Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Biografía de don Alberto Lista”
Autor del texto editado:
Ochoa, Eugenio de (1815-1872)
Título de la obra:
Revista literaria de El Granadino
Autor de la obra:
Dirigida por José Giménez Serrano Revista literaria de El Granadino Dirigida por José Giménez Serrano
Edición:
Granada: imprenta de Juan María Puchol, nº 21, nº 21, 8 de octubre de 1848









Biografía de don Alberto Lista


España acaba de perder una de sus más puras y brillantes glorias modernas. Según leemos en los periódicos da Sevilla, el 5 del anterior, a las nueve de su mañana, falleció en aquella ciudad el sabio humanista, profundo matemático y gran poeta don Alberto Lista.

Esta nueva dolorosa, por más que la hiciesen ya muy temible su avanzada edad y las noticias que de algún tiempo a esta parte se tenían en Madrid de las graves dolencias que le aquejaban en estos últimos meses, ha llenado de luto el corazón de los hombres ilustrados de todos los partidos, y muy señaladamente el de los muchos que en él veían no solo una inteligencia de primer orden, más también un maestro querido, un amigo a toda prueba y casi un segundo padre. Éralo, en efecto, para sus numerosos discípulos el señor Lista, y es seguro que no hay uno solo entre los muchos a quienes ha cabido la suerte de recibir sus lecciones que no conserve en el fondo de su alma un sentimiento dulcísimo de veneración y de cariño filial a la memoria de aquel sabio tan indulgente, de aquel hombre superior, tan sencillo y tan bondadoso, que no sabemos si debía más aún al tierno afecto que inspiraba a sus alumnos que a la luminosa claridad de sus explicaciones, los sorprendentes resultados que constantemente obtuvo en el ejercicio de la enseñanza.

Trece años de edad contaba don Alberto Lista cuando abrazó públicamente la honrosa carrera del magisterio, fenómeno de aplicación y precocidad único en los anales del entendimiento humano. El don de la enseñanza era, puede decirse, ingénito en Lista: como había nacido poeta, había nacido maestro; naturaleza eminentemente expansiva y amorosa, nunca era más feliz que cuando, en medio de su cátedra, veía en torno suyo un numeroso auditorio de muchachos pendientes de sus palabras. Cátedras eran para él cualesquiera sitios en que tuviese oyentes, pues su conversación, siempre instructiva y amena, florida y sustanciosa al mismo tiempo, rica de recuerdos clásicos y de sólida doctrina era como un curso continuado ya de alta moral, ya de filosofía o de historia o de literatura. Era en verdad una escena hermosa, y en la que había algo de la solidez patriarcal de otros tiempos, la que presentaba el sabio anciano, seguido en sus largas excursiones campestres de la inteligente y fiel falange de sus discípulos más queridos. Nuevo Sócrates, (con cuyo perfil tradicional presentaba, por cierto, el suyo una viva semejanza), reproducía entre nosotros el majestuoso espectáculo de los pórticos de Atenas. Unas veces, en las claras noches de verano, nos llevaba a las alturas que rodean a Madrid y nos iba explicando, sorprendiéndolas, por decirlo así, en la bóveda estrellada, las leyes del mecanismo celeste y las maravillas de la creación; otras veces, engolfándose en las cuestiones literarias, su tema favorito, desplegaba en ella toda la frescura de una imaginación de 20 años, y, a la que nos instruía en los preceptos del arte, nos embelesaba con su elocuencia de oro.

Frecuentemente, con el candor de la verdadera superioridad, citaba como ejemplo y autoridad sus propios versos. Como un rasgo característico de aquellas doctas conferencias, añadiremos que le gustaba alternarlas con festivos episodios. En tales ocasiones desaparecía el maestro, y quedaba solo el compañero, el hermano, pero revestido siempre de la autoridad de un padre. Desde las primeras lecciones nos tuteaba a todos; no parecía sino que en su mente el ejercicio de la enseñanza debía establecer por necesidad entre el maestro y sus alumnos una especie de parentesco intelectual, al que él, por su parte, nunca fue infiel; y en este sentido solía decir donosamente a uno de sus mejores discípulos de matemáticas, don Alejandro Bengoechea, hoy catedrático de esta asignatura en la Universidad de Madrid: “Tus discípulos son mis nietos”. Su memoria era prodigiosa: muy rara vez al analizar en sus lecciones los clásicos antiguos o los poetas modernos, o al recordar en la conversación algún pasaje de cualquiera de ellos, en especial de los dramáticos, necesitaba consultar el testo. Era particularmente apasionado de Virgilio entre los latinos, de Rioja y Calderón entre los españoles. “Pensar como Rioja y decir como Calderón” era su divisa poética, la fórmula en que cifraba la perfección del arte. ¡Cuántos, sin duda, al leer estas líneas recordarán con tristeza aquellos días de su juventud estudiosa, en que, como a nosotros, les era dado disfrutar del trato íntimo y familiar de su inolvidable maestro, y darían testimonio, si preciso fuera, de la verdad de estos pormenores!

Lista es el hombre que ha ejercido mayor y más saludable influjo sobre nuestra época en España: este es acaso su título más glorioso. Como matemático, como publicista, como literario, tiene rivales que le disputan la palma; como hombre de prestigio y de influencia sobre sus contemporáneos como autoridad, no los tiene. Bajo este concepto, sobre todo, creemos que le está reservado un puesto muy alto en la historia de nuestros días. Ella dirá la parte que corresponde a Lista en el mérito de nuestros estadistas y de nuestros escritores de este siglo, todos o casi todos formados por él y amoldados a sus máximas, a sus opiniones y a su gusto. Opuesto por temperamento o por convicción a todo linaje de violencia y de intolerancia, lo mismo en literatura que en filosofía y en política, siempre enseñó a sus alumnos doctrinas ajustadas a una libertad racional, las mismas que brillan en todos sus escritos. En literatura era tan contrario al rigorismo exclusivo de los preceptistas del siglo XVIII como a la desenfrenada licencia de los modernos románticos franceses. Tolerante con todas las opiniones sensatas, liberal en política, solo era inexorable con la irreligión y la anarquía. En toda clase de materias el orden era su ídolo. De aquí su pasión por las matemáticas, que él llamaba la ciencia del orden, y que en este concepto, valiéndose de un paralogismo ingenioso, asimilaba casi con la poesía, que es la ciencia de la belleza, la cual en último análisis no es más que la armonía suprema, el orden por excelencia. No es dudoso que estas opiniones del maestro ejercieron una influencia decisiva en el ánimo dócil de sus jóvenes alumnos; y, a nuestro juicio, no tienen otro origen esas ideas de orden que por lo general hemos visto predominar en las cabezas de aquellos jóvenes que ya son hombres, y de los cuales hay muchos que han ocupado y ocupan en el día los primeros puestos del Estado. Por eso creemos que cuando se escriba con sana crítica la historia filosófica de nuestra época se tomará muy en cuenta el influjo que sobre ella ha ejercido don Alberto Lista; un historiador sagaz verá en él, más que un poeta excelente, un director de ideas. Por lo tocante a nuestra historia literaria, Lista será en ella lo que sería en la historia de las artes un hombre que uniese a los timbres del Perugino los laureles de Rafael.

Arrastrado por la corriente de nuestras revueltas públicas; precisado, como todos los hombres notables de su tiempo, a tomar una parte activa en nuestras tristes luchas de partido; alentado, por fin, algunas veces, aunque siempre a su pesar, bajo las banderas de la política militante, Lista ha descendido al sepulcro a la edad de 73 años, sin contar un solo enemigo, ¡privilegio inaudito en este siglo de volubles pasiones y de largos cuantos injustos rencores! Esos rencores que no han respetado a otros nombres igualmente insignes en virtud y en letras y que todavía velan sobre las recientes sepulturas de algunos célebres varones lumbreras de nuestra época, se ven desarmados ante el nombre tan puro y ante la sepultura venerada de don Alberto Lista, protegidos uno y otra por el amor de toda una generación agradecida. Lista no tenía ni podía tener enemigos porque no sabía hacer daño, ni era capaz de aborrecer: alma sin hiel, ni aun en el duro ejercicio de la polémica periodística olvidaba un solo instante su mansedumbre nativa. Gustábanle, empero, las luchas de la dialéctica en todos los terrenos, pero solo como un noble ejercicio de la inteligencia; era fogoso y diestro en el ataque, pero nunca se valía más que de armas corteses: nunca en las justas políticas a que más de una vez le llevaron la convicción y la necesidad hizo uso de aquellas flechas mortales que llevan empapada en veneno la acerada punta. Lo mismo en las lides literarias que en las políticas, jamás mojó su pluma en el fango de las pasiones ruines. Digno y benévolo juntamente, sabia juzgar con severa rectitud, censurar sin acrimonia, aconsejar sin pedantismo dogmático y, sobre todo, elogiar con efusión. Sus alabanzas eran poderosos estímulos; estímulos eran también sus críticas, porque no humillaban, no desalentaba al que era objeto de ellas. A este arte tan difícil y, por desgracia, tan raro, pero que en él no era un estudio, sino un efecto natural de su apacible condición, debió el verse constantemente fuera de esas rencillas y de esos bandos en que con harta frecuencia suele estar dividido el que ya en los tiempos de Augusto denominaba Horacio con razón genus irritabile vatum, raza, por cierto, no menos quisquillosa e iracunda en nuestros días que en los pasados. Todos los literatos célebres de su tiempo fueron sus amigos. El lloró con sinceras lágrimas la muerte de Meléndez, de Cienfuegos, de Moratín, de Hermosilla, de Clemecín, de Reinoso, de Miñano, de Burgos, como hoy le llorarían ellos a él si vivieran, como le lloran los pocos émulos y compañeros de sus glorías que todavía le sobreviven.

Objeto preferente de entrañable cariño y de una especie de culto fue para él toda su vida el sabio autor del Examen de los delitos de infidelidad a la patria, el dulcísimo cantor de la Inocencia perdida, don Félix José Reinoso, ese hombre eminente para quien no ha empezado todavía (¡tal es nuestra injusticia!) el juicio imparcial de la posteridad. Fue Reinoso su compañero de estudios; las mismas vicisitudes corrieron en sus mocedades y en sus viriles años; la misma holgada suerte les cupo en su ancianidad; solo que Lista, más feliz todavía que Reinoso, ha cerrado sus ojos a la luz como los patriarcas de la Biblia, lleno de días, honrado y querido en su modesta medianía, dorada por la mano de un gobierno justo apreciador del mérito. Sus despojos mortales descansan junto a las mismas hermosas márgenes del Guadalquivir que le vieron nacer, ¡Cuántas veces, al verse por fin de nuevo en aquellos sitios amados, después de tantas borrascas, contemplaría con delicia el venerable anciano, en sus últimos años, realizado en parte para él aquel poético deseo que expresa en uno de sus más bellos romances! i

Uniole también desde la juventud una estrechísima amistad, nunca alterada, con el doctor don Sebastián de Miñano, cuya celebridad como escritor satírico у consumado hablista adivinó años antes de que hubiese publicado escrito alguno, y aun la anunció positivamente en una carta dirigida al mismo desde Pamplona, en junio de 1817 ii , que original guardamos como un objeto precioso. Asociado con él y con el sabio helenista y seguro crítico don José Gómez Hermosilla, publicó desde agosto de 1820 hasta julio de 1822 los 17 tomos del Censor, el periódico más importante y mejor redactado que ha existido en España. Entre los literatos de su tiempo, estos fueron, con los señores don Juan Nicasio Gallego, don Joan Gualberto González y don José Blanco, hoy pastor protestante en Inglaterra y olvidado del país y hasta de la lengua de Cervantes, sus más íntimos amigos. Si se nos preguntase ahora quiénes eran sus discípulos predilectos, no sabríamos en verdad qué responder; solo diríamos que muchas veces le hemos oído recordar con entusiasmo у con cierta especie de legítimo orgullo al malogrado Espronceda, a don Felipe Pardo, ya hace años establecido en el Perú, su patria, у a don Ventura de la Vega, a quien en punto a gala у pureza en la dicción ponía encima de todos sus jóvenes compañeros y al nivel de nuestros antiguos clásicos.

Vamos ahora a dar algunos ligeros apuntes biográficos del hombre insigne a quien consagramos estas páginas.



Don Alberto Lista nació en Sevilla el día 13 de octubre de 1775, de padres pobres (don Francisco Lista y doña Paula de Aragón), que se sostenían con una fábrica de telares de seda. Al mismo tiempo que aprendía aquella profesión, hizo sus estudios en la Universidad de su ciudad natal, donde cursó filosofía y teología y se dedicó a las matemáticas, en cuya facultad sirvió de sustituto en la cátedra que está a cargo de la sociedad económica de la misma capital, a la edad de 13 años, según antes dijimos; todo esto sin perjuicio de trabajar en la fábrica de telares para sostener a sus ancianos padres y a su numerosa familia.

En 1796 fue nombrado profesor de matemáticas en el real colegio de San Telmo de Sevilla, y desde esta época se dedicó exclusivamente a la enseñanza. Fue en aquella época individuo de una academia particular de humanidades donde se reunieron los hombres que se dedicaban en Sevilla a la amena literatura, y cuyo objeto era restablecer las ideas del buen gusto y el lenguaje de nuestros escritores del siglo XVI, restaurados en las poesías de Meléndez, Moratín, Jovellanos, Quintana, Gallego y otros literatos célebres de fines del siglo XVIII. A los 28 años recibió las sagradas órdenes.

Arrojado a Francia por las tempestades políticas y restituido a su patria en 1817, obtuvo al año siguiente, por oposición, la cátedra de matemáticas erigida por el consulado de Bilbao; allí empezó el curso de esta ciencia que después completó en Madrid, a donde se trasladó en 1820. Del año 20 al 23 profesó matemáticas, historia y humanidades en el colegio de San Mateo, del que salieron tantos jóvenes que después han figurado en primera línea en todas las carreras. Uno de ellos ocupa hoy un puesto en el Consejo de la corona. Para uso de sus discípulos de aquel colegio dio a luz su excelente Colección de hablistas y varios tratados de matemáticas.

En 1822 publicó su colección de poesías, y en 1828 escribió el suplemento al Mariana y Miñano, que forman el tomo IX de la edición de la Historia de España que comenzó a publicarse aquel año en Madrid. Convencido de la falta que haca en nuestra literatura una Historia universal, empezó a publicar en 1829 la traducción de las obras históricas del conde de Segur, hasta donde este autor la dejó, con numerosas adiciones, y la continuó hasta nuestros días. Entre sus producciones más notables debemos mencionar su Curso de literatura dramática, explicado en el Ateneo de Madrid, del que por desgracia solo se han publicado algunas lecciones. En 1837 hizo una segunda edición de sus poesías, en dos tomos, muy corregidas y aumentadas.

En 1838 pasó a Cádiz a dirigir un colegio; de allí se trasladó a Sevilla, de cuya santa iglesia catedral le nombró canónigo su majestad durante el breve ministerio del señor Egaña, y en cuya Universidad era ya decano de la facultad de filosofía desde que se hizo el último arreglo de las universidades, siendo ministro de la Gobernación el señor Pidal. Las reales academias de la Lengua y de la Historia le contaban en el número de sus individuos. Desde el año de 1833 estaba condecorado con la cruz de caballero comendador de Isabel la Católica.

Muy reducidas son en verdad estas líneas para tan alto asunto; otros escribirán de él con la estensión debida. Ya los periódicos han anunciado que la sociedad de autores dramáticos, deseosa de honrar la memoria del señor Lista, piensa dedicarle, entre otros obsequios, una Corona fúnebre, que se publicará precedida de su Vida, cuya redacción se ha confiado, según hemos oído, a un joven escritor, justamente celebre, el señor Hartzenbusch; mucho nos congratulamos de ello. El Boletín oficial de este ministerio, dedicando este sentido recuerdo a uno de los hombres más sabios y más respetables que ha producido nuestra época, cumple uno de los objetos a que le destina el gobierno, que es honrar la virtud y el saber.

Suspendamos, pues, aquí este breve homenaje rendido a las altas prendas morales del señor Lista; el tributo de afecto y de gratitud que le consagramos en el fondo de nuestro corazón durará en él, con su memoria, lo que nos dure la vida.

EUGENIO DE OCHOA






i.  ¡Feliz el que nunca ha visto más río que el de su patria y duerme anciano a la sombra do pequeñuelo jugaba.
ii. En esta carta, interesante por muchos conceptos, leemos que por entonces se ocupaba en escribir una tragedia con el título de El Galileo.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera