LECCIÓN
DÉCIMAQUINTA
SEÑORES:
Después de haber perdido de vista a nuestra patria durante largo tiempo, porque el estado general de la Europa durante aquellos largos años llamaba mi atención, y debía llamar la de mi auditorio, tiempo es de que volvamos a considerar la
situación
de España en
aquellos
días, si bien no puedo prometerme, como más de una vez he dicho, que sea fácil dar del estado de nuestra literatura una
idea
sumamente
ventajosa.
Sin embargo, estaba entonces
progresando.
En el
reinado
de Felipe V se habían creado las
academias,
y
ayudados
los esfuerzos de aquel monarca por Fernando VI, se había adelantado en la tarea de sentar principios conformes a un mediano
buen
gusto.
Pero el que reinaba, si bien sano en cuanto condenaba las extravagancias, si bien acertado en cuanto encaminaba los espíritus a las fuentes de la belleza literaria y artística,
pecaba
en señalar para ir al objeto apetecido un camino harto estrecho y en señalar
un
solo manantial de perfección, siendo al revés varios estos, y más de una las sendas que a ellos guían. La
corrupción
que había no solo invadido, sino casi aniquilado nuestra literatura en el reinado de Carlos II, causó que al establecerse en el de Felipe V, en vez de un objeto idéntico al ya destruido, se asentó en nuestra tierra otro
nuevo
y de extraño origen. La planta del
clasicismo,
ya no sacada del terreno natural y primero donde floreció, sino de un nuevo plantado en
Francia,
y el cual prosperó en el suelo de la nación vecina, aunque perdiendo mucho de su anterior esencia, venida a España se
aclimató
aquí imperfectamente, no dando
frutos
tan lozanos ni sazonados como había producido en las tierras de su primero y segundo nacimiento.
Ningún
ingenio
extraordinario se manifestó en nuestra patria en la mitad primera, y aun en parte de la segunda del siglo
XVIII,
aunque escribieron entonces hombres de alguna
erudición,
de regular
talento
y de sólido
juicio.
El rey Fernando VI, subido casi al mediar el siglo al trono que por breve plazo ocupó con más felicidad pública que gloria propia o aun del Estado, si no mereciese gloria regir bien y en paz a los pueblos, era un príncipe pacífico, quizá extremado en la economía, salvo en uno u otro gasto para satisfacer vehementes pero no feas afecciones,
amante
de las letras y de las artes en cuanto cabe serlo a una imaginación no viva, y en la cual una terrible dolencia ejercía el más funesto influjo. Terminada no en verdad en la
juventud,
pero sí antes de empezar la
vejez
la vida de aquel monarca, pasó el cetro español a las manos de un príncipe nacido en España pero educado en Italia, pues,
niño
todavía, había pasado a aquella región a gobernar un estado que hubo de trocar por otro de harta más grandeza, joya un tiempo de la corona heredada por su padre, y que restituyeron si no a la monarquía española a la estirpe que la regía, triunfos dignos en cierto grado de recordar los días de Carlos I y Felipe II. No era Carlos III, de quien hablo, un hombre de
más
que mediano entendimiento, y si a algo se inclinaban sus alcances era a ser cortos, pero se señalaba por lo
recto
de sus intenciones, por lo firme de su voluntad, por su apego a sus amigos, por su consideración a sus fieles servidores, por su elevación, si supersticiosa a veces, no tanto que le embargase contribuir a los adelantamientos de la razón humana, especialmente en los primeros años de su reinado. Reinando en Nápoles este príncipe había
patrocinado
las nobles artes y las letras humanas con empeño y magnificencia, y no obstante su piedad había favorecido las ideas filosóficas de su siglo aun en lo relativo a reformas templadas en puntos
religiosos.
Ardía en efecto en aquellos tiempos como cuando más, si bien algo encubierto el cisma (y tal nombre le
doy
aunque no llegó a serlo declarado) que separaba a algunos personajes respetables del
clero
y a la más crecida porción de los
magistrados
y tribunales de algunas máximas de disciplina eclesiástica sustentadas por la corte romana, la cual tildaba a sus contrarios llamándolos jansenistas, recibiendo en cambio sus parciales el apodo de ultramontanos. Ya he dicho en otra ocasión que con el advenimiento del primer Borbón, Felipe V, la secta a la cual me refiero tuvo en España parciales, y Carlos III, dándose a sostener con firmeza los privilegios de la Corona, le añadió fuerza y séquito. Hizo más, pues abrigándose tras de esta clase de reformadores otro más atrevido, también hubo de recibir
protección
de este monarca y de varios de los que sucesivamente formaron su ministerio. Ni dejaron de influir en la región puramente literaria estas doctrinas
políticas
o
religiosas.
Sobre haberse estrechado más y presentádose con mayor claridad en el siglo XVIII la unión entre la filosofía, la política, el estado de la sociedad y el de la literatura, unión, aun cuando latente o menos conocida o más floja, al cabo existente en todos tiempos, circunstancias
particulares
de España causaban que, muerta en ella su literatura antigua, la moderna venida de afuera llegaba mezclada con las máximas reformadoras dominantes, particularmente en la misma época de Francia, de la cual tomaba España todo.
Al seguir pues del reino
vecino
la
escuela
literaria de Voltaire, se recibía con su espíritu y con sus formas. Menos se copiaba de Rousseau aunque tampoco le faltasen sus devotos e
imitadores.
Según fue creciendo el trato entre el pueblo francés y el español; según fue en el primero dominando la escuela filosófico-literaria; según en el segundo fueron robusteciéndose y defendiéndose las máximas y con ellas el estilo de los escritores del reino vecino, fueron la esencia y la forma literaria cobrando nuevo carácter. Sin embargo, como todo cuanto se naturaliza en tierra extraña, sin perder gran parte de lo que trae consigo adquiere no poco del lugar a que es transplantado, el
gusto
francés varió un tanto al acomodarse a la sociedad, a las
costumbres
y a la
lengua
española. Ni faltaron escritores que tomando algo de lo
ajeno
y
moderno
conservasen bastante de lo nativo y antiguo.
El
reinado
de Carlos III fue sin duda, señores, una época de notable
adelantamiento
para nuestra España, no porque entre nosotros se publicasen obras de gran magnitud, ni por su
valor
ni por sus dimensiones,
como
el
Espíritu de las leyes,
o el
Emilio,
o el
Contrato social,
o la
Historia natural de Buffon,
o alguno de los grandes trabajos históricos de Voltaire, o aún como otras obras inferiores de estos ingenios de primera clase, o de otros de menor nota en el reino vecino, o como las
célebres
historias
inglesas de que he hecho mención o aún como otras producciones por que en la misma
época
se señalaba la literatura
británica,
pues esto en el estado intelectual del público y de los autores españoles era absolutamente imposible. Las nuevas ideas, el gusto de la escuela
moderna
daban muestras de sí, o solo asomaban en una u otra frase o en la contextura general de obras cortas. Aún en los primeros días del reinado de Carlos III el movimiento empezado en tiempo de Felipe V y continuado en el de Fernando VI no tuvo aumentos notables. Pero andando el tiempo y mediado el espacio de este reinado ya adquirieron alguna
mayor
importancia las obras y algunos más bríos los autores, bien que
sin
llegar los trabajos a ser iguales a los de pueblos donde un número crecido de lectores a un tiempo estimula los ingenios y los remunera ni a manifestarse altos méritos literarios imposibles tratando
medianos
argumentos en trabajos de cortas dimensiones.
Acometióse en el reinado de Carlos III una empresa que bien desempeñada habría dado a la literatura castellana un monumento de suma utilidad, y asimismo quizá de algún lustre. Fue este una
historia
literaria de España que empezaron a escribir dos
hermanos
llamados Mohedanos,
religiosos
granadinos. Tenían estos buenos padres una
erudición
vastísima aunque no selecta, distinguiéndose especialmente por su conocimiento de los autores latinos. Esta misma ventaja contribuyó como lo que más a descaminarlos, pues queriendo sin duda
imitar
a D. Nicolás Antonio en la parte
de
su
Bibliotheca Hispana,
llamada
Vetus,
había tratado no de los escritores de la lengua
española
o castellana, sino de los españoles de la
Antigüedad
que se distinguieron, dominando a España los romanos, por sus producciones en lengua latina, se dedicaron a formar un catálogo más que un juicio de los claros
ingenios
que florecieron cuando nuestra patria como provincia estaba en los segundos tiempos de la literatura latina, enriqueciéndola con producciones de más nota, a punto de mantener en ella, si no el puro
esplendor
de la edad de Augusto, cierto brillo el cual aun oscurecido por sombras no desdecía con todo de la gloria primera. En este trabajo emplearon los padres Mohedanos algunos bastante abultados tomos, en que se acreditaron de
instruidos
hasta nimiamente, pero mostrando tan
escaso
juicio crítico y tan acendrado patriotismo, que con indistintas y uniformes alabanzas ponían en las nubes todos los esfuerzos del ingenio español, entreteniéndose en averiguar los quilates de la fama de Balbo y aun de Higinio, como podrían hacerlo con la de los hombres cuyas obras dieron más fama a la patria y lengua. Agrégase a estas faltas la de ser su
estilo
incorrecto por demás,
inelegante
y pesado. Fuera de esto mal puede juzgarse cuál habría sido el mérito de su obra si hubiesen entrado siquiera a tratar lo que según su título
prometía
ser su argumento; pero realizado el temor expresado por el abate Andrés de que por el deseo de dar a España una historia de la literatura demasiado prolija, se quedarían sin dársela, sobrecogiéndolos la muerte o la vejez, no en el medio ni aún puede decirse en el principio, sino en una parte preliminar de su tarea, dejaron solo empezada o, diciéndolo con más propiedad, sin empezar, la empresa que habían acometido. Tal cual es no honra a la literatura española, aunque acredite celo y diligencia en sus autores.
Otra obra
contemporánea
también de mérito no corresponde propiamente al ramo de la literatura a que estamos atendiendo en estas lecciones, si bien merece que de ella se haga mención de paso. Aludo, señores, a
la
España sagrada
del
padre
Flórez, utilísimo depósito de noticias y documentos de la antigüedad, relativos a la
iglesia
de España, y que aún a materias profanas se extendía. Pero semejantes trabajos apenas merecerían nuestra atención si perfecciones extraordinarias de
estilo
les diesen mérito literario, y el padre Flórez, sin escribir mal, no tiene cosa que particularmente le
recomiende.
Los escritores del tiempo de Carlos III han merecido que de ellos se publique una biblioteca o especie de
catálogo
de sus nombres y obras que dio a
luz
Sempere y Guarinos. Repasando la lista se encuentran en abundancia respetables
medianías,
pero apenas uno de cuyas prendas literarias se deba hablar con detenimiento en un curso de lecciones rápido como el presente. Por otra parte, ir citando personas y títulos de obras sería ajeno de nuestro propósito. Así, pues, al paso que haré mención de unos pocos, deteniéndome más al tratar de los
poetas
que de los
prosadores,
por razones que no callaré, debo hacer a mi auditorio una ligera advertencia sobre el carácter literario general de la
época
que voy tratando.
El
desmayado
estilo de los
días
de Felipe V, y aún de Fernando VI, iba trocándose en otro más
vigoroso,
porque las ideas de que el estilo nace iban tomando más posesión de los ánimos, y aun cuando venidas de
afuera,
ya bastante naturalizadas, salían con más
espontaneidad
de la mente. Al paso que el estudio de los extranjeros no se descuidaba, se volvía un tanto al de la antigua literatura española, poniendo la atención, no en los autores de fines del siglo
XVII,
sino en los poco antes casi olvidados
modelos
del
XVI
y principios del siguiente, que forman nuestra escuela clásica, y aún tal vez pasando a buscar e
imitar
una u otra perfección de edad más remota. Así la
dicción,
siguiendo contaminándose con
galicismos,
iba al mismo tiempo trayendo arcaísmos al vocabulario de uso, resultando de ello, salvo en algunos escritores, un maridaje mal proporcionado, si bien no sin alguna disculpa y aún sin algún mérito, nunca llegando a las monstruosidades de nuestros días en que voces y frases de todos los siglos, aun los más antiguos a veces, no bien entendidas, y por eso mal aplicadas, se casan con vocablos y locuciones puramente de sintaxis
francesa.
Los escritores del reinado de Carlos III, por lo general en su elegancia rara vez robusta, más se
asemejaban
a los franceses del siglo
XVII
que a los de la misma nación en la edad de
Luis
XIV, aunque a unos y otros veneraban y querían
seguir,
pero tomando con los pensamientos de su época el gusto, no solo de la literatura, sino de la sociedad contemporánea, no podía menos de hacer efecto en la forma, y aún en la esencia de las composiciones, la naturaleza de los argumentos que trataban. Ninguna obra de las publicadas en aquellos días pudo abrir campo donde se manifestase extraordinaria
grandeza
o
novedad
de pensamientos, y por consiguiente donde pudiesen acreditarse singulares prendas de
estilo.
Pasando de estas generalidades a examinar el carácter y mérito de algunos autores, habremos de tratar en primer lugar de los
poetas,
porque en
España,
por razones particulares, no tratándose de los grandes asuntos que a una obra en
prosa
dan importancia y valor, se ocupaba el ingenio en composiciones poéticas, en las cuales aún las
breves
y
ligeras
no dejaban de empeñar la atención y de conseguir y merecer
aplausos.
A esto se agregaba la habilidad para versificar, si no tan grande en aquellos días como siglo y medio antes, o como en el momento presente, notables siempre, y que trae consigo la afición
natural
a empresas donde se encuentra buen mérito y aprobación a costa de poco trabajo. Sin que sea
nuestra
lengua
dócil al verso al punto que lo es la
italiana,
y presentando al revés dificultades lo largo de las palabras del idioma castellano para acomodarse a la medida, es cierto que la
sonoridad
y pompa de nuestro idioma encubren a veces la pobreza de algunas ideas, siendo los españoles, como pueblo meridional, y más que otro alguno, amante de la belleza del sonido, y contribuyendo el deleite y regalo que en él encuentran a dar estímulo y fama a los versificadores, seguros de que las cláusulas bien sonantes en versos rotundos han de cautivar a numerosos lectores, y aún de dejar satisfecho al padre que, viendo su prole mental, en contemplarla y admirarla se recrea.
Uno de los
poetas
que en los días de
Carlos
III florecieron y aun alcanzaron
fama,
hoy de todo punto
perdida,
fue D. Cándido Trigueros, de quien apenas
sabrán
el nombre muchos jóvenes del día
presente,
y que acometió en literatura varias empresas, y hasta la de agregar un
poema
épico
a los muchos y casi todos
malos
que cuenta la lengua castellana. Eligió singular argumento para su composición, que tituló la
Riada,
siendo la acción una avenida del Guadalquivir y el héroe el conde de Llerena, asistente de Sevilla, que con sus providencias atajó los estragos causados por el desate de las aguas. Como era de suponer, hay máquina en este poema, componiéndole personajes mitológicos y alegóricos que ya coadyuvan a los furores del río, ya a los felices esfuerzos del magistrado para contenerle o remediar los males nacidos de su furia. La elección de semejante argumento basta para probar que el poeta carecía de las
dotes
y de los principios de
buen
gusto que son de necesidad para sobresalir en clase alguna de
poemas.
Y no deja, señores, de ser de algún descrédito para la época que reinasen en ella
doctrinas
críticas con arreglo a las cuales se pudiese pensar en hacer una composición semejante. El
estilo
de la
Riada
corresponde al concepto general de la obra, siendo
pobre
y desmayado, aunque no incorrecto, abundante en
imitaciones
que declaran la
instrucción
del autor y su
poco
acierto en usarla. No fue la
Riada
la única composición de Trigueros, que hizo varias en diversos géneros y aun se ensayó en el
dramático,
llegando a mal género de celebridad su
comedia
titulada
Menestrales,
por haber merecido un premio en competencia con trabajos de otros autores y por haberle valido un
fundado
sarcasmo de D. Tomás de Iriarte, ratificado primero por la
desaprobación
pública y después por el
olvido.
Esto, no obstante, Trigueros era buen
humanista,
a quien descaminaron erróneas ideas en punto a la composición literaria y una confianza excesiva en su propio
ingenio,
no igual a sus conocimientos.
Muy
superior
a Trigueros fue como poeta D. Ignacio López de Ayala, y sin embargo sus obras distan mucho de ser
modelos
de la mejor clase de
poesía.
Siendo inteligentísimo en la lengua
latina
y diestro en su manejo, escribió en esta lengua muerta un poema sobre la
almadraba
o la gran pesca de atunes en Conil, asunto ingrato que
amenizó
con hermosas descripciones, las cuales, sin embargo, adolecen del defecto común en quienes usan un idioma extraño, y más siendo de los que no hablándose ya solo son conocidos por los libros. Pero el trabajo de este autor, que le ha dado mayor y más merecida fama, es su
tragedia
intitulada
Numancia destruida,
composición poética de algún mérito y aun de bastante, pero no considerándola como un drama. Está la
Numancia
escrita con arreglo a los
preceptos
de Horacio y del clasicismo francés, y en esta línea adelanta y excede notablemente a otras
tragedias
españolas de la misma. Pero en su línea misma carece de las dotes de una composición dramática de
mérito
eminente. No faltaba a Ayala
fantasía,
aunque no fuese la suya de las que más remontan el vuelo; no le faltaba ingenio, y le sobraba
erudición
con la habilidad necesaria para fundir bien en su estilo sus numerosas
imitaciones.
Sabía usar de un
estilo
robusto, elegante, correcto; y versificar, si no con extremada facilidad y soltura, con no corto grado de acierto, haciendo sus versos sonoros sin ser retumbantes. Había en él nobles pensamientos, y al querer representar el patriotismo de los habitantes de la heroica ciudad, «terror del imperio romano», lo hizo con
verdad,
con nobleza, con brío. Pero la gran facultad de transformarse el poeta en los personajes que crea, de hablar por boca de estos, de crear caracteres o ya de meras calidades abstractas, o lo que tiene muy superior mérito, llenos de individualidad, le estaba negada y aún hubo de serle desconocida; y del inferior mérito de formar un nudo propio para empeñar los afectos y curiosidad del oyente y a la par verosímil, así como de desenlazarle fácil, probable y no demasiado visiblemente, asimismo no tenía ni lo suficiente para tejer una tragedia
mediana.
La
Numancia,
sin embargo, ha agradado algún tiempo, y más cuando apareció en las tablas refundida, pero esto sucedió en época en que muchos de sus versos eran alusiones a las circunstancias existentes, y el éxito que entonces tuvo fue de los que no
duran,
lo cual se prueba con haberle llegado hoy la época de estar si no despreciada,
desatendida.
Con menos fortuna aun se ensayaba por entonces en la
tragedia
un poeta como
lírico
de más que mediano mérito, y cuyas prendas para la poesía en general eran muy superiores a las de Ayala, a quien fue
inferior
como dramático. Hablo, señores, de D. Nicolás Fernández de
Moratín,
uno de nuestros autores en el
estilo
y en la locución más robustos: las
tragedias
de
Lucrecia,
Ormesinda
y
Guzmán el Bueno
son sin embargo obras de valor muy
escaso.
En la segunda, trató un argumento en que ni
Jovellanos
acertó después, y en que logrando aplauso, hasta cierto merecido, solo se ha elevado a una altura
mediana
uno de nuestros mejores y más célebres poetas que aún vive. En la tercera, recordando un hecho de feroz heroicidad que acaso presta poca materia a un buen drama, no obstante el partido que de él ha sacado un ingenio de nuestros días, no supo dar ni a sus caracteres
verdad
y
novedad,
ni a su acción cosa que empeñe o
suspenda
al auditorio o al lector, aunque tuvo el tino de ser fiel a la historia, a las costumbres de la edad que representaba y al carácter de su protagonista, conservando en los siguientes versos en que al oírse ruido en el real de los infieles, y preguntando Guzmán la causa de aquel rumor, le responden:
«Al
rapaz le cortaron la cabeza»
A lo cual dice el duro héroe:
«Cuidé
que iban a entrar la fortaleza,»
conservando, digo, casi íntegra la frase de estoicismo bárbaro de
cuidé que eran entrados en la ciudad los enemigos.
Además, el
estilo
de Moratín nunca es dramático, no porque sea a veces lírico, pues en los mejores dramas y aún en los de la clásica
Grecia,
trozos líricos hay de precio muy subido, y remontarse a veces a la poesía alta e imaginativa no rebaja el mérito de
Shakespeare
o de Calderón, o de otros grandes maestros, sino porque del tono de una poesía no sabe pasar al de la otra, y pensar y hablar no como autor, sino como los por él inventados actores. En los géneros a que le llamaban su numen o su vocación verdadera, no fue D. Nicolás Fernández de Moratín poeta de poca
valía.
Por aquellos tiempos, deseosa la Real
Academia
Española de estimular sus
ingenios
ejercitándolos, empezó a ofrecer premios honrosos que habían de disputarse por los escritores, dándoseles argumento y señalándoseles formas para las composiciones en que contendiesen por la palma, engañoso
modo
en los tiempos modernos de procurarse o acreditar superiores obras, que creo mejor el
patrocinio
del público, y tanto más engañoso cuanto que el lauro, aun por jueces entendidos, siendo varios, no suele ser adjudicado a quienes más le
merecen.
Fue uno de los primeros asuntos propuestos por la Academia la heroica acción de Hernán Cortés destruyendo sus naves para quedarse a vencer o morir con un puñado de héroes en la tierra del vasto imperio mexicano. No está
averiguado
cuántos presentaron obras, contando solo haber sido de las presentadas la
mejor
la de Moratín, si bien otra se llevó el premio. Diósele a un señor
Cabeza de Vaca
que en una serie de
no
mal sonantes octavas, vacías empero de verdadero estro y de argumento, en mediano estilo y dicción correcta aunque falta de bríos, acertó a captarse el favor de los jueces en falso, no ratificado por la elección general que solo recuerda de aquella obra algunos versos sonoros y no escasos de
ridiculez
en sus sones, como los que pintan a Cortés:
Allá en Tehuantepec la furia loca
Castigando del fiero Qualpopoca
Otra entonación aunque alta, otras dotes de poesía se señalan en el no premiado canto
épico
de Moratín padre. Abunda, es cierto, en
imitaciones
no todas igualmente felices, siendo el imitar propio de ciertas
épocas
de restauración, la cual no es lo mismo que renovación. Tiene el
defecto
de atender más a lo externo que a sus almas; adolece de la falta de no tener en los caracteres que pinta más que vagas generalidades, pero con estos lunares pinta perfecciones de
brioso
estilo y de dicción correcta, robusta y a veces lozana, mostrándose en sus imágenes, en su tono, señales de buena y aun hasta cierto punto alta poesía. En uno u otro romance acreditó el mismo poeta prendas no inferiores, distinguiéndose entre ellos el de los toros de Madrid, en el cual resucita, si no enteros, con bastantes de sus méritos, los
romances
castellanos del tiempo de
Felipe
III.
Otro poeta en los
mismos
días se ensayó en la
tragedia,
y si bien las dotes de su
ingenio
sobresalientes sin duda aunque entorpecidas y deslustradas por corto
saber
y sobrada
ligereza
y arrogancia, no eran las más propias para acertar y lucir en el género dramático, con todo hizo una obra que por muchos años ha agradado, representada más que otra alguna moderna de su clase y cuyo
mérito
poético es alto en verdad, aunque no sea del más subido. Me refiero, señores, a D. Vicente García de la Huerta, cuyas aventuras
personales
y reñidas guerras con todos los literatos de su tiempo, sustentando él de
mala
manera y con exceso la causa de la antigua literatura
castellana
contra aquellos a quienes con razón o sin ella estimaba sus enemigos, dieron ocupación y entretenimiento a los escritores y lectores de aquellos días. Este autor, en quien residieron algunas de las prendas y no pocas de las faltas de los escritores
llamados
Cultos
del siglo
XVII,
a cuyo patriarca
Góngora
se proponía especialmente
imitar,
sobre tener
imaginación,
en genio, poseía el arte de
expresarse
con sin igual gala y
pompa,
y al mismo tiempo con facilidad y fluidez, dando no solo a sus versos sino a su periodo poético magnífica amplitud y sonoridad. Así en su tragedia la
Raquel
se distinguió particularmente por la
belleza
de la versificación, pero a este mérito estimado por muchos de precio superior al que real y verdaderamente le corresponde, y celebrado con
demasía
en algunas composiciones modernas, acaso por ser en ellas el único,
agregó
Huerta pensamientos nobles aunque expresados con
jactancia
e hinchazón, la creación de un carácter bello si bien inconsecuente, y con un tanto de soberbia palabrería en sus mejores momentos y alguna escena tierna donde conceptos de mal gusto
desfiguraban
una situación bien ideada. Con tales perfecciones y defectos, hallando auditorios
fáciles
de dejarse cautivar por hermosos sonidos, y por decirlo así, retumbantes pensamientos, la
tragedia
de la
Raquel
ha sido citada a la par que oída con más que merecidos, si en cierto punto, justos elogios. Es de notar que el autor apasionado en la defensa del teatro español antiguo quisiese sujetarse a las
reglas
del clasicismo latino y francés dominante en sus días, blasonando de haberse extremado en su observancia, pues en punto a las unidades, dice que su
Raquel
está en un acto solo, dividido en tres jornadas para descanso de los actores, sin que la acción quede por un solo punto interrumpida. Pero si Huerta vistió a su modo su composición a lo clásico, no acertó a darle la clásica
sencillez
ajena de la naturaleza de su ingenio y de la clase de sus
poco
vastos
conocimientos.
Así el poeta que solía expresarse en tan magníficos períodos y versos como aquellos con que empieza su tragedia, grabados en la memoria de los amantes de la lengua y versificación castellana:
Toda
júbilo es hoy la gran Toledo,
el popular aplauso y alegría
unidos al magnífico aparato,
las victorias de Alfonso solemnizan.
Hoy se cumplen diez años que triunfante
le vio volver el Tajo a sus orillas,
después de haber las de Jordán bañado
con la cristiana sangre y con la impía:
Trozo donde si no hay toda la clásica
sencillez,
tampoco se nota que de ella desdiga. Ese mismo poeta, en la escena donde se presenta su heroína al rey a expresarle su amor y la pena que le causa verse obligada a dejarle, se expresa con los conceptillos siguientes propios de la
peor
época
de la literatura castellana:
Mi
llanto, mis sollozos
solo son expresión de mi martirio,
vapores que a los ojos ha exhalado
la amante llama que en mi pecho abrigo.
Y en la aplaudida y con algún motivo
celebrada
relación de Hernán García de Castro al rey Alfonso, cuando llevando la voz del pueblo le pide el destierro de su dama, juntamente con bellos pensamientos, se nota el
estilo
idéntico
de las relaciones de nuestras comedias antiguas con sus hipérboles, con sus amplificaciones, con sus circunloquios, y también con sus
primores
de dicción y algunas veces de estilo.
Pero García de la Huerta no quiso ceñirse a dar obras originales en el género llamado
clásico,
e intentando sin duda probar que si abogaba por la antigua poesía
dramática
castellana, también sabía trasladar a su patria y lengua las perfecciones de modelos de belleza muy diferentes, escogió para
traducirlas
dos tragedias de autores, aunque ambos llamados clásicos, de género diversísimo, siendo el uno el más acabado y hermoso tipo del
puro
y legítimo clasicismo griego, único enteramente digno de tal nombre, y el otro un ejemplar del apellidado clasicismo francés, y no del de
Corneille
o Racine, si en algo diferente del género y gusto de la Grecia antigua, en otra parte, con especialidad el segundo, enteramente conforme a la forma y en no corto grado al espíritu de la clásica
Antigüedad,
sino de un clasicismo
degenerado
y bastardo, el de
Voltaire,
solo acreedor al título que toma por su observancia de las
unidades.
Las
tragedias
a las que me refiero son la
Electra,
de
Sófocles,
y la
Zaira
de Voltaire. Pero por desgracia, Huerta, que las puso en
castellano,
ignoraba enteramente el griego y conocía muy poco el francés, faltándole por consiguiente para hacer sus versiones el
conocimiento
de los originales. Esto, sin embargo, no le detuvo, pues escogió para original dos traducciones españolas que estimó ajustadas, no
siéndolo
en verdad la primera, aunque sí la segunda con exceso, si exceso cabe. Valióse, pues, para poner en verso castellano la
inmortal
obra de Sófocles, de una traducción de la misma, hecha en prosa y con poca fidelidad por el maestro Hernán Pérez de Oliva, autor del reinado de Carlos I. A esta prosa castellana antigua dio Huerta la forma de versos sonoros, y añadiendo la infidelidad necesaria en quien deslíe prosa en versos sujetos sobre la ley de la medida a la del asonante a la ya no corta usada por el primer traductor, dio, en vez de la obra original griega o de una tragedia mediana, una mera colección de hermosos
versos
con las calidades particulares de su estilo nada clásico, ni en los parajes donde tiene más hermosura.
En cuanto a la
tragedia
de
Voltaire,
también, como he dicho, se valió de una versión castellana, pero no de una en prosa, sino de una
traducción
en versos sueltos, flojos,
desmayados,
donde estaban sin discrepar de ellos un ápice todos los pensamientos del original, faltando solo la belleza de estilo que en una obra poética, aun cuando sea dramática, es de todo punto indispensable. La traducción a que estoy aludiendo era obra de un hombre
singular,
del cual, tratando de los
días
de Carlos III, es imposible dejar de hacer mención, aunque en la literatura no tuvo el mérito ni adquirió la
celebridad
a que aspiraba. De un personaje, discípulo fogoso de la filosofía francesa de su siglo, hasta en sus yerros. De uno que intentó introducirla en España, hasta con sus doctrinas
irreligiosas.
De uno a quien en medio de sus no leves faltas, es deudor el pueblo español de señalados beneficios. Del que poblando los ásperos desiertos de Sierra Morena,
convirtió
en terreno escabroso y una guarida de salteadores de caminos en uno de los parajes, si antes de más peligroso, ahora de más seguro y agradable tránsito en el suelo de toda España. De uno a quien persiguió la
Inquisición,
castigando en él algunas culpas, no pocas imprudencias, y hasta acciones dignas de alabanza en un acto solemne, en el cual, si no se le aplicó la más dura pena, se le trató con una multitud de bárbaros rigores, dando un espectáculo indigno del siglo, y casi el último de su clase, de Don Pablo
Olavide.
Este personaje, de varia y un tanto
superficial
instrucción,
y de carácter por demás fogoso, movido del deseo de adquirir fama y juntamente de hacer bien a su patria, se dedicó a todo género de empresas. Como la poesía
dramática
en aquellos días en que llevaba el cetro de la literatura
Voltaire
era uno de los vínculos por donde se comunicaban las nuevas ideas filosóficas, Olavide, admirador apasionado del poeta filósofo francés, quiso darle a conocer al público español en su calidad de autor dramático, eligiendo para el intento una de sus más célebres tragedias. Pero siendo necesario para
traducir
en verso tener ciertas
dotes
poéticas, y careciendo de ellas Olavide, solo pudo poner los pensamientos y aun las palabras del original francés en líneas castellanas de unas sílabas cabales, que solo por la cantidad merecían el nombre de
versos.
Así empezó desde luego su tarea con admirable fidelidad, expresando el:
Je
ne m’attendais pas, jeune et belle Zaïre
aux nouveaux sentiments que ce lieu vous inspire,
por los correspondientes versos:
Hermosa
Zaida, extraño los afectos
Que de improviso esta mansión te inspira.
Don Vicente García de la Huerta no podía tomar una entonación tan baja y humilde. Comenzando, pues, a su modo, y desde luego teniendo la
extravagancia
propia de su condición de verter el nombre Zaïre de la heroína del original, no como Olavide por el de Zaida, tan
común
en nuestras moras de
romance
y
comedia,
sino en el de Jaira, de sonido gutural, áspero, y no por eso más propio de mujer musulmana, rompió en los bien
sonantes
versos:
Deja
que extrañe Jaire unos afectos,
Tan distintos de aquellos que solían
Notarse en tu semblante. ¿Qué esperanza,
Qué motivo feliz tan tristes días
En días tan alegres han cambiado?
Aquí se deja ver García de la Huerta, aunque sin falta a la sencillez, o aun a la fidelidad en medio de su sonoridad y
pompa.
Pero en otros pasajes se presenta demasiado, y tanto, que su
traducción
peca de excesivamente
infiel,
siéndolo mirada bajo dos diferentes aspectos: como expresión ajustada al original, del cual dé en toda su integridad los pensamientos y las frases, o como obra escrita cual es de presumir que la habría escrito el autor en la lengua a que el intérprete la traspasa. La
Zaida
de Olavide es un ejemplo de lo primero: la
Jaïra
de Huerta no lo es de alguno de los modos recomendados para hacer traducciones. De esta censura, fácil sería amontonar ejemplos que la abonasen. Voltaire en esta tragedia aspiró a expresarse con la mayor
sencillez,
y con esto acertó a hacerla patética y grata, no obstante la
inverosimilitud
de su argumento, lo falso de sus caracteres, especialmente considerados como de los personajes que representan, y lo mal hecho de su enlace y
desenlace.
Esto no lo conocía Huerta ni podía conocerlo el autor de la
Raquel,
el crítico poco
diestro,
defensor de la antigua literatura española. Así, cuando Voltaire, con ternura impropia de un mahometano, de un oriental tratándose de una mujer, dice:
Je
vais donner une heure aux soins de mon empire
Et le reste du jour sera tout á Zaïre
Que Olavide
tradujo
Daré
una hora
A los cuidados de mi monarquía
Y daré a Zaida lo demás del día.
Huerta, hablando de los preparativos de fiestas, solo dice que para hacerlas se consulten:
Los
fondos de una vasta monarquía,
El deseo de ser de Jaira amado
Y finalmente su beldad divina.
En la hora en que Orosman después de haber dado muerte a Zaida, creyéndola falsa y desleal a su
amor,
conoce su yerro y se prepara a castigarse, quitándose por su propia mano la vida, en el original francés se expresa con admirable sencillísima ternura acabando con decir:
Dis
que je l’adorais, et que je l’ai vengée
Traducido
por Olavide literalmente, no sin
acierto:
Di
que la amaba y di que la he vengado.
Huerta en este paso incurrió en gravísimos
defectos
desfigurando este trozo importante hasta lo sumo, pues son
faltas
propias de una mala
escuela
literaria, personificando y haciendo activos a la diestra y al puñal en vez del al personaje que habla, usa de las frases siguientes:
Y
di también que si bañó mi diestra
En su sangre el puñal, el mismo acero
Castigando a Orosman a Jaira venga.
Donde además se refiere el héroe a la circunstancia que no debía notar o a que no debía aludir en su desesperación y en el punto de ir a acabar consigo mismo de que el acero que hizo una muerte es el que va a vengarla.
Sin embargo de estos graves
defectos,
por muchos años la
Jaira
de García de la Huerta ha sido oída con
aplauso
y
gusto;
tanto es el poder de una
dicción
robusta y lozana y de un verso fluido y sonoro para los oídos españoles y aun para los entendimientos, en los cuales lleva a desatender ciertas faltas el regalo de los sentidos.
Pero si García de la Huerta se dio más a conocer como poeta dramático que bajo otro aspecto y con más ventajas de su fama en sus pocas composiciones líricas, no dejó de dar muestras de disposiciones no comunes, bien que más por manifestar cuánto podría haber hecho su
ingenio
mejor
dirigido,
que por el mérito de sus
composiciones
ni del más alto.
Los
romances
de este autor, en su tono y hasta cierto punto en su
estilo,
recuerdan
los de nuestros autores del siglo
XVII,
si no los demás antiguas composiciones de la misma clase; pero la semejanza no pasa de la forma, faltando el espíritu que animaba no solo a la sencilla y tosca escuela del siglo XV y gran parte del XVI, sino el verdadero estro poético de los de fines de este siglo y los primeros años del siguiente. Al leer, por ejemplo, el periodo que sigue, y es entrada de un romance,
El
africano alarido
Y el ronco son de las armas,
En los valles de Gamiel
Eran saludos del alba,
Hasta en lo
afectado
de la
expresión
se creerá tener delante una composición de
Góngora
o bien de otro poeta de la misma
edad
y
escuela.
Sin duda alguna es de
inferior
clase, mérito que se reduce en cierto modo al mecanismo del
estilo
o quizá al de la frase meramente; pero aun siendo inferior, el no ser común prueba que no es fácil de conseguir, y por otra parte, aun en su inferioridad, tal copia en la expresión, tal gallardía en el periodo, son dotes de la
fantasía.
He hablado, señores, de García de la Huerta como
crítico,
y no he ocultado que sus pretensiones a serlo en nada más estriban que en haberse arrojado a presentarlas y sostenerlas con
arrogancia.
Pero la lid en que se empeñó tenía más valor que el encargado por propia voluntad de mantenerla, siendo por su índole y consecuencias de las cosas que influyeron en el carácter de los estudios y de las composiciones en nuestra España, y de las que nacidas de las circunstancias a su vez influyen en ellas y sirven además para descubrir a la posteridad la situación intelectual de aquellos días. Los literatos con quienes peleaba Huerta eran todos de una
escuela
nueva, no solo
literaria,
sino filosófica asimismo, de una
secta
reformadora, venida a
trocar
ya prontamente, ya con lento paso la faz y el interior de España hasta en su literatura. Estaban enamorados de la literatura francesa, y algo conocían las de otras naciones, si bien de Francia era de donde más
tomaban.
No por eso descuidaban el estudio de los buenos autores castellanos antiguos, y antes bien dedicaron a ellos su atención; pero admirándolos más que
siguiéndolos,
siguiéndolos solo en ciertos puntos, juzgándolos de modo diverso del que antes se empleaba, para tasar sus merecimientos. De los hombres de esta escuela, en que se distinguieron
Cadalso
e Iriarte con otros varios, hablaré en mi lección siguiente, hasta venir a Jovellanos y Meléndez, en quienes tiene principio la moderna
prosa
y
poesía
castellana. También consideraré como prosadores a algunos de los que en esta lección han sido citados como poetas, y a uno u otro contemporáneo suyo que se señaló sin escribir versos, aunque de estos hubo pocos. Vendremos así, señores, casi a
nuestros
días, y aún habremos de entrar a tratar de hombres que enlazan el siglo XVIII con el presente, tarea difícil
cuando
haya necesidad de referirse a autores vivos o recién muertos, y en la cual, como en ninguna otra parte de mi trabajo, habré menester indulgencia, mereciéndola solo por la sana intención e imparcialidad de mis
juicios,
y tal vez hallando en ellas disculpa de mi
insuficiencia
y errores.