Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Prólogo al lector del doctor don Diego de Torres; y en él una breve noticia del nacimiento, vida y virtudes de don Gabriel Álvarez de Toledo Pellicer y Tobar”
Autor del texto editado:
Torres Villarroel, Diego de 1693-1770
Título de la obra:
Obras póstumas poéticas, con la Burrumaquia. De don Gabriel Álvarez de Toledo Pellicer y Tovar, caballero del orden de Alcántara, secretario de S. Majestad y su bibliotecario mayor. Sácalas a luz el doctor don Diego de Torres Villarroel, el que escribe al principio un resumen de la vida y virtudes de este autor...
Autor de la obra:
Álvarez de Toledo, Gabriel 1659-1714 Obras póstumas poéticas, con la Burrumaquia. De don Gabriel Álvarez de Toledo Pellicer y Tovar, caballero del orden de Alcántara, secretario de S. Majestad y su bibliotecario mayor. Sácalas a luz el doctor don Diego de Torres Villarroel, el que escribe al principio un resumen de la vida y virtudes de este autor... Álvarez de Toledo, Gabriel 1659-1714
Edición:
Madrid: en la imprenta del convento de la Merced, 1744









Prólogo al lector del doctor don Diego de Torres; y en él una breve noticia del nacimiento, vida y virtudes de don Gabriel Álvarez de Toledo Pellicer y Tobar.


Entre las muchas y admirables memorias que de su prodigioso ingenio, discreción y sabiduría dejó en el mundo don Gabriel Álvarez de Toledo, no son las menos apreciables las que contiene este libro, porque la natural dulzura, la preciosa elegancia y el donaire oportuno de sus gallardos y graciosos versos merecen todas las expresiones de la admiración, el aplauso y la alabanza. Obras más excelentes (tanto por la gravedad y nobleza de sus argumentos como por lo delicado y exquisito de su erudición y su cultura) venera la discretísima posteridad de los sabios de este singular hombre, pero en ningunos se percibe con tanto esplendor el carácter de sus ingeniosas afecciones como en estos desperdicios de su fecundidad. En las tareas que tienen superiores objetos se trasluce con obscuridad el natural temperamento del autor, porque las trabaja la astucia discreta y codiciosa, las reconoce el desvelo solícito y las castiga muchas veces el estudio empeñado, y estas atenciones y artificios moderan y desfiguran las humildades, las arrogancias y otras condiciones y modos de los ingenios. Pero en las coplas, fabricadas especialmente por aquellos poetas que buscan, por ocio o por curiosidad, la correspondencia con las musas, se descubren abiertamente las más escondidas imaginaciones de su espíritu. Los que servilmente comercian con la poesía se entregan también cautelosos a sus chistes, gracejos y severidades; recogen muchas menudencias y extravagancias de las que solo pueden servir a sus desdichados y pobres intereses, y, consumiendo sus humores en los trabajos puramente ingeniosos, rara vez usan de su ingenio. Estos, cuando suben al Parnaso, no van a buscar el deleite ni la enseñanza, sino la vida; no van a divertirse, sino a matarse. Pero los que por su gusto o por algún llamamiento especial del numen pisan sus espacios se desnudan de las opresiones, respectos y artificios, y dan entera libertad a todas las altanerías y esparcimientos de sus naturales propensiones.

Don Gabriel Álvarez, cuando fue mozo, cortejó con inclinación amorosa y desinteresada a las musas, tuvo con todas una libre y dilatada correspondencia, mereció sus gracias y sus influjos; pero, después que lo retiró de su peligrosa amistad un felicísimo desengaño, no las volvió a hablar, sino en tal cual ocasión que lo arrastraba la familiaridad política, la obediencia cortés o el desahogo de las gravísimas tareas que le tenían rodeado el espíritu. A los treinta años de su edad se aprovechó tan de veras de los tremendos avisos de unas misiones que oyó en Sevilla que, desde aquel punto, empezó a tratar de su muerte y su salvación con increíble perseverancia, pero con una melancolía tan provechosa y un rencor tan irreconciliable a las ideas y partidos del mundo que no solo deliberó huir sus inconstancias, peligros y escándalos, sino desesperar también de sus lícitos entretenimientos y de sus indiferencias culpables.

Conoció el gran estorbo que ponen las blanduras y variedades de este estudio en el ánimo y en las costumbres de los que quieren vivir con las máximas de la devoción y del retiro y quemó cuantos papeles había trabajado hasta esta edad, y solo se escondieron de su devota furia los pocos que contiene este tomo, porque siempre ignoró el paradero de sus originales y la extensión que habían cogido sus copias y traslados. En la librería del excelentísimo señor duque de Montellano y en la del excelentísimo señor duque de Sotomayor tomaron puerto de seguridad los más de estos papeles, y, habiendo yo logrado la honra y el contento de juntarlos, los he querido dar al público para que los vea, se admire y se aproveche. El juicio, los talentos, la universalidad en todas ciencias e ideomas [sic], y otras particularidades dichosas del ingenio y estudio de este venerable autor se perciben con más ventajas en el libro de su historia antidiluviana y en otras obras que guarda la envidiable codicia de sus apasionados; y, aunque en unas y en otras es admirable y portentoso, nada es tan digno de la admiración como la prodigiosa paz de su vida, la inalterable conducta de sus heroicas virtudes y el seguro gobierno con que supo dirigir su conciencia, su ciencia y sus acciones. Brevemente reduciré a las angustias de este pliego lo que ha podido descubrir mi veneración y mi cuidado, y suplico al lector que vea al reverendísimo Navarro, del orden de san Benito, en su tratado De Angelis, al reverendísimo Pérez, oráculo de mi universidad, y al reverendísimo Ayala, todos doctores y maestros jubilados en Salamanca, y que oiga a los que hoy viven de Alcalá, Valladolid y otras universidades extranjeras, y encontrará en sus escritos y en sus bocas, muy mejoradas y más extendidas, las admiraciones y los elogios de la ciencia, virtud y capacidad de este singularísimo varón.

Antes de nacer tenía ya mucho bueno don Gabriel Álvarez, porque sus padres, abuelos y bisabuelos fueron felizmente distinguidos en todas las líneas, máximas y acciones de nobleza, piedad, valor y religión cristiana. Fue su padre don Francisco Álvarez de Toledo, caballero del orden de Calatrava, del Consejo de Su Majestad en el Real de Hacienda, natural de la ciudad de Braganza, en el reino de Portugal, y vecino de la de Sevilla, sujeto que añadió a su heredada nobleza las virtudes de ser excelentemente amante de la justicia, del silencio, el retiro y el estudio. Su madre se llamó doña Luisa María Pellicer de Tovar, natural de Madrid, señora de ilustrísimo nacimiento, de prodigioso candor de vida, sumamente honesta, virtuosa y de condición apacible. Los abuelos paternos fueron don Francisco Álvarez, doña Blanca Méndez de Masedo, naturales de la dicha ciudad de Braganza, sujetos de ilustre linaje y de conocida virtud en aquella ciudad y en todo el reino. Su abuelo materno fue don José Pellicer de Tovar, caballero del orden de Santiago, del Consejo de Su Majestad y su coronista mayor de Aragón, natural de la ciudad de Zaragoza, cuya feliz memoria durará por muchos siglos, porque su mucha discreción, su natural gracia, su sabiduría generalmente dilatada y su política famosa lo hicieron tan dichoso entre las gentes de su tiempo que, después de haberle dado muchos inciensos en la vida, le labraron la inmortalidad a su nombre. Su abuela materna fue doña Sebastiana Ocáriz, natural de Madrid, señora exquisitamente adornada de todas las especies de bondad y bizarría que se veneran en el mundo. Estos fueron los principios de su clarísima generación, y estas generosas familias le dieron la naturaleza y la crianza; conque de unos elementos tan radicados en la virtud y la religión solo se podía esperar la dichosa fortaleza y santos fines con que concluyó la carrera de su ejemplar y envidiable vida.

Nació don Gabriel en Sevilla y pasó los años de niño sano, dócil, festivo, sin otros achaques ni otras quejas que aquellas que son comunes e indispensables a la debilidad y organización de nuestra infancia. Criose apacible, gracioso y descubriendo en lo involuntario de los movimientos de aquella edad muchas señales y esperanzas de sus amables prendas y agradables inclinaciones. Entró a la escuela con temor pero sin repugnancia, y en breve tiempo se familiarizó con el ceñudo semblante y el enfadoso gesto que se les antoja a todos los muchachos que tienen los utilísimos caracteres de la cartilla. Aprendió los demás rudimentos de las primeras letras sazonadamente y, con loable aplicación, todos los preceptos de la doctrina cristiana, de modo que en la brevedad, el aprovechamiento y el gusto con que finalizó las importunas tareas de la puerilidad manifestó la penetración, agudeza y futuras prontitudes de su ingenio. Determinaron sus padres dirigirlo a los estudios de la gramática latina, y, cuando vivían con las mejores esperanzas de ver continuados los adelantamientos de su agudeza y aplicación, les faltó la vida, y a don Gabriel el consuelo, la crianza y todos los medios para proseguir la educación de un hombre de bien. Solo, desamparado y puesto todo en los arbitrios de su voluntad y su niñez, lo cogió una pereza medrosa, una flojedad desconsolada y una desconfianza discreta que le propuso imposible aprender sin maestro las reglas de la latinidad, sin las cuales parece locura querer introducirse a los países de las ciencias superiores. En esta inacción fue perdiendo muchos días sin atreverse a acometer por sí solo tan ardua empresa, dando lugar a que lo rondasen y acometiesen los vicios y los antojos de la juventud, que, cuando menos lo esperaba, la halló sobre sí. Deseoso de desprenderse de la halagüeña tiranía de la ociosidad y acosado de los gritos con que su inclinación lo llamaba continuamente a la tarea de los libros, dedicó muchos ratos a la lección de los historiadores de nuestro ideoma [sic], al estudio de las fábulas, a la hermosura deshonesta de los poetas y a la imitación de nuestros elegantes romacistas y poetas, de modo que en este linaje de entretenimiento o estudio era el más instruido de todos los aplicados de su tiempo.

Empezaron a ser bien vistos sus versos, a dibujarse con buena opinión sus cortesanos papeles, y las damas de Sevilla a dar en el chiste de celebrar sus donaires, su ingenio y sus modestas cortesanías y expresiones. Era ya don Gabriel, a esta sazón, un mozo bien complexionado, con muchos azufres en la sangre, muy instruido en la civilidad y la política, atento, dócil, reverente, pero de corazón sencillo y poco malicioso en las cautelas, mentiras y extravagancias del mundo. Saboreábase, con inocencia inadvertida, con las alabanzas y satisfacciones, y tropezó en la vanidad de parecerle bien su ingreimiento [sic]. Presentábase con libertad civil y poco segura en los estrados, los concursos y las juntas, donde solo se trataba de la diversión, el gracejo y las urbanidades esparcidas. Platónicamente enamorado, todo reverencias, sales, chistes y discreciones, pasó algunos años oyendo sus aplausos y regodeándose con las alabanzas que continuamente hacían sus contemporáneos a su gracia, honestidad y discurso. Tuvo la fortuna y el cuidado de no caer desde estas ociosidades y vanaglorias en la trampa de los vicios. Vivió expuesto, pero no delincuente; porque su buena inclinación y su modestia lo contuvieron y afirmaron en la moderación cristiana, en medio de los arrojos frecuentes a que exponía su docilidad. Su modo de vivir no fue absolutamente escandaloso; fue libre, alegre y cortesano. Es cierto que fue muy culpable esta casta de detención y empleo en este insigne hombre, y, aunque nunca se le reparó gravedad sensible contra precepto alguno de la religión, la naturaleza y la política, era delito que siendo hombre para tanto se quisiese quedar y mantener en tan poco. Pudo adelantar en el tiempo que perdía las virtudes que ganó después que se revolvió a las estrechas consideraciones que le hicieron dichosos y felizmente aprovechados los últimos años de su vida, y estas tardanzas son malhechores capitulados, porque siempre nos insta el adelantamiento en la virtud y en la bondad.

Avisado de las fuertes expresiones de un devoto misionero, se convirtió a Dios tan de veras que no volvió a mirar ni a detenerse con objeto alguno de los que anteriormente le eran agradables. La vista no la levantó de la tierra en veinte y cinco años que vivió después de su dichosa mudanza, ni persona alguna de las infinitas que lo trataron pudo jamás decir cuál era el color de sus ojos. Escogió para maestro y director de su espíritu a un venerable carmelita descalzo, hombre penitente, sabio y de ejemplar retiro. La utilísima conversación que tenía con este varón devoto fue todo el deleite, toda la correspondencia y todas las amistades que separó del mundo para sí. La calle solo la paseaba cuando era tránsito para comunicar a su confesor. Al campo salió rara vez. Su esparcimiento, su ejercicio y sus diversiones las reducía a su cuarto y a sus libros. En leer y en orar empleaba las más horas del día y de la noche. La lección más frecuente y más porfiada la hacía en los libros devotos. Estudió sin maestro, sin consultor y sin más conferencias que las que a sus solas se tenía, la gramática latina, la hebrea, la caldea, la arábiga y la griega, con singular admiración y espanto de los hombres sabios de aquel tiempo; y hoy viven muchos que no acaban de ponderar lo portentoso y extraño de su comprensión y su fatiga. Las demás lenguas generales de Europa, francesa, alemana, italiana y otras, las salió hablando y explicando desde su aposento. Dedicose a los sistemas antiguos y recientes de la filosofía, y de todos daba, y dejó en sus obras exquisitas demonstraciones de la gran inteligencia que tuvo en sus particularidades. En la historia eclesiástica fue sabio consumado, y en la profana, enteramente docto. De las cuatro teologías no ignoró alguna, pero en la escolástica y expositiva fue singularmente aventajado. Los teólogos de las universidades se pasmaban y avergonzaban de ver y tratar un hombre puro del siglo, rodeado de negocios de gravísima entidad, tan metafísicamente instruido en una ciencia que aprenden pocos, y con suma fatiga y dificultad de los que cursan largo tiempo sus claustros. Finalmente, no ignoró nada de cuanto se supo en el mundo hasta su tiempo, y no se vio en España ni tuvo noticia que estuviese fuera de ella otro hombre tan sabio, devoto y erudito. Su ciencia pareció infusa, o nunca vista ni esperada en la providencia natural de las cosas.

Desde los principios de su venturosa conversión hasta el último día de su envidiable muerte, vivió don Gabriel a las órdenes y a la protección del excelentísimo señor duque de Montellano, habiéndolo recogido en su casa este excelentísimo, grande en todas clases. La memoria, la veneración, los cariños, los sentimientos y aun las lágrimas por don Gabriel aún duran en todos los discretos individuos de aquella gran familia, de modo que al excelentísimo señor duque de Montellano, al excelentísimo señor conde de Saldueña y a todos los señores Solises, sus tíos y hermanos, no se les escucha su nombre sin prevenir antes las honras, las alabanzas y los desconsuelos de su ausencia. Los criados viejos de la casa procuran que se ofrezca muchas veces hablar de sus virtudes para referir, como admirados testigos de vista, lo especial de todas las que le acompañaron hasta su muerte. Estos recuerdos merece y está logrando la memoria de este hombre, los que sin duda la harán cada día más feliz y más perdurable. Siguió y sirvió don Gabriel al excelentísimo señor duque de Montellano en todas las jornadas y empleos con que honró y distinguó el rey a su gran persona. Tuvo mucha parte su dictamen en las máximas y resoluciones de la monarquía en los primeros años del reinado de su majestad el señor don Felipe V, que Dios guarde. Fue secretario de la Presidencia de Castilla todo el tiempo que fue su excelentísimo señor presidente de aquel consejo, en la que trabajó con piadosa e incansable fatiga los arduos negocios de aquel tiempo. Fue secretario del rey y su bibliotecario mayor, y en estos empleos y en otros encargos que fiaban el rey y el duque a sus discretas y bienintencionadas resoluciones, manifestó el celo y el amor a Dios, al rey y a la patria, y el desinterés con que vivía a los honores y riquezas del mundo. Su paciencia conoció inalterable; su piedad y misericordia con los desvalidos y menesterosos parecía increíble; su pobreza, tan desnuda que tocaba en desdicha, porque, gozando de grandes sueldos, vivió y murió como un pobre de solemnidad. Cuanto le señalaban y ofrecían lo daba de limosna, y, sobre todas estas virtudes, fue tan humilde que jamás abrió los labios para hablar de sí que no fuese para romper en palabras de desprecio. Cuentan hoy los que le conocieron singulares máximas e industrias con que solicitaba su abatimiento y el olvido de su persona. Finalmente, tengo por imposible particularizar sus virtudes; solo diré que fue un capuchino entre las profanidades del siglo, un cartujo entre las bachillerías de la corte, un anacoreta entre las confusiones y estorbos del mundo, y un ejemplar de cómo deben ser todos los virtuosos y sabios, por lo que debemos presumir que descansa en paz.


Así sea. Vale.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera