabajos metamorfosis actancial (Sánchez Corral,1977: 50-51), esto es, la desnaturalización de los agentes sociales y comunicativos, de modo que las personas se cosifican y los objetos se invisten, por la acción del discurso, de naturaleza antropomórfica: ahora soy yo el objeto del deseo para el automóvil y éste, mediante el proceso bautismal del nombre propio de la marca -y mediante otros procesos de investidura semiótica que, por razones de tiempo, no puedo explicar ahora[1]-, actúa como sujeto deseante, como protagonista que gobierna el relato de la seducción.

La paradoja de esta primera corrupción de los signos que ahora señalamos no por evidente deja de ser peligrosa: llegamos a vivir la ilusión referencial de que, en este universo feliz (?) del libre mercado, tenemos el privilegio de elegir nosotros las mercancías -incluidas las mercancías culturales- que consumimos, cuando lo que ocurre es que son las mercancías, metamorfoseadas en signos, es decir, en lenguaje, quienes nos eligen a nosotros. Los cuatro enunciados metafóricos de la figura 2 constituyen una ilustración bien explícita de lo que decimos: en apariencia, se nos ofrece la opción de libre mercado a la hora de elegir una compañía de seguros; pero, en la realidad, las tres metáforas de connotaciones afectivas negativas (con vehículos imaginarios tela de araña, camaleón y tortuga), que simbolizan las (otras) casas de seguros que entran en competencia de mercado con el GRUPO 86, quedan anuladas comercial y discursivamente por las connotaciones de afectividad positiva que genera el vehículo imaginario perro San Bernardo, dado que, según el narrador dominante, las otras agencias o nos van a enredar en la tela de araña de la letra chica, o nos van a engañar camuflando la piel de sus agentes y ejecutivos, o bien van a eternizar el pago de las indemnizaciones a semejanza de la lentitud de la tortuga. Esta ilusión referencial de libertad de elección no es otra cosa, como vemos, que una elaboración virtual del propio discurso publicitario, al crear mediante sutiles estrategias enunciativas, la sensación de que la adquisición del producto responde a un acto de conducta libre, cuando, tal y como hemos documentado en otro lugar (Sánchez Corral, 1997: 208-220), lo que funciona en la realidad (real) es la situación del dilema del mercado, puesto que no existe la posibilidad de no elegir. Tal vez los fenómenos comunicativos similares al comentado vengan a explicar por qué la primera parte del título de esta lección se denomine "De la crisis de la significación".

Corregiré, de inmediato y sólo a efectos de contraste, el rumbo tan poco optimista por el que me estoy deslizando: hay que decir, a pesar de todo, que el lenguaje, si se trata de lenguaje propio en lugar de lenguaje ajeno, merece la pena, tal y como se pone de manifiesto, de manera metafórica pero precisa, en el siguiente micro-relato que registra el profesor Tullio De Mauro (1980: 16):

En una de las disertaciones de K'ung Fu-tzu, el maestro chino K'ung, que vivió entre los siglos VI y V antes de Cristo y que en Europa desde el Renacimiento se conoce con el nombre de Confucio, se lee lo siguiente: "Quisiera no hablar [...] ¿Habla acaso el cielo alguna vez? Las cuatro estaciones siguen su curso y cien seres nacen...¿Habla acaso el cielo alguna vez?".

Podemos quedar extasiados ante la profundidad de este pensamiento. Pero sólo lo conocemos porque alguien lo ha escrito. Y el sabio K'ung lo ha podido formular porque tenía las palabras a su disposición. Sin palabras nadie es nada; ni sabio ni poeta, ni proverbio alguno podría elogiar el silencio.

Si recuperamos de nuevo nuestra atención hacia Wittgensteing, ahora gracias a sus Investigaciones filosóficas, interpretaremos correctamente el sentido de la cita anterior: en efecto, hablar una lengua consiste en participar activamente de una serie de formas de vida que existen gracias al uso del lenguaje (Calsamiglia y Tusón, 1999: 62). Los problemas del lenguaje resultan ser, en consecuencia, los problemas de la realidad y los problemas de los sujetos hablantes que crean esa realidad, que la transforman y que la habitan. Claro está que ello implica concebir el lenguaje, más allá de como una entidad meramente formal y abstracta, como un instrumento de comunicación, esto es, como discurso.

En el caso de que Wittgenstein estuviera en lo cierto -que muy probablemente lo esté-, me atrevo a proponer una interpretación educativa de la tesis anterior, en virtud de la cual a los profesores de Didáctica de la Lengua se nos plantea la exigencia de explicar de qué modo el discurso, en su calidad de objeto científico de cuya enseñanza y de cuyo aprendizaje se ocupa este área de conocimiento, actúa dialécticamente con respecto al sujeto, en su calidad de usuario del discurso y en su calidad de posible destinatario de las intervenciones educativas; intervenciones educativas que comprenden cualquier área curricular -y no sólo del área de lenguaje- desde la educación infantil hasta el nivel universitario, en el sentido de que nadie puede poner en duda que el sistema abstracto y simbólico de las matemáticas, por ejemplo, ni puede ser comprendido ni ser explicado sin la solidez de un discurso matemático formalmente bien construido. Acaso ésta debería ser también una de las funciones críticas que ejerciera la Universidad: velar por la sinceridad de las palabras y por la precisión semántica de los conceptos; cualidades operativas éstas, sinceridad y precisión, que se rebelan contra el uso pervertido del lenguaje

Las claves de esta interacción entre el decir y el que dice, como he descrito en otro lugar, quedan al descubierto si logramos explicar el hecho de que el hablante manifiesta y configura - en una gran medida- su identidad como sujeto por y en el discurso, esto es, por la actividad comunicativa y simbólica que despliega el lenguaje. Lo diré de una forma menos precisa pero más transparente: cada uno de nosotros -yo, ustedes, Bush, Aznar, Juan Plablo II, Luis Cernuda, don Miguel de Cervantes- somos nuestro propio lenguaje (el que producimos y el que recibimos). Dice con  razón José Antonio Marina (1998: 12) que el habla penetra nuestra existencia entera: el lenguaje "es un acontecimiento social y es un acontecimiento privado. Se habla en soledad y en compañía". En efecto, tanto los estudios de psicología cognitiva[2] como los de antropología lingüística vienen insistiendo ya desde hace algún tiempo en el poder identificador y constituyente del lenguaje respecto a los procesos de hominización, de socialización y de dominio cultural de la realidad. Hasta tal extremo se producen las correspondencias entre el discurso y el hablante, que el rasgo identificador del homo sapiens estriba precisamente en su competencia simbólica, esto es, en la capacidad de construir significados a través del lenguaje[3], lo que, desde el punto de vista cognitivo y etnolingüístico, equivale también a construir la realidad (o, cuando menos, a construir su representación), puesto que nombrar (con sentido) el universo es equiparable (casi) a poseerlo. La profesora Mayoral i Arqué (1998: 23) sostiene que el lenguaje, en la medida en que simboliza una situación u objeto, hace posible la existencia misma y la aparición de dicha situación u objeto en cualquier momento de nuestra vida. El modelo de investigación feminista resulta muy significativo a este respecto, puesto que, en la medida en que se propone hacer visible el sujeto femenino -esto es, la búsqueda del sujeto no varón- ha tenido que partir de una tesis similar a la que aquí estamos defendiendo:

Por un lado, como los discursos ciertamente viven en los cuerpos, los cuerpos los alojan, los (so)portan como partes de sus propias vidas. Nadie sobrevive sin ser / estar en el discurso. Por otro lado, hay que preocuparse por el modo en que el discurso representa y auto-representa los cuerpos porque la ontología depende referencialmente del discurso (María Luisa Femenías, 2003: 76-77)

En esta misma dirección se mueven las teorías sobre la mediación del lenguaje en el desarrollo de las funciones psicológicas superiores: "Con el lenguaje el niño adquiere a la vez un sistema de productos sociales y culturales y un instrumento de conocimiento de la realidad y de sí mismo" (Mayoral i Arqué, 1998: 43)[4]. Lo que permite asegurar, con toda evidencia, que la adquisición de la competencia discursiva desempeña un papel de mediación necesaria en el proceso de socialización que experimenta el sujeto, esto es, en el proceso de interiorización de la cultura que configura una determinada sociedad. También con esta misma certidumbre palmaria hemos de reconocer, por la vía de la reflexión metacognitiva, que sin la posesión de la competencia simbólica, esto es, sin capacidad de abstracción, los seres humanos no solamente cesaríamos en nuestra condición de humanos, sino que, además, rehuiríamos cualquier posibilidad sobre el saber, incluso cualquier posibilidad sobre el concepto y la acción de la historia.

De acuerdo con los presupuestos anteriores, la adquisición de la competencia comunicativa consiste en aprender a usar el lenguaje como instrumento regulador de nuestras interacciones con los demás, en la medida en que conocemos y compartimos los significados culturales en el seno de una comunidad. Pero adquirir la competencia comunicativa implica además aprender a utilizar el lenguaje como medio para representar la realidad, esto es, como medio para elaborar el pensamiento y el conocimiento. En estas virtualidades de construir (apropiarse de) la realidad individual y/o social a través del discurso se encuentra, por consiguiente, el origen y la justificación de los estudios sobre educación y lenguaje, dado que, en este orden de cosas, acceder al discurso nos proporciona el acceder al mundo que nos rodea.

Siempre que he de referirme a las relaciones entre el sujeto y su discurso me permito el lujo literario de solicitarle ayuda a ese intenso poeta que es Pedro Salinas: "El hombre se posee en la medida en que posee su lengua", es el título de uno de los capítulos de su obra Aprecio y defensa del lenguaje. La siguiente cita (1974: 21) que pertenece al referido capítulo, explica con clarividencia y precisión la cuestión que ahora nos ocupa:

No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje [...] Hablar es comprender y comprenderse, es construirse a sí mismo y construir el mundo. A medida que se desenvuelve este razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del lenguaje en modelar nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la enorme responsabilidad de una sociedad humana que deja al individuo en estado de incultura lingüística. En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias, aun menos.

Por si la cita anterior pudiera interpretarse como un cierto prejuicio de una persona proveniente del ámbito de las ciencias filológicas que lleva el agua a su peculiar molino de la literatura, prejuicio que se manifiesta en la manida frase hecha de "esto es cosa de los de letras", aduciré de inmediato la teoría de M. A. K.  Halliday en virtud de la cual todo aprendizaje, incluido el aprendizaje científico experimental, se lleva a cabo únicamente porque existe ese instrumento semiótico imprescindible al que llamamos lenguaje:

Cuando los niños aprenden a hablar -nos dice Halliday, 1993: 93-, no se limitan a realizar un tipo de aprendizaje entre muchos; lo que hacen es aprender los fundamentos del propio aprendizaje. La característica distintiva del aprendizaje humano es que se trata de un proceso de construcción de significados: un proceso semiótico; y la forma prototípica de la semiótica humana es el lenguaje. De ahí que la ontogenia del lenguaje sea al mismo tiempo la ontogenia del aprendizaje.

De ahí también que uno de los centros de interés de Vygotski (1979), sobre todo cuando intenta explicar cómo se produce el desarrollo de las funciones psicológicas superiores, haya consistido en mostrar la relación que se establece entre el lenguaje, el ser humano y su actividad mental en el interior de un determinado medio sociocultural. Desde la perspectiva que nos guía en esta lección inaugural, es interesante poner de relieve que los padres de la hermenéutica moderna -Heidegger, Gadamer, por ejemplo- hayan insistido en afirmar que "el ser que conoce" es esencialmente "un ser puramente lingüístico":

Sólo podemos comprender aquello que se puede transmitir por medio del lenguaje, porque éste proporciona al ser humano su particularidad diferencial de todos los demás seres. Y además, para el ser humano sólo existe el mundo que aparece representado por medio del lenguaje. Esto no quiere decir que el mundo no pueda existir, pero sí que nuestros límites de comprensión están inscritos en los límites del lenguaje (Asun Bernárdez, 2000: 61)

Ahora que en nuestros días, en este cruce neoliberal de milenios, todo aquel que se precia de moderno -o más bien de postmoderno- asegura, no sin cierto desparpajo y con velocidad de vértigo, que no podemos vivir si no vivimos en la "sociedad del conocimiento", no estaría de más que leyéramos con detenimiento a Vygotski y a Halliday para reflexionar a cerca de lo que significa el concepto mismo de «conocimiento» y qué operaciones de elaboración requiere: "El lenguaje es la condición esencial del conocimiento, el proceso por el que la experiencia se convierte en conocimiento" (Halliday, 1993: 94). Tal vez, aquí, en la cuestión que ahora estamos insinuando -y que exigiría una discusión mucho más detenida y matizada- residan algunas de las causas -y no de las menos importantes- de la crisis de la significación en que está inmersa la sociedad de nuestro tiempo. Esta cuestión es hoy menos baladí que nunca. Ahora que se están generalizando las TIC o las NNTT (Tecnologías de la Información y la Comunicación, Nuevas Tecnologías, inevitables y necesarias, desde luego), nos estamos jugando el definir a quién pertenece la acción del conocer, quién es el protagonista de la significación; claro está, que siempre y cuando estemos de acuerdo en que el conocimiento es, antes que otra cosa, un proceso de enunciación para construir significados, y no, desde luego, el procesamiento vertiginoso de los datos (o, dicho mejor según la postmodernidad, el procesamiento de una cantidad ingente de información a la que el sujeto es ajeno)[5].

Regresemos, de nuevo, a la línea más optimista de nuestras reflexiones y examinemos, aunque sea de manera sucinta, qué sucede mientras nos comunicamos "democráticamente", por ejemplo, con nosotros mismos -mediante el "habla interior"- o con los demás -mediante el "habla social"- sin que existan relaciones de poder entre los interlocutores, por ejemplo, en el acto feliz de una tertulia entre amigos o en el acto, igualmente feliz, de la lectura solitaria de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

En efecto, durante  actos enunciativos democráticos de esta naturaleza, tiene lugar un proceso personal de construcción de significados en la interacción de unos sujetos con otros o de nosotros con nosotros mismos: los hablantes y los oyentes -siempre, claro está, que sean hablantes-oyentes competentes- experimentan una transformación, puesto que, si el acto de lenguaje logra ser feliz y  afortunado, siempre se modifica una situación inicial dada en el mundo del receptor-destinatario y/o en el mundo del emisor-destinador. Y es que mientras se produce la inmersión del hablante -o la del oyente, que, en cualquier momento, puede ser a su vez hablante- en el viaje o en la aventura (intelectual y afectiva) de negociar y de intercambiar significados, durante esta aventura de los actos lingüísticos democráticos, se modifica intensamente nuestra relación con las cosas, nuestra relación con los demás y nuestra relación con nosotros mismos, en la medida en que, necesariamente, modificamos libremente nuestra visión del mundo o construimos libremente nuestra propia visión del mundo. Es en este sentido en el que cabe afirmar que los actos del lenguaje son actos performativos: los enunciados  no solamente informan, los enunciados también  hacen algo porque producen una acción, que, a su vez, da lugar a una conducta en aquellas personas que participan en el proceso comunicativo[6]

Sucede en el proceso enunciativo -entiéndase, en el proceso enunciativo libre y no manipulador- lo que han puesto de manifiesto los estudios sobre el Análisis Crítico del Discurso: que todos los discursos son instancias reguladoras de la sociedad que "ordenan, organizan, instituyen nuestra interpretación de los acontecimientos y de la sociedad e incorporan además opiniones, valores, ideología" (Martín Rojo y otras, 1998: 12).

Es en este sentido en el que la actividad lingüístico-cognitiva de la competencia comunicativa ejerce su mejor influencia en la construcción del YO: y es que la acción del discurso -insisto, de un discurso democrático y liberador- en tanto en que actividad específica del ser humano, no solamente se comporta como un "mero reflejo" de aquello que acontece en el individuo o en la sociedad. La función de la comunicación es de mayor complejidad y de mayor riqueza, puesto que, en la medida en que ejerce su función reguladora sobre nuestra conducta interior y sobre la conducta de los demás, contribuye a construir la realidad (o, cuando menos, una representación de la realidad), contribuye a construir las relaciones que nosotros establecemos con la realidad, contribuye, en fin, a construirnos a nosotros mismos y a descubrir la realidad de los otros. Mientras escribía yo las páginas de esta lección destinadas a la imprenta, el día 9 del pasado mes de junio leía la noticia de la concesión del Premio Internacional Menéndez Pelayo a Emilio Lledó; me detuve en subrayar entonces unas declaraciones suyas hechas a la prensa que venían a certificar y a iluminar, con la autoridad y con la ética propias de este filósofo, las ideas que yo intentaba articular (El País, 9/VI/04: 41):

La verdadera aportación de los seres humanos al mundo ha sido la palabra. El lenguaje es la lucha por entender la realidad, libera nuestras neuronas de prejuicios e intereses pegajosos y nos ayuda a comprender mejor. No debemos olvidar que las palabras son nuestra vía y nuestra guía hacia el conocimiento; con ellas tenemos la posibilidad de trascender y, como decía Alberti, hacer el alma navegable.

Pero es que, de otra parte, la actividad comunicativa de los seres humanos, por lo que estamos viendo, constituye una forma privilegiada para llevar a cabo la interacción social, aunque sólo sea por el hecho de que los seres humanos construimos significados para intercambiarlos con los demás, entablándose así un diálogo entre el mundo propio y los mundos ajenos. Y es que en el intercambio dialógico adquiere sentido el lenguaje, hasta el punto de que la propia conciencia del individuo, como sostiene J. Lotman (1996: 35), es el resultado, en buena medida, del intercambio de mensajes ("La conciencia sin comunicación es imposible"). Bastantes años antes que Lotman, Vygotski había insistido en que el habla interior es el resultado de la actividad social del lenguaje. Tal relación triangular entre hablante, discurso y sociedad[7] nos permite poner de relieve la función socializadora de los actos comunicativos: "El lenguaje -ha escrito Halliday, 1978: 70- es controlado por la estructura social y la estructura social es mantenida y transmitida a través del lenguaje"; "El orden social se hace de textos", han escrito los profesores R. Núñez y E. del Teso (1996: 198), puesto que los valores sociales y los significados culturales, que subyacen en el fondo de nuestra experiencia y de nuestra conducta, no son otra cosa que el resultado del intercambio de enunciados entre los miembros de la sociedad. Nuestra posición coincide con la que sostienen los dos profesores que acabamos de mencionar, para quienes cualquier texto, desde el instante en que se hace público, o bien cuestiona o bien afirma el orden social establecido en una comunidad de hablantes (familia, grupo social o sociedad en general). Pero es que, además,  el comportamiento semiótico de regulación colectiva hace del lenguaje el instrumento que legitima la existencia social de los objetos, de los conceptos, de los sentimientos, justamente porque sólo pueden ser considerados como tales en la medida en que son designados (nombrados, identificados) y predicados (descritos, cualificados) socialmente.

El problema surge desde el momento en que la función fundamental del lenguaje, la acción de construir significados para intercambiarlos socialmente, es secuestrada por el poder, por los grupos dominantes del poder de cualquiera de los ámbitos económico, político, mediático o académico, y, en consecuencia, la posibilidad de esa acción creativa les es arrebatada a los individuos y a la propia comunidad lingüística. Es entonces cuando el individuo es privado de su identidad, a la vez que también es privada de su identidad la comunidad lingüística a la que el individuo pertenece. Sujeto y comunidad son reducidos casi al silencio o a la situación pasiva de asumir los mensajes elaborados por los otros, por aquellos que habitan en el poder del discurso. Precisamente algo de esto es lo que nos proponemos analizar en siguiente apartado de nuestra exposición: de qué manera las funciones primigenias del lenguaje entran en crisis a causa de la crisis que se produce en el proceso de significación. Para ello, organizaremos la exposición en los siguientes apartados: dedicaremos el epígrafe 2. 1. a examinar algunos enunciados dependientes de actos enunciativos pervertidos; en el epígrafe 2. 2. veremos de qué modo el espectáculo suplanta a la realidad; en el epígrafe 2. 3. nos fijaremos en cómo se produce la inserción de la comunicación en el sistema económico; finalmente, el epígrafe 2. 4. lo dedicaremos a examinar el discurso de las mercancías frente al silencio del sujeto.

2. De la crisis en las funciones (primigenias) del lenguaje

2. 1. Algunos actos enunciativos en los que las palabras están pervertidas

Examinaremos, pues, algunos cuantos ejemplos de actos de habla a través de los cuales se puede deducir a qué nos referimos cuando hablamos de la corrupción de los signos y de la correspondiente corrupción de los valores sociales que se les atribuyen a estos signos. Para ello, podríamos recuperar en este momento el mensaje publicitario de la figura 1 ("NUEVO GOLF [...] PODER DE SEDUCCIÓN"), donde la máquina es investida semánticamente con los atributos de la persona. Podríamos aducir asimismo el mensaje emitido por la figura 3 ("BÉBEME"), donde el producto, representado como intencionada silueta femenina, eso sí, tendida horizontalmente, le ha arrebatado a la persona aquello que mejor la define como tal: el uso de la palabra, puesto que es Coca-Cola quien nos habla y nos sugiere, eróticamente, el imperativo del placer.

Las parodias intertextuales de las figuras 4 y 5 dejan las cosas lo suficientemente claras por lo que se refiere al uso perverso de la comunicación. La propuesta irreverente de la figura 4, en la que el discurso romero del Rocío entra en diálogo polifónico con el discurso irónico del güisqui, constituye un ejemplo bien explícito de cómo uno de los rasgos de la actual corrupción de los signos consiste en descontextualizar aleatoriamente los enunciados, por más que éstos prediquen (ilusoriamente, por supuesto) la liberación (neoliberal) de los individuos: observen ustedes, en esta dirección, ese  "imperativo ético" al que nos conmina la marca del güisqui ("sé [] mismo"), mediante la metonimia visual, por contigüidad sémica, entre el color negro del pelo y del vestido de la chica-modelo y el color también negro de la pincelada-etiqueta donde está inscrito el imperativo de identidad. Las circunstancias enunciativas de la figura 5 son muy similares al caso anterior, con la particularidad de que ahora la irreverencia y la burla paródica va dirigida contra El Guernica de Pablo Picasso: el descaro del hipertexto parodiante (o discurso dominante, el de la agencia de publicidad) frivoliza de modo indudablemente "obsceno" la representación estética y dramática del hipotexto parodiado (o discurso dominado, el del pintor Pablo Picasso).

Una simple mirada comparativa de las figuras 6 y 7, que me han sido proporcionadas por la profesora Gloria Álvarez de Prada[8], nos ayuda a explicar qué es lo que queremos decir cuando hablamos del secuestro de la significación como una de las operaciones semánticas que caracterizan a ciertos discursos dominantes en nuestra sociedad. De nuevo, el discurso parodiante (el publicitario: "Transformamos el baloncesto en arte"), mediante una cita irrespetuosa, le arrebata los valores sémicos culturales al discurso parodiado (la pintura titulada "El triunfo de San Hermenegildo", de  Francisco Herrera el Mozo, 1654, Museo del Prado): San Hermenegildo ha sido sustituido por el jugador de baloncesto, y el crucifijo por el balón. Y es que una de las tendencias más acusadas de la publicidad contemporánea consiste en fagocitar las connotaciones positivas de ciertos discursos socialmente prestigiosos, con la doble finalidad pragmática de contagiar semánticamente, por una parte, al producto por la vía de la sinécdoque y, por otra parte, al consumidor por vía de la metáfora: yo ya no soy yo, yo soy la imagen de marca que consumo al consumir los signos del discurso.

Este secuestro de la significación -o de la identidad- al que me estoy refiriendo se manifiesta en múltiples ámbitos de nuestra vida privada y de nuestra vida social. Sus efectos colaterales penetran hasta en nuestra intimidad afectiva y en nuestra intimidad intelectual. Existen, todavía, palabras preciosas y primigenias (tales como libertad, cultura, paz, democracia, ciencia, universidad, justicia, amor, lectura, arte, solidaridad...). Se trata de palabras -como he escrito en algún otro lugar- para ser acariciadas, palabras que exigen una entrega amorosa, un cultivo ético y ecológico, un acercamiento estético en todo caso. El problema surge cuando alguien, en provecho propio, las expulsa de su contextura original y nítida, cuando se manosean en exceso. Adviertan ustedes de qué manera el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) define el término manosear: "tocar excesivamente una cosa con riesgo de ajarla", esto es, con riesgo de estropearla. Sucede entonces que estas palabras preciosas se desvirtúan: ocurre que se desgastan conceptualmente, pierden su valor original al ser sometidas a interpretaciones forzadas, a usos mercantilistas o sucedáneos. Acontece esto cuando el Logos se convierte en Mercancía; o cuando la Mercancía se hace Lenguaje. Más adelante insistiremos en este rasgo de intercambio mercantil de identidades, pues, en nuestra opinión, aquí encontramos otro de los mecanismos sémicos que contribuyen a la falacia de los significados.

Es un fenómeno éste que se repite, en nuestros días, con frecuencia y hasta con hartazgo: las palabras preciosas y primigenias se insertan en ámbitos semánticos que no les son propios, en ámbitos que incluso las repelen. Es así como el amor, por ejemplo, se cotiza en bolsa; es así, como los B-52, por naturaleza intrínseca artefactos para la muerte, llegan a ser admirados por su estética y hasta se interpretan como esculturas de la vanguardia más contemporánea. Las palabras preciosas y primigenias se tornan, pues, mercenarias. Se convierten así en eufemismos, esto es, en paráfrasis que ocultan intereses demasiado particulares, intereses demasiado interesados. Este (despreciable y perverso) fenómeno lingüístico-ideológico alcanzó uno de los modelos más tristemente eximios cuando alguien -por supuesto, del Eje Occidental del Bien- se atrevió a calificar la Guerra de Irak como la guerra más creativa de la historia. Observen ustedes la ignominia semántica: el bellísimo concepto de creatividad aplicado para definir la maquinaria y la tecnología de la muerte. Ignominias semánticas de esta naturaleza, que terminan por desvirtuar lo conceptos utilizados, se lanzaron hace poco en cierta prensa de nuestro país contra Rodríguez Zapatero, acusándolo de cobardía, es decir, de "pusilánime, de falta de valor", por haber dado la orden de retirada de las tropas de Irak. Un magnífico editorial del Diario Córdoba, del 19 de abril de este mismo año, ponía las cosas en su sitio desde el punto de vista lingüístico restituyendo los valores semánticos originales y no manipulados: "A partir de este escenario -escribe el editorialista-, España debe despreciar frontalmente cualquier acusación que se le haga de cobardía. La cobardía es otra cosa. Cobardía es inventarse razones que no existen para justificar un ataque bélico. Cobardía es golpear atrozmente a una población civil que no tiene culpa de haber padecido una dictadura de un tirano como Sadam. Y también es cobardía ceder ante EEUU diplomáticamente y animarle a hacer la guerra desde un país que, como el nuestro, tiene un casi nulo peso militar".

Siguiendo ahora a mi colega Mª Ángeles Maeso[9], escritora y filóloga, habremos de convenir con ella en que existen los adjetivos mercenarios, sobre todo, porque, en la crisis de la significación de la que hablamos, acontece aquello que escribiera el poeta Vicente Huidobro: que el adjetivo, cuando no da vida, mata. Aceptemos, pues, la invitación que nos hace Mª Ángeles Maeso y preguntémonos si los sintagmas guerra preventiva, bomba ecológica, catástrofe humanitaria pueden ser oxímoros -esto es, antítesis expresivas- del tipo "es hielo abrasador, es fuego helado" del famoso soneto 375 de Francisco de Quevedo. Nuestra colega dice que la respuesta es no. Y arguye de la siguiente manera:

El oxímoron es una combinación, en la misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido. El sentido que consigue transmitirnos el soneto de Quevedo sobre el amor es ese totum de sentimientos que confluyen en la pasión amorosa. Él usa de esta figura retórica y multiplica el sentido de cada predicado de amor al utilizar dos términos contrapuestos. Pero ¿hay un sentido multiplicado en guerra preventiva? ¿Cabe prevenir a alguien de algo haciendo uso de ese algo? ¿Cabe en nuestra mente la idea de prevenir a alguien de una guerra haciendo una guerra? Decimos guerra y vemos la muerte, ¿alguien puede concebir la noción de matar a alguien para evitar la muerte? Es evidente que no. Esa multiplicación del sentido, propia del oxímoron, no la encontramos en guerra preventiva, ni en bomba ecológica ni en catástrofe humanitaria. Estamos en el caso del contrasentido.

Acaso la cita directa anterior haya sido extensa; pero poco importa, si, como sucede aquí, sus contenidos son clarividentes y definitivos en función de aquello que perseguimos: dejar registrados el mayor número posible de mecanismos del discurso que nos ayuden a definir la crisis de la significación contemporánea. Pero es que, además, la cita misma nos está sugiriendo que nos interroguemos sobre aquello que realmente queremos significar cuando usamos -o abusamos de- términos tan conflictivos como democracia o terrorismo. Los sistemas ideológicos que subyacen en el interior de tales "palabras-conceptos" nos impiden, por razones de tiempo y de espacio, detenernos ahora en describir las presuposiciones semánticas o las implicaturas pragmáticas que podrían ayudarnos a deslindar dónde termina el "uso ético" (y lingüísticamente  exacto) de tales conceptos y dónde empieza el "abuso político" (interesado o partidista) de los mismos. Valgan, no obstante, dos observaciones mínimas al respecto:

1) Tras los acontecimientos de todo tipo -bélicos, lingüísticos, ideológicos, económicos, estratégicos, tácticos, etc.- que se han generado como consecuencia de la Guerra de Irak y de la subsiguiente ocupación de este país, el primero de los términos, democracia, está experimentando un interesante y peligroso proceso de (re)investidura conceptual, a través del cual o bien se está desprendiendo de ciertos rasgos semánticos que todos considerábamos hasta ahora como inherentes al vocablo (por ejemplo, el respeto a las decisiones de la ONU, la ausencia de prácticas de torturas), o bien está recibiendo rasgos semánticos nuevos impuestos por el discurso dominante (o que aspira a dominante). En efecto, la Guerra de Irak se ha hecho, cuando menos desde la perspectiva  narradora del Eje del Bien, en nombre de la democracia misma, puesto que fue precisamente "democracia" lo que se les prometió a los ciudadanos iraquíes. Pero entonces, ¿cómo explicar que los valores democráticos hayan tenido que soportar acciones y significados, tan manifiestamente contrarios a la democracia, como los implicados en la fotografía de prensa que  reproducimos en la figura 8? Véase además de qué manera tan expresiva, tan irónica -pero tan desoladora- interpreta y sintetiza el humorista Máximo, mediante la caricatura del chiste gráfico (figura 9), los contenidos tan brutales de la fotografía anterior[10].

2) Con esta segunda observación queremos aludir -solamente aludir- al conflicto semántico, ideológico y político que implica otro de los términos-concepto más usados y abusados en nuestros días. Nos referimos al vocablo terrorismo. Frente a la huida del análisis de las causas que proponen, unilateralmente y sin el más mínimo rigor, ciertos políticos que no admiten que nadie dude lo más mínimo al respecto, me atrevo a arriesgar, con todas las precauciones que se deseen, dos definiciones que me parecen ejemplares y que podrían ayudarnos a explicarnos el por qué se pervierten las palabras. La primera de las definiciones nos la brindaba, ya hace bastantes años, Brian Michel Jenkins (1984: 51-52): "Podemos describir el terrorismo simplemente como violencia o amenaza de violencia calculada para inspirar temor y para crear una atmósfera de alarma, la cual a su vez causará que la gente exagere la fuerza de los terroristas y la importancia de su causa". La segunda definición nos la proporciona Fernando Savater (1982: 29), para quien el terrorismo consiste en  "el reconocimiento de una alteridad inadmisible", o lo que es lo mismo, nos aclara el propio autor: "Soy violento con el absolutamente otro porque no tenemos nada en común, porque no puedo hacer nada con él". El terrorismo, pues, como la negación de la palabra, en el sentido de la negación del diálogo o de la comunicación como procedimiento para reconocer la alteridad o la identidad del otro.

Desde luego, estas dos descripciones nos permiten incluir dentro del concepto del terrorismo (Luis Veres, 2002) acciones violentas financiadas o ejecutadas por los Servicios de Inteligencia de ciertos estados que se proclaman a sí mismos como democráticos. Sin duda porque existen estas inclusiones semánticas, el Tribunal Internacional de Justicia, cuando el gobierno de Nicaragua reclamó por las intervenciones USA en su país, llegó a definir el terrorismo como el "uso ilegal de la fuerza", tal y como nos hace notar Noam Chomsky (2001: 61). Es precisamente este eminente lingüista -el científico de mayor numero de impactos en la actualidad, el creador de las teorías mentalistas frente a las concepciones mecánicas del conductismo, y seguidor de Bertrand Russell en la defensa intelectual de los derechos humanos- uno de los pensadores contemporáneos que con  más autoridad nos invita a disentir de los esquemas enunciativos y de los modelos mentales que nos imponen los mass media en la dirección que venimos comentando. ¿Por qué no ensayar, entonces, las propuestas de interpretación de Noam Chomsky y, en consecuencia, denominar terrorismo tanto el ataque atroz del 11-S como el ataque, igualmente atroz, del presidente Bill Clinton cuando ordenó al ejército de Estados Unidos bombardear una fábrica de medicinas de Sudán bajo el pretexto de que allí se fabricaban puntas de misiles químicos? ¿Acaso exagera Noam Chomsky (2002: 53) cuando afirma que el terror y el número de víctimas en el segundo caso fue mucho mayor que en el primer caso, puesto que la carencia consiguiente de medicamentos provocó cientos de miles de muertes?

Si es que aspiramos  a depurar con cierto rigor el significado de los conceptos, tal y como debería ser la costumbre del ámbito universitario, alguna vez habríamos de  preguntarnos por qué, desde la perspectiva de la cultura occidental, existe consenso en considerar como "terrorismo" las representaciones  mentales que activamos al contemplar la imagen dramática y cruel inscrita en la figura 10, y, sin embargo, por qué, al contrario, este consenso semántico se pierde cuando necesitamos referirnos a las representaciones mentales, igualmente dramáticas y crueles, activadas por la imagen reproducida por la figura 11. A estas alturas de la exposición no parece que resulte exagerado reflexionar por qué  un periódico de la solvencia de El País, ni en el pie de foto ni a lo largo de la crónica que atañe a la foto, usa el término terrorismo para referirse a los contenidos o a las acciones implicadas en la figura del palestino trasladando a un niño herido. Autorícenme, de nuevo, a transponer mi reflexión desde el discurso sobre el lenguaje hacia el discurso sobre la política: ¿qué actores políticos de entre aquellos que pronuncian, sin ambages, su disposición a declarar la guerra contra los terroristas implicados en el universo de la figura 10, estarían igualmente dispuestos a declarar también la guerra contra los responsables del terrorismo perteneciente al universo referido en la figura 11?

Dice el escritor y filósofo Rafael Argullol[11] que ya es hora de llamar otra vez las cosas por su nombre [...], ya que ello nos ayudaría a comprender el estatuto de fantasma de nuestra época: "De entrada no estaría mal -no aconseja el escritor- nombrar al Innombrable. Llamar, por ejemplo, capitalismo al capitalismo -y no "la realidad", el "sistema" o, más castizamente, "lo que hay"- sería un ejercicio saludable que nos permitiría comprender el terreno en el que nos movemos". De este modo podríamos recuperar, entre otras, la vieja palabra de codicia. O podríamos recuperar igualmente el viejo sintagma interés con usura, tan exacto, desde luego, para definir determinadas operaciones económicas mundiales de naturaleza bancaria.

Una vez que hemos examinado un buen número de actos de habla que incurren en la crisis de la significación (2. 1.), reunimos ya las condiciones necesarias para averiguar a continuación qué es lo que sucede al respecto en los mass media (2.2), en la economía de la globalización (2. 3.) y en la publicidad como discurso de las mercancías (2. 4.).

2. 2. Los mass media o la obsesión por escenificar el espectáculo

A fin de mostrar de qué modo los mass media incurren en la crisis de la significación, transcribiré los dos relatos siguientes, en la medida en que los textos narrativos actúan siempre como excelentes recursos didácticos. Del primero de los relatos es autor Francisco Fernández García, profesor de Lingüística general en la Universidad de Jaén, a quien se le ocurrió investigar cómo ha funcionado el discurso informativo en televisión durante la época del ínclito periodista Alfredo Urdaci, tomando como corpus de análisis el tratamiento que las diferentes cadenas de televisión le dieron, el 18 de octubre de 2002, al  incidente diplomático habido entre Fernando Valderrama, Encargado de Negocios de la embajada española en Bagdad, y su jefa diplomática, la Ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio. De todos es conocido que, frente a lo difundido por la Sra. Ministra, en el sentido de "falta de fortaleza emocional",  el Señor Valderrama dimitió por estar en desacuerdo con la guerra que, ya entonces, se planeaba como inevitable. El segundo de los relatos  pertenece al excelente novelista y periodista Juan José Millás, preocupado él porque ni sus padres ni su asistenta le otorgaban crédito como escritor. Veamos ambos relatos:

(i) Compárese, en este sentido -nos dice el profesor de la Universidad de Jaén, 2003: 94-, los dos pasajes siguientes: en La Primera se nos cuenta que a Valderrama "no le parecía correcto el apoyo de España a la política norteamericana en la crisis iraquí", mientras que en el titular de Canal + se nos traslada la afirmación literal de Valderrama de que "hace falta mucho estómago para compartir la política pro-estadounidense del gobierno de Aznar". Es patente, desde luego, cómo, aunque se nos hable básicamente de lo mismo (el desacuerdo del diplomático con cierta postura del gobierno de la nación), lo que no pasa de ser una escéptica opinión en el primer caso constituye, en el segundo, una agresiva crítica .

(ii) Mis padres no se creyeron que era escritor hasta que salí en la tele -nos cuenta Juan José Millás, en una columna de El País, del 21de mayo de 2004-. Para entonces ya había publicado tres o cuatro novelas, pero en aquella época no eras nadie si no habías salido en La Primera. Ahora es al revés. Si te ven en la tele, pensarán que eres un pederasta o un hijo natural de Jaime Ostos, pero no un escritor.

Puesto que el primero de los enunciados (i) se comenta por sí mismo, dado que pone en evidencia de qué manera la comunicación (?)  mediática espectacular manipula lo real, me limitaré únicamente a plantear dos interrogantes de naturaleza obviamente retórica: 1) ¿cuáles serán las razones enunciativas por las TVE1 construye el encabezamiento de la noticia, en estilo indirecto, mediante el narrador omnisciente (voz en off del locutor o conductor del telediario), ocultando, por tanto, la voz testigo del protagonista, mientras que, por el contrario, Canal + le otorga la palabra directa al diplomático?; 2) ¿por qué TVE1 identifica a Aznar con España, mientras que Canal + habla exclusivamente del gobierno Aznar y no de España en su totalidad? He aquí un breve, pero ilustrativo ejemplo de cómo los medios de comunicación, en lugar de informar, al construir la noticia pretender construir también la realidad (su realidad). De modo que podría pensarse -y no de manera descabellada- que los destinatarios somos situados, en virtud de las estrategias de los mensajes, ante unos enunciados gobernados por la corrupción de los signos.

En el relato (ii), el de Juan José Millás las cosas aparecen meridianamente más transparentes, dado que lo que nos argumenta el texto se refiere a uno de los rasgos más determinantes de los llamados medios de comunicación social: el predominio del espectáculo sobre la realidad. O dicho de otro modo, únicamente existe la realidad susceptible de ser transformada en imagen, y, especialmente, en imagen "espectacularizada": para existir ya no basta con ser, hay, sobre todo, que aparecer, esto es, hay que salir en la pantalla de la televisión, aun cuando se trate de adquirir -o de exhibir- la identidad de un pederasta, o la identidad de una subespecie de (sub)categoría de fama otorgada gratuitamente a lo héroes cutres de Gran Hermano, o de Salsa Rosa, o de Corazón corazón, o de Sabor a ti, o de cualquier otro Reality-Show. Es tal la autoridad enunciativa que la sociedad -es decir, lo que ahora se llama audiencia- le confiere a la televisión que se llega a asumir como hecho normalizado el que la esfera de lo íntimo se transforme en espectáculo y, en consecuencia, experimente una -otra más- perversión de significados: "Una carrera del absurdo -nos dice Fran Araújo, 2002: 1-, en la que los corredores compiten para ver quién llega más lejos en las prácticas obscenas y de mal gusto. La era de la disertación dio paso a la del espectáculo, hoy asistimos a la era de la basura enlatada en la pantalla del televisor".  Si hablamos de mecanismos perversos cuando nos referimos a la enorme autoridad enunciativa de que gozan los acontecimientos y los sujetos que salen en televisión, es porque asistimos, como espectadores embaucados, al triunfo del Kitsch y de lo evidente (F. Araújo, 2002:1); porque, en consecuencia, se nos sitúa como receptores-recipientes que contribuimos a engrosar la cuota de las audiencias, siendo precisamente la audiencia el criterio máximo de evaluación de los enunciados-productos: "La calidad es sacrificada en el camino, arrollada por las leyes del corto plazo y la rentabilidad que dominan la estrategia televisiva".

Cuando menos resulta significativo que tales productos mediáticos, perteneciendo como pertenecen a la ficción del espectáculo, estén encuadrados técnicamente bajo el género (auto)denominado como tele-realidad . Quizá no esté de más indicar que tanto el género como el término, al igual que otros productos simbólicos de consumo masivo que nos invaden, tienen su origen en los Estados Unidos.

Si desde la enunciación de la tele-realidad damos ahora el salto hasta el discurso de la información, observaremos que también este ámbito aparece contaminado por la seducción que ejerce el espectáculo. Una autoridad tan cualificada en este campo como Ignacio Ramonet, director de le edición española de Le Monde diplomatique y autor de investigaciones muy solventes a este respecto, nos explica bien la idea que queremos transmitir es estos momentos. Dice Ramonet (2004: 5) que, hasta no hace mucho, todos conveníamos en que informar consistía  en dar una descripción precisa -y verificada- de un determinado hecho o acontecimiento, de modo que los lectores pudieran comprender su significación, gracias justamente a una serie de parámetros contextuales insertos en la noticia: ¿quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias?, etc. Esta concepción del hecho informativo, nos advierte el mismo Ramonet (2004: 5), ha entrado en crisis bajo el prisma dominante del modelo de la televisión, ya que dicho modelo se extiende al resto de los medios:

El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es, ahora, enseñar la historia en marcha o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias. Esto supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.

¿Por que afirmamos que esta espectacularización de la noticia -su presentación como espectáculo- constituye otro de los síntomas del discurso dominante que nos permite hablar de crisis de la significación? Por la sencilla razón de que estos modos de enunciación nos transmiten la creencia de que ver un acontecimiento equivale a comprenderlo, incluso cuando tal acontecimiento sea de naturaleza conceptual y abstracta y reclame, en consecuencia, actitudes cognitivas que activen operaciones racionales de índole argumentativa. Es aquí donde reside esa trampa, ya estereotipada, de que "una imagen vale más que mil palabras", cuando, como ha dicho en alguna ocasión Fernando Savater, hay palabras que no se pueden representar con mil imágenes. En esta dirección, sostiene  Giovanni Sartori (1998: 11 y ss.), al estudiar lo que él denomina la sociedad teledirigida, que el homo sapiens, producto de la cultura escrita y del razonamiento paulatino, está siendo transformado en homo videns, el hombre dominante de nuestros días, para el cual la palabra está siendo destronada por la imagen: en los medios de comunicación actuales todo acaba siendo visualizable. No cabe la menor duda de que vivimos no solamente ante la primacía de la imagen, sino ante la tiranía de la imagen: "la preponderancia de los visible -nos dice G. Sartori- sobre lo inteligible nos lleva a un ver sin entender". La paradoja mezquina reside en que este «ver sin entender» deja plácidamente satisfecha a la audiencia.

Desde nuestro punto de vista, nos encontramos ante uno de los efectos de recepción más decisivos en la tendencia dominante de los medios de comunicación actuales; efecto de recepción que Giovanni Sartori (1998: 17) enuncia textualmente así: "el hecho de que la televisión modifica radicalmente y empobrece el aparato cognoscitivo del homo sapiens". No le falta la razón al eminente analista italiano cuando se pregunta si no será cierto que el hombre video-formado se está convirtiendo en alguien incapaz de comprender abstracciones, de entender conceptos. 

La desdicha comunicativa a la que me estoy refiriendo invalida, como vemos, la producción de significados abstractos, precisamente aquellos modos de significar que intervienen en los procesos intelectuales y en los procesos del aprendizaje. Esta desdicha comunicativa  consiste en que, desde mi ser como lector, aquel ser que me permite construir significados propios, estoy siendo reconvertido en mero espectador que ha de adherirse a los significados construidos por otros y que, por lo tanto, me son ajenos; estoy siendo transformado desde un sujeto que razona y comprende en un ser que se limita sólo a visualizar la realidad bajo el imperativo de lo concreto[12]. Es decir,  puedo (y debo) ser seducido por la fascinación enunciadora de lo visible: debo ser seducido por un tipo de enunciación fácil y elemental, en la que, como receptor-recipiente del mensaje, apenas si necesito realizar el más mínimo esfuerzo interpretativo: la interpretación me la ofrecen ya construida de antemano. Existe una ingente y lamentable muchedumbre de incautos que se ha entregado ya cautivada por el truco ilusionista de la imagen con toda su elementalidad cognitiva en detrimento de la palabra y de su inherente complejidad intelectual: muchas personas, fascinadas por esta ilusión de lo visible, prefieren dejarse rozar, antes que por la metáfora y sus aventuras lúdicas e intelectuales, por las luces de neón del vídeoclip, por la sacudida del impacto visual, por la videoconsola, por la truculencia y el morbo de los ya famosos reality shows, por las carnes interactivas de las azafatas del concurso de turno, en fin, por lo que se ha dado en llamar «televisión basura», por más que la televisión basura se disfrace, en ocasiones, bajo el soporte del telediario. Es tal el «efecto de fascinación», que la mirada del espectador -pasiva y cómoda- queda sutilmente atrapada: resulta difícil sustraerse a los destellos rutilantes que crean esa agradable especie de "estado onírico colectivo" del espectáculo grandioso de lo visible.

Adviértase de inmediato que el análisis que estamos sugiriendo no significa, en absoluto, negarle capacidades comunicativas al discurso de lo visible. Mi propia exposición está repleta de ellas; por ejemplo, la imagen puede servir como un excelente auxiliar didáctico para ilustrar una determinada cuestión temática. Lo único que asevero en estos instantes es que la imagen carece de sintaxis, al menos carece de la sintaxis compleja que se requiere para elaborar el pensamiento superior y abstracto. La imagen ilustra, transmite (o sugiere) representaciones sensoriales; llega a describir, en el mejor de los casos; pero carece de poder argumentativo, puesto que se manifiesta huérfana de marcadores discursivos de subordinación que sirvan para establecer un hilo conductor en el devenir mental de los enunciados. En la mejor de las circunstancias, el de la imagen es un lenguaje de yuxtaposiciones, de elementos que se suceden uno a continuación de otro. El enunciado argumentativo -que es el propio de las operaciones intelectuales- solicita unos nexos que permitan establecer complejas relaciones de subordinación.

Vemos, pues, de qué manera la televisión, o, si preferimos, el predominio del universo de la imagen sobre el universo de la palabra, constituye una sustitución en nuestras estructuras cognitivas racionales y abstractas, lo que significa que se establecen unas relaciones particulares entre el ver (la realidad) y el entender (la realidad): hasta hace poco tiempo, los acontecimientos  se nos relataban por escrito o de forma oral, pero siempre a través del lenguaje de la palabra; hoy, por el contrario, los acontecimientos se nos relatan y se nos explican visualmente, a través de las imágenes que aparecen en la pantalla o de las fotografía de la prensa. La comunicación y la forma de interpretar, de entender la comunicación está cambiando de naturaleza. Con ser esto cierto, la gravedad de la metamorfosis reside en el hecho de que la televisión está siendo también, en palabras de G.Sartori, una paideia, es decir, un instrumento que, ya desde la niñez, genera un nuevo tipo de ser humano, por el simple hecho de que nuestros niños ven la televisión durante horas y horas, mucho antes de aprender a leer y a escribir: la televisión es la primera escuela del niño, por lo que el pensamiento predominante en sus representaciones mentales será el pensamiento visual.

El proceso cognoscitivo al que me vengo refiriendo se puede describir, para no alargar excesivamente la exposición,  mediante la siguiente síntesis que nos ofrece el autor italiano Giovanni Sartori (1998: 48): "El lenguaje conceptual (abstracto) es sustituido por el lenguaje perceptivo (concreto) que es infinitamente más pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras (al número de palabras), sino sobre todo en cuanto a riqueza de significación, es decir, de capacidad connotativa".

La veracidad de la cita anterior la podemos comprobar si tenemos en cuenta las diferencias entre la palabra y la imagen. Mientras la palabra es un signo con poder simbólico y de representación conceptual con capacidad para significar de manera abstracta, la imagen es pura y simple representación visual y sensorial de naturaleza concreta. La palabra hay que entenderla, la imagen no exige más que verla. A este propósito aduzco el texto siguiente de un autor al que ya he mencionado varias veces, Ignacio Ramonet (1998: 50):

De este modo, el nuevo sistema [el de los mass media] acredita la ecuación "ver es comprender". Pero la racionalidad moderna, con la Ilustración, se hace contra esa ecuación. Ver no es comprender. No se comprende más que con la razón. No se comprende con los ojos o con los sentidos. Con los sentidos uno se equivoca. Es la razón, es la inteligencia, lo que nos permite comprender. El sistema actual conduce inevitablemente o bien a la irracionalidad, o bien al error

Si he venido insistiendo en la relevancia de los esquemas cognitivos que nos imponen los mass media, es porque, frente a la opinión generalizada de los estudiosos, la manipulación del mensaje no radica, esencialmente, en la emisión o en la elaboración de los enunciados, radica, sobre todo, en el momento de la recepción, cuando el sujeto asume y/o interpreta los contenidos y las formas de los mensajes, que es el momento clave del proceso comunicativo. Ya hace algunos años, U. Eco (1986: 131), en un libro de título altamente expresivo, La estrategia de la ilusión,  nos advirtió de que, aunque se posea el control de la emisión, no se consigue casi nada mientras no controlemos la recepción. Este mismo autor señala que es durante el proceso de recepción, cuando se pierden las referencias diacríticas que, antes, permitían diferenciar los programas televisivos de información de los programas de ficción y que, por lo tanto, la televisión ha pasado de ser un vehículo de los hechos a un aparato para la producción de los hechos; es decir, en lugar de comportarse como un espejo de la realidad, fabrica ella misma la realidad (Menéndez Menéndez, 2002, 235). El ejemplo no tan límite de Gran Hermano es bien evidente: los habitantes de la casa creen que viven la vida, su vida, cuando lo que sucede es que están obligados a vivir una vida fabricada previamente por la televisión. Esta implacable lógica nos llevaría incluso a suponer  -con indudables posibilidades de acertar- que ciertas refriegas televisivas habidas entre los «personajillos» del plató han sido previamente teatralizadas -escenificadas- en los camerinos momentos antes de la emisión. Como igualmente pueden ser ficción espectacularizada determinadas denuncias ante los juzgados de guardia que, al fin y a la postre, terminan por revertir en un aumento de la audiencia.

También Jean Baudrillard, en otro ensayo de título igualmente bien expresivo, Las estrategias fatales (1984: 78-80), nos habla de cómo el dominio del espectáculo sobre lo real -el espectáculo de la política, de la tecnología, de la publicidad, hasta el espectáculo de la ciencia, o de cualquier cosa- supone una distorsión de los hechos y de sus representaciones: "El triunfo de la simulación -nos dice textualmente- es fascinante como una catástrofe; y lo es, es una desviación vertiginosa de todos los efectos de sentido. Por este efecto de simulación o, si se prefiere, de seducción, estamos dispuestos a pagar cualquier precio, mucho más que por la calidad "real" de nuestra vida". Así es y así nos sucede. Estamos, pues, de acuerdo con Baudrillard cuando sostiene que nuestra perversión consiste en que, en lugar de desear el evento real, deseamos su espectáculo: "jamás las cosas, sino su signo y la burla secreta de su signo". Somos, en consecuencia, portadores compulsivos de signos o, lo que viene a ser lo mismo, de logos o marcas, tal y como hemos querido ilustrar metafóricamente a través de las tres siguientes figuras publicitarias (12, 13 y 14). No puede ser fruto el azar que el producto comercial de la figura 12 haya recibido el rito bautismal bajo el nombre propio de Obssesion; como tampoco es casual que en la figura 13 se nos interpele con un imperativo categórico sin cuya ejecución nuestro fracaso erótico-sexual está más que asegurado. La imagen delirante de la figura 14 constituye en sí misma, no ya sólo una perversión semántica, sino además una perversión antropológica investida, eso sí, mediante una composición fotográfica de indudable naturaleza estética y de incitación hedonista: en el discurso no pervertido la inspiración residía o en las musas o en el artista, en el sujeto; tras la crisis de la significación, la inspiración es patrimonio de la mercancía.

Documentemos ahora este predominio del espectáculo sobre lo real con dos situaciones discursivas bien diferenciadas: (a) una aparentemente frívola, el espectáculo del rock transmutado en espectáculo electrónico, (b) otra evidentemente cruel, el espectáculo cínico de la guerra.

(a) Para ubicar la primera de las situaciones, la del rock travestido en espectáculo electrónico, no estaría demás, por ejemplo, comparar la "realidad real" de Elvis Presley con la "realidad ficción" de Madonna. El análisis comparativo que proponemos ya lo ha llevado a cabo el profesor de la Universidad de Valencia Jenaro Talens (2000: 52), cuyas reflexiones citamos literalmente: "Entre la pregnancia del erotismo corporal de Elvis Presley -figura 15- y la descorporeidad de Madonna -figura 16- hay algo más que un cambio de moda. Al margen de otras consideraciones, este proceso ha significado un cambio de paradigma fundamental: la representación ha sido sustituida por su simulación, y es el concierto el que debe parecerse a la grabación y no al revés, algo que ha llegado a límites, impensables hace sólo dos décadas, con la invención del vídeo-clip".

Estando de acuerdo con las líneas generales del análisis anterior, deberíamos proponer un salto cualitativo en la interpretación, puesto que la enunciación espectacular que nos ofrece Madonna es, nada más y nada menos, que la propuesta de un (hiper)espectáculo (su recital corpóreo) montado sobre un (hipo)espectáculo previo grabado electrónica o digitalmente (el vídeo-clip al que ha de someterse, estratégicamente,  cualquier enunciado posterior).

(b) La segunda situación[13], la escenificación de la guerra, enunciativamente es igual de perversa que el caso anterior, aunque éticamente la perversión se acreciente ahora por la crueldad que conlleva este juego especular de la muerte. Veamos, un poco más extensamente, qué es lo que sucede con el lenguaje de la guerra, sin duda, el más pervertido de todos los lenguajes, aunque únicamente sea por el hecho de que se pretende legitimar la guerra misma, banalizando hasta el extremo la pérdida de vidas humanas.

Esto es lo que ocurrió en la Primera Guerra del Golfo de 1991 y lo que ha sucedido y aún sucede en la actual Guerra Contra Irak: la transposición de las acciones bélicas en signos espectaculares, tal como ponemos de manifiesto en los dos procesos mediáticos siguientes: 1) por una parte, el destinatario-espectador -manipulado incluso estilísticamente por las caricias de la cámara lenta sobre la piel tersa y escultural de los B-52-  recibe, hasta con fruición y como lo más natural de este mundo, las imágenes de la CNN sobre los bombardeos de Bagdad, asumiendo la ingenua creencia de que lo que está contemplando es una representación (documental y documentada) de la guerra; 2) por otra parte, el anterior proceso de recepción del espectáculo impide, por consiguiente, que el espectador adquiera la conciencia semiótica necesaria para determinar, de manera interpretativa y crítica, si aquello que ve en la pantalla es un "documento" periodístico e informativo sobre la guerra, o si, por el contrario, se trata de otra cosa, de la (auto)representación escénica -imaginaria y mistificada- de la supremacía norteamericana en el dispositivo tecnológico que hace posible la existencia misma de la guerra.

Por mucho que hayamos mirado la televisión, no hemos contemplado, pues, la guerra;  se nos ha ofrecido, sobre todo, su espectáculo. Aunque nos parezca aberrante y repulsivo, aunque se trate de una perversión del discurso, hemos de admitir que también existe una estética espectacular de la muerte, por ejemplo, cuando las imágenes y las palabras acarician con fruición retórica la superficie esbelta de los misiles (denominados) inteligentes, cuando los soldados aparecen en televisión mimando con sus manos el acero blindado de los tanques Leopard o las formas penetrantes de las sofisticadas Fragatas F-100, todo ello con la finalidad de que los espectadores, extasiados por fin, miren y admiren la belleza (hábilmente) diseñada por los creadores (infernales, pero creadores, por más que nos pese) de las esculturas (post)modernas de las armas de la muerte. No cabe olvidar, en este sentido, que la exaltación (sub)estética de la muerte ha sido siempre una constante del fascismo, por más que George W. Bush, o sus sonrientes ecos y adláteres, proclamen que actúan para combatir la Amenaza Universal del Mal. Manuel Vicent lo ha expresado de manera magnífica y certera: "Uno de los daños colaterales irreversibles de la guerra moderna consiste en que el espectador de televisión quede subyugado por la belleza de las armas. Ninguna escultura de la última vanguardia puede equipararse con el bombardero B-2 Spirit, un triángulo de acero casi metafísico. Parece que las armas están hechas para ser admiradas antes que temidas" (El País, 23-III-03).

En este orden de cosas, el poder destructivo de las armas no solamente es un poder empírico en manos de los ejércitos, sino también un poder enunciativo, que necesariamente ha de ser "comunicado" (exhibido) espectacularmente por parte de cualquier aparato  militar que "se diga" y se presente a sí mismo como hegemónico. Aquí reside la razón de ser del Espectáculo de la Guerra. Los mass media sitúan a la población civil explícitamente frente a un lenguaje: el lenguaje espectacular y escénico de las armas (un lenguaje, no hay que decirlo, intimidatorio, entre otras razones, por sus pretensiones estéticas). Algo, sin duda, hemos aprendido de los últimos enfrentamientos bélicos: que las acciones militares en el campo de batalla, sin duda a causa de la crueldad intrínseca que comportan, precisan aliarse con acciones lingüísticas y espectaculares tácticamente bien diseñadas, justamente para amortiguar esa misma crueldad intrínseca. Nadie puede poner en duda que las dos guerras del Golfo Pérsico, sin dejar de ser guerras, han sido también espectáculos. Y el espectáculo no es sino discurso y lenguaje. Algunos, incluso con un cinismo que produce terror, han pretendido que dicho discurso alcanzara la categoría del lenguaje estético: los pilotos de la aviación USA recreaban, en sus declaraciones a los medios de comunicación, la contemplación, "desde el firmamento", del "maravilloso espectáculo" pirotécnico del bombardeo sobre Bagdad; el poder cautivador de unas bombas que caían al compás de determinadas composiciones musicales. Hubo incluso quien, para denominar tácticas o diseños de la muerte, utilizó expresiones metafóricas de pretendido vuelo poético. Basta documentar aquí unas cuantas citas de prensa, a fin de esclarecer de manera ilustrativa lo que decimos:

(i) "La epopeya más grandiosa de la historia de la Humanidad" (El País 17/1/91, p.2)

(ii) "Bagdag se ha transformado en un bosque de combatientes" (El País, 19/1/91, p.4)

(iii) "Bagdad estaba iluminada como un árbol de Navidad. Son los mejores fuegos artificiales que he visto" (El País, 18/1/91, comandante de un cazabombardero USA)

(iv) "Ahora tenéis que ser el trueno y el relámpago de esta tormenta del desierto" (El País, 18/1/91, arenga de H.Norman Schwarzopf)

El uso de este grandilocuente discurso metafórico -poco importa que se trate de metáforas visuales o de metáforas lingüísticas-, sumado a las representaciones espectaculares y escénicas de la guerra,  no viene sino a demostrar que la violencia -cualquier tipo de violencia- exige insertarse en el ámbito de los símbolos, en el ámbito del capital simbólico que atraviesa nuestra sociedad, puesto que, tanto el proceso de sustitución sémica inherente a la metáfora como la representación fastuosa del horror, suponen, necesariamente, la invención de un determinado universo simbólico, es decir, la invención de un imaginario léxico y conceptual que pueda guiar la conducta de las  representaciones mentales: las representaciones mentales de aquellos que han pretendido legitimar  la guerra y hasta las representaciones mentales de los pacifistas que, acaso, acaben también por acostumbrarse a la presencia de la muerte como algo inevitable y cotidiano[14].

A fin de eludir cualquier posible equívoco, conviene aclarar que la peculiaridad de las metáforas bélicas frente a las metáforas de la poesía reside en que, frente a la desnudez lingüística con que se muestran las imágenes libres y abiertas de la poesía, aquí se precisa del apoyo escenográfico del espectáculo que sirva como anclaje del sentido único de los enunciados, de manera que se produzca el asentimiento sobre los significados de los símbolos. La diferencia es más que evidente: mientras el poeta nos permite hasta disentir de su intención comunicativa, la propaganda bélica o bien censura o bien blinda cualquier disentimiento. De ahí que se nos exija, se nos haya exigido,  la fe inquebrantable y unánime para el sentido único, puesto que  lo contrario, una vez pervertidas las palabras, vendría a ser falta de lealtad y de patriotismo: "Creedme a mí, confiad en mí -nos interpela el enunciador belicista-, porque soy una persona de principios y lealtades; confiad en mí, nadie quiere la guerra, yo tampoco, pero nuestra seguridad así lo requiere". Y como la propuesta no deja de ser dura y fuerte, el espectáculo mediático ha de resultar fascinante y atractivo. Fascinante y atractivo para exculpar, para legitimar, la presencia cruel de la muerte o para minimizar aquellos efectos de víctimas civiles que obscenamente se han denominado como «daños colaterales» Para ello, nada mejor que la presencia de una retórica que revista heroicamente las palabras, o la presencia de una construcción (pseudo)estética para presentar las imágenes.

Desde esta perspectiva hay que interpretar el tratamiento -"espectacularizado"-  al que han sido sometidas las imágenes de los bombardeos sobre Bagdad; tratamiento que falseó y deformó, ya desde el inicio, tanto la realidad de las dos guerras del Golfo como su representación mediática, Como señalara en su día con extraordinario acierto G. Abril (1992: 222), la manipulación de los contenidos objetivos ha sido tan sofisticada, tan expeditiva que "la nueva imaginería no le debe nada al principio de realidad (de la guerra); remite más bien a la "realidad virtual" de la pirotecnia infográfica, del vídeo-juego, de los efectos especiales a lo Spielberg. La Guerra del Golfo nos permitió percibir la terrible correspondencia entre la lógica del entretenimiento masivo y la lógica de la destrucción masiva: la misma lógica (habría que decir, tecnológica) en el vídeo-juego y en la consola del bombardero".

A fin de presentar esta lección inaugural lo suficientemente documentada, traeré de nuevo a colación las investigaciones del profesor Jenaro Talens (2000: 354), a quien ya he mencionado anteriormente. Dice este autor que los primeros bombardeos sobre Irak, en la Primera Guerra del Golfo, llegaron a EE. UU. y a Canadá bajo el formato de un programa televisivo de variedades. Efectivamente, las entrevistas en directo a los pilotos, ofrecidas como primicia, nos brindan escenas del espectáculo tan simbólicas como las siguientes. Un piloto USA contaba ante la cámara, por supuesto sin disimular la euforia, que las operaciones de la aviación habían sucedido exactamente como en el cine. Otro piloto se ufanaba de que el primer raid hubiese resultado tan fácil y divertido que se iba a desayunar y a duchar antes de prepararse para la segunda pasada. Un tercer piloto comparaba el primer ataque con la disputa de un partido de fútbol, en el que, por supuesto, el equipo contrario había salido derrotado por abrumadora goleada, dada la calidad de juego del equipo USA. Admitamos con Jenaro Talens que el grado de frivolidad[15] resulta, cuando menos, sorprendente. Evidentemente, los símiles -poco importa que sean fruto de la consciencia o deslices del subconsciente- se comportan aquí como huellas lingüísticas que apuntan hacia la naturaleza imbécil de ciertas ideologías; se comportan como elocuentes  marcas léxicas que siembran de brutalidad los espacios textuales sobre los cuales habitan: el símil del cine para definir la guerra como un divertimiento de ficción; el símil de la ducha para definir la frialdad debida del sujeto viril que necesita acicalarse antes de la aventura; el símil del partido de fútbol a fin de que, tanto el militar entrevistado como los destinatarios de la primicia espectacular interioricemos que el reportaje presenciado pertenece a la índole de lo lúdico. Si más arriba  hemos hablado de adjetivos mercenarios, ¿no hemos de categorizar también ahora estas expresiones de los pilotos como símiles mercenarios, esto es, como lenguaje al servicio asalariado de la guerra?

De este montaje macro-semiótico del espectáculo suelen quedar oficialmente excluidas, tanto en la Primera Guerra del Golfo como en lo que llevamos de la actual Guerra de Irak, aquellas imágenes que podrían haber producido en los espectadores el efecto del documental. Por ejemplo, quedan excluidas las imágenes de los cadáveres de los marines de Estados Unidos. Las directrices comunicativas de la Secretaría de Defensa o del Pentágono han insistido en que sus representantes ante los medios resaltaran siempre las excelencias tecnológicas aplicadas:

En efecto, según sus palabras, las armas habían funcionado a la perfección, mostrando el alto nivel tecnológico de la industria nacional, pese a no haber sido probadas más que durante los ensayos (es decir, que no habían matado a nadie con anterioridad). Alguien incluso se atrevió apostillar que ningún otro país de la tierra era capaz de hacer las cosas de modo tan eficaz, rápido y limpio. Tal vez se refería a que la sangre no salpicaba a los aviones cuando vuelan a determinada altura. El problema, sin embargo, no era que tales portavoces hablaran con tanta desenvoltura y frialdad. Lo grave estribaba en el apoyo logístico concedido a dicha manifestación por el propio medio televisivo, que asumía, por su propia presencia, el papel de sancionador de la verdad. Las palabras de los portavoces se acompañaban con entrevistas en directo a analistas de política internacional, economistas, estrategas militares y, lo que resulta aún más insólito, especialistas en tecnología que explicaron el funcionamiento de los misiles y de los aviones equipados con radares especializados como si se tratara de electrodomésticos (Talens, 2000: 355).

Tras los textos y las pruebas que nos aportan las referidas indagaciones del profesor Jenaro Talens, podríamos convenir con Vidal-Beneyto (2004)[16], otra de las grandes autoridades sobre teoría de la comunicación, en que los enunciados que se emiten como pertenecientes al género de la información se han (re)convertido al género de la propaganda, así como las pretendidas informaciones políticas se transmutan en propaganda (más o menos explícita, o más o menos subliminal). Se comprenderá, pues, con relativa facilidad que este intercambio o promiscuidad de géneros periodísticos sea un factor decisivo en la génesis de la crisis de los procesos de significación.Y es que la mixtura entre el discurso de la información y el discurso de la propaganda provoca como efecto el eludir las marcas de clausura semiótica entre uno y otro género, impidiendo, en consecuencia, a los destinatarios que éstos ejerzan la discriminación diacrítica entre las diferentes intenciones comunicativas que comporta el que alguien pretenda informarnos o el que alguien pretenda buscar nuestra adhesión a su doctrina. La manipulación se produce entonces a causa del disfraz con que se ofrece la enunciación: mientras al enunciador de la propaganda explícita y directa se le ve venir de cara, ante el enunciador de la propaganda revestida bajo los ropajes externos de la información el receptor permanece indefenso; en el primer caso, resulta posible la posición de defensa crítica; en la segunda de las circunstancias, es muy difícil percibir la naturaleza clandestina del mensaje. A estas alturas, poco halagüeñas, del proceso de ocupación de Irak, no parece que sea necesario mostrar de qué modo aquellos enunciados mediáticos que se nos presentaron, informativamente desde luego, como la búsqueda (objetiva) y el hallazgo (empírico) de las pruebas (?) sobre la existencia de «armas de destrucción masiva», no eran sino enunciados propagandísticos camuflados bajo la supuesta lógica y coherencia de una información, que, tras ser presentada en la ONU bajo cierta modalidad espectacular, se nos pretendió vender como irrefutable.

Recapitulando lo expuesto en este apartado 2. 2., hemos de señalar que se han considerado diversos actos -pretendidamente- comunicativos que, al margen de su propia naturaleza específica individual, presentan la característica común de otorgarle preferencia al discurso del espectáculo sobre el discurso de lo real. Han sido estas situaciones discursivas las siguientes: la selección de la voz narrativa dominante (en el incidente entre el diplomático y la ministra); la pantalla de televisión como señal enunciadora de identidad (en el artículo de Juan José Millás, en los programas de la tele-realidad); la prioridad de la imagen sobre el concepto (en ciertos tratamientos informativos a que se ven sometidas las noticias); la corrupción de los signos (que minimiza la existencia de los referentes, otorgando prioridad a las apariencias); la metamorfosis electrónica del rock desde lo auténtico a lo ficcional (Elvis Presley versus Madonna); la escenificación espectacular de la guerra (en las dos últimas crisis del Golfo Pérsico). En todos los casos revisados y en otros más que podrían haberse revisado igualmente, ocurre la prioridad de los signos frente a los objetos, y, en consecuencia, se origina también la corrupción de los primeros a causa de la metamorfosis -o desnaturalización- semiótica que experimentan los segundos. En el siguiente apartado, en el 2. 3., examinaremos de qué manera se comporta esta tendencia a la "espectacularización" de los signos dentro de la nueva economía que se viene definiendo como globalización.

2. 3. El modo de significar en una economía globalizada

Explicar el alcance de lo que implica este epígrafe requiere percibir, previamente,  de qué modo la economía de nuestros días, habiendo superado ya el clásico modelo "fordista" que toma metafóricamente tal denominación del nombre de Henry Ford y de su imperio automovilístico, ha dejado de ser un "sistema de producción de mercancías" para pasar a organizarse, esencialmente, como un "sistema de producción de signos", en lo que se conoce dentro de las teorías económicas como modelo "postfordista".

Dada la cuestión central que estamos abordando, no nos interesa detenernos en describir las características sociales, económicas, políticas e ideológicas que conlleva  este salto de paradigma, por ejemplo, el fenómeno de las subcontratas, la denominada "producción flexible" o la producción just in time (en tiempo real), o las privatizaciones de servicios dentro de instituciones públicas, o la prioridad del Mercado sobre el Estado. Sí nos parece pertinente, en cambio, poner de relieve uno de sus rasgos funcionales más determinantes: la entrada de la comunicación y del lenguaje en la esfera de la producción (Christian Marazzi, 2003: 7). O dicho de otra forma, la superposición de los actos de comunicar y de producir. Lo cual nos lleva inmediatamente a señalar una de las consecuencias más relevantes de este nuevo proceso productivo: ya no consumimos, esencialmente, productos, sino que consumimos, sobre todo, discursos (o lo que es lo mismo: la gente va a las grandes superficies comerciales, o a las boutiques de moda,  no tanto a satisfacer sus  necesidades primarias como a comprar mensajes: compramos para que nos miren y, sobre todo, para que nos admiren).O lo que viene a ser lo mismo: muchas de las compras que realizamos jamás las llevaríamos a cabo de no ser porque nos brindan la posibilidad de exhibirnos, o sea, la posibilidad de emitir signos gracias a la plusvalía simbólica emanada de la imagen de marca

He aquí, pues, cómo el sistema económico postfordista, que, en líneas generales podemos hacer equivaler con el fenómeno mucho más amplio de la globalización, interviene en la crisis de la significación en la medida en que se pervierten los valores y los referentes originales de las palabras: la compra, más allá de ser una actividad meramente económica, es también -y sobre todo- una actividad semiótica; o dicho de otro modo, Adidas, Coca Cola, BMW, Microsoft o la UCO, por citar sólo algunos ejemplos, más que vendernos productos o servicios,  nos venden lenguaje, o, si prefieren ustedes, símbolos (logos, imágenes de marca, imágenes corporativas).

De ahí que el sistema productivo de la globalización se colme a sí mismo de felicidad cuando consigue vender los productos antes de fabricarlos: "Esto, seguramente, es una de las fuerzas motrices de la tecnología productiva moderna", nos dice P. Willis (1994: 177). La consecución de esta meta requiere que los objetos se conviertan en signo, operación semiótica ésta que únicamente se consigue mediante el discurso; no en vano el neoliberalismo, desde unos años a esta parte, viene hablando ya de un novísimo tipo de mercancía: las mercancías culturales, esto es, objetos convertidos en signos que ofertan a su vez significados o valores simbólicos. Tal vez a esto se refieren algunos estudios sobre la publicidad cuando hablan de la plusvalía psicológica de los productos comerciales contemporáneos. El grupo de anuncios correspondiente a las figuras 17, 18, 19 y 20, que constituye una mínima parte de la agresiva campaña de promoción de ABSOLUT VOZKA, sirve para mostrar cómo el producto concreto es elidido de los enunciados a favor del concepto abstracto de la marca.

Me explicaré mejor de dos maneras posibles: primero, mediante un ejemplo; después, mediante una cita de autoridad. En primer término, les invito a ustedes a que visualicen ahora qué es lo que sucede, qué es lo que vemos en la pantalla de la televisión, cuando "contemplamos" las declaraciones del entrenador o de un jugador tras los partidos de fútbol. Sucede, por ejemplo, que muchas de las ruedas de prensa, que, justamente por ser ruedas de prensa, deberían proporcionarnos ante todo información o curiosidad deportiva, se llevan a cabo sólo y únicamente porque el panel de fondo aparece repleto de logos y de firmas comerciales (ver figura 21), hasta el espacio físico que soporta el micrófono es absolutamente invadido por objetos y reclamos publicitarios que empequeñecen, a veces hasta extremos ridículos, el rostro del deportista que habla. Ya no importa el lenguaje del protagonista deportivo, lo que realmente importa es el lenguaje de las marcas de las mercancías; con la particularidad añadida de que, en muchas ocasiones, el deportista mismo es fagocitado por las firmas comerciales, siendo su propia persona parte intrínseca ya de la firma comercial.

La cita de autoridad comprometida pertenece al prestigioso economista -y profesor de varias universidades europeas y estadounidenses- Christian Marazzi (2003: 12):

Se comprende, pues, cómo, la comunicación y su organización productiva en cuanto flujo de información se ha vuelto tan importante como la energía eléctrica en la época de la producción mecánica. [...]

Por consiguiente, comunicación y producción forman una misma cosa, se superponen en el nuevo modo de producción. Mientras en el sistema fordista la producción excluía la comunicación, en el sentido de que la cadena de montaje era muda porque ejecutaba mecánicamente las instrucciones elaboradas en las oficinas de los trabajadores de cuello blanco, en el sistema de producción postfordista se está en presencia de una cadena de producción "hablante", comunicante, y las tecnologías empleadas en este sistema pueden considerarse auténticas máquinas lingüísticas que tienen como objetivo principal acelerar la circulación de información.         

Veamos ahora cómo este giro comunicativo habido en la producción económica, además de habitar en el sustrato de la corrupción  de los significados, produce elevados costes sociales e influye en la reestructuración de las empresas y, sobre todo, en la vida de los trabajadores. John Ermatinger, presidente ejecutivo de Levi Strauss Americas, explicaba con las siguientes palabras la decisión de la empresa de cerrar veintidós fábricas y despedir a trece mil trabajadores entre noviembre de 1997 y febrero de 1999 (Naomí Klein, 2001: 237):

Nuestro plan estratégico en América del Norte consiste en dedicarnos con intensidad a la gestión de la marca, al marketing y a los productos de diseño como medio para satisfacer la necesidad de ropas informales que tienen los consumidores. Al transferir una porción significativa de nuestras actividades de producción de los mercados estadounidense y canadiense a contratistas del resto del mundo, daremos a la empresa mayor flexibilidad para asignar recursos y capital a sus marcas. Estas medidas son esenciales si queremos seguir siendo competitivos.

Resulta sorprendente, y clarificador para nuestros propósitos al mismo tiempo, que un número cada vez mas creciente de economistas se vean obligados a abordar problemas teóricos que atañen al lenguaje y/o a la comunicación cuando se proponen analizar las características de la economía en la encrucijada de los siglos XX y XXI. Pretenden elaborar un discurso "sobre" las mercancías y, sin embargo, no les queda más remedio que reflexionar sobre el discurso "de" las mercancías. La diferencia "/sobre/ versus /de/" supera con mucho la mera semántica gramatical, se trata de una oposición de naturaleza pragmática que influye en cómo se procesa mentalmente la información, o sea, la oposición entre estos dos marcadores del discurso atañe al rendimiento económico y a los modos de concebir la realidad y de concebirnos a nosotros mismos.

No podía ser de otra forma, puesto que las fábricas ya no son, esencialmente, fábricas sino máquinas lingüísticas, dado que la elaboración del producto implica y demanda, simultáneamente a la acción misma de producir, elaborar también el lenguaje que ha de acompañar al producto, para que, al final del trayecto -optimista y neoliberal al máximo-, nosotros, los consumidores, presumamos del simulacro de la comunicación al que nos invita la imagen de marca: presumir no del lenguaje, sino de su ficción fingida. Este proceso actual de la inserción de la comunicación en el interior de la economía -o, si se prefiere, la concepción de la economía como acto comunicativo- se erige, en nuestra opinión, como uno de los factores que más influyen en la crisis contemporánea de la significación. La diferencia lógica que establece Hegel entre acción instrumental y acción comunicativa está siendo eliminada. Tal vez arriesgo, por mi parte, demasiado si me atrevo a situar aquí, en este pervertido proceso de ósmosis entre el lenguaje y la mercancía, la génesis de ese sintagma conceptual tan extendido bajo la denominación obscena de cultura de empresa[17], aunque la empresa esté dedicada a fabricar armas que harán posible, más tarde, genocidios como los de Ruanda. O bien puede suceder, en un caso no tan extremo, que se entienda como cultura de empresa (Marazzi, 2003: 31) erigir el territorio económico de una firma empresarial como el lugar de la fidelidad de los empleados, mientras el mercado de trabajo se define -ya esencialmente- como el lugar de la precariedad en el empleo.

La adulteración o desgaste semántico -y, por ello, también pragmático- de los signos surge desde el interior del propio sistema postfordista, en el sentido de que la comunicación que se pretende, al ser consumida como un producto más, se agota, queda desfasada bajo el imperativo de la novedad, se hace vieja vertiginosamente, es decir, al ser consumida se consume. Se convierte en moda, concepto éste intrínsecamente efímero. Tal desgaste sémico está en el origen de lo que ya se conoce, dentro de ciertos ámbitos empresariales competitivos y agresivos al máximo, como crisis de la cultura de la calidad, conforme lo demuestra el hecho de que este sintagma se haya remodelado ya dos veces en la última década: primero, bajo la fórmula de calidad total, para derivar últimamente en el nuevo sintagma por antonomasia de calidad de excelencia. Ya se verá, a no tardar mucho, en qué derivará este último. Lo expresa así Christian Marazi (2003: 37): "Existe una conciencia creciente de que el total quality management, la gestión empresarial de calidad total, con sus técnicas organizativas, sus modelos de gestión flexible de la fuerza de trabajo, sus círculos de calidad y todo lo demás, ya no basta. El punto de crisis reside en la insistencia excesiva que se ha hecho en los estándares de calidad de los productos, sin considerar en suficiente medida los objetivos de su producción".

El énfasis que se pone en otorgar prioridad a las mercancías culturales, en calidad de productos simbólicos, tiene su manifestación más eficaz en la publicidad, que podríamos definir, con toda exactitud, como el discurso de las mercancías; un discurso tan embellecido estéticamente, tan exquisitamente tratado a nivel retórico, que Baudrillard ha podido referirse a la publicidad como la "poesía de la burguesía". Pues bien, dedicaremos el último epígrafe -el 2. 4.- de este apartado a reflexionar sobre este fenómeno comunicativo, en la medida en que, por una parte, se erige como una macro-metáfora del sistema de la globalización y, por otra parte, constituye uno de los sustratos semióticos que más influyen en la perversión de los signos.

2. 4. La publicidad: mediación y discurso de las mercancías

Durante diferentes momentos de esta lección inaugural hemos dado a entender que, en el sistema de la globalización, no interesan tanto lo productos en sí, en su calidad de objetos empíricos que son utilizados, como los productos en su calidad de signos portadores de una determinada carga enunciativa. Pues bien, tal metamorfosis, que se lleva a cabo gracias a los usos retóricos y estratégicos del discurso, supone un proceso semiótico no exento de complejidad, tal y como podemos observar en la siguiente descripción que establece el semiólogo francés G. Péninou (1976: 97):

El paso de la economía de producción a la economía comercial del mercado de marca, no es sólo el paso de lo innombrado a lo nombrado. Es también el paso del realismo de la Materia (el nombre común) al simbolismo de la Persona (el nombre propio). Todo el discurso antropocéntrico que la publicidad hace respecto a los objetos resulta concebible por la mediación de la marca, que hace penetrar al objeto en el circuito de la persona, porque la marca es a menudo tratada también como analogía de la persona. Además sólo la persona o su asimilado puede recibir la consagración del nombre propio.

La representación inscrita en la figura 22 verifica bien explícitamente el proceso descrito en la cita. Precisamente a raíz de esta nominación bautismal el producto (o servicio) comienza a perder su referencia de mercancía u objeto meramente económico, para pasar a ser objeto «poetizado», esto es, marca o imagen de marca. El utensilio se rodea, así, de profundidad pasional y simbólica y se recubre de la naturaleza semántica del signo. En el límite del proceso es signo en lugar de objeto. Para A. Moles (1975: 25) el objeto es un auténtico actor-mediador en la sociedad actual, porque, al ser signo portador de comunicación, su posesión nos contamina de ese valor comunicativo. Los propios publicistas, cuando reflexionan metalingüísticamente sobre el lenguaje y los signos que ellos mismos utilizan, acaban por verificar la interpretación que estamos proponiendo: "El cocodrilo es el símbolo que identifica las prendas -nos dice la agencia RCP-S & SA, encargada de realizar esta campaña-, pero el cocodrilo también es mucho más: es el vehículo de comunicación del propio usuario que hace que los demás le vean con los atributos/beneficios de la marca, como status, buen gusto, moda" (Revista Campaña 1989). Este es el giro que experimenta el sistema económico caracterizado por la inserción de la comunicación en el interior de la economía: los destinatarios de los mensajes casi hemos dejado de consumir productos para pasar a consumir signos, lenguaje, capital simbólico que termina por diferenciar a los grupos sociales en virtud de la mayor o menor competencia para adquirir -y después exhibir- una mayor o menor cantidad de capital simbólico. Únicamente con la finalidad de hacer más visible lo que pretendo transmitir, podríamos convenir en que, por ejemplo, la Baronesa Thyssen pertenece, sin duda, a un grupo social de muy elevado predominio, precisamente porque se manifiesta hacia los demás, se exhibe, se expresa a sí misma como dueña de un amplísimo capital simbólico ejecutado a través de las connotaciones culturales prestigiosas inherentes a las obras de arte que ella o bien posee o bien gestiona.

Los enunciados -icónicos o verbales- representados en las figuras 23, 24, 25, 26 y 27 son algunos ejemplos -de entre los muchos que se podrían documentar fácilmente, sobre todo en el segmento de la metapublicidad- de cómo las mercancías, bautizadas con el nombre propio de la marca, se erigen en signos que emiten significados propios.

Así ocurre en la figura 23, donde el cierre textual del centro inferior de la lámina se encarga de definir directamente el producto como lenguaje. Entonces, si "Vodka Eristoff  [ES] Un lenguaje distinto", ¿qué nos impide imaginar que "beber Eristoff" es "beber lenguaje". Como no dispongo ni de tiempo ni de espacio para demostrar el itinerario cognitivo perverso que nos propone este silogismo, me tomaré, otra vez una nueva licencia didáctica acudiendo al ejemplo de una anécdota extraordinaria, pero tan real como la vida misma, que nos contaba una vecina a los clientes de una frutería mientras esperábamos el turno de la compra: "No veáis -casi vociferaba ella- lo poco que me gusta ir a Fuengirola en agosto. Si es que nos juntamos más y la madre; y encima el apartamento es tan chico...¡Hay que joderse, lo que es la vida! Pero, ¡qué remedio!. Ir, hay que ir. Si no, después no lo puedo contar". Yo que estaba por entonces preparando esta lección, percibí rápidamente que para mi vecina, como para otros muchos cordobeses y cordobesas, Fuengirola existe, entre otras razones, también porque Fuengirola puede convertirse en relato, esto es, en lenguaje; en lenguaje que, por supuesto, encierra un "mensaje", de manera muy similar a lo que se nos está sugiriendo en la figura 24, donde la botella de Magno, en lugar de contener líquido elemento, también contiene  "mensaje". En efecto, esta ciudad de la Costa del Sol es ya una auténtica marca comercial, de modo similar a como el tabaco FORTUNA, transmutado por la publicidad en marca (o en imagen de marca), ya no es objeto sino signo, es decir, mercancía que habla, que nos habla a nosotros, como se pone de manifiesto en el siguiente planteamiento creativo de la agencia TAPSA-NW: "Dar un nuevo paso en el lenguaje Fortuna, incorporando a la comunicación objetos y referentes del mundo de los jóvenes, hasta hacerlos formar parte de la iconografía de la marca". De esto se trata deliberadamente, de que los destinatarios pertenezcan a la iconografía de la marca, para llegar, así, a la fusión, a la (con)fusión con la mercancía.

Las representaciones cognoscitivas de las figuras 25, 26 y 27 son, si cabe, más explícitas que las anteriores, puesto que aquello que se vende ahora ya no son productos ni utensilios, se vende directamente lenguaje, ya que lo anunciado es la publicidad misma: se les ofertan a los anunciantes-empresarios agencias cuya función básica es vender enunciados. El anuncio de la figura 27 resulta, entre otras cosas, delicioso por su expresividad: la agencia JWT nos invita a conocer su punto de vista porque, como no podía ser menos, ellos dominan cualquier perspectiva, cualquiera de las miradas. De ahí que ellos, los enunciadores del discurso, lo sepan todo sobre nosotros, los enunciatarios del discurso. De ahí, por consiguiente, que la suma de todas las perspectivas y de todas las miradas dé como resultado la mirada omnisciente por excelencia, y también, puesto que respiramos aire publicitario, una mirada omnipresente. Carlos Lomas (1996: 25) lo ha dicho con palabras admirables: "Es la publicidad. No eres tú quien la elige sino que es ella quien te elige a ti. Ella está donde tú estés y con sus formas atrevidas y sus mensajes insinuantes te observa, te habla e intenta seducirte". Y también lo han dicho con la misma intensidad González Requena y Ortiz Zárate (1995: 22): "Sí. Aquí, ahora, yo para ti soy, yo encarno tu deseo, yo tengo, -y, además, yo soy- lo que tú, lo que tus ojos desean".

Es así como estamos próximos al final del itinerario de un tipo de significación que hemos denominado pervertida: después de que los productos, insistimos, se hayan convertido en marcas, en logos, en signos que producen significados, asumimos con bastante naturalidad el que las cosas nos hablen ("Ven a verme y a probarme", nos dice un determinado modelo automovilístico; "MONTBLANC habla por sí mismo y por usted", como si la facultad de la escritura residiera en la cosa en lugar de residir en la persona). Admitimos con toda naturalidad el que las mercancías nos arrebaten el lenguaje ("CANONFAX. Ya puedes transmitir imagen. Tu imagen. CANON CUIDA TU IMAGEN"). Sucede entonces que apenas si nos damos cuenta de que la identidad de la mujer[18], por ejemplo, en lugar de ser construida por el sujeto femenino, está siendo construida por las imágenes de marca con que aparecen investidos los productos comerciales orientados al segmento del mercado propio de las mujeres, según puede comprobarse, a modo de ilustración ejemplar, en la figura 28 ("INTUICIÓN. LA ESENCIA DE UNA MUJER"): la mirada implicativa y apelativa de la modelo actriz, su cuerpo tendido y oferente, y el enunciado-aforismo incontestable estampado, casi a hierro y fuego, como se marca el cuerpo de un animal que ha de portar para siempre la señal indeleble de su dueño, son todos ellos factores que apenas si dejan el más mínimo resquicio para la duda. Y es que, en el sistema semiótico de la publicidad, se produce aquello que explica perfectamente José Luis León (2001: 61), profesor de Comunicación visual en la Universidad del País Vasco: que las personas que portan el producto, al introducirse en el universo semiótico de la marca, quedan como "santificadas", puesto que quedan investidas de los poderes mágicos de los objetos. Quedan, como hemos escrito en otros trabajos (Sánchez Corral, 1997, 2001), íntimamente marcadas por la acción simbólica del producto a través de la (con)fusión con la imagen de marca, según se pone de manifiesto, a nivel simbólico, en la fusión máquina-hombre que puede contemplarse en la figura 29: como lo prometido en el anuncio es la libertad, emerge una realidad nueva, única y libre, la neo-realidad del nuevo mito del centauro ("consiguiendo que máquina y piloto -nos dice el narrador publicista- sean una misma cosa"). Cabría afirmar que se nos sitúa ante una fusión ontológica, ya que el consumidor jamás podrá despegarse de la moto, a no ser bajo la amenaza de la pérdida de su identidad.

Otro magnífico ejemplo de fusión, ahora entre la mujer y el logotipo de la marca, lo encontramos en el reclamo de CHANEL (ver figura 30): la fuerza expresiva que surge desde la metonimia visual del color dorado hace difícil el dilucidar si el cuerpo radiante de la mujer, cuerpo sin tiempo de la actriz modelo, es una prolongación áurea del número cinco o si, por el contrario, el número cinco de CHANEL es el resultado generado por la exhibición del cuerpo de la mujer-anuncio que se comporta como voz narradora de las excelencias del perfume. En la misma dirección de confluencia entre el Objeto y la Persona, cabe citar los dos  micro-relatos que nos cuentan las actrices narradoras de las figuras 31 y 32, donde también se recurre a la estrategia retórica de la metonimia entre el color de los productos de marca y el color del vestido o el de los aditamentos de las respectivas modelos.

El caso del anuncio registrado en la figura 31, dada su propia perversidad narradora, exige el que nos detengamos en llamar la atención acerca de la exuberancia desbordada con que se expresa la marca OPIUM, ya que el producto está dotado de la competencia para inundar el vestido y el cuerpo de la modelo que conduce, al mismo tiempo, el mensaje y nuestra mirada: la intensidad luminosa y pasional del color rojo, así como la morbosidad atractiva de la alegoría analógica con la correspondiente droga, constituye una estrategia icónica que habla por sí misma tanto de la exuberancia corporal como de la intensidad del éxtasis prometido. Pero es que, por otra parte, tampoco existe la más mínima duda de la actitud narrativa del cuerpo de la actriz que publicita OPIUM, dada justamente su evidente posición receptiva, de oferta y de espera ensimismada.

La periodista canadiense Naomí Klein (2001: 35), en un magnífico y documentado libro titulado No Logo. El poder de las marcas -por cierto, convertido ya en una especie de "biblia" de los movimientos anti-globalización- describe un episodio de la historia de la publicidad que nos permite ir ubicando con cierta precisión lo que estamos discutiendo. En efecto, al igual que el publicista enunciador de las figuras de la 29 a la 32 ha convertido la marca del Objeto en la identidad del Sujeto, ya en los años veinte del siglo que acaba de terminar el mítico publicitario Bruce Barton consiguió asimismo convertir a General Motors en una metáfora de la familia estadounidense, en algo "personal, cálido y humano". La consecuencia inmediata fue que GM no era tanto las siglas de una empresa sin rostro, sino, según las propias palabras de Barton, "las iniciales de un amigo". En el año 1923, este pionero del marketing declaró que el papel fundamental de la publicidad no era tanto vender productos como ayudar a las grandes compañías a encontrar su alma; un alma, añadimos por nuestra parte, que será transferida, por contigüidad metonímica, al consumidor de la marca, quien, de esta forma, queda contagiado de los valores predicativos y simbólicos, de la plusvalía psicológica y semiótica, que el discurso les ha otorgado gratuitamente a las mercancías transformadas en imágenes de marca.

Este acto de pervertir el lenguaje mediante el uso de la plusvalía simbólica no es patrimonio exclusivo del discurso publicitario, la plusvalía simbólica se apodera también del discurso siempre que se desvía el valor semántico original -el de las palabras y el de los conceptos- hacia intereses espurios originados en situaciones que hemos denominado como situaciones comunicativas mercenarias. Me referiré a una de ellas ocurrida hace muy pocos meses y que me la proporcionó Ian Gibson en su columna de El País de Andalucía (8/VI/2004). Se presentaba en la ciudad de Nueva York el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada Federico García Lorca, creado con una dotación de 50.000 euros por el Ayuntamiento granadino. En la polémica generada al respecto, tercia, como era previsible, el alcalde de la ciudad José Torres Hurtado: "Todo lo que sea proyectar la ciudad de Granada en torno a la figura de García Lorca me parece una idea buena porque Granada vende muy bien y Federico vende todavía mejor" (la cursiva es nuestra). Obsérvese con qué naturalidad se asevera que Lorca ya no es un poeta, ahora Lorca es un icono con no escasa plusvalía política. Esta situación comunicativa mercenaria  -el verbo vender lo usa Torres Hurtado- sería cómica si no fuera porque el poeta fue asesinado precisamente por sus ideas políticas.

Llegados a este punto de inflexión crítica, el anuncio del "NUEVO GOLF. PODER DE SEDUCCIÓN", comentado ya en la figura 1, nos puede servir ahora como síntesis didáctica que condensa las características enunciativas de los anuncios examinados hasta ahora, en la medida en que el automóvil, convertido en signo, adquiere la competencia narrativa de poder seducir, competencia reservada, fuera de la publicidad, para la actividad del sujeto. En este sentido, el discurso publicitario en su totalidad bien podría ser definido como la historia de la propuesta de una seducción, durante la cual, como ya hemos indicado anteriormente, los consumidores son los objetos deseados y las mercancías son los sujetos deseantes; metamorfosis actancial ésta que ha sido factible gracias a la transformación del producto en lenguaje, o sea, a causa de la perversión del lenguaje.

En esta propuesta de seducción, el lenguaje realiza un trabajo de naturaleza estratégica que consiste, como indican González Requena y Ortiz Zárate (1995: 18), en "capturar al YO del sujeto" dentro de una red que puede ser definida como identificación imaginaria: "Hablando en propiedad, y empleando para ello una palabra que Jacques Lacan ha utilizado para describir la captura imaginaria, una subducción (una suerte de desvanecimiento) del campo simbólico". Con ser cierta esta operación de captura o secuestro cognitivo, en el sentido de que la seducción funciona por vía afectiva y rehuye la vía racional, nos interesa poner de relieve que la acción publicitaria de seducir propia de la imagen de marca, al igual que cualquier otro tipo de seducción, es fundamentalmente un acto comunicativo, un acto semiótico de producción de significados, durante el cual el sujeto seductor -esto es, el enunciador del proceso- trabaja estratégicamente los signos para capturar el YO del sujeto seducido -esto es, el enunciatario del proceso- mediante una interpelación que podría describirse de la siguiente manera:

Sí. Aquí, ahora, yo estoy  para ti, yo encarno tu deseo, yo tengo -y, además, yo soy- lo que tú, lo que tus ojos desean, [...] yo te digo, con signos, que tengo más que signos, que soy otra cosa que signo, que enunciador: que tengo, que soy, lo que tú deseas. Y para probártelo te doy algo más que un signo: una mirada que te reconoce como Objeto de Deseo (González Requena y Ortiz Zárate, 1995: 22). 

3. A modo de conclusiones

Tras haber examinado una serie de actos de lenguaje -la perversión del léxico en conceptos clave, la obsesión por el espectáculo o la prioridad de la imagen frente a lo real, el modo de significar de la economía globalizada, el lenguaje seductor de las mercancías-, hemos podido desmontar algunos de los mecanismos del discurso que determinan la crisis de la significación contemporánea.

Tal crisis se produce en un espacio semiótico que no deja de ser el espacio de la paradoja: en una época en la que se pregona la feria de los sentidos (Marazzi, 2003: 47), donde cada uno de nosotros recibe gratuitamente la promesa de que nos podemos adueñar "libremente" de las imágenes y de los símbolos (iconos, logos, anagramas...), en esta feria  de los placeres sin límites ni contradicciones, de la generosidad del libre mercado, etc.; en la época, insistimos, de la feria de los sentidos, hemos llegado a la crisis del sentido, esto es, a la carencia de referentes -sociales, éticos, epistemológicos, etc.- que hagan posible un pensamiento en libertad mediante una palabra igualmente en libertad.

Esta crisis del sentido hunde sus raíces, según hemos podido comprobar, en el hecho de que la denominada sociedad de la información -o la más ampulosa denominación de sociedad del conocimiento-, haga prevalecer el valor (aparente) del marketing, inherente a las ya prestigiosas siglas TIC o NNTT, sobre el valor (real) del saber y del pensamiento, que, no nos engañemos, son construcciones del ser humano y no construcciones de las tecnologías. Lo cual no significa de ninguna de las maneras que estas nuevas tecnologías -desde luego, ya imprescindibles- no constituyan excelentes recursos o instrumentos al servicio precisamente del conocimiento. Pero, eso sí, insistimos: al servicio del conocimiento. Esta clarificación de los conceptos y operaciones que tienen que ver con la elaboración del saber, por más que pueda parecer una obviedad, nos parece necesaria en nuestros días, ya que se están deslizando, directa o indirectamente, excesivos mensajes mediáticos, incluso también excesivos mensajes académicos y/o universitarios que no deslindan lo que son las metas frente a lo que son los instrumentos; mensajes unos y otros, muchas veces desde luego, convertidos en meros enunciados de mercadotecnia para aparentar una "imagen de marca" en busca del espectáculo que proporciona la denominada "cultura de la excelencia". El peligro de las TIC o NNTT es que, al comportarse como iconos, están contribuyendo a crear la ilusión referencial de que la información y el conocimiento residen en ellas mismas. El peligro reside en pervertir la epistemología de los acontecimientos y la epistemología del saber sobre los acontecimientos.

Si bien esta novísima ilusión semiótica habrá de ser analizada con mucho más detenimiento, al menos, habríamos de convenir en que la interpretación de los datos, de los hechos y de los textos es, todavía, un privilegio del Sujeto. En consecuencia, resulta necesario insistir en esta primera conclusión que estamos discutiendo, porque, como asegura Asun Bernárdez (2000: 133) en un magnífico ensayo titulado El sueño de Hermes, la información que circula en el sentido dominante está cambiando el estatuto del saber y, por supuesto, los valores sociales en general:

En la denominada "sociedad de consumo", los objetos han ido perdiendo su valor de uso para convertirse en meros significados sociales como el prestigio, el poder, el triunfo, etc. Así el estatuto del saber se ha visto también transformado. El saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser cambiado. Deja de ser en sí mismo su propio fin, pierde su valor de uso convirtiéndose en una mercancía más.

Afirmada esta primera conclusión de naturaleza negativa, nuestra segunda conclusión pretende, cuando menos, localizar una alternativa: ¡Qué bien vendría, en este (des)orden de cosas, releer la teoría de Jürgen Habermas para ubicar nuestras reflexiones como educadores en esa zona de intersección donde tienen lugar "las grandes cuestiones políticas de la democracia y de la libertad en el plano del lenguaje"! No estaría demás tampoco recuperar a este respecto la teoría y la praxis dialogística de M. Batjin, en la medida en que la mezcla intercultural de voces propias y ajenas permitirían descubrir la presencia del OTRO, cuya identidad resultaría compatible con nuestra propia identidad.  De lo contrario, es posible que permanezca la amenaza de la perversión en la que solemos incurrir por mero deslizamiento en la inercia del sistema.

Esta posición de búsqueda de la acción comunicativa, esta posición dialogística de encuentro con el OTRO, nos lleva a situarnos a favor de la tesis lingüística que E. Benveniste definió como la "instalación de la subjetividad en el lenguaje", tesis que hemos manejado en uno de nuestros trabajos para justificar la necesidad de confluencia entre el sujeto lingüístico y el sujeto didáctico[19]: "Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre hablando a otro, y el lenguaje enseña la definición misma del hombre [...] Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto. La subjetividad de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como sujeto" (Benveniste: 1986: 19). Esta confluencia entre sujeto y lenguaje nos lleva a plantearnos necesariamente una teoría del discurso, y, en especial, una teoría de Análisis Crítico del Discurso (T. A. van Dikj, 2000a, 2000b; Martín Rojo, 1998). Conviene reconocer que este itinerario está siendo recorrido, en cierta medida de manera felizmente precursora, por los estudios feministas. Una investigadora de la talla de Patrizia Calefato (1990: 109), en un trabajo que se denomina "Génesis del sentido y horizonte de lo femenino" y con ascendencia en Michel  Foucault, plantea el requerimiento de que la teoría del discurso indague críticamente sobre la génesis del sentido en nuestra cultura. Otra feminista de indudable rigor en sus investigaciones, Patrizia Violi (1990: 127), indaga directamente las relaciones contradictorias que se establecen entre el sujeto lingüístico y el sujeto femenino, criticando ciertos formalismos estructuralistas y filológicos que se han empeñado -y se siguen empeñando- en estudiar la lengua sin referirse para nada al sujeto hablante que hace uso de esa lengua, como si fuera posible describir la Biología sin hacer referencia a los seres vivos.

No quisiera cerrar mi intervención sin leer antes un pequeño texto escrito por la autora canadiense Naomí Klein. Su contenido no es para nada optimista, pero, al menos describe la realidad que nos domina:

Según esta lógica [la lógica de la globalización y del pensamiento único], si queremos lograr éxito en la nueva economía, todos debemos incorporarnos a nuestra propia marca, «una marca llamada tú». Sólo lograremos éxito en el mercado laboral cuando nos convirtamos en consultores y proveedores de servicios, cuando identifiquemos el valor de nuestra propia Marca Tú y nos alquilemos para proyectos que a su vez incrementen nuestra cartera de «ufanables».

En efecto, algunos altos ejecutivos de ciertas empresas líderes del mundo nos están recomendando, con urgencia suprema, que cada uno de nosotros nos cambiemos nuestro propio nombre para que el nuevo suene con más armonía y atractivo, para que el nuevo nombre se fusione con nuestra imagen de marca; porque aquel que no tiene marca no existe, o existe menos. Eso sí, esta imagen de marca ha de estar diseñada con esmero y adecuadamente comercializada. Para esta operación, el discurso resulta imprescindible. O, dicho con mayor precisión, lo que resulta imprescindible es el uso pervertido del discurso. Nuestra tarea como profesores de esta universidad, es decir, como educadores, es evitar que esto suceda; es evitar que la crisis de la significación deteriore nuestra práctica docente e investigadora.

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[1] En mi libro Semiótica de la publicidad. Narración y discurso (1997: 116-139), se estudian ampliamente estos procesos enunciativos que ahora me he limitado a enunciar. Allí se documenta de qué manera las mercancías se van modalizando para adquirir una competencia narrativa que les faculta el poder hacer desde la adquisición del nombre propio como primer requisito para investirse antropológicamente, hasta la configuración de la imagen de marca por medio de diversas pruebas calificantes -reales o simuladas en el interior del discurso-.Procesos éstos que terminan en la suplantación del sujeto deseante por parte del producto que se publicita. Como tal itinerario resulta ciertamente complejo, los mecanismos del discurso están imbuidos también de no poca complejidad, por lo que no sirve para ello el uso del lenguaje estándar o normal, siendo preciso el uso retórico del lenguaje que adquiere así formas y estructuras cuasi-estéticas (poéticas, narrativas, musicales, cinematográficas, pictóricas, etc.). Tal vez, por esta razón, los propios publicistas se proponen para sí mismos la denominación de creativos. En este sentido, cabe aseverar que el discurso publicitario es necesariamente un discurso retórico, puesto que requiere seducir -persuadir afectivamente- para que se ponga en marcha todo el entramado complejo del relato del deseo, en el que ha de existir, siempre que el mensaje esté bien formado, un narrador o sujeto seductor y un narratario u objeto seducido. Sucede que, mientras el discurso nos vende la ilusión de que somos los consumidores los sujetos de los deseos, en la realidad del mercado, son las mercancías los agentes que crean o fabrican los deseos.

[2] Pueden consultarse al respecto los siguientes trabajos: Vygotski, L. S.(1977, 1979) Titone, R. (1986);Vila. I. (1993) Batjin, M. (1992); Benveniste, E.(1986)  

[3] Esta es la tesis de la que parte, por ejemplo, el reciente trabajo de Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998 (cf. cp. 1, pp. 23-27): "Así pues, la expresión animal symbolicum comprende todas las formas de la vida cultural del hombre. Y la capacidad simbólica de los seres humanos se despliega en el lenguaje, en la capacidad de comunicar mediante una articulación de sonidos y signos "significantes", provistos de significado" (p. 24).

[4] También I. Vila hace notar de qué manera la relaciones entre el lenguaje y los procesos cognitivos se han convertido en una cuestión nuclear en los estudios sobre análisis del discurso y sobre psicolingüística; cf. "Reflexiones sobre la enseñanza de la lengua desde la psicolingüística", en Lomas, C. y Osoro, A. (comps.), El enfoque comunicativo de la enseñanza de la lengua, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 31 y ss.

[5] El profesor Manzanares Pascual, de la Universidad de Las Palmas, en un trabajo titulado "Crisis del lenguaje y enseñanza de la literatura" (2003: 609), sostiene que, en la crisis del lenguaje y del humanismo, se ha producido un "amilanamiento del espíritu" a causa de la ilusión deslumbradora que el profano experimenta ante el progreso de la ciencia físico-natural, incidiendo de manera especial en esta situación crítica ciertas idolatrías hacia las derivaciones tecnológicas que han terminado por revolucionar las condiciones cotidianas de la vida. Este mismo autor (2003: 612) enumera, entre otras causas, las siguientes: "a) la crisis del humanismo, acosado por las ciencias positivas físico-matemáticas; b) el culto inmoderado al instrumento, al medio, a la tecnología, al desarrollo tecnológico, más que al desarrollo propiamente humano [.]; c) el acceso a las principales tribunas de los semicultos o enterados; d) lo que se ha llamado civilización de la imagen, que está entre las causas más reconocidas y visibles [.]; e) la escasez, por último de espíritus alentadores, estimuladores del apetito verbal".

[6] En este orden de cosas, los estudios cada vez más abundantes sobre la Pragmática ponen de manifiesto que los textos, en lugar de ser objetos para ser definidos, son acciones para ser experimentadas. En consecuencia, un análisis funcional del lenguaje habrá de tomar en cuenta los criterios epistemológicos de los estudios sobre la acción en general. Es así como la Lingüística dejaría de ser una entelequia abstracta para pasar a ser una ciencia aplicada y experimental, con lo que el lingüista habría de plantearse no solamente el lenguaje como sistema abstracto de signos, sino también, por ejemplo, las condiciones de producción del discurso (Pêcheux, 1978). En este sentido hacemos nuestra la tesis de E. Bernárdez (1987) según la cual el concepto de actividad en lingüística, además de ofrecer una alternativa epistemológica a los estudios convencionales sobre el lenguaje y sobre la filología, hace factible asimismo una alternativa pedagógica liberadora en la enseñanza de la lengua materna.

[7] Las relaciones que se establecen entre estos tres parámetros se explica por extenso en un excelente trabajo de T. van Dijk (1977), titulado "Discurso, cognición y sociedad". También resulta de interés otro trabajo del mismo autor (2000b), titulado "El estudio del discurso"

[8] Tanto estas dos imágenes como los comentarios que utilizo en la exposición tienen su origen en la tesis doctoral de la profesora Gloría Álvarez de Prada, que, bajo el título de Didáctica del discurso icónico-verbal. Las artes plásticas como pretexto del discurso publicitario, se defendió en el presente curso en la Facultad de Ciencias de la Educación.

[9] La presente nota pretende cumplir dos objetivos. Primero, referir la fuente de mis propias reflexiones en este punto concreto que ahora nos atañe. En segundo lugar, me parece casi una obligación académica el homenajear el extraordinario trabajo de esta escritora y filóloga titulado "Los adjetivos mercenarios", publicado en febrero de 2003, www.irured.net/Cas/Social/opina/guerra/adjemerce.htm.

[10]  Ciertamente, podríamos haber aducido aquí actos enunciativos provenientes del universo político e ideológico de Sadam Huseim. No hubiera sido difícil encontrarlos. Si nos hemos limitado a aquellos procedentes de la llamada coalición occidental, ha sido justamente porque estos ejemplos provienen de un ámbito que se autoproclama como democrático por excelencia. La paradoja reside, desgraciadamente, en esto, puesto que han de ser, sobre todo, los países que presumen de valores democráticos los que han de respetar los derechos humanos de manera jurídica y éticamente estricta. De haber seleccionado casos provenientes del ámbito de Sadam, las conclusiones habrían sido más evidentes aún: tampoco en este ámbito se respetaban los derechos humanos, también en este ámbito se produce la corrupción de los significados y la perversión del lenguaje. Si embargo, esto no ha de suponer un consuelo para los defensores de la democracia.

[11] El lector puede ampliar y contextualizar estas reflexiones mediante la lectura de un magnífico artículo de este escritor y filósofo, "Los necios y los canallas", publicado en  El País, octubre de 2003, p. 13. Aquí se explican otros muchos ejemplos que muestran la perversión del lenguaje, precisamente como una de las características de la sociedad contemporánea, animando al lector a invertir el proceso, esto es, a eliminar los eufemismos y a recuperar el valor primitivo de conceptos y nociones que interesadamente se van relegando al olvido.

[12]  Convendría advertir de que esta obsesión mediática por hacer visible, a toda costa, lo real puede derivar en un cierto peligro didáctico que nos concierne con bastante frecuencia y que se nos oculta bajo el disfraz de las intenciones pedagógicas: es tal la inclinación por el uso indiscriminado de lo tecnológico que el (mal) uso de la imagen en las aulas como recurso pedagógico puede llegar a impedir los procesos complejos del aprendizaje.

[13] Advertimos al lector de que el análisis que desarrollamos para esta segunda situación (b) tiene su origen en un trabajo nuestro anterior que publicamos en el Nº 26 de la revista INETemas, julio de 2003, Córdoba, pp. 14-18. En este trabajo describíamos algunas argumentaciones para demostrar de qué modo la guerra necesita transformarse en discurso y que, por lo tanto, no se trata solamente de interpretar textos e imágenes de la guerra  o sobre la guerra, sino textos e imágenes en guerra, por lo que los combates se libran también en el discurso.

[14] El lector interesado en percibir en profundidad de qué forma se comportan los esquemas enunciativos de los Medios de Comunicación, para inducirnos a un determinado comportamiento cognoscitivo, puede acudir al trabajo de Luciano Gallino (1997) titulado "El problema de los MMMM (Modelos Mentales Mediados por los Media". Se pone de manifiesto que los modelos mentales son representaciones en forma de imágenes o en forma de estructuras analógicas profundas que se generan tanto a nivel cognitivo como a nivel subcognitivo. Insiste el autor italiano en que tales modelos son productos de la cultura, en que, en última instancia, dependen del sistema económico, del sistema político y del sistema de reproducción sociocultural.

[15] En un de nuestras investigaciones sobre las estructuras -ideológicas, retóricas, enunciativas, etc.- que configuran el discurso de la violencia aducimos pruebas suficientes para documentar que la frivolidad o el hecho de trivializar la muerte, menospreciando el valor referencial de la vida, se erige en un factor decisivo que utiliza el sujeto de la violencia justamente para legitimar sus actos violentos (Sánchez Corral, 1998). 

[16] En un muy documentado artículo de investigación periodística, aparecido en la sección de Internacional de El País, se enumeran y se citan documentalmente todas las agencias de información que han constituido la red propagandística bajo las órdenes directas del Departamento de Defensa de EE. UU.: "La DARPA (Defense Advanced Research Project Agency), dirigida por el almirante John Poindexter; la TIAO (Total Information Awareness Office); el OSP (Office of Special Plans), bajo la dirección de Abram Shulsky; la NESA (NearEast and South Asia Bureau), etc.,que vienen a agregarse a los servicios de inteligencia ya existentes (CIA, OlA, NASA), con los que en ocasiones entran en conflicto; y que forman una voluminosa constelación cuyo I presupuesto global para 2004 supera, según el Times, los 40.000 millones de dólares. En segundo término, las agencias privadas de relaciones públicas encargadas de los montajes más espectaculares. Entre ellas, la de John W. Rendon, especializada desde la primera guerra del Golfo en la acogida de las tropas liberadoras norteamericanas, contratando personas enarbolando banderas estadounidenses, aplaudiendo el derribo de la estatua de Sadam, etc. A Rendon, que ha suscrito casi siempre sus contratos con la CIA, se deben todos los vídeos y cómics tan ampliamente difundidos en 2001 y 2002 para ridiculizar a Sadam, así como la exposición itinerante de fotografías con los desmanes iraquíes. Aunque tal vez su contribución mayor desde 1992 haya consistido en el lanzamiento internacional del iraquí Ahmed Chalabi, el amigo de Paul Wolfowitz, y la creación del Congreso Nacional Iraquí. Otras grandes agencias han sido Benador Associates, Hill and Knowlton, una de las mayores del mundo, etc., a quienes se deben la producción y / o difusión de esa otra realidad favorable a la guerra a que me he referido antes" (Vidal-Beneyto, 2004: ).

[17] En un interesante trabajo aparecido en la red, escrito por A. García Torres, y titulado "Imagen y significación en la identidad visual corporativa", se explican las coincidencias que pueden establecerse entre los dos conceptos que discutimos ahora, el de imagen corporativa y el concepto de cultura de empresa; cf. www.imagendart.com/tutoriales/morfología/imagen_corporativa/indexx2.htm

[18] A este problema de cómo el discurso de la publicidad influye en la construcción del sujeto femenino (manipulado), proporcionando un determinado modelo de mujer, he dedicado el capítulo de un libro en el que registramos abundantes ejemplos de anuncios cuya argumentación central opera en esta dirección; cf. Sánchez Corral (2003c: 141-188).

[19] Cf. el primer capítulo de Literatura infantil y lenguaje literario (2004: 19 y ss.); aquí explico detenidamente las opciones metodológicas a que obliga esta confluencia, entre otras, la superación del status  lingüístico (todavía) dominante en la formación inicial de los universitarios que impartirán la enseñanza de la lengua en la educación secundaria y, en consecuencia, la implantación del enfoque funcional y pragmático.

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