Apuntes biográficos de la señorita doña Carolina Corona
Cante la que mostrar la erguida frente
pueda serenamente
sin mancilla a la luz clara del cielo;
cante la que a este mundo
de maldades fecundo
venga con su bondad a dar consuelo. C. Coronado
Hay en la vida de los pueblos épocas propicias para la poesía. A medida que las naciones adelantan en edad, la poesía se recoge en la imaginación de algunos genios, que como cisnes extraños y de paso atraviesan cantando sobre una multitud que en su mayor parte no los comprende. Estos siglos prosaicos no son, como pudiera creerse, los más funestos al arte; ellos, al contrario, engrandecen al poeta poniéndole a prueba y obligándole a proteger las cuerdas de su lira contra el choque de los intereses materiales. Cuanta más prosa haya colectivamente en los espíritus, más poesía puede haber en algunas cabezas. Porque la prosa domine hasta el punto de invadir el lugar de la poesía, porque los versos no estén en boga, porque la armonía haya hecho alianza con los discursos, no debe darse por sentado que sean imposibles los poetas.
La
poesía
es un ministerio, un sacerdocio, un destino social y casi divino que no puede dejar de ejercerse con más o menos fortuna y fervor, con más o menos fe y entusiasmo. Cantar las maravillas de la creación, expresar las afecciones nobles y generosas, los sentimientos virtuosos, los hechos heroicos, solemnizar las altas revelaciones del culto, hacer resonar en las edades esa voz solemne de Dios, de la cual son depositarios los labios del poeta, ser el eco de todas las doctrinas de vida y revelación del porvenir: tal es la alta misión del vate.
En nuestra época, prosaica por excelencia, a más de lucharse con todas las contrariedades que son consiguientes a la dominación del sentimiento materialista en la sociedad, es condición precisa constituirse en poeta y prosista
infatigable,
cultivar todos los géneros de literatura,
producir
volúmenes sobre volúmenes, no dejar, por decirlo así, respirar al público, para distinguirse de tantos como a sí propios se llaman poetas en la época más antipoética posible, porque la
celebridad
es actualmente las más veces la recompensa del autor más fecundo, no del más excelente. Así es que no podrá citarse un siglo que haya producido tantas obras literarias como ha visto aparecer el nuestro, y apenas alguno que otro genio del pasado podría vanagloriarse de haber escrito tanto como el último de los rimadores modernos.
Pero en medio de la indiferencia de la sociedad por la poesía, del aluvión de volúmenes que arroja la prensa, de que la prosa ahoga los sonidos poéticos, aún hay almas privilegiadas en las cuales hallan eco los acentos del poeta, atravesando por la
vocinglería
de los versificadores del día; aún hay personas que acogen con interés los destellos del
genio,
aunque aparezcan sin la garantía de un nombre y con la
inexperiencia
de la
juventud.
Todavía el verdadero talento puede dar a luz un libro de
poesía
con otra esperanza que la de verle sumergirse en el insondable mar de publicaciones sin importancia.
Y es que hay un género de poesía que vive inmutable en medio de las vicisitudes políticas, porque existe entre el
alma
y Dios, porque no es el sonsonete de la rima ni la disposición métrica de las palabras, ni la descripción pueril de un objeto, sino armonías del corazón con la naturaleza, inspiraciones poéticas y filosóficas, revelaciones íntimas, fantasías profundas, desahogos del corazón, melodías perpetuas del pensamiento con el alma; acordes, en fin, del cielo con la tierra.
A este
género
pertenecen los cantos que el publico conoce de una de las poquísimas
poetisas
que por su genio y su
inspiración
han llegado a hacerse un lugar tan
distinguido
como justo en la literatura española
contemporánea.
La popularidad de que goza en la Península y en América el nombre de la
señorita
Coronado nos ha movido a trazar una ligera noticia biográfica, que no podrá menos de ser leída con interés por cuantos hayan tenido ocasión de admirar las
excelentes
producciones de la señorita Coronado.
Nueve leguas al oeste de la capital de Extremadura, que tiene su asiento en las márgenes del Guadiana, en una de las villas más agradables del país por su alegre y despejado cielo y a cien pasos de distancia de la casa de Almendralejo en que vio la luz primera el malogrado Espronceda, nació en 1823 la
señorita
doña
Carolina Coronado de D.
Nicolás
Coronado y doña
María
Antonia Hornero. Allí se deslizaron dulcemente los
primeros
años de la graciosa niña, destinada a ser más tarde
orgullo
de su patria.
Las vicisitudes políticas vinieron a turbar el reposo que gozaba la familia Coronado; y cuando nuestra poetisa contaba
cuatro
años hubo de trasladarse aquella a Badajoz porque su
abuelo,
después de haber ejercido cargos distinguidos, murió como otros muchos servidores del Estado, víctima del encono de los partidos, y su padre fue perseguido y encerrado en un calabozo por sus antecedentes políticos.
Lo que sufría cada día para abrazarse con su madre, las crueles tribulaciones de entonces, el haber morado más en el
campo
que en las poblaciones y la vida retirada que ha hecho siempre han debido contribuir de consuno a formar el
carácter
melancólico pero dulce, sencillo y afable de la señorita Coronado. A los
nueve
años ya se ocupaba en aprender dócilmente las labores propias de su
sexo
al lado de su madre, recibía una
educación
la más brillante que el país permitía y se distinguía de todas sus compañeras de la misma edad por su perfección en el bordado, el dibujo y la música, mientras que por las noches satisfacía a hurtadillas su vehemente afición por la lectura, especialmente por la de nuestros poetas, hacia las cuales sentía una
inclinación
irresistible. El estudio de estos modelos despertaba en su imaginación el deseo de traducir al lenguaje poético lo que sentía en su alma y la familiarizó con 1a versificación, para la cual reunía las más brillantes
cualidades;
de este modo, sola,
aislada
en un pueblo sin recursos artísticos ni literarios, completó en poco tiempo su
educación,
dedicándose principalmente a la lectura de la poesía, la historia, la geografía y la literatura.
Lo
primero
que escribió cuando aún no tenía
diez
años fue una lamentación con motivo de la muerte de una alondra, que enterró al pie de una encina: el papel en que trazó con lápiz aquellas frases sirvió de mortaja al pájaro.
Catorce
años contaba cuando creó los
primeros
versos
en una carta que dirigía a una
amiga
suya y que terminaba de este modo:
Yo me siento violenta y comprimida
como el niño que hablar quiere y no sabe;
una cosa en mi alma está escondida…
vivo abrumada por su peso grave...
Un
concierto
suave
escucho en mis sentidos,
cual si dentro de mí hubiera sonidos.
Estos versos pintan perfectamente el tesoro de poesía e
inspiración
que animaba a la
señorita
Coronado desde
tierna
edad. No se resolvió, sin embargo, a dar
pública
expansión a sus pensamientos hasta un año después, en que apareció su nombre al pie de la bellísima composición titulada “La Palma” —digna por cierto de Herrera—, que le valió un
elogio
del señor. Donoso Cortés en el periódico de Madrid que se titulaba
El Piloto
y la siguiente poesía de su paisano Espronceda, el cual solía decir que la composición “A La palma” era “la
música
de la inocencia”:
A Carolina Coronado después de leída su composición “A la palma”
Dicen que tienes
trece
primaveras
y eres portento de hermosura ya,
y que en tus grandes ojos reverberas
la lumbre de los astros inmortal.
-------
Juro a tus plantas que insensato he sido
de placer en placer corriendo en pos,
cuando en el mismo valle hemos nacido,
niña gentil, para adorarnos, dos.
-------
Torrentes brota de armonía el alma;
huyamos a los bosques a cantar;
denos la sombra tu inocente palma,
y reposo tu virgen soledad.
-------
Mas ¡ay, perdona!, virginal capullo,
cierra tu cáliz a mi loco amor,
que nacimos de un aura al mismo arrullo
para ser yo el insecto; tú, la flor.
Ardía la guerra civil con todos sus horrores por el año de 1836, y la
señorita
Coronado emprendió con entusiasmo el bordado de una bandera que debía servir a un batallón nuevamente creado para defender el trono de Isabel II. La Diputación Provincial de Badajoz la pasó con este motivo un oficio, que entre otras frases que hacían justicia a las virtudes de la señorita Coronado y al esmero, delicadeza y gusto de su penoso trabajo, contenía las siguientes líneas: «No le es dado a la Diputación recompensarle, porque sabe que el mayor premio para usted será el que los valientes a quienes sirve de guía recuerden al regresar a sus hogares cubiertos de laureles la mano delicada que bordó el emblema por cuya defensa derramaron su sangre». A este oficio acompañaba una sortija de brillantes, que llevaba en el reverso el nombre de la corporación.
Es ciertamente bien difícil de comprender cómo de esta manera misteriosa y
clandestina,
por decirlo así, pudo formarse una colección de
poesías
como la que, precedida de una introducción por el señor Hartzenbusch,
apareció
en Madrid en 1843; pero este hecho se explica sabiendo que para la señorita Coronado no ofrece dificultades la versificación de memoria; hállalas sí estraordinarias para escribir en prosa, por la tenacidad con que se la agrupan los consonantes, y lo que la desconcierta es el
trabajo
que tiene que emplear para descartarse de ellas.
La señorita Coronado, cuyo nombre había figurado ya en 1843 en todos los periódicos literarios de alguna valía de
Madrid
y de las
provincias,
al pie de excelentes composiciones que eran reproducidas con
elogio
en los de la Isla de Cuba y Estados Unidos, fue sucesivamente admitida en el
Instituto
Español —cuando esta
corporación
tenía algo de literaria—, y en casi todos los
Liceos
de España, incluso los de Madrid y la Habana.
Pero, como dice Mr. Gustave Deville en el artículo relativo a las
poetisas
publicado en la
Revista de Madrid,
“cuando su animoso empeño iba a recibir la debida
recompensa,
en el momento en que debía empezar la vida real para ella, y en que los obstáculos con que había tenido que luchar su noble vocación quedaban vencidos por los esfuerzos de su voluntad perseverante, se repitió por la prensa la noticia de su muerte”. Esto era al comenzar el año 1844, y los periódicos vistieron luto por una pérdida tan sensible para las
letras:
tales demostraciones de simpatía, y los versos que se imprimieron a su memoria, fueron a sorprenderla en su casa de campo, donde vivía una gran parte del año. Mas, afortunadamente, como añade el citado Deville, la voz de la
joven
poetisa se hizo oír desde el fondo de la tumba para probar a su país que lo que bajaba a ella eran los despojos de su laborioso
aprendizaje,
pero que sobrevivía su
alma,
rica de fuerza, de gracia y de inmortalidad. El sentimiento manifestado por su supuesta pérdida la hizo concebir la idea de escribir un libro
titulado
Dos muertes en media vida,
que debe ser su obra póstuma.
Las continuas vigilias literarias, los
estudios
incesantes, una laboriosidad en fin estraordinaria, debían arruinar su salud, y en 1847 se vio atacada de una enfermedad grave; teniendo entonces que trasladarse a Andalucía, visitó Cádiz, en cuya ciudad permaneció algún tiempo, despidiéndose con una bellísima inspiración “Al mar”, que
reprodujeron
todos los periódicos de la Península y de América.
A una enfermedad nerviosa. que la dejó baldada y la obligó a buscar su curación en unas aguas próximas a Madrid, debió también la
corte
el tener en su
seno
a la distinguida poetisa que nos ocupa: el Liceo Artístico y Literario la dedicó una sesión, donde fue
premiada
con una corona de
laurel
y oro en cuyas cintas se leían su nombre y el del Liceo; y en el mismo leyó su lindísima composición “Se va mi sombra, pero yo me quedo”. En la sesión regia que este celebró después para obsequiar a sus majestades se representó
El cuadro de la Esperanza,
una de sus obras
dramáticas,
en cuyo género ha escrito además un drama histórico titulado
Alfonso IV de León
y dos
inéditos
aún, cuyos títulos son
Petrarca
y
El Divino Figueroa.
Su vida en
provincia
es tan sencilla como sus versos: pásala rodeada de flores y pájaros, y distribuye habitualmente las horas entre las labores de su
sexo,
el cuidado y educación de sus hermanos y los
trabajos
literarios. Sufre con frecuencia fiebres más o menos fuertes; pero aun en medio de sus padecimientos trabaja mentalmente, porque el mal, que se la fija en el corazón, la deja siempre libre y despejada la cabeza.
¿Hay quien desee visitar el gabinete de la cantora del Gévora, quien quiera echar una mirada por los objetos más notables que la rodean? He aquí, pues, la lista de ellos para satisfacción de su curiosidad: un cuadro del divino Morales que representa en actitud de escribir a Santa Teresa de Jesús, con cuyo hermoso rostro tiene marcada semejanza el de nuestra escritora, por una coincidencia tan rara corno notable; dos coronas por bajo, dos tórtolas en un ángulo que la arrullan mientras escribe, algunas flores sobre su mesa que se renuevan todos los días y exhalan continuamente su perfume.
¿Necesitamos engolfarnos ahora en el examen de unas
poesías
tan
conocidas
y tan justamente apreciadas por su
originalidad,
por su
espontaneidad
y por su belleza como las de la señorita Coronado? No, ciertamente, porque sus escritos están juzgados, y nosotros no podríamos añadir nada al fallo del público y de los hombres entendidos. Hemos dicho al principio de estos renglones que pertenecen a un
género
que no perece nunca, porque tienen su origen en los
sentimientos
generosos del corazón, en la admiración de las riquezas de la naturaleza; porque son impresiones del poeta causadas por “la soledad”, por un acceso de “melancolía”, por la contemplación de “las nubes”, por “la palma”, que alza gallarda su elevada frente, por el dolor de “una despedida”, por las brisas del “otoño”, por “la luna”, que la trae a la memoria el recuerdo de pasadas dichas, por el brillo de una “estrella” que luce en el firmamento, por “una gota de rocío” que riega la flor en la aurora, por “un pájaro perdido”, por la vuelta de las “golondrinas”, esas encantadoras mensajeras de la primavera, por recuerdos del techo paterno, de los lugares en que hemos dejado alguna cosa de nuestra infancia, por memoria de los primeros latidos del corazón, por el canto del ruiseñor, por la mariposa de cuerpo dorado y alas de gasa, que muere en la corola de la rosa recién abierta. Si alguna vez alza el tono de sus acentos y canta “La fe
cristiana”
o se lamenta de la suerte de
“Mérida”,
la que “opulenta fue grande y señora”, o se indigna hablando del
desenfreno
de “El marido verdugo”, o hace resonar su lira con el brío y la energía de Espronceda, al elevar su voz a la reina en una oda de la cual no
conoce
el público más que algunas estrofas, pronto recobran sus versos el
carácter
de dulce melancolía, de candor y de ternura que les presta su principal encanto, su gracia, su donaire y que conmueven, interesan y
deleitan
de tal modo que apenas puede el crítico reparar en tal cual
incorreción
o desaliño,
imposible
de evitar en composiciones hechas la mayor parte de memoria.
Después de
publicado
el tomo de
poesías
de que dejamos hecha mención, ha dado a luz de diez a doce mil versos en varios
periódicos
de Madrid, de las provincias, del extranjero y de América. Esta colección de composiciones, cada una más fácil, más
espontánea,
más bella y más sentida que la anterior, ha ido marcando los
adelantos
de la
escritora
sin que la corrección de la forma haya despojado a los versos de una de las cualidades que la distinguen desde luego, y que es tanto más apreciable cuanto que es bien rara en estos tiempos; de su carácter propio y especial, de la
dulzura,
la gracia y la modestia que le son peculiares; cuando recuerda la pérdida de una persona amada que halló en el mar su sepultura, lo hace con una reserva delicada que interesa y
encanta;
cuando la exalta la melancolía y no ve más que lo presente, sin esperanza y sin porvenir, busca consuelo en el recuerdo de dichas y de alegrías desvanecidas; cuando llegan a su oído las “tormentas” de crisis solemnes, se esfuerza en derramar la paz y la calma, poniendo a la vista de todos el triste cuadro de escenas de muerte y destrucción que amenazan a la humanidad, y, en fin, cuando sigue cultivando el género descriptivo en que tanto se distingue, no pierde el privilegio de animar la naturaleza y de darla a su voluntad una existencia ignorada.
Los escritores han pagado el debido tributo al mérito
superior
de la señorita Coronado, que posee cerca de mil composiciones escritas en su
obsequio,
entre las que se cuentan algunas italianas y francesas. A una de las españolas, debida al señor. Rubí, acompañaba la
corona
que esta recibió al estrenarse
La rueda de la fortuna.
De algunos años a esta
parte
se ha consagrado a la
novela,
con no menos fortuna que a la
poesía.
Empezó escribiendo dos, cuyos títulos son
Paquita
y
La luz del Tajo;
a estos ensayos siguió otro titulado
Jarilla,
y en la actualidad concluye un trabajo del mismo género, pero de más pretensiones; titúlase
La esclausurada
y es una composición sumamente
original,
en la que se hallan dibujados caracteres interesantísimos, tipos caprichosos algunos, pero pintados todos de mano maestra, escenas llenas de candor y de inocencia que cautivan al alma y entusiasman al lector. El estilo es
satírico,
festivo, aunque a veces la autora (que tal vez ha tenido el mayor trabajo en ocultar una historia con el velo de la fábula) deja conocer el sentimiento con que escribe; el cuadro tiene pocas sombras negras, pero sí medias tintas que le dan una entonación admirable. Si algún lector llorón se va enterneciendo, le distrae de pronto con alguna jocosidad, y para el que se entrega a la alegría tiene alfileres en cada palabra, que le clava sin piedad. En suma,
La esclausurada
—nos atrevemos a asegurarlo— es uno de esos libros destinados a producir una sensación profunda y a hacer época en la vida literaria de la autora.
También ha
publicado
en el
Semanario
la primera parte de una linda
novela
que lleva el título de la protagonista,
La Sigea,
y un ingeniosísimo e interesante
paralelo
entre Safo y santa Teresa de Jesús, que no es hijo de un pensamiento aislado, de un mero capricho del momento, sino que tiene por el contrario su origen en las observaciones filosóficas y fisiológicas que la señorita Coronado ha hecho en sus
estudios
sobre la historia de la literatura. La observación ha sugerido a la poetisa la idea de que hay genios gemelos que nacen de dos en dos. No basta que se interpongan entre ellos los siglos, ni que los separe la educación, ni la diversidad de pueblos, climas, costumbres y religiones. Safo y santa Teresa de Jesús, Schiller y Hartzenbusch, Byron y Quevedo (estos dos últimos hasta en aquella pierna torcida, que, según decía el primero, “nunca le perdonaban las mujeres” y que le hizo exclamar al segundo “como tu alma tengo la otra pata”) ofrecen para la autora innumerables puntos de semejanza, que ella pone de relieve con el
ingenioso
artificio, con la profunda
filosofía,
con la gracia, con el talento de que ha dado una brillante prueba.
Recopiladas desaliñadamente las principales fases de una de las existencias literarias más laboriosas y más brillantes de nuestra
época,
réstanos añadir un rasgo más al ligero boceto que hemos ensayado para hacer el retrato do la señorita Coronado: a la alta
reputación
que sin pretenderlo, y hasta sin esperarlo, ha adquirido como poetisa y como
escritora,
ha sabido añadir otra fama más modesta, pero no por eso menos digna de referirse: la de caritativa, la de bienhechora. Su nombre no es desconocido para ningún infeliz, para nadie que padece cerca de ella; su celo por la educación es tan grande, que se la ve con frecuencia en las escuelas de primera enseñanza, animando y premiando a los alumnos: su cooperación ha contribuido en gran parte al estado brillante en que se encuentra la escuela de párvulos de Badajoz, sostenida por una sociedad para mejorar la educación del pueblo, a la cual ha prestado servicios de la mayor importancia.
En resumen, y para decirlo de una vez, en sus
versos
se reflejan los sentimientos, las afecciones, la posición de la autora; sus ideas, sus rasgos de patriotismo, los excelentes
artículos
que ha escrito demostrando la necesidad de una unión entre los dos reinos que forman nuestra Península retratan a la española entusiasta que ambiciona a toda costa la prosperidad de su país; los arranques caritativos y generosos de su corazón ponen en evidencia la pureza de su alma, la excelencia de sus sentimientos. Dos títulos ha llegado a adquirir que la caracterizan perfectamente: los escritores la damos el nombre de
hermana;
los desgraciados la llaman su ángel.
Corno complemento de estas noticias estampadas en el tomo XV del
Semanario Pintoresco Español,
réstanos añadir que, de vuelta de un viaje que la señorita Coronado acaba de hacer por Francia, Inglaterra, Bélgica y Alemania, ha empezado a
publicar
con el título de
Un paseo desde el Tajo al Rhin descansando en el palacio de cristal
una colección de
cartas
que contienen las impresiones recibidas al atravesar aquellos envidiables países donde el refinamiento de la civilización no ha sido bastante a desterrar la poesía, esa hija del cielo que, como un ángel bienhechor, desciende sobre los hombres para hacerles llevaderos sus dolores.
La señorita Coronado que, al dar sus primeros pasos por Francia cuenta una tradición y halla la oportunidad para detenerse a contemplar un paisaje triste pero sublime, al oscurecer de una noche sombría, ante una cruz misteriosa colocada en una abertura a cuya extremidad se chocan con furor las olas del océano, parece más dispuesta a consagrar su atención a estas armonías de la naturaleza que a los adelantos de las artes y de la industria, y de ello debemos felicitarnos, teniendo en cuenta que ha de ocuparse en su viaje de los pintorescos valles de Inglaterra, el país que, después de Alemania, cuenta mayor tesoro de antiguas tradiciones poéticas, conservadas fielmente a través de los siglos; de la Bélgica, con sus cantos nacionales y místicos de la edad media y sus antiguas poesías populares, y de las orillas encantadas del Rhin, llenas de ficciones populares, de castillos mágicos, de seres fantásticos, de cantos tradicionales que resuenan aún en aquellas montañas, entre las cuales se espera encontrar a los héroes de tantas leyendas, evocados por el continuo recuerdo de los habitantes.
Lo que ha
aparecido
de la
última
producción de la
eminente
poetisa
hace esperar que quien ha sabido encontrar en su
lira
sonidos
dulces
y tiernos para cantar las maravillas de la naturaleza, no quedará tampoco deslucida al
desarrollar
a nuestra vista todo lo sublime y lo poético que durante su peregrinación la ha impresionado.
25 de octubre.