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Acto de Apertura
Lección Magistral
"Con la dulce
miel de las musas":
Verso y prosa en la trasmisión
del saber
Lección Magistral
Profesor
Dr. D. Miguel Rodríguez Pantoja
Facultad de Filosofía y Letras
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ÍNDICE |
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1.
INTRODUCCIÓN |
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1.1. Como el mundo grecolatino
fue el que puso las bases firmes del conocimiento
occidental, sin distinción tan neta de esos
ámbitos parcelados hoy hasta la saciedad
entre letras y artes, ciencias y técnicas,
voy a intentar una lección inaugural del
curso destinada a la comunidad universitaria en
su conjunto y no específicamente a una parte
de ella. La necesaria renuncia a la especialización
irá, espero, en beneficio del interés
de la mayoría, dicho sea, por supuesto, sin
afán ninguno de jactancia.
1.2. Y vaya por delante que en
absoluto estoy en contra de la lección magistral,
como parece ser corriente que circula por ciertos
ámbitos docentes, sobre todo en el terreno
teórico. Al contrario, en mi opinión,
una verdadera lección magistral puede resultar
extraordinariamente provechosa para quienes la reciben
con la adecuada sintonía. Pero también
estoy convencido de que convertir en tal la primera,
cuando ni siquiera sabe uno hasta dónde llega
la preparación media del auditorio, su actitud
general, sus ganas de entrar de inmediato en materia,
puede ser una lamentable pérdida de tiempo
para todos.
1.3. De modo que traeré
aquí una introducción genérica
al curso académico, una especie de protréptico,
si se me permite el tecnicismo, de invitación
lo más amable posible a acercarse a diversos
campos del saber, que no tienen por qué ser
necesariamente (antes al contrario) los específicos
de cada uno, en el ámbito crecientemente
restringido que proponen las titulaciones universitarias
(y no digamos todo lo relacionado con la investigación),
y ello con el aspecto formal como punto de partida.
Sin esa atención, si se quiere, admitámoslo
incluso, ornamental, a otros conocimientos, ajenos
al trabajo específico de cada cual, las miras
se estrechan, la perspectiva se reduce, la curiosidad
disminuye, el espíritu crítico se
anquilosa... y, en consecuencia, la Universidad
corre el riesgo de perder su identidad definitoria,
sus valores más propios.
1.4. Por otra parte, se da la
circunstancia de que dentro de unos días
inicia en nuestra Universidad su camino, que ojalá
sea largo y provechoso para todos, una nueva titulación,
rodeada de muchas expectativas, la de Traducción
e Interpretación. Aun cuando no tengo previsto
intervenir personalmente en la docencia de ninguna
de sus asignaturas (o quizá por ello), mis
no pocos años de investigación en
torno a temas relacionados con sus contenidos, y
mi dedicación regular a llevarlos a la práctica,
me obligan casi a convertir la actividad traductora
en eje de estas páginas.
1.5. Ofreceré, pues, versiones
rítmicas de todos los textos originariamente
escritos en verso y versiones en prosa, lo más
ajustadas posible, de los que la utilicen, tanto
en griego como en latín, y siempre, por supuesto,
de mi propia mano, por lo que todas son hasta ahora
inéditas. Al fin y al cabo, mis autores profesionalmente
más cercanos, prosistas como Cicerón
o Séneca, pero también poetas como
Plauto, Terencio, Catulo o incluso los grandes clásicos,
pasaron textos del griego al latín y hasta,
ocasionalmente, teorizaron sobre esa actividad.
Precisamente por estos méritos se considera
a los romanos los inventores de la traducción
artística. Pero como estas afirmaciones hay
que fundamentarlas, citaré aquí a
modo de ejemplo, respecto a la teoría, o
más bien, la reflexión sobre la propia
experiencia, un pasaje clásico de Marco Tulio
Cicerón, a su vez el gran clásico
de la prosa latina, cuya actividad ocupa buena parte
de la primera mitad del siglo I antes de Cristo
(como se sabe, fue asesinado en el año 43).
En él comenta las dos formas básicas
de verter textos de una lengua en otra. Forma parte
del prólogo a la traducción, hoy perdida,
de dos discursos publicados en su día por
sendos oradores griegos, Esquines y Demóstenes,
que el gran orador realizó como paradigma
formal de estilos retóricos contrapuestos,
al que pudieran atenerse sus contemporáneos.
De pasada, distingue la actividad del traductor
propiamente dicho de la del intérprete, aquel
que traslada en directo y sin pretensiones artísticas,
aquel al que nuestros antepasados, sobre todo en
sus correrías por América, llamaban
“un lengua”. Avisa Cicerón (opt.
gen. 14):
“Y no los he vertido como un intérprete,
sino como un orador, con sus mismas ideas y las
formas y figuras de éstas, con palabras adecuadas
a nuestros hábitos. En ellos, no he considerado
necesario trasladar palabra por palabra, sino que
he mantenido todo el carácter y la fuerza
de las palabras. Pues no consideré oportuno
para el lector que yo las contara, sino que, por
así decir, las sopesara”.
1.6. Prestaremos, pues, especial
atención a lo más evidente, a lo primero
que salta a la vista cuando alguien se enfrenta
a un texto. No creo fuera de lugar que, en este
ámbito solemne de una lección pensada
para todos, o al menos para la gran mayoría,
insistamos en la importancia del ropaje formal que
se da a la transmisión del saber. Sobre todo
en estos tiempos, cuando, junto a no pocos investigadores
que manejan con maestría (o por lo menos
con el suficiente aseo) la lengua, es sumamente
fácil encontrar otros que prefieren un mal
inglés a un buen español y, en cualquier
caso, no prestan al rigor en la forma la atención
que se supone prestan al rigor en los contenidos.
1.7. Nadie discute que el descuido
en el uso del español es un mal extraordinariamente
extendido fuera de la Universidad, incluso entre
los profesionales que la tienen como instrumento
de trabajo; y que, por desgracia, la ha invadido,
también a ella, por todas partes y en profundidad.
Poco a poco, esa falta de atención a la lengua
que compartimos, esa reducción del ámbito
del decir, acaba afectando también al ámbito
del pensar. Como aseguraba una de las máximas
más antiguas de la retórica romana,
transmitida por Marco Porcio Catón, llamado
el Censor, que murió a mediados del siglo
II antes de Cristo, rem tene, verba sequentur, o
sea: “domina el asunto; seguirán las
palabras”. Pues bien, si a muchos éstas
no les salen, quizá ello se deba a que aquél
les cojea. En todo caso, de nuevo podemos echar
mano de un experto en la materia como Cicerón,
quien, por muchos siglos que hayan transcurrido
desde que andaba en la pelea de tribunales y foros,
sigue poniendo a nuestro alcance su gran experiencia
cuando apunta (off. 2,48):
“Pues grande es la admiración por
quien habla con amenidad y conocimiento; quienes
lo oyen tienen la impresión de que entiende
e incluso sabe más que los otros”.
1.8. Pues bien, no digo yo que
haya que llegar a la poesía como cauce último
de probada eficacia didáctica, pero tampoco
está de más recordar que se recurrió,
y no poco, a ella, y además, en ocasiones,
magistralmente, entre griegos y romanos. Tito Lucrecio
Caro (de quien he tomado pie para el título
que encabeza estas palabras), allá por la
primera mitad del siglo I antes de Cristo, justifica
tal elección en su poema sobre la naturaleza.
Valdrá la pena oírlo, aunque sea en
mi versión rítmica al español.
Sus versos, hexámetros (como es casi de rigor
en la poesía didáctica grecolatina,
emparentada, en cuanto a esta opción formal,
con la épica), utilizan un ritmo regular,
descendente, de seis golpes fuertes separados por
un espacio de uno o dos débiles. Los reproduzco
intentando seguir ese ritmo mediante la sucesión
de sílabas tónicas y átonas.
Dice Lucrecio en los vv. 1,936-950:
“Pues, al igual que los médicos, cuando
a los niños intentan
darles ajenjo amargo, primero los bordes del vaso
con el dulce y rubio licor de la miel embadurnan,
para burlar así su incauta infancia a la
altura
de los labios, con tal de que mientras apure el
amargo 940
jugo de ajenjo y, sí, engañada, pero
sin daño,
vuelva a tener salud y vigor por ese recurso,
tal ahora yo, pues esta materia a menudo parece
harto amarga a quien no la ha tratado, y el vulgo
se echa atrás ante ella, he querido exponerte,
en el tono
armonioso en que cantan las Piérides, nuestra
doctrina,
y algo así como untarle la dulce miel de
las musas
por si, gracias a ese sistema, atrapar yo pudiera
en mis versos tu espíritu, mientras aprendes
a fondo
todo el ser de las cosas y el orden que las gobierna”.
950
1.9. Eso respecto a la naturaleza,
sobre todo la física. En cuanto a la filosofía,
con su sentido más amplio de amor al saber,
baste recoger aquí la idea que Lucio Anneo
Séneca, el gran escritor nacido por estos
pagos a finales del siglo I antes de Cristo, toma,
en una de las cartas a su amigo Lucilio, del estoico
Cleantes, cuya larga vida transcurrió entre
aproximadamente los años 331 a 232 antes
de Cristo (epist. 108,10):
“Como decía Cleantes, «lo
mismo que nuestro aliento produce un sonido más
claro cuando una trompeta, arrastrado a través
del tubo largo y estrecho, lo hace salir por la
boca más ancha en el otro extremo, así
la estricta media de la poesía hace más
claras nuestras ideas»”.
1.10. De la eficacia mnemotécnica
del verso es prueba incontestable, entre otras muchas,
el hecho de que uno recuerda poemas enteros (o letras
de canciones, si vamos a ello, donde de una u otra
manera impera el ritmo, generalmente en las propias
letras, si no, al menos en la música) y rara
vez es capaz de pasar, por ejemplo, de lo del “galgo
corredor” en la bien cincelada prosa cervantina
de El Quijote. Pero sería un disparate
postular siquiera que ahora se ponga en verso cualquier
teoría, máxime cuando vivimos en una
vorágine científica tal que aquello
que hoy es novedad y vale la pena aprender puede
ser literalmente mañana objeto prioritario
para el cesto de los papeles. No tanto, pues, el
verso (aunque, como pretendo demostrar con hechos,
resulta por lo general más agradable, y eso
siempre merece gratitud), pero sí, al menos,
una prosa lo suficientemente limpia como para que
no suene a apresurada “exposición”
de indigente intelectual.
1.11. Y no vale la excusa de quien
afirma que está tratando cuestiones de lo
que hoy se llama “ciencia” o “tecnología”
porque también eso (quizá incluso
en ocasiones más que cualquier otra cosa)
merece el respeto que para el lector supone ponerlo
en los mejores paños posibles, como apuntaremos
brevemente más adelante.
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2.
USO CORRECTO DE LAS PALABRAS: EJEMPLO DE "CULTURA" |
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2.1. Porque vamos a empezar por
lo aparentemente más simple y, por ello,
más peligroso a la hora de su uso correcto:
el significado de las palabras, tan puesto últimamente
en solfa por personajes de peso en diversos ámbitos.
Y como hablábamos antes de la actividad traductora
de Cicerón y la menos citada, pero de considerable
importancia, llevada a cabo por Séneca, quienes
dedican una atención preferente a la terminología,
consumiremos unos párrafos en discutir un
término de origen latino, vinculado sobre
todo con lo que llamamos Humanidades. Se trata de
“cultura”, palabra utilizada hasta la
saciedad y de múltiples formas, imposibles
de reducir a una sola, lo cual crea cierto desconcierto
en los ignorantes, que pululan por todos los ámbitos
y lo emplean por doquier; y también, todo
hay que decirlo, causa no pocas dificultades a quienes,
con miras a una traducción (o la mera comprensión
de un mensaje), se plantean tal polisemia. Los latinos
referían este sustantivo fundamentalmente
a las faenas agrícolas y ganaderas, aunque
ya Cicerón lo pone en relación con
la actividad del sabio cuando afirma (Tusc.
2,5,13):
“La filosofía es la cultura [o sea
“el cultivo”] del espíritu; ella
extrae los vicios de raíz y prepara los espíritus
para recibir la sementera; les hace llegar y, por
así decir, siembra en ellos cuantas cosas,
una vez crecidas, darán los frutos más
abundantes”.
2.2. La Academia ofrece cuatro
acepciones de la palabra. La primera como sinónimo
de “cultivo”, que, en sentido amplio,
puede dar incluso carta de naturaleza a expresiones,
nada infrecuentes, como “cultura del pelotazo”
o “de la detención de penaltis”.
La cuarta dice: “ant[iguamente] culto
religioso”. Y parece evidente que bajo esta
acepción antigua, y sólo bajo ella,
es posible hablar de eso de las “tres culturas”,
que tanto nos bombardea desde mil y una instancias,
especialmente en esta Córdoba, que aspira
precisamente a la capitalidad cultural (y tiene
una plaza, desnuda, con tres chorros distantes y
a menudo desiguales, para ella sola): nadie, en
efecto, puede negar que durante un largo periodo
de nuestra historia, el cual trasciende, por cierto,
los límites cronológicos de Al Andalus,
coexistieron en Hispania tres cultos religiosos,
el cristiano, el musulmán y el judío,
eso sí, siempre con dos sometidos de una
u otra manera al otro (que, además, nunca
es el judío)...
2.2.1. En las dos acepciones
restantes destacan los conceptos de ‘suma’
(a través del sustantivo “conjunto”)
y ‘desarrollo’ (expresado respectivamente
mediante el verbo y el sustantivo); son: 2) “Conjunto
de conocimientos que permite a alguien desarrollar
su juicio crítico” y 3) “Conjunto
de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado
de desarrollo artístico, científico,
industrial, en una época, grupo social, etc.”.
De hecho, el origen último de la palabra
está en el verbo colo, que significa
“cultivar” en todos sus aspectos, es
decir, hacer por parte del hombre un esfuerzo para
desarrollar o mejorar algo, sea un terreno agrícola
o una explotación ganadera, sea la atención
divina, sea la amistad, sea la propia formación
individual. Pues bien, con esta idea de suma es
con la que conecta adecuadamente, a mi juicio, el
adjetivo “andalusí” aplicado
a “cultura”. Hay que plantear así
la evidente contradicción cuando falta la
capacidad de discernimiento para distinguir los
planos: si hablamos de tres culturas, como decía
antes en la única acepción del término
que permite la fragmentación, la de tres
cultos religiosos, necesariamente estaremos hablando
de lo que distingue y no de lo que une. Por otra
parte, cristianos, musulmanes y judíos han
coexistido y coexisten en más de un lugar
sin que haya ni atisbos de lo que fue aquella gran
síntesis que brilló con luz tan intensa
durante siglos por una importante extensión
geográfica de Hispania.
2.3. De modo que la raíz
de la Cultura, con mayúscula si se quiere,
está precisamente en la síntesis de
elementos de todo tipo que en conjunción
feliz (y, cierto es, por lo general desproporcionada),
dentro de un ámbito cronológico y
geográfico, permiten avanzar a los hombres
en su conocimiento y progreso. No otra cosa es la
historia del mundo grecorromano, del que parto para
esta lección: Grecia tomó mucho de
Oriente, pero supo impregnarlo de carácter
helénico y levantar sobre ello todo un complejo
teórico que hoy sigue siendo sumamente provechoso;
Roma también adoptó y adaptó
a sus necesidades lo que consideró valioso
(con las miras puestas preferentemente en el rendimiento
práctico), primero de sus convecinos itálicos;
después, de la propia Grecia; antes, durante
y más tarde de los otros pueblos con los
que se fue mezclando en los distintos lugares donde
estableció contacto con ellos. De manera
que el acervo común contaba por doquiera
con no pocas peculiaridades distintivas, germen
de la futura fragmentación, que aún
perduran.
2.4. Los frutos de esa cultura
hispanorromana, aunque no precisamente en su etapa
más brillante, fueron los que encontraron
aquí los árabes, quienes no parecen
haber tenido originariamente gran interés
por la especulación filosófica y teológica
ni traído “ningún patrimonio
científico digno de mención”
(como cabe leer en la contribución de Pedro
Conde Parrado a la muy reciente publicación,
con bibliografía sobre estos y otros temas,
encabezada por Juan Signes Codoñer, que cito
en la bibliografía y utilizo aquí
con cierta extensión), pero que sobre todo
en el siglo X, durante los gobiernos de Abderramán
III y Alhakan II acopiaron en gran cantidad tratados
griegos y obras originales de filósofos y
científicos árabes. De la suma de
todos esos elementos dispares surgió una
cultura única, una cultura de síntesis,
donde el arco visigodo se embellece y es llevado
a sus máximas posibilidades estéticas
y funcionales; donde la casa romana (mediterránea,
si se quiere) se llena de flores y agua cantarina;
donde la medicina, monopolizada por los mozárabes
hasta el siglo X, progresa gracias a la experiencia
propia, pero también al conocimiento de las
ajenas a través de los libros traídos
de varias partes; donde la filosofía recupera
y difunde el gran pensamiento griego clásico...
una cultura única que, en cuanto vino la
dispersión, en cuanto cada uno de sus sostenedores
tiró por su lado, fue desapareciendo para
integrarse (o desintegrarse) de forma absolutamente
dispar en las que le sucederían a lo largo
de siglos...
2.5. Pero quizá la digresión
va ya demasiado larga, aunque se trata de una cuestión
terminológica elemental, que podríamos,
con la ayuda de tantos, matizar de muchas maneras,
pues la bibliografía sobre el propio concepto
de cultura es inagotable. Cierto que, de paso, nos
ha permitido, espero, dejar patente una vez más
la importante lección que legó la
antigüedad clásica: que no hay manera
de entender el progreso espiritual y material sin
la suma, la convergencia, la amalgama de elementos
que, más o menos enriquecedores de por sí,
terminan por hacer mejor el resultado final cuando
se disuelven en, o disuelvan a otros. Así
lo entendieron y lo llevaron a cabo los griegos,
individualistas y especulativos, y los romanos,
gregarios y pragmáticos. En definitiva, hoy,
las letras, las artes, las ciencias, las técnicas,
siguen debiendo mucho a aquel ancho punto de apoyo
que le dio el mundo clásico.
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3. LA IDONEIDAD DE LA PROSA |
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3.1. Dicho lo cual, avancemos
en la cuestión de las formas. Como mi propósito
ya reiterado es ofrecer ejemplos concretos, traeré
a colación en primer lugar unos párrafos,
tomados al azar, de Aristóteles, el gran
teórico, entre otras muchas cosas, de la
ciencia natural, que vivió entre los años
384 a 322 antes de Cristo. Es el arranque de su
tratado sobre la naturaleza, destinado a tener una
enorme importancia durante siglos, donde vemos el
recurso didáctico, tan frecuente, de reiterar
palabras significativas buscando la mayor claridad
posible en un asunto que no es siempre fácil
de entender, recurso que pretendo reflejar en la
traducción, sujetándome lo más
posible al original. Dice el sabio nacido en Estagira
(phys. 148 a):
“Puesto que el conocimiento y la
ciencia se producen en todos los métodos
integrados por principios, causas y elementos, tras
dominarlos (pues creemos conocer una cosa cuando
dominamos las causas primeras, los fundamentos primeros
y aún los de sus elementos), es evidente
que en la ciencia de la naturaleza hay que esforzarse
por definir primero lo concerniente a las causas.
Y la tendencia natural es pasar de lo más
inteligible para nosotros y lo más claro
a lo menos claro por naturaleza y menos inteligible:
pues las cosas inteligibles para nosotros y las
de manera absoluta no son las mismas”.
3.2. Frente a este texto, que
podemos llamar sin reservas “científico”,
vaya este otro, de carácter diríamos
“tecnológico”, obra de Marco
Vitruvio Polión, quien vivió en el
siglo I antes de Cristo y es autor del único
tratado sobre arquitectura que nos ha legado la
antigüedad, tratado que fue libro básico
sobre la materia para las construcciones del Renacimiento
a partir de su edición romana de 1486. Pero
he escogido un elemento conocido que sólo
tangencialmente se relaciona con la arquitectura
(como tantos otros de los que componen esa especie
de enciclopedia de la técnica que es el tratado
vitruviano): puesto que podemos ver un artilugio
muy parecido no demasiado lejos de aquí,
bastará reproducir su sencilla descripción
de la noria, un invento atribuido, como tantos otros,
a los griegos, que sigue a la de otro aparato similar,
utilizado cuando no era posible recurrir a la tracción
hidráulica, que se impulsaba con los pies.
Por cierto que Vitruvio no describe ese procedimiento,
debido a lo cual existen varias hipótesis
e incluso algún paralelo contemporáneo
nuestro, que no vamos a tratar aquí, porque
ahora lo único que nos ocupa es el texto,
que dice (10,4,3 y 5,1):
“Se hará una rueda en torno
al eje del tamaño adecuado para que pueda
llegar a la altura precisa. En torno a la circunferencia
de la rueda se fijarán unos canjilones cuadrados
consolidados con pez y cera. Así, cuando
la rueda sea girada por el movimiento de los pies,
los canjilones llenos, llegados a lo alto, vierten
al volver hacia abajo en un conducto que ellos mismos
habían hecho. [...]
En los ríos se construyen también
ruedas del mismo tipo que las descritas arriba.
Por todo su contorno se fijan unas paletas que,
avanzando cuando son golpeadas por el impulso de
la corriente, hacen girar la rueda; así,
facilitan el agua necesaria para el uso, sacándola
mediante los cangilones y llevándola a lo
más alto, al ser giradas sin el movimiento
de los pies, sólo con el empuje de la corriente”.
3.3. Podemos incluso ver todavía
hoy cómo un ciudadano, medianamente erudito,
se esforzó en su momento por mejorar la redacción
de las recetas que la traducción poco cuidadosa
de un original griego (realizada en el siglo IV
de Cristo) y su uso eventual aún menos pulcro
por parte de quienes acudieran a ellas en busca
de información práctica había
dejado formalmente bastante impresentable. Se trata
de la Mulomedicina Chironis, un tratado
de veterinaria, especializado en los équidos
(su mismo nombre lo dice) a los que llama genéricamente
iumenta. Tomo el fragmento al azar, sin intentar,
por supuesto, una crítica del contenido,
que para eso hay aquí no pocos expertos en
la materia y, por una vez, reproduzco los dos textos
latinos a fin de que quien quiera pueda percibir
las diferencias de visu (y, llegado el
caso, con la ayuda del breve comentario que las
acompaña).
3.3.1. Empezamos por el traductor
primero, cuyo nombre no conocemos. Dice (Mulom.
2,110):
Quodcumque iumentum marmur in genibus
habuerit, ex quo validius clodice et genua flectere
vix possit. Post ustionis curam oportet et post
fervuram malagma cubresina inponere et vulnera medicamento
curare. Hac re sani fiunt, ita ut sine dolore calcet.
Deformitas tamen et cinesis cause perauferri non
potest.
3.3.1.1. Como vemos (no puedo
orillar aquí mi afición por la lengua
latina vulgar), cierra la última vocal de
marmor en marmur, por grafía
analógica (con formas como ebur,
fulgur, robur); omite la -t
desinencial, que probablemente no pronunciaría,
en el segundo verbo, tratado ya con la originariamente
rústica y siempre poco refinada monoptongación
del diptongo au en o (clodice
por claudicet); sonoriza la p
de cupressina, que tiene todas las trazas
de ser un préstamo coloquial, escribiendo
(y también con bastante probabilidad diciendo)
cubresina; convierte el verbo “sanar”
en el giro más coloquial “volverse
sano” (sani fiunt); utiliza primero
plural y luego singular para referirse al mismo
sujeto (“se vuelven sanos”, pero “pise”);
monoptonga el diptongo ae (como venía ocurriendo
desde hacía siglos) en cause, que
además no concuerda adecuadamente con su
verbo... Y el estilo parece salido de uno de esos
investigadores poco atentos a la forma que antes
mencionaba. Veamos la traducción:
“Cada vez que la caballería
tenga un tumor duro [“mármol”]
en las rodillas, por el que cojee mucho y casi no
pueda doblar las rodillas. Después de una
cura de cauterización conviene, y después
de la quemadura, aplicarle una cataplasma cupresina
(“de ciprés”) y curar la herida
con esta medicina. Por este medio se vuelven sanos,
de manera que pise sin dolor, aunque la deformidad
y las causas de la cojera no es posible quitarlas
del todo”.
3.3.2. Flavio Vegecio Renato,
un alto funcionario imperial, de finales del siglo
IV o principios del V de Cristo, autor de un muy
conocido tratado sobre el arte militar (Epitoma
rei militaris) parece ser el que, viendo la
mala calidad de un recetario indispensable para
velar por la buena marcha del ejército manteniendo
en forma sus medios de transporte y una de las armas
de combate más importantes, se puso a la
tarea de mejorarlo formalmente, convirtiendo el
texto que nos ocupa en (Mulom. 2,48,9):
Si marmor habuerit, ex quo validius
claudicet et vix flectat articulos, inurendus est
leviter. Cui post fervuram malagma, quae cupresina
appellatur, oportet imponi. Ex qua curatione sanitas
redditur et deformitas permanet.
O sea:
“Si tuviera un tumor duro, por el
que cojee mucho y apenas pueda doblar las articulaciones,
hay que cauterizarlo ligeramente. Después
de la quemadura, conviene aplicarle una cataplasma
llamada cupresina. Con esta cura vuelve
la salud y permanece la deformación”.
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4. OTRO MEDIO DE REVESTIR UN TEXTO NO ESPECÍFICAMENTE
LITERARIO: APOTEGMAS, SENTENCIAS Y AFORISMOS |
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4.1.
Como de la prosa, aún la más artística,
no es difícil encontrar muestras a lo largo
de todos los tiempos y en muchas lenguas, dejaremos
el resto del espacio a nuestra disposición
para dos tipos de recursos formales diferentes: uno
es el que confía su eficacia mnemotécnica
a la brevedad y, ocasionalmente, a una cierta estructura
formal, o sea, aforismos, apotegmas, sentencias, refranes,
que no siempre se distinguen entre sí... aunque
los primeros son los más elaborados (la Academias
define “aforismo” como una “sentencia
breve y doctrinal que se pone como regla en alguna
ciencia o arte”). El otro es el tratado en verso.
4.2. Gracias al
primer tipo nos ha llegado una parte considerable
del saber antiguo (incluido por cierto, el jurídico,
cuyos profesionales todavía lo siguen empleando
con profusión, por lo que no vamos a traer
ninguno aquí), sobre todo griego, pero también
romano, a través de las citas que de ellos
hicieron autores cuya obra ha gozado de mejor suerte.
Nuestro Séneca, por ejemplo, tan lejano y cercano
a la vez, dejó tal cantidad de sentencias,
propias y ajenas, que desde hace siglos viene constituyendo
actividad corriente elaborar recopilaciones de ellas.
4.3. Pero con toda
probabilidad los aforismos más conocidos de
la antigüedad helénica son los hipocráticos,
que se fueron acumulando bajo el nombre del médico
más famoso durante un muy largo periodo, nacido
en Cos hacia el 460 y muerto hacia al 377 antes de
Cristo. Estos aforismos se utilizaron como texto de
medicina en muchas universidades europeas hasta bien
avanzada la edad moderna.
4.3.1. El que abre
la recopilación del Corpus Hippocraticum,
objeto de numerosísimos comentarios desde poco
después de su formulación hasta hoy
(en la bibliografía incluyo, a modo de ejemplo,
la referencia del más reciente y fácilmente
accesible que conozco), tiene dos partes: la primera
acumula cinco principios, cuyos recursos mnemotécnicos
no se pueden reproducir totalmente en español,
porque a la omisión del verbo se une una secuencia
repetitiva en los adjetivos (brachús,
makré, oxús, sfaleré,
chalepé); la segunda es una especie
de exhortación, consecuencia de lo anterior,
que también presenta una serie repetitiva,
esta vez de participios: poiéonta,
noséonta, paréontas.
Sonaría más o menos así:
“La vida breve, el arte largo,
la ocasión fugaz, la experiencia engañosa,
el juicio difícil. Es necesario que procure
hacer lo conveniente no sólo quien actúa,
sino también el enfermo, quienes lo asisten
y el entorno externo”.
4.3.1.1. En la introducción
del tratado de Séneca dedicado precisamente
a la brevedad de la vida, se lee la versión
latina de las cuatro primeras palabras. Allí
ha sido modificado, por cierto, el orden en que están
distribuidas dentro de cada sintagma, quedando los
adjetivos en el centro y los sustantivos en los extremos:
vita brevis, longa ars. Dice el erudito cordobés
(brev. vit. 1):
“De ahí viene aquella
exclamación del más grande de los
médicos: «la vida es breve, largo el
arte»”
4.3.1.2. Y su padre,
quien vivió un largo periodo, extendido aproximadamente
entre el 55 antes de Cristo y el 37 ó 41 después
de Cristo, recoge (contr. 7,3,8) una máxima
del poeta Publilio Siro, llegado a Roma en el siglo
I antes de Cristo, a quien tanto acuden los dos, padre
e hijo, máxima que juega con los conceptos
en función de otros parámetros (frg.
438). Es un senario yámbico, un verso
que tiene seis tiempos fuertes precedidos cada uno
de ellos de uno o dos débiles. Sonaría,
pues, así:
“Oh vida, breve al rico,
larga al infeliz”.
4.3.1.3. La forma
que ha quedado para la posteridad, la que suelen reproducir
los repertorios de sentencias (cito alguno en la bibliografía)
es ars longa, vita brevis. Estas palabras
han tenido una notabilísima difusión
a lo largo de la edad media y el renacimiento en diversos
ámbitos, dentro y fuera de la medicina. Por
cierto que, como podemos leer en la aportación
de Fernando Muñoz Box a la citada obra que
encabeza Juan Signes Codoñer, hay que precisar
el significado de este vocablo, traducción
de téchne–, que es el utilizado
en el Corpus Hippocraticum y, en general
por los autores griegos. Su definición conceptual
puede encontrarse en la Metafísica
de Aristóteles; siguiéndolo, afirma
el citado autor (pp. 72-73):
“Para Aristóteles
su sentido es el que hoy daríamos al arte,
pero aclarando que no se trata de dilucidar complicadas
cuestiones sobre la plástica, sino de afirmar
que el arte es un conocimiento que proviene de la
experiencia, en el mismo sentido en el que corrientemente
se habla de arte médica, como conocimiento
que empíricamente se alcanza de las causas
y efectos de todo lo que altera la salud del hombre.
No debemos creer sin embargo que téchne
tenga inmediata relación con la técnica,
tal como hoy la entendemos, pues para los griegos
esta última tiene que ver con la artesanía”.
4.3.2. Añadiremos,
dos o tres aforismos más, tomados al azar.
Así el número 13 de la sección
primera, que afirma:
“Los ancianos soportan con
mayor facilidad el ayuno; detrás de ellos
los de mediana edad; con más dificultad los
adolescentes y peor que todos los niños,
en especial aquellos a quienes les ha tocado una
naturaleza más viva”.
4.3.2.1. El romano
Aulo Cornelio Celso (activo en la primera mitad del
siglo I de Cristo), un erudito (no necesariamente
médico) que escribió una enciclopedia
titulada Artes, de la que conservamos sólo
la parte dedicada a la medicina, se refiere a este
aforismo con una variación, coincidente en
parte, como veremos, con la idea recogida más
tarde por Galeno (1,3,32):
“Por lo que atañe
a las edades, el ayuno lo soporta muy fácilmente
la mediana edad, menos los jóvenes y mínimamente
los niños y los consumidos por la vejez”.
4.3.2.2. De forma
excepcional aquí, para enlazar en parte con
lo dicho antes, reproduzco también el comentario
del judío andalusí del siglo XII Maimónides,
cuyas versiones, evidentemente, no son mías,
sino de Lola Ferre, realizadas para la colección
de las obras médicas que edita nuestro colega
Jesús Peláez. Además, estos textos
incluyen referencias al comentario correspondiente
de Galeno (In Hippocratis aphorismos commentarii),
el que fuera médico del emperador Marco Aurelio,
en el siglo II de Cristo, responsable del nombre popularmente
dado entre nosotros a sus sucesores, e incluso a la
ciencia que practican. Sus numerosos escritos sobre
la materia fueron utilizados en la enseñanza
de la medicina hasta hace relativamente poco tiempo.
A propósito del que nos ocupa, dice Maimónides:
“Este asunto es tratado también
en el aforismo siguiente pues un calor natural mayor
requiere más alimento y el cuerpo de los
niños tiene un mayor fluido de líquidos.
Respecto a que los ancianos soportan mejor el ayuno,
advierte Galeno que se refiere al anciano que no
ha llegado a una gran debilidad, pues los ancianos
que se encuentran en el extremo de la vejez no soportan
la disminución del alimento y necesitan tomarlo
de poca en poca cantidad y con frecuencia, porque
se aproxima su calor a la extinción y han
de prolongar lo que les mantiene”.
4.3.3. El aforismo
44 de la sección segunda se expresa en términos
como éstos:
“Quienes son gruesos por
naturaleza resultan más susceptibles de morir
pronto que los delgados”.
4.3.3.1. Celso lo
recoge así (2,1,23):
“Los obesos [...] mueren
con frecuencia de repente, cosa que raramente sucede
en un cuerpo más delgado”.
4.3.3.2. Y Maimónides:
“La causa de este fenómeno
se explica en función de la estrechez y anchura
de las venas, tal como ya se explicó en el
Libro de las complexiones y decía
Galeno: El que tenga un cuerpo sano y con un
peso equilibrado, ni grueso ni delgado, vivirá
mejor y más tiempo y alcanzará la
vejez”.
4.3.4. Terminaremos
con el aforismo 65 de la parte quinta, donde leemos:
“Aparece hinchazón
en las heridas: no se producen convulsiones ni se
enloquece. Que se les va repentinamente: a las que
están en la parte trasera, espasmos y tétanos;
a los que están en la delantera, accesos
de locura, dolores agudos de costado, o bien pus,
o disentería, si la hinchazón es más
bien roja”.
4.3.4.1. Que en
la versión de Celso queda más o menos
de la siguiente manera (2,7,17):
“Si los tumores sobre una
herida desaparecen de pronto y eso afecta a la parte
posterior, puede temerse una distensión o
una rigidez de los nervios; pero si eso ocurre en
la parte anterior cabe esperar dolor agudo de costado
o locura”.
4.3.4.2. Mientras
que Maimónides observa con sensatez y de forma
detallada:
“No es necesario repetir
que la mayoría de las sentencias de Hipócrates
se cumplen en casi todos los casos o la mitad de
ellos. Pero lo cierto es que a veces se cumplen
sólo en unos pocos casos; quizás observó
el fenómeno una sola vez y relacionó
el tema con una causa que no era la verdadera. La
explicación de Galeno en este aforismo es
que con “hinchazón” quiere decir
“grosura fuera de lo normal” y en “la
parte trasera” se encuentran los nervios y
en la parte delantera predominan las arterias. Cuando
el humor que produce la hinchazón sube desde
los nervios al cerebro habrá convulsión
y si sube por las venas hacia el cerebro, habrá
locura. Si este humor va hacia el pecho producirá
un dolor en el costado, y muchas veces el que tiene
pleuritis desarrolla pus”.
|
5.
LA LLAMADA POESÍA DIDÁCTICA |
|
5.1. Pero, desde el punto de vista
formal, lo más llamativo es precisamente
el empleo del verso para contenidos en teoría
no demasiado poéticos. Como éstos
son escasamente conocidos del no especialista y
desde el primer momento señalé cuál
era mi intención, voy a dedicar lo que nos
queda a comentar algunas muestras, tanto griegas
como latinas, de este tipo de obras que ocasionalmente
alcanzaron cimas de auténtica calidad literaria.
Tratan temas tan dispares como la física,
los remedios contra los venenos (Theriaká
y Alexipharmaca de Nicandro, quien
escribió en torno al año 200 antes
de Cristo), o la cosmética (Madicamina
faciei feminae, del polifacético Publio
Ovidio Nasón, que veremos como mera curiosidad),
pasando por diversos aspectos de agricultura y ganadería,
la naturaleza, la pesca o la astronomía,
tan cultivada a lo largo de toda la antigüedad
y etapas posteriores.
5.2. ASTRONOMÍA
5.2.1. Para empezar por esta última,
podemos echar una breve ojeada a los Fenómenos,
una obra de 1154 hexámetros escrita por Arato
de Solos, que vivió aproximadamente entre
el 310 y el 240 antes de Cristo. De su impacto da
idea el hecho de que se conserven decenas de comentarios
y no pocas traducciones, entre las cuales destacan
las latinas de Cicerón, Germánico
(el sobrino del emperador Tiberio, que vivió
entre el 15 antes y el 19 después de Cristo)
y Rufio Festo Avieno, un autor del siglo IV.
5.2.1.1. El original griego dice,
por ejemplo, de la Vía Láctea, interpretada
erróneamente como un quinto círculo
en el firmamento, que gira entre los dos formados
por los trópicos de Cáncer y de Capricornio
(469-480):
“Si, en una límpida
noche, cuando muestra a los hombres
todas las refulgentes estrellas la Noche celeste,
470
sin que ninguna se debilite por el plenilunio,
sino que en las tinieblas todo brilla con fuerza;
si en tal momento el corazón te ha invadido
el asombro,
viendo el cielo hendido por un amplio círculo
en toda
su extensión; o si otro, próximo a
ti, te ha mostrado
este anillo resplandeciente... lo llaman “La
Leche”.
No gira círculo alguno con un color semejante
a éste; en cuanto a tamaño, dos de
los cuatro citados
miden lo mismo, los otros son más pequeños
con mucho”.
5.2.1.2. Antes de pasar al texto
de Cicerón, será conveniente aportar
una breve nota erudita al respecto de lo dicho aquí,
siguiendo a E. Calderón Dorda. Por un lado
recordemos que “la Vía Láctea
es en griego Gála ‘Leche’
(de donde «Galaxia»), porque se trata
de la leche que se derramó del pecho de Hera
al retirar a Heracles del mismo (tal leche producía
la inmortalidad) y que fue catasterizada como el
‘Camino de Leche’. (...) Según
otras versiones (...), sería la leche que
Rea hizo salir de su propio pecho a instancias de
Crono [...]”. Por otro lado, yendo al texto
de Arato, que los dos círculos iguales son
el ecuador y la eclíptica y los dos más
pequeños los trópicos, es decir, Cáncer
y Capricornio. La versión que sigue, como
digo, es de Cicerón, que añade un
dato acertado: el de la discontinuidad de la constelación,
cuyo máximo de brillo se encuentra en el
Águila y Sagitario y el mínimo en
Perseo y el Cochero (Arat. 245-252):
“Mas si, escrutando el
cielo en una hora nocturna,
cuando no borra los astros ninguna nube sombría,
ni con su plena luz las estrellas eclipsa la luna,
has visto tú serpear un círculo grande
y brillante,
es la Vía Láctea, notoria por su gran
centelleo.
Ésta no forma una trama en círculo
entero y continuo, 250
mas sobrepasa, con mucho, en espacio a los dos superiores,
dicen, y llena de luz las profundidades del cielo”.
No está de más aquí recordar
que la idea de los cinco círculos es compartida,
entre otros, por Séneca, quien dice en sus
Cuestiones Naturales (5,17,2):
“El cielo se divide en
cinco círculos que pasan por los puntos cardinales
del universo: está el septentrional, está
el solsticial, está el equinoccial, está
el invernal, está el contrario al septentrional”.
5.3. FÍSICA
5.3.1. No podemos dejar de citar
algún ejemplo práctico de cómo
Lucrecio lleva a cabo su propósito de hacer
más grato, “con la dulce miel de las
musas”, un asunto árido de por sí,
en esa obra única, modelo de lo que, por
ejemplo, A. García Calvo, su último
editor en España, llama “épica
científica [o Ciencia épica]”.
Y lo haremos con los versos en los que plantea concretamente
los principios de la física (nat. 2,62-79):
“Ea, ahora con qué
movimiento los cuerpos que engendran
a la materia crean cosas diversas y, creadas, las
rompen;
cuál es la fuerza que los obliga a hacerlo;
y cuánta
velocidad para andar por el gran vacío recibieron
voy a explicar: no dejes tú de escuchar mis
palabras.
Cierto que la materia no cohesiona consigo
misma compacta, puesto que vemos menguar cada cosa,
como notamos que todas fluyen al paso del tiempo
y su propia vejez se las lleva de nuestros ojos
70
mientras que, en cambio, el total se ve que sigue
sin daño,
porque los cuerpos que a cada cosa se le sustraen
menguan de donde se van, acrecientan a donde han
llegado,
hacen que aquéllas decaigan, y en cambio
que éstas florezcan,
mas no se quedan allí. Así el total
se renueva
siempre y viven en intercambio entre sí los
mortales
(unos pueblos se acrecen, otros se van reduciendo
y en breve tiempo se mudan las crías de los
animales),
cual corredores que de la vida pasan la antorcha”.
5.4. AGRICULTURA Y GANADERÍA
5.4.1. Lucrecio pretende una exposición
científica. Cosa que no hace Publio Virgilio
Marón, el poeta clásico por antonomasia
de la literatura latina, nacido en el año
70 y muerto en el 19 antes de Cristo, cuya vida
transcurriría sin problemas materiales gracias
a la esplendidez de Mecenas, el epónimo de
esa figura bienhechora de la creación artística.
La intención de Virgilio al publicar la que
para muchos es su obra más acabada, los cuatro
libros de las Geórgicas, es, entre otras
cosas, enseñar, o más bien, animar
a los agricultores y ganaderos que hoy llamaríamos
pequeños y medianos, por supuesto dotados
de la suficiente preparación intelectual
como para disfrutar con sus versos, en una época
en la que la vuelta al campo y su cultivo formaba
parte de la política imperial de regeneración
social.
5.4.1.1. De entrada, Virgilio
da a la agricultura el rango de actividad impuesta
directamente por el padre de los dioses cuando dice
(georg. 1,121-124):
“El Padre mismo lo quiso:
que la labranza no fuese vía fácil;
él trajo el primero,
inculcando el esfuerzo a los hombres, las artes
del campo
sin permitir que la lenta pereza estancara sus reinos”.
5.4.1.2. Seguiremos con esta poética
lección de cómo se construye un arado,
al igual que sería construida el arma mortífera
del héroe épico. Es la única
descripción que ha transmitido la antigüedad
de este instrumento, cuyo uso puede decirse que,
al menos desde los griegos, se ha utilizado, con
pocas variaciones, hasta hoy (georg. 1,160-175):
“Se han de nombrar también
las armas del rudo paisano,
sin las que nunca pudieron sembrarse y crecer las
cosechas:
...
Luego, en el bosque se doma un olmo, doblado con
fuerza
para la cama y la forma del curvo arado recibe.
170
Desde el extremo un timón que mida ocho pies
se le adapta,
dos orejeras y un dental de borde parejo.
Antes se corta en tilo liviano el yugo y un haya
alta, la esteva, que gire detrás las ruedas
de abajo.
Su dureza, colgadas al fuego, el humo comprueba”.
El cuadro plantea ciertas dificultades de interpretación,
que no vamos a discutir aquí, aunque sí
traduciré (más bien para que los legos
en la materia no tengan que acudir al diccionario)
alguna de las observaciones del erudito Mauro Servio
Honorato, que comentó la obra virgiliana
en el siglo IV de Cristo. El vocablo latino buris
(del cual nuestro autor ofrece una curiosa etimología
a partir de dos palabras griegas, boós
ourá, cola de buey, “porque se
asemeja a la cola de un buey”), que he traducido
por “cama” (una palabra que el español
tomó del celta) designa “la parte curva
del arado”; las orejeras (aures)
son aquellas “con las que el surco se hace
más ancho” y el dental (dentalia)
“el madero en el que se introduce la reja”;
finalmente la esteva (stiva) es “la
manija con que se gobierna el arado”. En cuanto
a las ruedas, según Servio (opinión
que muchos no comparten), Virgilio las menciona
aquí “por la costumbre de su provincia,
en la que los arados llevan ruedas, con las cuales
se ayudan”.
5.4.1.3. Añadamos otro
pasaje, referido al trabajo, ejemplar, de las abejas
en la colmena (georg. 4,158-168):
“Unas atienden a la comida
y, según lo pactado,
van al trabajo en los campos; un grupo, al abrigo
de casa,
echan los primeros cimientos de los panales:
lágrima de narciso y la pegajosa resina 160
de la corteza, luego suspenden de ella adhesivas
ceras; otras hacen salir las crías ya crecidas,
la esperanza de su linaje; otras espesan
miel muy pura e hinchen las celdas del líquido
néctar.
Hay a quienes les ha caído en suerte guardar
las entradas
y por turnos observan las aguas y nubes del cielo,
toman la carga de las que llegan o, en orden de
lucha,
de la colmena a los zánganos echan, inútil
rebaño”.
5.4.2. Virgilio dejó en
las Geórgicas la puerta abierta
para una exposición en verso del trabajo
relativo a los jardines, diciendo (georg. 4,147-148):
“Pero, impedido por la
carencia de espacio, yo dejo
estos asuntos a otros, que tras de mí los
relaten”.
Pues bien, Lucio Junio Moderato Columela, el rico
terrateniente gaditano del siglo I de Cristo, aceptó,
por así decir, el reto, mencionando expresamente
este texto, y tuvo tiempo de dedicar sus ocios a
componer en hexámetros, no muy felices ciertamente,
uno (y sólo uno, el décimo) de los
doce libros que integran su tratado Sobre la
agricultura. Aunque este libro está
traducido con un procedimiento muy similar al que
sigo yo aquí por uno de mis maestros, D.
Manuel Fernández-Galiano, a cuya versión
remito para quien quiera disfrutarlo completo, no
voy a dejar por ello de aportar la mía propia.
Selecciono la parte dedicada, dentro de los trabajos
de primavera, a las flores y plantas medicinales
(10,94-116), indicando que el bulbo afrodisíaco
procedente de la ciudad griega de Mégara
es quizá la almizcleña y el que cosecha
otra ciudad, Sicca, situada en la antigua Numidia,
entre Argelia y Túnez, no ha sido identificado
con un mínimo de seguridad. En cuanto a la
raíz que sirve para animar la cerveza de
Pelusio, en Egipto, es un tipo de rábano.
“Cuando la tierra ya cardada
en líneas perfectas,
reluciente y sin suciedad, sus semillas reclame
idla pintando de flores diversas, estrellas terrenas:
la albicolor campanilla, la luz de caléndula
rubia,
los cabellos del narciso, las fauces horrendas
que abre el fiero león, el lirio, en cálices
blancos
florecido, y también los jacintos, níveos
o azules. 100
Luego se plante violeta, que en tierra blanquea,
que enrojece
al florecer, como el oro, y la más que púdica
rosa.
Ahora sembrad la pánace, de terapéutico
llanto;
la lagartera de jugo salubre; la adormidera
que ata los sueños fugaces. Ya venga de Mégara
el germen
de ese bulbo que excita al varón a asediar
a las mozas
y los que Sicca recoge bajo las gétulas glebas
y la ruca, que, sembrada a los pies de Priapo,
rico en frutos, empuje al remiso marido hacia Venus.
Ya el perifollo pequeño y la escarola, agradable
110
al paladar embotado, frondosa lechuga, de fibras
tiernas, ajos de hendidas cabezas o pardos, que
huelen
lejos y, ahumados, mezcla con habas el buen cocinero.
Ya chirivía y la raíz que brotó
de un germen asirio,
y que se ofrece, cortada con altramuces hervidos,
para espumear las copas de la cerveza de Egipto”.
5.5. BIOLOGÍA
5.5.1. No puede faltar en esta
relación de poetas que se han esforzado por
tratar temas que pudiéramos llamar de una
u otra manera científicos, aun sin dedicarse
a ellos de forma preferente, el polifacético
y prolífico Publio Ovidio Nasón, nacido
el 43 antes de Cristo y muerto el 17 de Cristo.
De su amplia obra entresaco ahora unos versos pertenecientes
a un tratado sobre la pesca, que tiene por cierto,
un título griego, Halieutica, donde
narra las habilidades de ciertos animales marinos
para escapar de la predación humana.
5.5.1.1. Menciona primero al escaro,
un pez que durante un tiempo fue muy apreciado en
la cocina romana, aunque luego lo sustituyeron otros,
y se identifica con la vieja, esa exquisitez que
es posible comer actualmente en las islas canarias
(hal. 10-18):
“Si ha caído en
los amplios lazos tejidos con mimbre
de la nasa y, tragado el cebo, al fin siente el
engaño,
no se atreve a embestir con la frente, a la fuerza,
los aros:
vuelto hacia atrás, sacudiendo los mimbres
con golpes de cola,
los afloja, se escurre y escapa a las aguas seguras.
Más todavía: si, al pasar nadando,
algún otro escaro,
ve, compasivo, como éste en el mimbre apretado
pelea,
del revés como está, con los dientes
le agarra la cola,
para que así salte fuera...”.
5.5.1.2. Vemos luego el recurso
bien conocido de la sepia cuando se intenta agarrarla
(hal. 19-22):
“Cuando la sepia, tarda
en la fuga, acaso es cogida
bajo el agua somera –pues teme a las manos
rapaces–
infectando el mar, una sangre oscura vomita
y, tras burlar a los ojos que intentan seguirla,
se escapa”.
5.5.1.3. El tercer pez cuya forma
de librarse narra Ovidio es la suculenta lubina,
a la que el comediógrafo griego del siglo
IV a. C. Aristófanes define como “el
más sabio de cuantos peces hay” (frg.
12,595). Efectivamente aquí, en lugar
de usar la fuerza, como el escaro, recurre a la
astucia (hal. 23-26):
“Encerrada en la red, la
lubina, aunque fuerte y salvaje,
con la cola moviendo la arena, se entierra debajo
y, en el momento en que siente las mallas alzadas
al aire,
vuelve a salir y, saltando, burla sin daño
las trampas”.
Pero más adelante el propio Ovidio recuerda
su carácter fuerte y violento, cuando ha
sido atrapada por un anzuelo (hal. 39-42):
“excitada por su ira violenta,
zigzaguea la lubina, se hace llevar por las olas
y la cabeza sacude, a ver si, ensanchando la herida,
cae el sanguinario arpón y abandona su boca,
rasgada”.
5.5.2. A diferencia de lo que
hemos visto hasta ahora, con traductores latinos
de obras griegas, este poema de Ovidio fue muy tenido
en cuenta por Opiano, natural de Cilicia, en la
actual Turquía asiática, que escribió
en griego otro, llamado también Halieutica
y publicado hacia el año 180 de Cristo, bastante
más largo: tiene unos tres mil versos frente
a los ciento treinta y cuatro conservados (y no
muy bien) del que hemos visto.
5.5.2.1. Del escaro dice (hal.
4,47-61):
“Y a aquél que en
el prieto buitrón ha sido atrapado
otro le ayuda a escapar y lo arranca a una muerte
segura.
Siempre que el ágil pez de la red en la trampa
ha caído,
enseguida lo nota e intenta escapar del peligro:
50
tras volver la cabeza y la mirada hacia abajo,
nada sobre su cola, al revés, a lo largo
del cerco:
pues tiene miedo a los cables cortantes, que en
la corona
por todas partes se erizan y le hacen daño
en los ojos
cuando se choca con ellos, como si fueran guardianes.
Los restantes, al verlo dando vueltas confuso,
van desde fuera a su encuentro a ayudarle y no dejan
que se atormente: y tal vez uno de ellos le estira
la cola
como una mano que al compañero sujeta allí
dentro,
lo mantiene mordiendo y otro lo extrae de la muerte
60
con la cola de guía en su boca como una cadena”.
5.5.2.2. De la sepia, tras describir
la tinta (hal. 3,156-165):
“... cuando las invade
el temor, de inmediato
sueltan oscuras gotas de aquello y su turbio fluido
tiñe y oculta a lo largo y lo ancho del mar
los caminos
todos y destruye toda visión de las cosas:
ellas al punto, sin problema por esa neblina
tanto del hombre como del pez más fuerte
se escapan”.
5.5.2.3. Y de la lubina (hal.
3,121-125):
“La lubina, con sus aletas,
excava en la arena
un agujero tal que admita su cuerpo y se tiende
sobre ese lecho: entonces traen la red a la orilla
los pescadores; pero ella, echada sin más
en el barro,
felizmente los burla y escapa al lazo de muerte”.
5.6. OTROS TEMAS
5.6.1. Tras estos pasajes, alegría
de ecologistas, antes de terminar y todavía
con la ayuda de Ovidio, podemos hacer referencia
a un par de obras dedicadas a ese arte tan antiguo
como el mundo, que, sin embargo, no cuenta, que
digamos, con muchos tratados específicos.
Me refiero nada menos que al arte de amar, tan trascendental
para el individuo, al cual el poeta latino le dedica
no pocos versos. Para construirlos utiliza la forma
propia de la elegía, que en el mundo latino
es fundamentalmente amorosa, a saber, un hexámetro,
cuyo ritmo hemos seguido hasta ahora, y un pentámetro,
que es como dos medios hexámetros. De este
tratado sólo voy a dar el programa, que luego
se desarrolla a lo largo de tres libros, con consejos
para ambos sexos, aunque marcado por el predominio
del varón, como no puede ser de otra manera
en el contexto histórico en el que nos movemos.
Con todo, tratándose de estas lides, no hace
falta ser especialmente hábil para invertir
los protagonismos y aplicar a las mujeres los consejos
dados a los hombres (ars 1,35-38):
“Vaya primero tu esfuerzo
a encontrar el amor que deseas
tú que, soldado, ahora inicias tu nueva milicia.
El siguiente trabajo es ganarse a la que te ha gustado;
y el tercero que dure el amor largo tiempo”.
5.6.2. El mismo Ovidio escribe
también un libro de “Remedios de amor”,
donde los va desgranando a lo largo de más
de ochocientos versos una vez establecido que (rem.
13-18):
“Si alguien que ama, y
quiere amar, a gusto se abrasa,
que disfrute y navegue a favor de su viento.
Pero si alguien la tiranía de una indigna
no aguanta,
no desfallezca, reciba de mi arte el socorro.
¿Qué razón hay para que con
un lazo en el cuello, un amante
cuelgue, lúgubre carga, de un alto madero?”.
5.6.3. Ovidio escribió
incluso, y con su arranque termino esta relación,
un tratado, de un centenar de versos, sobre la “Cosmética
del rostro de la mujer”. El poeta lo justifica
diciendo (medic. 1-6):
“Aprended qué atenciones
realzan la cara, muchachas,
y de ganar vuestra causa cuál es la manera.
El Cuidado mandó dar los dones de Ceres a
un suelo
yermo; así perecieron las zarzas punzantes;
el Cuidado corrige en las frutas los jugos amargos
y el injerto adoptivas ayudas da al árbol”.
|
6. CONCLUSIONES |
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De todo los visto hasta ahora se pueden sacar muchas
conclusiones... o sólo una, que dejo al arbitrio
de cada cual, e incluso ninguna. Sugeriré,
pues, las que a mí se me ocurren después
de haber ido desarrollando en sucesivas etapas la
idea inicial.
6.1. Es mala táctica para
una persona que utilice el intelecto de forma positiva
(deberíamos serlo todos) dejarse llevar,
sin más reflexión ni análisis,
por las corrientes imperantes, si no se identifica
con ellas total o parcialmente. El hecho de que
otros lo hagan no deja de ser una coartada necia
y sin fundamento. Si eso ocurre en la Universidad,
donde debe imperar el espíritu crítico,
la reflexión sin prejuicios, el amor al saber
más allá del mero practicismo, mejor
la cerramos y dejamos todo el tinglado en manos
de ese ente abstracto de puro concreto que llamamos
la empresa. Por supuesto, eso no quiere decir que
haya que prescindir de ella, ni mucho menos que
la búsqueda de un beneficio presente y futuro
no esté en la meta de todo universitario.
Pero no es cuestión de quedarse en la utilidad
inmediata sin prestar oídos a otras cosas,
sin interesarse por otros conocimientos.
6.2. En parte como respuesta a
ello van encaminadas las observaciones y esbozos
que he intentado someter a la consideración
de todos. Aunque no pasen de suscitar la curiosidad
en quienes, por las razones que sea, no tenían
conocimiento o lo tenían muy vago, de estos
autores y obras, ya ese resultado sería enriquecedor,
porque el saber, incluso de cosas aparentemente
intrascendentes, siempre lo es. Lo acabamos de leer
en unas declaraciones del bien conocido investigador
Manuel Patarroyo (ABC de Sevilla, 9/8/2005,
pág. 97): “no creo que se pueda ser
un científico íntegro sin ser un humanista”.
6.3. He pretendido también
que quienes accedan a estas páginas, sin
dejar de adquirir algunos conocimientos, lo pasen
bien, no ya por el hecho en sí, sino porque
ésos eran los propósitos de los autores
cuyos textos hemos visto.
6.4. En fin, como habitual sufridor
desde hace muchos años, pero especialmente
en las últimas décadas, de textos
absolutamente reñidos con el léxico,
la morfología y la sintaxis, e incluso la
fonética, y no digamos con el estilo, me
daría por muy satisfecho si, dejando al lado
esa innecesaria prisa, que mira por dónde,
siempre se presenta a la hora de redactar un texto,
tomáramos todos conciencia de que hay que
ir acabando con ese empobrecimiento imperdonable
del mejor instrumento que tiene el hombre para distinguirse
del resto de los animales. Un instrumento que, como
decía al principio (y está más
que demostrado) nos hace capaces de pensar y de
transmitir con coherencia lo que pensamos. Con ello
además, y esto me parece que debo resaltarlo
otra vez, daremos una prueba fehaciente de respeto
al futuro lector u oyente de lo que decimos.
Ojalá tan buenos propósitos hayan
dado fruto. Muchas gracias.
|
BIBLIOGRAFÍA |
|
ANÓNIMO, Mulomedicina Chironis:
M. Niedermann, Proben aus des sogennanten Mulomedicina
Chironis (Buch II & III). Heidelberg, 1910.
ARATO: Arati phaenomena. Ed. J.
Martin. Firenze, La Nuova Italia,1956.
ARATO, Fenómenos. Gémino,
Introducción a los Fenónemos. Introducción,
traducción y notas de Esteban Calderón
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