[parte de un texto más amplio, “Conversación X” (p. 284), sobre mujeres destacadas; sigue a Safo, Corina y otras en la sección “Mujeres artistas y autoras de obras de imaginación”]
Madama Tencin
Los enemigos de las
mujeres
literatas que pretenden que en la calidad de tales no
pueden
menos ser pedantes, orgullosas, presumidas, descuidadas en los negocios domésticos y de corrompidas o no muy puras costumbres, se apoyan también en el ejemplo de madama Tencin. Pero, hablando de buena fe y apoyándonos en la historia de las mujeres célebres que vamos formando, ¿es cierto que
mujer
sabia, presumida, descuidada y viciosa sean
sinónimos?
¿No hemos presentado e iremos presentando ejemplos de mujeres tan virtuosas cuanto sabias, tan modestas, tan hacendosas cuanto
instruidas?
¡Ojalá no hubiese más mujeres malas que las pocas sabias que lo han sido! ¿Y los literatos y los sabios no han tenido estos mismos defectos y en grado muy superior? Las
mujeres
sabias han solido tener defectos que las han hecho más bien ridículas que viciosas y aborrecibles; pero en los sabios muchas veces se han reunido el ridículo más grande con los más horrorosos vicios. Pero vengamos a madama Tencin.
La antigua y
nobilísima
familia de Tencin en el Delfinado dio a fines del siglo XVII dos personajes ilustres por su saber y los altos puestos que ocuparon en el estado. El uno fue Pedro Guerin de Tencin que sucesivamente obtuvo las dignidades de prior de la Sorbona, de embajador de Francia en Roma, de arzobispo de Embrun y de León, de cardenal de la Santa Romana Iglesia y de ministro de estado en Francia. El otro, su
hermana
Claudia Alexandrina, que sobresalió entre las
mujeres
literatas
de la brillante época de Luis XIV; ambos nacieron en Grenoble, capital del Delfinado. Siendo muy
joven,
tomó el
hábito
en un convento de dominicas en las cercanías de la ciudad; pero como sus
inclinaciones
fuesen más bien profanas que religiosas, se disgustó bien pronto de la clausura, que rompió, volvió al mundo, fue a establecerse a París, se dedicó a las letras
humanas
y en especial a las obras de
imaginación,
y contrajo relaciones de amistad con los muchos y excelentes
literatos
que sobresalían en la
corte
de Francia. Atormentaba entonces a toda la nación cual una epidémica locura el famoso sistema de Law, que, de repente y como por encanto, la elevó a monstruosa y ficticia fortuna para precipitarla de golpe en una verdadera miseria.
Madama
Tecin fue una de las infinitas personas que tomaron parte en estas especulaciones, pero con cordura y acierto, pues que se enriqueció. Mas, como aún estuviese ligada con los votos
religiosos,
pensó en solicitar un breve de Roma que la libertase de ellos. Lo obtuvo por medio de una astucia imaginada por el célebre académico
Fontenelle;
y, por lo tanto y como hubiese sido descubierto al artificio, no tuvo efecto. Sin embargo, madama Tencin permaneció en el siglo y en París, siendo su tertulia una de las más
concurridas
y brillantes de aquella corte; y en aquella
reunión
de literatos y gentes a la moda
ella
era la que
sobresalía
y daba el tono con bastante presunción y orgullo.
Tachose sin embargo a esta sociedad de no ser la de costumbres más
arregladas,
y, en efecto, sucedió en ella algún lance escandaloso y harto pesado, tal fue el de un consejero a quien mataron en su misma habitación, recayendo fuertes sospechas de complicidad en ella, por lo que fue perseguida
judicialmente
y presa; pero tuvo la dicha de salir bien, justificándose, aunque no en la
opinión
pública.
Para prueba de su pedantesco orgullo, y de la altanería con que trataba a la mayor parte de los
literatos
que la visitaban, se dice que a todos los llamaba sus “bestias”, y que todos los años les daba de aguinaldo un par de calzones de terciopelo: “semejante regalo”, dice el mismo editor de las obras de esta literata, “era tan poco
decente
de parte de una señora, como ignominioso de la de los que lo recibían”. Un periodista se entretuvo en llevar cuenta y razón de los calzones regalados en el discurso de la vida de esta
señora,
y llegaron a cuatro mil.
Viniendo ahora al juicio de las diferentes obras de esta
literata,
que todas son
novelas,
género en el cual, dice La Harpe, sobresalen las
mujeres,
porque el
amor,
que es el asunto principal de todas, es el sentimiento que nosotras conocemos mejor, veremos que no hay
literato,
aun entre sus enemigos, que no convenga en que tienen
mérito.
El mismo Mr. La Harpe, que acabamos de citar, dice que lo tienen muy grande el
Sitio de Calais
y las
Desgracias del amor,
reinando en estas dos
novelas
un
gusto
muy delicado. Otros añaden que sus expresiones son sumamente
tiernas,
teniendo el
estilo
toda la delicadeza y nobleza de las personas finas. Conviniendo en esto sus enemigos,
tachan
al
Sitio de Calais
de cierta moral
licenciosa,
astutamente disfrazada y, por lo mismo, tanto más dañosa; de tener demasiados episodios y personajes, sucesos complicados y poco verosímiles, y no el mejor juicio en la
disposición
de la fábula.
También se
alaban
las
Memorias del conde de Cominge,
que muchos
comparan
con la célebre
Princesa
de Cleves,
y sobre las cuales compuso una tragedia el dramaturgo Arnaud, de lamentable memoria. Esta es una
novela
del género lúgubre y llorón, cuyos principales agentes son la imprudencia y la desesperación, y a la cual
muchos
tachan
de no tener
verosimilitud,
ni un objeto útil y razonable. Se
imprimieron
después de la muerte de
esta
autora,
como obra póstuma suya, las
Anécdotas de Eduardo II.