Lucio Anneo Séneca
Artículo 1
Si la historia del saber humano ofrece algún espíritu eminente, algún varón esclarecido, cuyo
nombre
solo sea indicador proverbial de la ciencia, cuya cuna se haya hecho un título de gloria para su nación y para su ciudad natal, cuya fama, en fin, haya atravesado dieciocho siglos, creciendo al penetrar con asombro en cada uno de ellos, y al infundir hondo respeto en cada nueva
generación,
sin duda el
filósofo
cordobés Lucio Anneo Séneca es ese portentoso genio, ese varón afamado, en quien las flaquezas de la humanidad no alcanzaron a deslustrar el martirio de la verdad santa, ni las brillantes palmas de la sabiduría.
Nació
en Córdoba este eminente
escritor
de la antigüedad por los años cinco o seis de J.C., siendo oriundo de la
ilustre
familia Annea,
linaje
esclarecido de los que más resplandecían en la Colonia Patricia y que tanto la ennobleciera con afamados e
inmortales
escritores. Consta su patria de un modo indudable, y una tradición respetable y constante, a más del testimonio explícito de escritores insignes, entre los que se distinguen Cornelio Tácito, Stacio Papinio, Marcial y Sidonio Apolinar, fija su
nacimiento
en esta noble población.
Fueron sus padres
Séneca
el retórico (a quien algunos llaman Marco, y los más Lucio Anneo, como su hijo, con el cual se ha confundido tal vez, contribuyendo a ello la semejanza del estilo) y
Helvia,
señora española no menos
ilustre
por su virtud que por su ingenio. Aunque diversos monumentos arqueológicos atestiguan la existencia en esta ciudad de la
familia
Annea, que produjo al imperio hasta seis hombres eminentes, la carrera de los siglos no nos ha dejado vestigios especiales de la residencia del filósofo en su propia patria. Aquellas célebres
escuelas
donde un Séneca acrecía los quilates de su nombre y de su
fama,
dando pruebas de su atención y
memoria
prodigiosas, y recitando doscientos versos seguidos con solo oír uno por primera vez de cada cual de sus doscientos condiscípulos, desaparecieron con tantos otros monumentos de la dominación romana. En nuestros primeros años hemos visto dar el nombre de “casa de Séneca” a un trozo de muro antiguo de piedra, que ya ha desaparecido y que existía en el campo de la Salud. El nombre, sin embargo, por sí solo no deja de probar un origen vulgar; y con más razonables conjeturas cree el jesuita Ruano que estas escuelas estuvieron situadas hacia la Basílica de los Pretores y donde hoy se hallan la huerta y jardines del Alcázar, aunque otros anticuarios opinan de distinto modo.
Sea lo que sea de esto, la gloria que a tales escuelas debiera o prestara el nombre de Séneca, pertenece al retórico o declamador,
padre
del filósofo de quien tratamos. En cuanto a este, Lucio Anneo era muy
niño
todavía cuando fue llevado a Roma por su
padre,
unos
quince
años antes de la muerte de Augusto. Allí empezó a ejercitar y desenvolver su excelente
ingenio
en el
estudio
de las letras humanas, siendo probable que tuviese por
maestro
de elocuencia a su propio padre.
Veinte
o veintidós años tenía cuando Tiberio llegaba al quinto de su imperial reinado. Entregado Séneca con un ardor vehementísimo al
estudio
de la filosofía, a pesar de que le contenían o
apartaban
de él sus
padres,
practicó también las abstinencias de la secta pitagórica, y tuvo por
maestros
a Soción, Attalo y Papirio Fabiano, célebres estoicos. Consagrado después al
foro,
las tareas de la tribuna hubiéronle de granjear la
admiración
y los triunfos populares. Aspiró entonces a obtener
cargos
y dignidades públicas, y ya desempeñaba la de cuestor cuando los
celos
de Calígula, que también blasonaba de elocuente, le apartaron de una carrera en que pudiera serle harto costoso irritar la mezquina envidia del tirano. Así y todo, tuvo que sufrir un
destierro
en la isla de Córcega, donde
escribió
quizá la mejor de sus obras,
titulada
De consolatione,
dirigida a su
madre,
Helvia. Los
enemigos
de la memoria del filósofo refieren que dio ocasión a este destierro de ocho años el ilícito trato, de que se le
acusó
por Mesalina, con Julia Agripina, viuda de Domicio, uno de sus
protectores.
Llevada de la
fama
de sus luces y claros
estudios,
le alzó el destierro y aun le sublimó a la altura siempre peligrosa de los honores palaciegos Agripina, madre de Nerón, que desde luego destinó a Séneca a ser ayo y
maestro
de su hijo. Nombrole también
pretor,
y aun hay quien afirme que fue cónsul, por lo menos interino, si bien no se halla tan probada la posesión de esta dignidad, que debería referirse, en caso de ser cierta, a tiempos anteriores.
A través de tantos siglos es de admirar que nos hayan llegado no pocas noticias de su vida privada. Sabemos los nombres de sus
hermanos
y de otros individuos de su familia; sabemos que nuestro filósofo cordobés era débil de complesión desde su más tierna
niñez,
que no se tenía a si mismo por buena figura, y que, delgado y pálido, las continuas vigilias, los largos
estudios,
y aun las excesivas abstinencias y sobriedades, aumentaron sus achaques habituales, pues era propenso a dolencias de pecho, que parecían llevarle a una mortal consunción y que al cabo degeneraron en un fatigoso asma. Sabemos que viajó por el Egipto, donde tenía a un tío suyo de prefecto. Fue
casado
dos veces: la última con Paulina, siendo ella muy joven, y él ya
anciano.
De su primera esposa tuvo hijos. Contribuyó no poco a proporcionarle sus primeros honores en la
carrera
pública otra tía suya materna, dama romana de grandes
relaciones
e influencias. De su
padre
heredó considerables riquezas, puesto que su familia era bien abastecida de ellas, pero él mismo hubo de aumentarlas con su profesión, y las dadivas y larguezas de Nerón, mientras le
favoreciera,
acrecieron sus caudales hasta un punto que raya en escándalo, al decir de sus
detractores.
Parece cierto que poseyó mucho dinero, varias haciendas y jardines, y que las granjas Nomentana, Albana y Bayana fueron suyas. En ellas gustábale a nuestro filósofo, a pesar de la escasez de sus fuerzas, ejercitarse en la poda de sus viñas y en otras labores agrícolas. Cuéntase de él que en sus quintas y jardines hacinó multitud de primores y que amenizó su estancia a lo príncipe y como suelen hacerlo en nuestros días los ministros opulentos de todas las naciones. Su casa de Roma, situada en el cuartel décimo, era un magnífico palacio. En ella ase veían los más ricos y esquisitos muebles, entre los que había quinientas mesas iguales de costoso cedro, sustentadas en pies de marfil.
Bien pudo, sin embargo, nuestro filósofo conciliar algo del fausto y lujo esterior que su alta
clase,
su distinguida fortuna, su elevada posición individual, en fin, las costumbres del siglo y las profusiones escandalosas del decadente imperio reclamaban, con la moderación de la vida íntima que se había impuesto. Y fuerza es suponerlo así, cuando sobran por otra parte testimonios de sus virtudes, de su veracidad, de su vida frugal y sobria y de su espíritu religioso. Mientras
Nerón
escuchó las amonestaciones de Séneca su imperio fue dulce y llevadero, pero cuando malos consejos y perversas pasiones desarrollaron sus feroces instintos muy pronto llegó a ser el baldón de la especie humana y el horrendo ideal del despotismo. Entonces ya los consejos del severo maestro le irritaban: los ejemplos de su virtud silenciosa le reprehendían como el acento de una maldición celeste. Por eso ordenó envenenarlo, y encargó de esa comisión a su liberto Cleónico; mas, como Séneca se mantuviese sólo de frutas y agua y fuese por demás cauteloso, el medio adoptado fue ineficaz.
Acusáronle
después de tener parte en una conspiración, y, asiendo ávidamente el pretesto, Nerón le
condenó
a muerte, cuyo género escogió el mismo filósofo, haciéndose abrir las venas en un baño de agua caliente. Así coronó aquel monstruo el propósito de librarse de su maestro, destinándole al último suplicio según la frase de Tácito,
ut ferro grassaretur quando venenum non processerat.
F[rancisco] de B[orja] P[avón]
Lucio Anneo Séneca
Artículo 2
Considerado Séneca como hombre de
estado,
puede decirse que a él y a su
compañero
Burro se debe atribuir lo poco
bueno
que en el reinado de Nerón se hizo. Tal fue la autoridad que en su principio recobraron los tribunales, la abolición de algunos impuestos, la represión de los concusionarios públicos, y el continuo esfuerzo empleado en contener y templar las aviesas inclinaciones del tirano. Confiésanlo así los mismos que atribuyen a Séneca la
Apoteosis de Claudio,
de que él propio se burlara, y hasta el haber excusado el parricidio del coronado monstruo Nerón, manchado con la sangre de su madre, Agripina. Cuando Séneca se apercibió del favor que perdía con el emperador y de la ineficacia de sus celosos y bien intencionados servicios, retirose de la corte y del mando, e hizo a Nerón donación de sus inmensas riquezas, pero este no quiso aceptarlas y colmó a su ministro de nuevos honores y pruebas de
cariño.
Tomase o no parte Séneca en la tramada conjuración contra su pupilo, recibió el decreto de la muerte con serenidad, si no también con júbilo. Recién abiertas, sus venas no destilaban sangre, y fue preciso recurrir entonces al agua tibia y al humo de otras sustancias, cuyos vapores le sofocaron. Su
esposa,
Paulina, quiso darle una prueba de ternura conyugal muriendo con él. Convino en ello Séneca, y ambos a la vez se hicieron abrir las venas, aunque Nerón, por amor a Paulina, ordenó se la consérvese la vida. Antes de morir hizo Séneca
discursos
llenos de seso y
sabiduría;
y, no siéndole
permitido
legar a los suyos sus propios bienes, recomendoles el ejemplo de sus acciones como documentos de
gloria
inmortal. Si en las palabras de este testamento se descubre alguna jactancia, tal vez debe perdonarse al despique de la
virtud
ultrajada y al desahogo de una conciencia inocente. De todos modos, la muerte del filósofo cordobés, recibida con santa resignación y con una serenidad imperturbable, rodeada del prestigio espléndido de la virtud y de circunstancias tan solemnes e interesantes, precedida de elocuentes oraciones, inflamadas en el amor de la verdad y de las costumbres puras, es de seguro una
lección
provechosa para la humanidad y una prueba del acuerdo perfecto que existió entre el carácter y las acciones del varón inmortal, y los severos principios de su moral sublime.
Otorgándoles a porfía los títulos de su
fama,
han discutido, sin embargo, los autores
antiguos
y modernos sobre el mérito de las doctrinas y de las obras de Séneca y sobre la realidad de sus virtudes.
Volúmenes enteros pudieran formarse con los
elogios
y
detracciones
que a él se refieren. Dión Casio y Xifilino han envenenado su memoria, pero Cornelio Tácito, más fidedigno y veraz, ha consagrado hermosas páginas al cordobés eminente, como tributo justo a sus virtudes y a su merecida gloria. A más del crimen del adulterio que le
imputan,
sus
acusadores
le echan en cara sus
riquezas,
que dicen mal adquiridas, sus usuras, sus adulaciones a Nerón, su fausto, su presunción, su influencia en corromper el
estilo
y la contradicción de su vida y su doctrina austera. Los más de los estranjeros, especialmente los de los tiempos modernos, han querido más bien copiar las
detracciones
que los
elogios
de nuestro paisano. Según la expresión de Forner, Séneca tiene un crimen imperdonable: el haber nacido en España. Nada es tan contrario, por otra parte, al fondo de la doctrina estoica como la moral cómoda y flexible de la escuela sensualista que ha dominado en Europa en el siglo anterior. Pero es de notar que no falta razón a algunos sabios para censurar a Séneca en uno que otro punto, y más cuando se ha escogido con hostil complacencia la parte flaca de sus acciones y de sus
libros.
Así, Chateaubriand le
reprende
el que aconseje el deprecio a las riquezas cuando vivía entre muebles de oro, y J.J. Rousseau se
indigna
de que aspirase a la ciencia para hacer de ella ostentación fútil y vana.
Al estilo de Séneca, que ya calificó Calígula de
arena sin cal,
táchanle algunos críticos franceses de afectado, ostentoso y
recargado
de adornos, de giros nuevos, de antítesis numerosas, de difusión en medio de su concisión sentenciosa, no haciendo consistir aquella en la escasa economía de las palabras, sino en la
sobra
de pensamientos accesorios, de frases secundarias para espresar una idea principal.
En cuanto a su moral, nadie se
atreve
a despreciarla. Sería un insensato quien la llamase perniciosa. El que más, la moteja de buena en demasía y, por tanto, de impracticable.
Conviene, sin embargo, no juzgar la filosofía, las virtudes, los escritos de Séneca por el prisma falso de las
rivalidades
estranjeras, del dogmatismo superficial que tantas veces deslustra el saber de nuestros vecinos. Está interesado nuestro nacionalismo en examinar imparcialmente los méritos del filósofo
insigne,
gloria de Córdoba, de España, del imperio romano
Vindicado se halla, a la verdad, su renombre de injurias
inmerecidas.
A la época del renacimiento de las letras la Europa
repitió
las
ediciones
de los
libros
de Séneca, y los sabios se apresuraron a comentarlos y
traducirlos.
Los santos padres de la iglesia se habían anticipado a encomiar su doctrina, a adoptar, a santificar sus máximas. Los ascetas y teólogos españoles las adoptaron asimismo, como tan acordes con la santidad de la moral evangélica, de la ley de Jesús. Poco hubo, pues, de costar a nuestros eruditos y apologistas salir a la defensa de Séneca en el siglo precedente.
Los días de su vida distan tanto de estos nuestros, que es imposible obtener su biografía imparcial y desapasionada. Pudo cometer algunas faltas como hombre, en su carácter hubo tal vez alguna imperfección, quizá en sus
obras
se le trasluce algún engreimiento genial, a que pagan tributo débil y frecuentemente los hombres consagrados a la ciencia. Tuvo la
desgracia
de ser también hombre público y de
gobierno,
y de aventurar, por tanto, su reputación y su nombre claro. Si sus benéficas tareas se estrellaron en las costumbres corrompidas del siglo, si la atmósfera pestilente de la corte de Nerón le
impidió
hacer todo el bien que se proponía, si el amor de su patria y de sus conciudadanos, y quizá las sugestiones de ellos mismos, le impusieron el sacrificio de persistir en servicio de tirano, contemplando tal vez faltas graves, que abominaba, todo esto no es bastante para que sus actos se tachen de connivencia, sus tendencias de malignas, su tolerancia forzada de oficiosa y lisonjera aprobación. Ni el que tales cosas
escribía,
el que con tanto celo predicaba la
virtud,
el que supo esperar y recibir la muerte con tan imperturbable calma, es creíble que a la vista de sus conciudadanos desmintiese con tamaña impudencia sus principios, ofreciendo a Roma el espectáculo de sus disipaciones y sus flaquezas. No era posible escarnecer de este modo a un gran pueblo sin incurrir en la reprobación unánime de la posterioridad. El hábito de declamar contra los vicios, de entronizar las virtudes, de practicar la sobriedad, de consagrar su tiempo y sus vigilias al
estudio,
cosas todas que le atribuyen los que le deprimen, se avienen y compadecen difícilmente con las aberraciones que en él se suponen. A ser estas verdaderas, no habría mayor insulto para la filosofía y para la humanidad que el estoicismo de Séneca.
F[rancisco] de B[orja] P[avón]
Lucio Anneo Séneca
Artículo último
Es la moral de Séneca tan
escelente
y elevada, que no hay libro profano que le iguale en la santidad de sus
documentos;
y con razón dice su biógrafo Justo Lipsio que al leerle se cree trasladado a una cumbre superior a todas las cosas mortales, prefiriéndole Plutarco en este ramo al mismo
Aristóteles.
Continuamente ensalza y predica las
virtudes
y el desprecio de la vida como la más costosa abnegación del hombre. Establecidos una vez los verdaderos fundamentos de la ciencia de las costumbres, pocas cosas hay más a propósito que las selectas máximas, las
sublimes
frases y las imágenes brillantes de Séneca para recomendar los
preceptos
de la
moral.
Cualesquiera que fuesen las faltas de su vida y los lunares de su estilo, la voz sublime de Séneca resonó en Roma como el compendio más puro de la
filosofía
gentílica y como noble precursora de la
ética
cristiana.
No fue menos
excelente,
aunque no tan afamado, el escritor cordobés en el estudio de la naturaleza material. Siguiendo otro rumbo que el usual de la secta estoica, de quien fue clara lumbrera y noble jefe, la física le debe muchas
investigaciones
y discursos en que se presenta compendiado casi todo el saber de sus predecesores. Si en el día se le notan deslices y
errores
y opiniones
falsas,
aún puede todavía estudiarse alguna cosa en sus cuestiones naturales y
admirarse
mucho en la exposición de los hechos y en la
claridad
de sus observaciones. Échanse de ver en sus
libros
algunas nociones sanas de óptica y acerca de la elasticidad del aire, de los meteoros y de otras materias. Su descripción de la aurora boreal es muy
celebrada.
Contra las
censuras
indicadas anteriormente que de su estilo se han hecho puede
oponerse
en parte la consideración de que las sutilezas, los truncamientos, los vanos oropeles, la estrema y, al parecer, estudiada incisión de sus
escritos
eran resabios de la escuela estoica, algo apegada a sutilezas, a retruécanos y a cuestiones vanas. Demasiadamente ensalza a su profundo juicio el haber llegado a dominar su propio
ingenio,
tan vivo y sutil de suyo, con desechar la mayor parte de sus cuestiones y pequeñeces y con haber envuelto su recomendable doctrina en formas tan brillantes y deslumbradoras. En ella se ve el agudo
ingenio,
la vivaz fantasía, el talento profundo, la sensibilidad delicada hacer contribuir al triunfo de la verdad las imágenes nuevas, las sentencias
sublimes,
el exacto raciocinio, la
erudición
y la autoridad de otros escritores. Por eso su elocuencia, tal como fuese ya
menos
pura y sencilla, logró en Roma tantos
aplausos,
tan universal séquito y hasta los
favores
y lisonjas que la moda tributa. Quien cuente a Séneca entre los corruptores de la elocuencia latina debe
considerar
a la vez que el mismo reprendía los vicios que la degradaban, que veneraba a Cicerón como inmortal
modelo
en ella y que su estilo dista infinito del de otros escritores tenidos, sin controversia, por influyentes en tan deplorable corrupción.
Al eclecticismo filosófico de nuestros días, en su pretensión sana, aunque inmodesta, de pesar en la balanza de la pura razón los positivos aumentos que al caudal de las verdades humanas han hecho cada secta y cada filósofo, no le es dado prescindir de las relaciones que las distintas escuelas tienen con las épocas en que han florecido y con el movimiento social a que corresponden. Si la filosofía suele ser dulce, halagüeña y hasta graciosa para un pueblo que al salir de las rudas pruebas de su infancia necesita que la virtud y la verdad se le presenten de un modo amable, no puede ser sino rígida y austera para las naciones que se hallan en la pendiente de su corrupción y su ruina. En medio de las crueldades de Calígula, de la imbecilidad de Claudio y de los furores de Nerón, ¿cómo no había de tronar con ruda energía el celo
filosófico
de Séneca?
"No tenía ya lugar esa filosofía blanda y complaciente que sufre al destino con paciencia y adula a los hombres,"
a la manera de aquella que respiran las obras de Horacio:
"Sabiduría fácil y descuidada,"
según la expresión de Alfonso de Lamartine,
"epicureísmo de la razón, que no da remordimientos a la esclavitud, ni sombras a la tiranía, que de todo se venga con la ligereza de su sonrisa irónica, que deleita a la indiferencia y consuela a la debilidad y excusa a la infamia y se acomoda así con el vicio como con la virtud."
Los
títulos
de los principales
tratados
filosóficos de Séneca son los siguientes:
De ira, De consolatione ad Helviam matrem, De providentia, De animi tranquillitate, De constantia sapientis, De clementia, De brevitate vitae, De vita beata, De otio, De Beneficiis.
La
edición
príncipe de sus obras se hizo en Nápoles en 1475. Entre nosotros abunda la dada a luz y anotada por Justo Lipsio en Amberes por los años de 1652. No sabemos de ninguna edición castellana que comprenda todas estas obras. En el año de 1550 se imprimió en la misma ciudad de Amberes un tomo en 8o con la
traducción
de los libros que tratan de la vida bienaventurada, de la
Providencia
de Dios, y otros, hecha por mandado del rey Juan el II. Alfonso de Revenga y Proaño, traductor también de algunas epístolas de Séneca, publicó en Madrid en 1628 sus libros
De clementia.
En las
polémicas
literarias que su mérito ha suscitado posteriormente se han dado a luz varias obras acerca de él, como son:
Séneca impugnado por Séneca en cuestiones políticas y morales,
por D. Alonso Núñez de Castro (Madrid, 1661);
Lucio Anneo Séneca ilustrado con blasones políticos y morales, y su impugnador impugnado de si mismo,
por D. Juan Baños de Velasco (Madrid, 1670);
Séneca, juez de sí mismo, Séneca sin contradecirse…
y otros
libros
cuyos títulos se ven en nuestros bibliógrafos y en los catálogos de nuestras bibliotecas. Los franceses tienen la
traducción
completa de La Grange y otras versiones posteriores, además de la colección escogida de sus pensamientos.
Habiéndole considerado como filósofo, de propósito no hemos hecho mención de sus
tragedias,
porque se atribuyen a otro Séneca distinto, conocido por eso con el nombre del Trágico; y aun hay quien afirme que a nuestro Julio [sic] Anneo solo pertenecen cuatro, de las que la
Medea
es la más afamada.
La Academia de esta ciudad, sección literaria de su sociedad económica, que tiene por timbre el
busto
de Séneca con el lema de
multa renascenturquae jam cecidere,
conserva una cabeza de mármol no destituida de mérito, pero que, siendo también fragmento de una estatua romana, no presenta lo que se ha creído. Sin duda es más genuina representación de nuestro filósofo, así como trabajo artístico de más estima, otra cabeza de bronce, de unos dos palmos de longitud y tres de circunferencia, que, hallada en una escavación en Italia, perteneció después al infante don Gabriel y hoy se encuentra en la biblioteca nacional. Representa a Séneca en el acto de su muerte.
1
Nosotros, al ver el
olvido
en que van cayendo los autores clásicos de la antigüedad en medio del movimiento literario de nuestros días, no hemos creído inoportuno refrescar la memoria de nuestro inmortal compatricio Séneca, como el más
venerado
entre los ilustres hijos de Córdoba y aun como el más distinguido filósofo de cuantos en España han florecido en los pasados y cercanos tiempos.
F[rancisco] de B[orja] P[avón]
1. Este trágico suceso, que ha excitado la lástima de tantas generaciones, inspiró su comedia de Séneca y paulina a la fecunda y estravagante musa de don Luciano Francisco Comella.