Herrera
Fernando de Herrera fue natural de la ciudad de Sevilla. No sabemos nada de su
familia,
e incluso la fecha de su nacimiento es desconocida. Se conjetura que nació a principios del siglo XVI. Fue
eclesiástico,
pero se cree que adoptó esta
profesión
tardíamente
a lo largo de su vida, e ignoramos la posición que desempeñó en la jerarquía eclesiástica, así como todos los eventos de su vida. Se cree que murió a una edad muy
avanzada,
pero no se nos ha dicho cuándo ni dónde.
En medio de todos estos aspectos negativos en cuanto a sucesos ciertos, llegamos a algunas certezas con respecto a sus cualidades. Hay un trabajo inédito titulado
Los hombres ilustres nacidos en Sevilla,
escrito por Rodrigo Caro, que dice de él lo siguiente:
«Herrera fue tan bien conocido en su ciudad natal de Sevilla y su memoria es tan
estimada
allí, que se me podría considerar culpable si mi recuento de sus obras fuese breve. Sin embargo, repetiré todo lo que he escuchado sin adiciones vanas, porque le conocí, aunque nunca hablé con él, porque yo era un muchacho joven cuando él era un hombre anciano; pero recuerdo la reputación de que disfrutó. Entendía el latín perfectamente y escribió varios
epigramas
en esta lengua, los cuales podrían
rivalizar
con los más famosos autores
antiguos
en pensamiento y expresión. Poseía solo un conocimiento moderado del griego. Leía a los mejores autores en las lenguas modernas, habiéndolos
estudiado
con cuidado, y a esto añadía un profundo conocimiento del castellano, observando cuidadosamente su poder de expresión con nobleza y grandeza. Evidentemente, escribió
prosa
con gran esmero, ya que su prosa es lo
mejor
en nuestra lengua. En cuanto a su
poesía
en español, a lo que a su genio lo impulsó principalmente, los mejores críticos dicen que sus poemas son correctos en su versificación, llenos de
colorido
poético, poderosos y contundentes, así como elegantes y hermosos; aunque, de hecho, como no escribió para todos los lectores vulgares, los ignorantes no pueden juzgar el alcance de su erudición. Sobresalió en el arte de seleccionar epítetos y expresiones sin afectación. Era por
naturaleza
grave y severo, y esta misma propensión se revela en sus versos. Se
relacionó
con pocos, llevando una vida retirada, ya fuese solo en su estudio o en compañía de algunos amigos que simpatizaban con él y a los cuales confiaba sus preocupaciones. Sea por esto o por el mérito de su poesía, fue llamado el
Divino
Herrera.
Como dice un satírico de aquellos días,
Así mil rimas y sonetos
divino Herrera escribió en vano.
Sus poemas no fueron
publicados
en vida. Francisco Pacheco, un célebre pintor de su ciudad, cuyo estudio fue lugar de encuentro para todos los hombres inteligentes de Sevilla y los alrededores, llevó a cabo esta tarea. Fue un gran admirador de sus trabajos, los recopiló con gran cuidado y los
imprimió
bajo el
mecenazgo
del conde de Olivares. Los trabajos en prosa de Herrera son los mejores en nuestra lengua.
Consisten
en la
Vida y martirio de Tomás Moro,
presidente del parlamento inglés en el tiempo del reino (traducción del latín de Thomas Stapleton)
1
; la
Batalla
naval contra los turcos en Lepanto;
unos
Comentarios a Garcilaso,
todos los cuales muestran una lectura profunda en griego, latín y lenguas modernas, y que publicó en vida. Se empleó en una
Historia general de España hasta la edad del emperador Carlos V,
la cual terminó para el año 1590. Fue muy versado en filosofía,
estudió
matemáticas, geografía antigua y moderna y poseyó una escogida biblioteca. El
premio
por todo esto fue solamente un beneficio en la parroquia de San Andrés de esta ciudad. Pero tiene muchos compañeros en esta moderación de su fortuna, porque, aunque todos elogien la virtud, pocos la buscan y menos la recompensan».
El
elogio
de Caro es repetido por otros de más notoriedad. Cervantes, mientras residía en Sevilla, frecuentaba la academia de Herrera. En su
Viaje del Parnaso
lo llama “el Divino” y dice que “la hiedra de su fama se aferró a los muros de la inmortalidad”. Lope de Vega, en su
Laurel de Apolo,
lo llama “el docto” y habla de él con respeto y admiración. Sedano nos dice que era un hombre bien parecido, alto, de aspecto varonil y digno, ojos vivos, cabello grueso y rizado y barba. Además, sabemos que la dama de su amor, a la que celebra bajo los nombres de “Luz”, “Amor”, “Sol”, “Estrella”, “Heliodora”, era la condesa de Gelves. Se dice que la amó toda su vida, hasta la altura de la pasión platónica, que abrasaba ardiente y brillante su propio corazón, pero que solamente se revelaba a través de manifestaciones de reverencia y lucha personal. Esta suerte de vínculo, cuando es verdadero, resulta ciertamente de una naturaleza heroica y sublime, y exige nuestra admiración y simpatía; pero debemos estar convencidos de la realidad de los sufrimientos a que da lugar y de la naturaleza ilimitada de su devoción, o se convierte en una mera imagen carente de calor y vida. Las cartas de Petrarca dotan de alma a su poesía: las relaciones varias que contienen de sus luchas en Vaucluse nos hacen dirigirnos con un interés más profundo hacia sus versos, los cuales, de otra manera, casi podrían ser considerados como un mero sentimiento ideal. Sin saber nada de Herrera, excepto que él amaba “una particular estrella luminosa” brillando lejos, estamos dispuestos a encontrar un acuerdo entre este amor por lo elevado y lo inalcanzable y la grandeza de los temas que celebra en su poesía y la dignidad de su verso.
Herrera es uno de los grandes favoritos entre aquellos críticos españoles que prefieren la sobriedad a la simplicidad del estilo y las ideas de la cabeza en lugar de las emociones del corazón: el estilo sublime al que aspiró le hizo ganar el sobrenombre de
Divino.
Boscán, Garcilaso y Luis de León adoptaron los metros italianos, y con mayor difusión y, por lo tanto, con menos elegancia clásica, aunque con igual verdad y entusiasmo poético; y le infundieron a la lengua española potencialidades desconocidas por los poetas anteriores. Pero esto no fue
suficiente
para Herrera. Él se deleitaba en lo grandioso y sonoro. Él alteró el lenguaje, introduciendo algunas
palabras
arcaicas y nuevas, y, atendiendo con un oído sensible a las modulaciones del sonido, se esforzó por lograr la armonía entre el pensamiento y su expresión oral. Lope de Vega tuvo la versificación de Herrera en alta estima; citando un pasaje de sus odas, exclama: “Aquí ningún idioma excede al nuestro, no, ni siquiera el griego ni el latín. Fernando de Herrera nunca está fuera de mi vista”.
Quintana, cuya crítica se basa más bien en un gusto artificial, en lugar de un gusto genuino y simple, como es la propensión habitual de los críticos, también es su gran admirador. Considera que contribuyó más que ningún otro a elevar no solo el estilo poético del idioma español, sino la esencia de su poesía, al dotarlo de más audacia de imaginación y fuego de expresión que cualquier otro poeta precedente. Sedano es menos parcial: mientras elogia y admite su derecho al sobrenombre de “Divino”, observa que erró al tratar de purificar y elevar su dicción, pues la volvió
dura
y estéril, queriendo suavidad y fluidez, y la perjudicó por la afectación de voces anticuadas. Sus odas son ciertamente grandiosas: sentimos que el poeta está lleno de su contenido y se eleva con él. Ciertamente, es imprudente por parte de un extranjero dar una opinión; aun así, no podemos dejar de decir que, si bien admiramos el fervor de la expresión, la grandeza de las ideas y la armonía de la versificación, echamos de menos una gracia viva más encantadora que todas ellas. Es la poesía de la cabeza más que del corazón. Y así, entre los poemas de Herrera, el que más admiramos es su
Oda al sueño,
porque, unido a la elegante castidad y la gran pureza del lenguaje, encontramos un sentimiento genuino puro, expresado sentidamente.
Suave Sueño, tú, que en tardo vuelo
las alas perezosas blandamente
bates, de adormideras coronado,
por el puro, adormido, vago cielo,
ven al última parte de Ocidente, [5]
y de licor sagrado
baña mis ojos tristes, que, cansado
y rendido al furor de mi tormento,
no admito algún sosiego,
y el dolor desconorta al sufrimiento. [10]
Ven a mi humilde ruego,
ven a mi ruego humilde, ¡oh amor de aquella
que Juno te ofreció, tu ninfa bella!
Divino Sueño, gloria de los mortales,
regalo dulce al mísero afligido, [15]
Sueño amoroso, ven a quien espera
cesar del ejercicio de sus males
y al descanso volver todo el sentido.
¿Cómo sufres que muera
lejos de tu poder quien tuyo era? [20]
¿No es dureza olvidar un solo pecho
en veladora pena,
que sin gozar del bien que al mundo has hecho
de tu vigor se enajena?
Ven, Sueño alegre. Sueño, ven, dichoso. [25]
Vuelve a mi alma ya, vuelve al reposo.
Sienta yo en tal estrecho tu grandeza;
baja y esparce líquido el rocío;
huya la alba, que en torno resplandece;
mira mi ardiente llanto y mi tristeza, [30]
y cuánta fuerza tiene el pesar mío,
y mi frente humedece,
que ya de fuegos juntos el Sol crece;
torna, sabroso Sueño, y tus hermosas
alas suenen ahora, [35]
y huya con sus alas presurosas
la desabrida Aurora;
y lo que en mí faltó la noche fría
termine la cercana luz del día.
Una corona, ¡oh Sueño!, de tus flores [40]
ofresco; tú produce el blando efeto
en los desiertos cercos de mis ojos,
que el aire entretejido con olores
halaga y ledo mueve en dulce afeto;
y de estos mis enojos [45]
destierra, manso Sueño, los despojos.
Ven, pues, amado Sueño, ven liviano,
que del rico Orïente
despunta el tierno Febo el rayo cano,
Ven ya, Sueño clemente, [50]
y acabará el dolor. Así te vea
en brazos de tu cara Pasitea.
1. La explicación parentética es un añadido de Shelley que no figura en el texto original español.