Don
Francisco de Quevedo
Entre los
poetas
del siglo XVII que tan
célebres
fueron y aún son en toda la Europa por su atrevido ingenio y lozana
imaginación
está son Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, cuyo retrato, sacado de la edición de sus poesías escogidas, impresas en Madrid con las de don Luis de Góngora en 1821, publicamos con el número de hoy.
Este insigne
vate,
señor
de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid en 1580, sin que conste el día ni el mes.
Cursó
en la Universidad de Alcalá la sagrada Teología, graduándose a los
quince
años de edad y dedicándose además a otros
estudios,
en que siempre demostró su despejado
talento
y su estremada memoria, sobresaliendo en los de las lenguas griega y hebrea.
Llevole a Sicilia el compromiso de un lance que tuvo en Madrid, pues era diestro en armas, y esta casualidad le hizo conocer al virrey don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, de cuya
protección,
así como de sus servicios, alcanzó el
hábito
de Santiago y el favor de la corte. La caída de aquel célebre personaje envolvió en su desgracia la del favorecido, y Quevedo, fiel a su protector, padeció con él.
Después de haber estado preso por espacio de tres años en la Torre de Juan Abad, volvió a la
corte
libre de todo cargo y fue
estimado
del rey Felipe IV, cuya afición a la poesía es harto sabida, y el cual le dio
empleos
bastante elevados.
Casose Quevedo en 1634 con doña
Esperanza
de Aragón, señora de Cetina, retirándose a la tranquilidad del hogar doméstico, pero la muerte de esta señora fue para él el principio de nuevas desgracias. Los tiros de sus enemigos se hicieron oír en Madrid, y el gobierno mandó que se le embargasen sus bienes y se condujese preso a la casa de San Marcos de León. Allí pasó una estremada
miseria,
faltándole facultativos y teniendo él mismo que curarse tres llagas que la humedad de su prisión le habían causado. Pero averiguose quién era el autor de un libelo que habían achacado a su pluma, y consiguió de nuevo la libertad.
Volvió a la corte y, no pudiendo soportar los gastos que allí se le originaban, regresó pobre a su villa de la Torre, donde murió de un achaque del pecho en 1654, a los 56 [65] años de
edad.
Ninguno de los que han leído a Quevedo, ya en sus obras en
prosa,
ya en sus composiciones
poéticas,
ha dejado de reírse: es un tributo que todos han pagado a su ingenio. Vivo, ligero, picante, mordaz y muchas veces deshonesto, ha dado lugar a que se le tenga por unos en muy alta consideración, y a que otros le
depriman
sin piedad. Y, sin embargo, todos tienen razón, porque en muy pocos podrá notarse tal mezcla de bueno y malo, tal unión de preciosas y delicadas ideas con otras inmorales con muy mal gusto espresadas; tanto talento, tanto genio, tanta facilidad unidos a tanto
descuido
e
incorrección.
Sus poesías serias no pueden sostenerse en parangón con las jocosas, y raras son las que pueden llamarse buenas en su totalidad, pero se encuentran a menudo versos armoniosos y robustos y trozos soberbiamente entonados.
Desatinada de todo punto nos parece la opinión que espresa Estala en la edición de poesías que sin gusto literario hacinó y publicó bajo el seudónimo de Ramón Fernández, afirmando que son originales de Quevedo las poesías
publicadas
por él como del bachiller Francisco de la Torre. Nada nos queda ya que decir sobre este punto después de lo que don Manuel José Quintana espresa en el prólogo de su colección; sin embargo, aconsejamos a nuestros lectores que lean la más delicada y correcta composición seria de Quevedo y una cualquiera de las del referido bachiller, y digan, por muy legos que sean en la materia, si puede afirmarse que sean producto de una misma pluma; ni el estilo, ni el gusto, ni el lenguaje; nada hallarán semejante entre ambas.
Asimismo en 1629 dio a
luz
las poesías de fray Luis de León, dedicándolas al conde duque de Olivares.
Muchas fueron sus obras en prosa, ya originales, ya traducidas, pero en todas demostrando su superioridad para la sátira y presentándose
demasiado
metafísico en sus escritos serios.
No nos detenemos en una crítica difusa y que el público ha hecho antes que nosotros; por eso damos fin a este artículo transcribiendo los versos que Cervantes dedica a nuestro poeta en el capítulo 2º del
Viaje del parnaso;
dicen así:
“Mal podrá don Francisco de Quevedo venir”, dije yo entonces, y él me dijo: “Pues partirme sin él de aquí no puedo”.
Ese es hijo de Apolo, ese es hijo
de Calíope musa, no podemos
irnos sin él, y en esto estaré fijo.
Es el flagelo de poetas memos
y echará a puntillazos del parnaso
los malos que esperamos y tememos.
K.