Galería de mujeres célebres
Safo
(Traducción del francés)
Al considerar la
gloria
con que el nombre de Safo ha llegado hasta nuestros días al cabo de tantos
siglos,
no puede uno menos de sentir vivos deseos de leer las
poesías
de aquella
mujer
ilustre. Muy alta idea de ella debieron tener los griegos, puesto que la llamaron su décima musa. Los
escritores
célebres de la antigüedad la han citado con entusiasmo, y hasta el mismo Longin, crítico imparcial y severo, la presenta como el
modelo
más
perfecto
en su género. Fácilmente se concibe en qué punto debía brillar. Dotada del
alma
más sensible y ardiente, la naturaleza no le dejó elección. Pintaba lo que tan bien sentía, la ternura y los transportes del
amor:
tuvo la suerte de los hombres célebres, la persiguió la
envidia,
y la de las almas tiernas, pues fue abandonada e infeliz.
Esta
mujer,
no menos admirable por su
talento
que por su carácter, nació en Mitilene, capital de Lesbos, como seiscientos años antes de la era cristiana.
La opinión más general es que Escamandrónimo fue su
padre
y que su madre se llamaba Cleis; tuvo tres hermanos: Larichus, a quien celebró en sus
versos,
Eurigius, de quien nunca hizo mención, y Charuxus, a quien
reconvenía
por la pasión violenta que sentía hacía la cortesana Rodope, que hizo construir una pirámide con los regalos de sus amantes.
Safo era morena y de una estatura regular; no era muy hermosa, pues los
escritores
que más la
elogian
convienen en este punto, del que solo se puede juzgar por los retratos que se han sacado de algunos bustos antiguos. El
fuego
de su alma, origen de su gran talento, se veía pintado en sus miradas e imprimía en todas sus facciones un carácter de pasión y energía superior a la misma belleza.
El
amor
fue el único sentimiento que reinó en su corazón y en sus
composiciones.
Casada
casi al salir de la
infancia,
tuvo una hija llamada Cleis como su
abuela.
Una pronta viudez la constituyó en una nueva situación, que, por su extremada
juventud,
su gusto por la libertad y tal vez por su
complexión,
era para ella peligrosa.
Muy pronto sus
poesías
excitaron
a las jóvenes a los placeres, animándolas al mismo tiempo a disputar a los hombres el talento. Su
fama
fue tan
brillante
y rápida, que ni la
envidia
la pudo alcanzar. Tuvo por
discípulas
a las
mujeres
más célebres de Grecia, y entre ellas a la joven Erinna, que lo fue casi tanto como su misma maestra.
Muchas mujeres adquirieron fama por haber sido sus
amigas,
y, en cuanto a los hombres, tuvo infinitos adoradores, entre los que se cuentan a los tres
poetas
más famosos de su siglo, Archiloco, Hiponax y Alceo. Así corrían los hermosos días de su vida, gozando de los
homenajes
halagüeños de ambos sexos, y del doble placer de reinar por el amor y la
admiración.
¿Podía creerse que, a pesar de esto, su primer
detractor
fuese un hombre? ¿En qué consiste que las
mujeres
que se han dedicado a
escribir
no han encontrado tanta
envidia
entre las de su sexo como en los hombres, que no dejan tampoco de perseguirse entre sí? ¿Será que los hombres sean naturalmente de peores inclinaciones o que las mujeres sientan la necesidad de protegerse y
unirse
cuando se trata de interés y la gloria de su sexo? La primera desgracia de Safo fue el agradar demasiado a los tres
poetas
ya citados. Ateneo no nos dice si alguno de ellos fue preferido, pero, si juzgamos por lo despreciable y cruelmente que usaron la
sátira,
ninguno lo mereció; sobre todo Alceo, que tanto dio a conocer su celos y se dejó llevar tan indignamente de los arrebatos que le inspiraba su despecho contra la que había amado. Era uno de los primeros ciudadanos de su república, militar y a la cabeza de un partido entonces muy poderoso.
Nació, como Safo, en Mitilene y se honraba de tener a aquella
célebre
mujer
por compatriota y por
rival.
Ella, a su vez, le llamaba el cantor de Lesbos, pero, sin duda, no creyó que los versos de aquel poeta ya sexagenario pudiesen compensar la falta de juventud y gracia; de lo cual se ofendía Alceo como
amante
y como poeta, no tardando en
censurar
amargamente las costumbres y
escritos
de la misma cuyo corazón y
talento
había ensalzado con entusiasmo; pero los jóvenes de Mitilene se declararon al momento
contra
Alceo, y prestaron a Safo en esta ocasión un apoyo que había ganado por su
gloria,
y quizá también por la naturaleza de sus debilidades.
El joven Faón apareció entonces en Mitilene; era el hombre más hermoso de Lesbos y atrajo todas las miradas, ganando todos los corazones. Safo obtuvo una preferencia tan deseada como peligrosa. Alceo, más furioso, fulminó nuevas
sátiras
contra ella; las bellas, ya más crédulas con esta circunstancia, hallaron fundadas las acusaciones de Alceo, y hasta sus
amigas
la vendieron. Damófila, una de sus
discípulas
más queridas, la hirió en lo más profundo de su corazón, atrayendo hacia sí por sus artificios a Faón y haciéndole dudar de la fidelidad de su amada, de quien consiguió alejarle, aunque sin salir de Mitilene.
Safo apareció entonces más
admirable
que nunca; en su corazón destrozado no se hallaba más sentimiento que el de un amor verdaderamente heroico, aunque mal colocado, y en todos sus admirables
versos
recordaba sin cesar el nombre de Faón, con los acentos de un alma
apasionada
que se cree feliz en medio de sus tormentos, por el valor que presta al objeto que la hace sufrir. Jamás pronunció la menor palabra contra el culpable ni contra sus
enemigos,
inclusa la misma Damófila. Faón volvió a amarla, pero solo por amor propio, y únicamente sensible al placer de oír resonar su nombre por toda la Grecia, inmortalizado en
composiciones
sublimes
de
ternura
y poesía, que no merecía inspirar. Por consiguiente, la renovación del amor de Faón solo fue un nuevo tormento para la desgraciada, a quien abandonó por segunda vez; y Ovidio en la pintura que hizo de su desesperación ha agotado los rasgos más interesantes que puede presentar la más elocuente poesía.
Safo, en medio de sus conciudadanos, que venera, objeto del odio y de la
censura
pública, cansada ya de dirigir las cartas más apasionadas a un ingrato que se ríe de su dolor, llega a Sicilia y cae a los pies de aquel hombre que la rechaza con desdén.
Este exceso de ingratitud puso el colmo a su desesperación, y quiso libertarse de su amor, renunciando la vida. Subió a lo más alto de un promontorio situado sobre el mar, y desde allí, después de haber contemplado las olas, menos agitadas que su alma, se arrojó al abismo, dejando al mundo una
memoria
eterna
de su
talento
y de sus desgracias. Esta muerte ilustró para siempre la famosa roca de Léucade, que no se puede contemplar sin recordar con ternura el nombre de una
mujer
tan célebre y tan desaventurada.