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Título del texto editado:
“Vida de don Antonio de Solís y Ribadeneyra, oficial de la Secretaría de Estado, secretario de su majestad y su Coronista Mayor de las Indias”
Autor del texto editado:
[Goyeneche, Juan]
Título de la obra:
Varias poesías sagradas y profanas que dejó escritas, aunque no juntas ni retocadas, don Antonio de Solís y Ribadeneyra.
Autor de la obra:
Solís y Rivadeneira, Antonio de 1610-1686 Varias poesías sagradas y profanas que dejó escritas, aunque no juntas ni retocadas, don Antonio de Solís y Ribadeneyra. Solís y Rivadeneira, Antonio de 1610-1686
Edición:
Madrid: Antonio Román, 1692









Vida de don Antonio de Solís y Ribadeneyra, oficial de la Secretaría de Estado, secretario de su majestad y su Coronista Mayor de las Indias.


Gozan inmortalidades en el templo de la fama los que con feliz destino nacieron para sujetos de singular categoría. Los demás hombres mueren; cuando mueren los varones insignes, aun cuando mueren, viven: mueren a la vida que recibieron de la naturaleza y viven con la vida que se fabricaron con sus heroicas obras, eternizando su fama. Prerrogativa grande vivir a pesar de la muerte. Puede esta desatar en ellos aquella lazada de que está pendiente la vida, pero no puede romperle su sonoro clarín a la fama, en cuyo metal noble nunca pudo hacer mella ni el golpe fatal de la muerte, a quien ninguna vida se resiste. No acaban con el último aliento los que duran en el inmortal retrato de sus hechos y de sus escritos. Así viven aún y vivirán los Aristóteles, los Sénecas, los Demóstenes, los Tulios, los Livios, los Homeros, los Virgilios, los Garcilasos, los Lopes de Vega, los Góngoras, y así también vive nuestro don Antonio de Solís y Ribadeneyra, a quien no tuvo envidia, porque no le conoció, la Antigüedad. Vive y vivirá como aquellos en los anales de los siglos, sin tener que envidiar a ninguno de los que pasaron, pues venerará la posteridad un portento en cada airoso rasgo de sus discretísimos escritos.

Tuvo el oriente de sus resplandores en la nunca bastantemente alabada Universidad de Alcalá de Henares, entonces villa, ciudad ahora. En el emporio de las ciencias había de nacer el que más generosa y más gloriosamente que Apolo había de lucir. Nació entre sabios el que nació para ser admiración de discretos. Salió a luz entre doctos el que había de alumbrar con la de su discreción a los entendidos.

Su nacimiento fue el 18 de julio del año de 1610. Sucedió jueves, día consagrado a Júpiter. Dispuso el cielo que naciese ese día para que participase de los benévolos influjos de planeta tan noble. No tiene acasos la providencia divina. Los accidentes para los hombres son para Dios prevenidas disposiciones. Preparole la gracia con los reyes y príncipes, aun antes que se colocase en la cuna.

Estaba el sol cercano a su exaltación en la casa de León cuando nació Solís. Mostraba el cielo que aquel niño recién nacido había de ser en las primeras casas del real león de dos mundos altamente estimado.

Jueves nacieron el príncipe de los poetas líricos de esta gran monarquía, y bien pudiera decir del orbe, el famosísimo don Luis de Góngora y nuestro don Antonio. Misterio fue que conviniesen en el día de nacer los que habían de ser tan parecidos en lo florido y lo delicado del discurrir.

Fue Góngora primero en el tiempo, pero no sé si lo fue en el ingenio. En muchas cosas fueron iguales. En muchas le excedió don Antonio, si fue excedido en alguna. Lo numeroso no fue en él menos, pero lo agudo quizá fue más. Fue Góngora en lo lírico sumo. Solís lo fue en lo lírico y cómico. Aquel fue grande para solos los versos. Don Antonio lo fue para los versos y para la prosa. Esta comparación con varón tan sublime sea su mayor elogio.

Fueron sus padres de calidad conocida: don Juan Jerónimo de Solís, natural de Albalate de las Nogueras, villa del obispado de Cuenca, y doña Mariana de Ribadeneyra, natural de la imperial ciudad de Toledo. Pudo ilustrar a muchos lugares el que fue gloria de muchos reinos. Ilustró España a don Antonio con lo claro de su noble nacimiento. Ilustró don Antonio a España con el resplandor de su pluma, que fue un lucidísimo rayo.

Desde que comenzó a pronunciar comenzó a suspender. Sus dichos sazonados de niño eran sentencias graves de anciano. Antes de haber aprendido enseñaba. Antes de haber estudiado sabía. En las escuelas se adelantaba a todos sus condiscípulos y aun admiraba a sus mismos maestros. Salió con brevedad gran lector y escribano, y supo bien la lengua latina. No tarda el sol en resplandecer. A un tiempo empieza a ser y a lucir. Otros en muchos años alcanzan poco. Solís en pocos penetró mucho.

Ya buen latino y excelente retórico, se resolvió a entrar por la puerta de las facultades mayores, que es la dialéctica. Con esta ciencia tan racional perfeccionó la propia razón y adelantó no poco el discurso. La lógica natural le facilitó la adquirida. Guiado de las clarísimas luces de esta, se introdujo en las leyes y en entrambos derechos, y en los dos hizo grandes progresos.

Lució en la celebradísima academia de Salamanca la antorcha resplandeciente de su capacidad. Donde concurren tantos y tan eminentes ingenios se hizo observar de todos el suyo. Tan grande luz mal pudiera ocultarse. En cualquier parte que alumbra el sol se repara. En todas fue muy mirado y muy admirado Solís. Sobresalía entre los mayores astros de España esta lucida estrella.

No solamente le miraban con agradable rostro las ciencias. Tratábanle con cariño las musas. Parece que pasó sus niñeces hablando y escuchando sus suavísimas voces. Naturalmente se halló poeta. Donde no llegan grandes varones después de largos y perseverantes trabajos se entró don Antonio de Solís sin desvelos. Bebió sin tasa de la fuente Helicona, casi sin conocer sus cristales ni distinguirlos de otros licores. Cuando no fuera poca fortuna haber tocado en la falda del Pindo, se descubrió colocado en su cumbre.

Cuando cursaba en aquellas doctas escuelas, las admiraba con sus no menos bien limadas que ingeniosas poesías. Siendo aún oyente, lucía ya autor. Sus diversiones era liciones, y sus descansos, sabias tareas. Solía escribir para descansar. Sus ocios eran eruditos negocios.

Allí, de edad de 17 años, compuso la ingeniosa comedia de Amor y obligación. Asombra que hayan cabido en tan pocos lustros tan grandes discreciones y tantas. No se pulió Solís con el curso del tiempo. Siempre brilló diamante pulido. Mereciera esta obra los gloriosos aplausos de la última, a no haber sido la primera. Otros aciertan, habiendo errado, mas don Antonio acertó sin pasar por los yerros.

No dejó de estudiar, acabados sus cursos. Mudó Solís; no olvidó los libros. Siendo de edad de veinte y seis años se dio a las éticas y a las políticas. Salió gran hombre de estado en breve. Todo lo pueden genio e ingenio. Imitó a Tácito en la agudeza, pero no le siguió en la impiedad. Fue su política sabiamente cristiana. Supo el camino de mandar en la tierra sin ofender ni irritar al cielo.

Era Marón; buscó su Mecenas. Hallole grande en todo en el excelentísimo señor conde de Oropesa, don Duarte de Toledo y Portugal, virrey primero de Navarra y después de Valencia. Fue sol de don Antonio su sombra. Debajo de ella esparció más sus rayos. Diole honra y fama su patrocinio. En él logró la mayor fortuna. Ganó infinito consiguiendo su agrado. No tiene precio el favor de un gran príncipe. Virgilio fue inmortal por Augusto. Solís lo fue por patrón tan insigne.

Con todo, le sirvió don Antonio con sus consejos, con sus escritos. Era un oráculo cuando hablaba. Era un prodigio cuando escribía. Sabía juntar lo breve y lo claro, lo ingenioso y lo terso, lo útil y lo suave. Hacíase oír porque no se oía. Aconsejaba con humildad; advertía con respeto. Era sutil, pero no era vano. Era discreto, no presumido. Supo servir sin cansar: gran prudencia.

Todos notaron en don Antonio de filósofo el trato y de poeta el agrado. Hablaba bien y no decía mal Sin murmurar, le escucharon con gusto. Era pincel, no puñal, su pluma. Recreaba usando de ella, no hería.

Para festejar en Pamplona el nacimiento del excelentísimo señor conde de Oropesa, don Manuel Joaquín Álvarez de Toledo y Portugal, que ahora vive, escribió en aquella ciudad, el año de 1642, la gran comedia de Eurídice y Orfeo, que se ha alabado y se alaba tanto. No tendrá fin su merecida alabanza. Escribía para la eternidad don Antonio, como pintaba el famoso Zeuxis.

Son sus escritos pocos. Son sus aciertos muchos. Uno no más le ganara gran nombre. Sus discreciones se han de medir por sus cláusulas: cualquiera arguye eminente ingenio.

No es venerado en sola España Solís. Estímanle muchas otras naciones. Con sus comedias se ennobleció la francesa. Francés se ha vuelto su Amor al uso. Las más extrañas le desean propio. Por él envidian, y con razón, a la nuestra. Es gran honor de una nación tan gran hombre.

La historia del gran Cortés es de tal suerte panegírico, que no deja de ser historia, primor que solamente le pudo alcanzar su pluma. En el pecho magnánimo de Alejandro cupo la noble envidia que tuvo a Aquiles por su Homero. ¿Qué envidia no tuviera al gran Cortés por nuestro don Antonio, cuando Cortés, en sus conquistas, no tuvo que envidiar a las de Alejandro?

Honrole el señor rey don Felipe Cuarto, estimador de los grandes sujetos, con la merced de oficial de la Secretaría de Estado, y de su secretario. Buscole, como se debe hacer, para el cargo porque le conoció hábil y digno. Mejor merece las dignidades el que es buscado que el que las busca. Agradeció y admitió esta gran honra, pero la trasladó a un su allegado, sin disgustar a su majestad ni enojarle. Supo tener y dejar don Antonio, sin ofender teniendo o dejando. La discreción lo sazona todo.

La reina madre, nuestra señora, le repitió la merced antigua y le hizo la de Coronista Mayor de las Indias. Clamaban por don Antonio sus méritos, sin que ni hablase ni pidiese su lengua: tanto subió la voz de su fama.

Viéndose ya de edad muy crecida, mejoró a un tiempo vida y estado. Portose como sabio y discreto. Dejó lo bueno por lo mejor. Desengañado de las vanidades del mundo, se consagró totalmente al cielo, sirviendo a Dios en el sacerdocio. Si no le dio sus años floridos, le dedicó sus años maduros, pues se ordenó de cincuenta y siete.

Dijo en el noviciado de la Compañía de Jesús de esta Corte su primera misa, con grandes muestras de devoción y piedad. No la mostró menor en las otras. Preveníase con diligente atención para todas. Daba después espaciosas gracias. Sus confesiones eran frecuentes. Era rendido a sus confesores. Sus advertencias le eran preceptos. Fuelo, hasta que murió, el doctísimo padre Diego Jacinto de Tébar, de la Compañía de Jesús, a quien amó y veneró juntamente así por padre de su espíritu como por consultor de sus discreciones. Negábase a su propio juicio por sujetarse, humilde, al ajeno.

Fue circunspecto, modesto y grave. Quiso como hijo tierno a la siempre virgen y madre de Dios, su especial abogada, María, y la sirvió como diligentísimo esclavo en la devota Congregación de Nuestra Señora del Destierro, que florece con grande edificación en el muy religioso convento de Santa Ana, de la gran religión de San Bernardo, de esta corte.

Como en la edad, precedía en el ejemplo. Era el primero en todas las edificativas funciones. No había trabajo a que no acudiese ni pío ejercicio a que se negase. Solíase dar a la oración fervorosa y a la lición de libros devotos, hablando a Dios y oyendo sus voces. Vivió, sin ser regular, con regla. No estaba ocioso ni perdía tiempo.

No se acordó de lo que había sido más que para dolerse y arrepentirse. Del todo abandonó las musas profanas. Quiso borrar sus comedias con llanto, aunque tan cuerdas y tan decentes. Hallan los ojos de la virtud qué llorar donde los otros solo ven qué reír.

No se inclinó por ruegos algunos ni aun por preceptos muy soberanos a componer los autos sacramentales, muerto don Pedro Calderón de la Barca, el nuevo Apolo de nuestro siglo, el vencedor de Terencio y Plauto, porque ni con pretexto tan religioso quiso deponer el firme propósito de dar de mano a cuanto pudiese conducir a representaciones del teatro. Por eso no acabó ni aun la primera jornada de la discretísima y artificiosísima comedia Amor es arte de amar, con gran dolor de los entendidos.

Llegó el gran sol, Solís, a su ocaso. Dejó de resplandecer temporalmente en la tierra para lucir, como piadosamente se cree, eternamente en el cielo. Sintiose acometer de los soldados irresistibles de la muerte que son los accidentes mortales, y conoció que se le acababa irremediablemente la vida.

Preparose cristianamente para la eternidad. Armose para la postrera batalla con las fortísimas armas de la dolorosa penitencia, del viático sagrado y de la unción extrema. Acrecentó los actos fervorosos de las virtudes teologales y de otras. Y ya dispuestas sabia y piadosamente sus cosas, entre ternísimos coloquios con Dios y con su madre, con gran quietud exhaló su espíritu. Expirando a la tierra, suspiró por el cielo. Supo morir, porque supo vivir.

Fue el tránsito de don Antonio de Solís y Ribadeneyra viernes 19 de abril del año de 1686. Vivió sesenta y ocho años, ocho meses y un día.

Diose resposo a su yerto cadáver, adonde descansó don Antonio, en la devotísima capilla de la Santa Congregación del Destierro. Procuró permanecer debajo de la poderosa emperatriz del empíreo, muerto, el que anheló por estar siempre debajo de la sombra de su poderoso amparo, vivo.

Pudo apagarse la llama caduca de su vida, pero arderá perpetuamente la luz inextinguible de su memoria. Se aplaudirán sus discretos escritos mientras el mundo tuviere sabios. Hay hombres que no debieran nacer y hombres que no debieran morir. De estos postreros fue nuestro don Antonio de Solís y Ribadeneyra.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera