Información sobre el texto

Título del texto editado:
Biografía de Petrarca por Hoces 1554
Autor del texto editado:
Hoces, Hernando de (traducido de Alessandro Vellutello)
Título de la obra:
Los Triunfos de Francisco Petrarca, ahora nuevamente traducidos en lengua castellana, en la medida y número de versos que tiene en el toscano y con mucha glosa
Autor de la obra:
Petrarca, Francesco (1304-1374); trad. Hernando de Hoces Los Triunfos de Francisco Petrarca, ahora nuevamente traducidos en lengua castellana, en la medida y número de versos que tiene en el toscano y con mucha glosa Petrarca, Francesco (1304-1374); trad. Hernando de Hoces
Edición:
Medina del Campo: Guillermo de Millis, 1554









La vida de Francisco Petrarca


La ínclita ciudad de Florencia, en mayor estremo que todas las otras de Italia, fue inficionada de aquellas dos tan pestíferas parcialidades de güelfos y gibelinos, nombres en toda la cristiandad muy notorios. Y, como quiera que el principio de ellos fuese pequeño, el suceso ha sido después tan grande y estendido, que, aun siendo el día de hoy la cesárea majestad señor de los unos y de los otros, todavía son tenidos por más verdaderos imperiales los gibelinos, y más inclinados a las cosas francesas los güelfos. Estando, pues, todas las personas principales de Florencia y los que a ellos seguían divididos en aquellas dos parcialidades, y siendo a veces los unos superiores a los otros, fueron finalmente echados de ella los gibelinos, quedando de todo punto el señorío y gobernación en poder de sus contrarios, los güelfos, y estuvo así por algunos años. En este tiempo había en Florencia dos casas o linajes, así por riqueza como por nobleza y parentela, muy poderosas, la una llamada de Cercos o Círculos o, según algunos, Cuchios, y la otra de Donatos. Y, como quiera que entre ellos hobiese alguno mala voluntad, no había sido de manera que las cosas llegaran a rompimiento. Sucedió a esta sazón, que sería poco antes del año de mil y trecientos, que en la ciudad de Pistoya, lugar vecino a Florencia, había un linaje o casa que decían los Cancilleres, de muchas y muy principales personas, y, jugando un día dos caballeros mancebos y entrambos de aquel linaje, viniendo a palabras y de ellas a las manos, el uno hirió al otro, aunque bien ligeramente. Y, como era todo entre parientes, el padre del heridor, habiendo de lo hecho grandísimo enojo, mandó ir el hijo a casa del padre del herido a pedirle perdón, creyendo que de esta manera cesaba toda la desgracia que de allí se podía seguir. Pero sucedió el caso muy diferentemente de lo que era justo, porque el padre del herido mandó a ciertos criados suyos que prendiesen a aquel caballero y le hizo cortar la mano, diciéndole que volviese a su padre y le dijeses que las heridas no se solían curar con palabras, sino con hierro. El padre del pobre caballero de la mano cortada, sintiendo el caso como era razón, con toda la solicitud posible comenzó a aderezarse para la venganza de él, y también el enemigo para la defensa. Y no solamente los de aquel linaje se declararon en favor del uno de aquellos caballeros, pero muy brevemente toda la ciudad de Pistoya, siguiendo al uno o al otro, fue dividida en dos partes. Y, porque este linaje de Cancilleres descendía de un micer Canciller, el cual había tenido dos mujeres, una de las cuales se había llamado Blanca, la una de estas dos opiniones, que era de los descendientes de aquella mujer, se llamaron blancos, y los otros, por el contrario, se comenzaron también a llamar la parcialidad negra. Habiendo, pues, sucedido entre ellos diversos escándalos y muertes de hombres y asolamientos de casas, y procediendo su enemistad siempre más adelante, a los unos y a los otros paresció serles cosa importante ganar amigos en Florencia, por la vecindad que con aquella ciudad tenían. Y así los negros tomaron familiaridad con micer Corso o, según otros, Acursio, cabeza de los Donatos. Y los blancos recurrieron a micer Ceride Cerco, hombre en toda calidad igual a micer Corso. Y, como entre aquellos dos linajes, según es dicho, ya se tenía poca buena voluntad, la venida de los de Pistoya hizo que de allí adelante fuese mucho menos, hasta que ya de todo punto los unos vinieron en rompimiento con los otros. Todo lo cual se podrá ver muy particularmente en las historias florentinas y aun en otras muchas partes. Y, como todos eran de opinión güelfa, comenzaron las dos parcialidades a tomar nuevos nombres, de manera que los Donatos, favorescedores de la parcialidad negra de Pistoya, fueron ellos también llamados negros, y los Cercos fueron llamados blancos, por haber, según es dicho, favorescido a los de la opinión blanca de Pistoya, de manera que así las parcialidades como los nombres de ellas vinieron entonces a Florencia de la ciudad de Pistoya. Habiendo, pues, sucedido entre estas dos parcialidades muchas y muy grandes diferencias, la parte blanca echó fuera de la ciudad a los de la negra, los cuales, rehaciéndose, fueron poderosos de volver a la patria y echar de ella a toda la parcialidad blanca, desterrándolos perpetuamente y confiscándoles sus bienes, y entre ellos fue uno el Dante Aligero, excelente y muy conoscido poeta, y un Petrarco de Parenzo, notario en aquella ciudad.

Lo cual fue en el año de mil y trecientos. Este Petrarco y su mujer, llamada Brígida, la cual era del noble linaje de los Canigianos, se fueron a vivir a la ciudad de Arezo, a donde en el año de mil y trecientos y cuatro, a los veinte días de julio, un lunes al amanescer les nasció un hijo, al cual llamaron Francisco, y, como su padre era llamado Petrarco de Parenzo, así, el hijo Francisco de Petrarco, y después Francisco Petrarca fue llamado, según que en una carta suya él mismo cuenta. Escribe que, siendo su madre llegada a los dolores del parto, estuvo con gran espacio amortescida, de suerte que de los médicos verdaderamente fue tenida por muerta. Y, por tanto, dice Petrarca que primero que nasciese había comenzado a morir. Tuviéronle en Arezo siete meses, y después, no pudiendo su padre más entrar en aquella ciudad, se fue con el hijo y toda su casa por diversos lugares de Toscana y, al pasar del río que llaman Arno, para ir a la ciudad de Pisa, un hombre que llevaba el mochacho juntamente con su caballo cayeron en el agua, adonde Petrarca pasó grandísimo peligro de ser ahogado. Habiendo estado pocos días en Pisa, a su madre fue alzado el destierro, y, con voluntad del marido, llevando consigo el hijo, se fue a vivir a Lancisa, lugar puesto a catorce millas de Florencia, adonde Petrarca estuvo hasta ser cumplidos los siete años. En aquel tiempo, habiendo su padre muchas veces procurado volver a la patria, y no habiendo efecto, tornó a traer la mujer consigo, y juntos estuvieron en Pisa otros dos años. Siendo despué Petrarco del todo desconfiado de poder volver a Florencia, determinó irse a vivir a Francia, en la ciudad de Aviñón, donde en aquel tiempo la corte romana residía. Y, paresciéndole ser el camino de menos trabajó por la mar, entró en ella con la mujer y hijo y poca hacienda que le había quedado. Y, llegando ya cerca de Marsella, la nave en que venía se rompió, de manera que con grandísima dificultad se pudieron salvar. Así que nuestro poeta antes que nasciese y después en los muy tiernos años comenzó a probar los miserables golpes de la fortuna. Llegados en Aviñón, y habiendo Petrarco alquilado una conveniente casa, hizo al mochacho aprender las primeras letras y, hallándole de excelente y maravilloso ingenio, le envió a Carpentras, una ciudad pequeña distante cuatro leguas de Aviñón, adonde en breve tiempo aprendió gramática, lógica y retórica. Después, enviado a Monpeller a estudiar leyes, estuvo allí cuatro años, y luego en Bolonia tres, en el cual tiempo estudió todo el derecho civil. Siendo ya llegado a la edad de veinte y dos años, supo cómo sus padres eran muertos en Aviñón, adonde por respecto de ello Francisco Petrarca tuvo necesidad de volver.

Y de allí en el año siguiente, que fue el de mil y trecientos y veinte y siete, y de su edad veinte y tres, a causa de la pestilencia que en aquella ciudad había, se fue a un valle apartado de Aviñón cinco leguas, a la parte oriental, llamado Valclusa, lugar mucho solitario, adonde su padre, después de ser en aquella tierra venido, había comprado algunas heredades. Sucedió estando entonces Petrarca en este valle que, yendo la mañana del viernes santo (que, según escribe, fue aquel glorioso año a seis de abril) a un lugar llamado Lila, casi a media legua de Valclusa, a la parte occidental, por oír los divinos oficios, una hija del señor de Cabrieres, lugar pequeño puesto también a otra media legua de la Valclusa, más a la parte de oriente, doncella de gran hermosura, acompañada de otras mujeres, también venía a oír misa en Lila, porque en aquel lugar de su padre tampoco, como en Valclusa, se decía, sino muy pocas veces; y, habiendo pasado uno de los ramos del río de la Sorga, que a Lila hacen isla, y, siendo cansada del trabajo del camino, casi a una milla del lugar se había asentado a la sombra de unos árboles, en una muy fresca pradería que allí estaba, por donde Petrarca había de pasar. El cual llegado, y vista la beldad de la doncella, que Laureta se llamaba, de tal suerte se enamoró de ella, que la amó veinte y un años en vida y todos los otros que después de ser muerta él vivió, celebrando sus virtudes y hermosura con maravilloso ingenio y elegancia, y no llamándola de allí adelante Laureta, sino Laura, paresciéndole ser más conveniente nombre.

En este mismo año, siendo Ludovico de Baviera vigésimo emperador de los alemanes, pasado en Italia para ir a Roma y mostrando mucha voluntad de favorescer la parte gibelina, Francisco Petrarca y todos los otros desterrados de Florencia cobraron grande esperanza de poder volver en la patria por medio suyo, que, no embargante que fuesen de opinión güelfa, el destierro y daños recebidos les había hecho tomar amistad con los gibelinos. Y así nuestro Petrarca, por consejo de sus amigos, se fue a Milán, de donde del señor Azo, hijo de Galeazo y nieto del gran vizconde Mateo, que a la sazón era señor de aquella ciudad, fue benignamente recebido, y estuvo allí algún espacio de tiempo, esperando el suceso de las cosas de Italia. Mas finalmente, sintiendo que sus adversarios con cierta cantidad de dineros habían remediado el peligro del de Baviera, se tornó en Aviñón. Y, porque su condición le inclinaba a otras cosas de mayor valor y no al estudio importuno de las leyes (en el cual solo por el mandamiento y reverencia de su padre se había ocupado), lo dejó y de todo punto se dio a los estudios de humanidades, a los cuales siempre desde mochacho había tenido mucha inclinación.

Estaba en este tiempo en Aviñón con el pontífice Joan vigésimosegundo el señor Stefano Joan cardenal y Jacobo obispo lumboriense, entrambos hijos del señor Stefano Colonna el viejo, personas de gran virtud y nobleza, con los cuales Petrarca vino en tanta amistad, que parescía sin ellos no poder vivir, y así se fue con el obispo a Gascuña, a cierto lugar de mucho pasatiempo, donde muy a su gusto todo un verano se gastó. Vuelto después en Aviñón, estuvo algunos años en casa del cardenal, y no como criado, sino como un querido y muy regalado hijo, en el cual tiempo muchas veces fue a Valclusa y de allí a Cabrieres a visitar a su madona Laura. Encendido después con deseo de querer ver a Francia y Alemania, puso el viaje en efecto y, habiéndose a la vuelta detenido algunos días en León so la Rona, supo cómo el obispo era partido para ir a Roma, al cual escribió una carta quejándose mucho de que hobiese hecho sin él aquel viaje, y asimismo escribió al cardenal a Aviñón todas las cosas dignas de memoria que en el camino había visto y cómo muy presto le volvería a ver. Pasados pocos días recibió letras del obispo en respuesta de la suya, por las cuales le rogaba que se fuese luego a él a Roma, y, haciéndolo así, vio aquella tan insigne ciudad, y en las señales de los edificios de ella, según escribió al cardenal, juzgó haber sido muy mayor cosa de lo que por escrito hasta entonces había hallado. Vuelto en Aviñón, estuvo por consejo del cardenal y del obispo, cierto tiempo en servicio del pontífice, el cual en muchos negocios se aprovechó de nuestro poeta, enviándole diversas veces en Italia a Roma y en Francia al rey Filipo, de suerte que parecía que cerca del papa estuviese en grandísima reputación y favor, por lo cual Petrarca tenía gran esperanza de alcanzar alguna principal dignidad, especialmente habiéndole sido hechas por el pontífice muchas y muy grandes promesas, pero, siendo últimamente desengañado, y visto que las dignidades antes se darían a algún idiota por limosna o favor o otro camino ilícito que no a él, que por sus virtudes le parecía tenerlas muy bien merecidas, y, allende de esto, desagradándole demasiadamente los grandes vicios de la corte, determinó dejarla, juntamente con el servicio del pontífice, y, pareciéndole su Valclusa lugar muy cómodo a su condición y estudio, se fue a vivir allá con todos sus libros y las otras cosas necesarias, adonde estuvo entonces de asiento algunos años, en el cual tiempo, yendo muchas veces a Cabrieres a visitar a madona Laura, según que para ello se ofrecía ocasiones, perseveró en hacer la primera parte de sus sonetos y canciones, que algunos días antes había sido por él comenzada. Escribió también entonces la mayor parte de sus obras latinas y especialmente la África, de la cual, siendo brevemente estendida la fama, fue cosa maravillosa que un mismo día recibió cartas del senado de Roma y de los cancilleres del Estudio de París, convidándoles los unos y los otros a que fuese a su ciudad a recebir corona de laurel. Petrarca estuvo dudoso en cuál de los dos ofrecimientos aceptaría, mas, aconsejado del cardenal y de Tomás de Mesia, su grandísimo amigo, determinó ir a recebirla a Roma, y así, en el mes de marzo del año del Señor de mil y trecientos y cuarenta y uno, a los treinta y siete años de su edad, se embarcó en Aguas Muertas. Pero antes de entrar en Roma quiso ir a hacer reverencia a Roberto, rey de Nápoles, de quien ya por cartas era grande servidor. Y, habiéndole en tres días continuos leído toda la África, fue por aquel rey sapientísimo juzgado enteramente merecedor de la corona láurea. Y así, con grande instancia le rogó que en Nápoles la quisiese recebir, pero, entendida su determinación, le hizo muy honradamente acompañar hasta Roma, escribiendo en su loor y favor al senado de ella todo lo que de las virtudes de Petrarca sentía. Llegado nuestro poeta a Roma en el solemne día de la Resurrección, que en aquel año era a los ocho de abril, fue con grandísimo favor y alegría de todo el pueblo coronado de laurel.

Y, siendo ya la fama suya muy estendida por Italia, era de todos los señores de ella en gran manera deseado. Partido de Roma, fue a Parma a visitar los señores de Corregio, de los cuales recibió grandes honras, y especialmente el arcedianazgo de aquella ciudad. Estuvo entonces algunos días cerca del río de la Elza, en los confines de Regio, en un lugar en gran manera deleitoso, adonde tornó de nuevo a limar su África de algunas cosas que en ella le pareció que era necesario enmendar. Compró también en Parma una casa, adonde por algunos días estuvo de asiento. Y, siendo ya llegado el año cuarenta de su edad, le fue escrito de Florencia por algunos sus amigos cómo ellos habían suplicado a los que entonces gobernaban aquella ciudad le fuese alzado el destierro y restituidos los bienes paternales, y que, atenta su buena fama, mediante la cual era de muchos amado y deseado, lo pensaban muy presto alcanzar, de cuya causa él se pasó a Arezo, adonde fue con estraña cerimonia recebido y en gran manera de todo el pueblo honrado. Estuvo algunos días allí, procurado siempre con letras y mensajeros lo que sus amigos le habían escrito, lo cual no era del todo negado ni tampoco verdaderamente concedido; de manera que, viendo ir aquel negocio muy a la larga, dejó el cuidado de él a sus amigos y se tornó a Parma, adonde habiendo estado buen tiempo, pasando los Alpes fue a su antigua morada de Valclusa, y de ahí, después de algunos días, tuvo necesidad de volver a Parma, y de Parma fue a Verona a visitar los señores de la Escala; y, como hobiese sido muchos días antes con letras y mensajeros así en Italia como en Francia requerido del señor Jacobo de Carrara, cuya era entonces la ciudad de Padua, quisiese recebirle en su amistad, determinó ir a ver a quien tanta voluntad había mostrado de tener con él estrecho conoscimiento. Llegado a Padua, fue de aquel señor no de otra manera recebido, como él mismo cuenta, que si verdaderamente fuera un muy querido hermano, y, allende de otras señales muy grandes de benivolencia, sabiendo que desde mozo había tenido inclinación al hábito eclesiástico, por darle ocasión a no partirse de su compañía, le hizo proveer de un canonicato de aquella ciudad. Y así, entretanto que este señor vivió, que fue muy pequeño tiempo, tuvo siempre cerca de sí en este lugar a nuestro poeta.

Siendo ya de cuarenta y cuatro años, supo cómo su madona Laura era muerta, de lo cual mostró tan estraño sentimiento, que muchos días estuvo casi sin hablar ni querer comer, sino a grandísima importunidad de los amigos, sustentándose solamente de lágrimas y sospiros. Murió asimismo en este tiempo el señor Jacobo de Carrara, por donde Petrarca se tornó de la otra parte de los Alpes y estuvo entonces en ella por varios años de asiento, en los cuales escribió la segunda parte de sus sonetos y canciones y casi lo más de sus excelentes Triunfos. Siendo después muertos aquellos señores Coloneses que él tanto quería, determinó tornar en Italia, adonde en Venecia con algunos grandes amigos suyos, y en Parma con los señores de Corregio, y en Padua con Francisco de Carrara, y con los señores de la Escala en Verona gastó algún pequeño tiempo. Y, siendo requerido a esta sazón por el vizconde Galeazo, conde de Pavía, el cual era señor de Milán juntamente con su hermano Bernabé, se fuese a residir en su compañía a título de persona de su consejo, lo puso así por obra; y en cuánta autoridad y reputación cerca de él estuviese se puede juzgar en lo que escribe Bernardino Corio, coronista de las cosas de Milán. Este dice que en el año de mil y trecientos y sesenta y ocho, en las bodas que se hicieron en la dicha ciudad de Violante, hija de este señor, con Leonel, hijo de Eduardo tercero de este nombre, rey de Inglaterra, Petrarca estuvo asentado en la principal mesa, adonde solamente había duques y marqueses y grandes señores, y que en este mismo día le vino nueva que un hijo muy pequeño, llamado también Francisco, era muerto en Pavía, pero por más cierto se tiene que no era hijo, sino nieto, nascido de una hija suya no legítima que había casado con un Francisco de Amícolo de Borsano milanés, el cual fue después su general heredero. Y esta su hija, según se puede entender en el epitafio que está en la sepultura suya en Treviso cerca de la puerta de San Francisco, fue una muy honrada matrona y vivió diez años más que su padre. Esto se dice por que se entienda la verdad y no se tenga de nuestro Petrarca así mala opinión que en tal edad no fuese continente, especialmente que en ello se hobiera hecho mentiroso de haber escrito en una carta suya que, llegado a los cincuenta años, no embargante que entera salud tuviese, de todo punto se le había quitado cualquier apetito deshonesto, y lo mismo parece que haya querido dar a entender en muchas partes de sus obras.

Siendo ya llegado a los sesenta y cinco años de su edad y determinando reposar, se tornó a Padua, de donde se fue con un Lombardo Ascrigo, grande amigo suyo, a estar en cierto lugar llamado Arcua, que es a diez millas de Padua. Estuvo allí por espacio de cinco años ocupado en estudios poéticos y de filosofía, en el cual tiempo le fue enviado de la república de Florencia Joan Bocacio de Certaldo con letras en que se contenía serle alzado su destierro y restituidos todos los bienes paternales, según que en la respuesta suya para la dicha república se puede ver. Llegado al año se[t]enta de su edad, siendo, como algunos dicen, salteado de un cierto paroxismo de morbo comicial, que es lo que llamamos gota coral, a los diez y ocho días de julio del año de mil y trecientos y se[t]enta y cuatro dio el ánima a su criador, la cual, en remuneración de sus obras y singulares virtudes, piadosamente es de creer que está en el número de los escogidos bienaventurada. Y es muy justo que por ella rueguen al sempiterno padre aquellos que deleitan en leer sus excelentes obras. Su cuerpo, según él lo dejó ordenado, fue puesto en aquel mismo lugar, delante de la puerta de la iglesia en un sepulcro de piedra roja asentado sobre cuatro columnas, a las cuales por dos gradas, que también son de la misma piedra, se sube. Hallose en su enterramiento Francisco de Carrara, señor de Padua, y el obispo con toda la clerecía, frailes y monjes de aquella ciudad y su comarca, y asimismo todos los caballeros, doctores y escolares que en ella había. Fue traído desde su casa hasta la iglesia con gran suntuosidad, cubierto el cuerpo con un paño de oro de mucho precio aforrado en armiños, y en su loor fue hecho un excelente sermón por fray Bonaventura de Peragna, el cual fue después cardenal. Hizo testamento en Padua, antes que a Arcua fuese a vivir y dejó por su general heredero, como arriba es dicho, a aquel Francisco de Borsano, pero fue mandando en particular a todos sus criados alguna cosa, allende del debito salario, según que la suerte de cada uno de ellos merecía, y lo mismo hizo a todos sus amigos.

Fue inclinado a tener en poco la riqueza, no porque desechase lo que algunos le querían dar, como en una epístola suya afirma, pero aborrecíale mucho la fatiga que se pasa en ganarla y el cuidado que se ha de tener para conservarla después de ganada. Contentábase con pocos y comunes manjares, aborrecía los superfluos y grandes convites y todo desordenado comer. De ninguna cosa holgaba tanto como de vivir templadamente en compañía de sus amigos, y de esta causa jamás alegremente se vio comer solo. Toda pompa tuvo siempre en menosprecio. Fue de amor grandísimo y muy durable, pero fue solo uno, y aquel muy honesto, según en sus obras parece. Era de condición desdeñoso, pero ligero de aplacar. Tuvo siempre mucha memoria de los beneficios recebidos y gran deseo de amistades, y así fue dichosísimo en tenerlas con personas de mucha calidad. Fue muy amador de las cosas honestas, y de tan maravillosa alegría, que ninguno podía estar en su compañía triste. Bebía muchas veces agua sola y era amigo de todo género de frutas. Tenía costumbre de ayunar tres días en la semana, y el sábado a pan y agua. Era de brevísimo sueño. Levantábase siempre a medianoche, lo primero a loar a Dios y después a ocuparse en sus estudios. Usaba muchas veces dormir vestido. Fue de mediana estatura, no de muchas fuerzas, pero de maravillosa destreza. Tuvo muy buena presencia y rostro. La color no muy blanca ni tampoco negra. Tuvo avivadísimos ojos y la vista de tanta perfición, que hasta llegar a los sesenta años leía sin antojos cualquier letra por muy menuda que fuese. Escribió, allende los Triunfos y sonetos y canciones, muchas obras en latín, así en verso como en prosa, de gran excelencia y valor, las cuales, por ser muy notorias a todos los estudiosos, no hay para qué se gaste aquí tiempo en recontarlas.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera