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Lope de
Vega
es pocas veces comparable en sus odas con los líricos que hemos nombrado, mas en otra especie de poemas
líricos,
que son nuestros romances, es uno de los que más se aventajan. Estas composiciones no fueron conocidas de los
antiguos,
por lo cual es fuerza detenernos un poco a determinar su carácter y naturaleza.
Cuando empezó a revestirse de menos irregulares formas el
castellano,
se llamó
román
y luego
romance,
para distinguirle del latín, que puesto que bárbaro y desaliñado era general en las escuelas. Gonzalo
Berceo
en su poema del Cid, dice que va a cantar las hazañas de este héroe en
román paladino;
y romance, como sinónimo de idioma castellano, es voz que ha quedado vinculada en nuestra lengua.
Andando el tiempo llamaron romances las coplas en que se contaban las fingidas proezas de los primeros caballeros
andantes,
los amores de Rodrigo y la Cava, los de Ximena, hermana de Alfonso el casto, y el conde de Saldaña, los de su hijo Bernardo del Carpio que en Roncesvalles ahogó entre sus brazos a Roldan, cual hizo Hércules con Anteo, las hazañas de los doce pares de Francia, y hasta las del troyano Héctor, el cual, no sé por qué, le convirtieron los escritores de caballería en un caballero andante tan generoso como valiente, que fue muerto cobarde y alevosamente por el traidor Aquiles. Los romances de Calaínos tantas veces citados por Cervantes son la historia del asesinato cometido por Carloto, indigno hijo de Carlo Magno, con el padre de Calaínos, y la venganza de este atentado.
Acrisolada la lengua en el sesto-décimo
siglo,
pulieron los poetas las informes y toscas producciones de los anteriores siglos, y con nombre de romanceros se publicaron varias colecciones de romances que solo los asuntos habían tomado de los antiguos. No se ciñeron empero a celebrar aventuras de andantes paladines; unos disfrazaron con traje y nombre de moras a sus damas, y convirtiéndose ellos en zegríes o abencerrajes pintaron sus amores, y celebraron la blandura de sus amadas, o lloraron sus desprecios. Otros explicaron sin rebozo sus amorosas cuitas; este cantó al son de la pastoril zampoña, aquel vistió traje de gitano explicándose en su picaresca germanía, hubo romances jocosos, y este género los encerró todos desde la elevación de la oda hasta las burlas
soeces
de juglares. Mas como el romance está destinado a ser cantado, solo aquellos en que se encuentran las propiedades de la poesía lírica, son acreedores a este nombre cuando tratamos de fijar los géneros.
Los que con nombre de
Belardo
compuso
Lope
son de los mejores que tenemos. El romance se queda más bajo que la oda, mas nunca desciende al
estilo
familiar; si no son sus imágenes tan sublimes como en aquella, si no se remonta el estro del romancero hasta expresar las ideas de Júpiter con palabras que de tan alta Deidad no desdigan, siempre sus descripciones son rápidas y animadas, vivos los colores,
poético
y figurado el estilo, vigorosa la elocución, fuertes los afectos, nobles las comparaciones. La fluidez de la versificación es uno de sus más indispensables requisitos, ora se adopte el asonante, ora el consonante rigoroso. El poema destinado al canto ha de ser un dechado de armonía poética, o es tan ridículo como las arias de las óperas bufas italianas, de las cómicas francesas, o los versos de nuestras
zarzuelas.
Lope es el que
más
que ninguno de nuestros poetas romanceros estas dotes posee; en segundo lugar viene
Góngora,
cuando no se despeña en los
desatinos
del estilo culto. De Góngora es un romance sobre la brevedad de la vida, lo falible de la esperanza, la firmeza del mal y lo instable del bien, donde se hallan estos
hermosísimos
versos:
El bien es aquella
flor
que la ve nacer el alba,
al rayo del sol caduca,
y la sombra no la halla;
el mal la robusta encina
que vive con la montaña,
y de siglo en siglo el tiempo
le peina sus verdes canas.
La vida es el ciervo herido
que las flechas le dan alas;
la esperanza el animal
que los pies lleva en su casa.
D. Nicolás Fernández
Moratín
en el
XVIII
siglo cultivó con
aplauso
la poesía
lírica,
puesto que ninguna de sus odas sufra el cotejo con las de
Herrera
ni Rioja. Con más acierto resucitó los romances moriscos, y en algunos de ellos no desmerece de los
mejores
de los dos anteriores siglos.
Ni en sus odas
filosóficas,
ni en sus odas
sagradas
ha llegado
Meléndez
a la sublimidad que constituye el poeta lírico, ni se pueden comparar sus sonetos con los de los Argensolas. Muy más feliz ha sido en sus romances eróticos; el de
Rosana en los fuegos
respira los afectos de un pecho abrasado del amor más fino. Mas donde este amable poeta más ha
descollado,
ha sido en sus anacreónticas que en breve examinaremos.
Sin la manía de atestar sus poesías de máximas filosóficas al redopelo las más veces traídas, sin el neologismo de sus afrancesadas locuciones, hubiera sido acaso
Cienfuegos
un lírico aventajado; que no es posible negarle calor de
imaginación,
viveza y brío en las
pinturas.
Mas el prurito de filosofar, la
deplorable
manía de sustituir voces sin armonía, períodos sin cadencia a la hermosa rotundidad de nuestro estilo poético, una serie casi didáctica en las ideas, como si el orden poético fuera el de la análisis algébrica, deslucen dotes tan apreciables, y son nuevos estímulos para rebatir los erróneos sistemas que los más claros entendimientos vician y descarrían.
Quintana
en sus odas ha evitado los escollos en que se estrelló el ingenio de
Cienfuegos,
sin que pueda pretenderse inmune de todos los defectos de este. Uno y otro han cultivado poco nuestro idioma poético, tan noble, tan
copioso
en
Garcilaso,
en Herrera, en Rioja, en los Argensolas, y a veces en Lope, en Góngora y
Quevedo.
Lejos de mí la máxima de tapar con un pomposo
follaje
la vaciedad de ideas, de recomendar, ni aun de disculpar las
nugae canorae,
que forman el despreciable caudal de tanto mezquino coplero. Mas no basta la elevación y grandeza de los pensamientos, si no corresponde con ellas la elegancia de la elocución, la gala de la
versificación,
la fluidez y naturalidad del estilo, la facilidad y riqueza del consonante. En esta parte nunca podrá sincerarse Quintana del poco uso que del consonante ha hecho; los poetas modernos no se han de olvidar de que en nuestra versificación, en que se cuentan y no se miden las sílabas, el consonante es casi la única
traba
material que a los poetas queda, y si de ella se sueltan, privados sus poemas del mérito que en vencerlas dificultades se cifra, en nada se diferenciarán de la prosa, y vendremos poco a poco al
adefesio
de
Lamotte
que aconsejaba que se escribieran en prosa las tragedias y las odas.
No sé si el fenómeno de que voy a hablar es debido a causas físicas o morales; lo cierto es que los poetas líricos andaluces se han dejado siempre muy atrás los de las demás provincias de
España.
Sevillanos fueron Herrera y Rioja, y sevillano es también Lista que en sus odas se encumbra hasta igualarlos. Góngora, ingenio
portentoso
en medio de sus innumerables
desaciertos,
nació en Córdoba, y el Maestro León tuvo su cuna en Andalucía. Si la posteridad señala entre estos escritores un puesto al autor de la
oda a Cristo crucificado,
también dirá que el reino de Sevilla fue su patria.
La
anacreóntica
forma un ramo aparte en la poesía
lírica;
imaginada y perfeccionada por el alumno de Baco y las Gracias, los griegos nombraron las composiciones que las del cantor de Teyos imitaban,
anacreonteia,
y todos los pueblos que han tenido la dicha de instruirse en la escuela de la literatura griega le han conservado esta denominación. De nuestros poetas del séptimo-décimo
siglo
el que más de cuantos en este género se ejercitaron merece citarse, es don Esteban de
Villegas,
que en sus
Delicias
A los veinte limadas,
a los catorce escritas,
se propuso por dechado las composiciones líricas de Anacreonte. Pero además de que nunca
Villegas
escribió cosa que con las obras de Rioja, de Herrera, de los Argensolas
competir
pueda, en sus anacreónticas se hallan todos los
defectos
que de la corta edad del escritor son de esperar. Sin duda la pintura del pajarillo a quien un fiero rústico ha robado su amado nido, está llena de gracia, y afectuosa ternura; son las locuciones tan
naturales
como poéticas, y el
no quiero
del rústico con que se concluye, termina la patética escena con una pincelada maestra; mas con esta preciosa anacreóntica se encuentra en otras un
arroyuelo hecho cinta de hielo, la abeja, verdugo de las flores,
y otros
disparates
de la misma especie.
Cadalso y Don Nicolás Moratín, que en el mismo género se ejercitaron, no podían cometer desaciertos que tan incompatibles eran con su acendrado
gusto;
mas ninguno de los dos
acertó
con un género que no era análogo con su talento. De suerte que cuando se presentó
Meléndez
en la lid, nadie se había llevado aun la
palma
de la poesía anacreóntica en España.
Convencido este
amable
poeta de que la servil
imitación
de tan acabado modelo como el alumno de las Gracias solo mal formados abortos hubiera producido, se atrevió a seguir otro
sendero.
Las odas de Anacreonte son casi todas ellas
poemas
cortos, que como el drama y la epopeya abrazan toda entera una acción, con su prótasis, su enlace y desenlace al cual llega por sus pasos contados, y este artificio es la fuente del embeleso con que se leen. Picado Cupido por la abeja, se queja a su madre, y esta le responde con una severa reconvención: ¿quién no ve aquí todos los
requisitos
de la fábula dramática? ¿quién no los observa en la visita de Marte al obrador donde forja Amor sus saetas; en el hospedaje que da Anacreonte al hijo de Citerea, que paga este pasándole el pecho con una de sus flechas?
Otro es el espíritu de las anacreónticas de
Meléndez,
que no tanto se
propone
contar acciones y sucesos como pintar y colorir imágenes, no tanto narraciones como descripciones. Bajo este aspecto es sin duda el poeta español muy inferior al de
Samos:
¿mas qué autor moderno puede sufrir tan desigual cotejo? En las obras poéticas las descripciones y hasta los afectos deben ir siempre subordinados a la acción, que es impertinente la más brillante pintura, el más patético y sublime trozo, si con naturalidad de la acción no
nace.
Un poema sobre las estaciones o sobre los meses hubiera sido tenido por los antiguos por un solemne disparate; si pinta
Virgilio
los estragos de una tempestad, es porque trata de las producciones de la tierra que arrasa, en una obra consagrada a dar preceptos de labranza, empero ningún poeta antiguo pinta solo por pintor. Las anacreónticas de
Meléndez
no son a la verdad meramente
descriptivas,
pero el género que en ellas domina es el descriptivo. Con ánimo sereno y contento con su suerte, rodeado el poeta de dichosos zagales y zagalas alegres, se abandona, cabe su amada, a las suaves impresiones que excitan en su pecho las escenas de una naturaleza amena, y canta sus muelles y deliciosas sensaciones. No es aquí el hórrido clima, los empinados y tremendos montes de la Caledonia, no la temida majestad de los hibiernos del Septentrión, no los ardientes bochornos de los arenosos llanos de la Libia; mas sí los suaves calores de la Iberia, sus templados hibiernos, sus floridas primaveras, los ricos oteros que el Tormes coronan, los valles por el manso y sosegado Zurguen regados:
Ver ubi longum, tepidasque proebet
Iuppiter brumas.
Las anacreónticas de Meléndez nos arrebatan a estos campos amados de los dioses, que tan muellemente ha sabido describir. Si no excitan ni tiernos afectos, ni violentas agitaciones, si no hacen brotar en el alma grandes y profundas ideas, cede el lector a una dulce
molicie
más irresistible cuanto más halagüeña; parecida a los deleites de la isla de Chipre que describe
Fenelon,
que por eso mismo que no movían a violentas pasiones, más invencible era su eficacia en los pechos de los mortales.
La elegía es también un ramo de la poesía lírica; mas el
petrarquismo
endémico
de nuestros poetas de los dos
siglos
clásicos
las ha privado de todo afecto verdaderamente patético, ni los de nuestros últimos tiempos, puesto que inmunes de este vicio, han compuesto elegías dignas de ser citadas.
Con algún más fruto cultivaron nuestros poetas el género
satírico,
puesto que aun en esta parte se han quedado muy atrás de los antiguos, y que entre los modernos les han sacado los
franceses
grandes
ventajas.
Las sátiras de los dos Argensolas más son censuras morales y filosóficas reflexiones acerca de los
vicios,
que invectivas que atemoricen al
vicioso,
como las de
Juvenal,
o donaires tan picantes como chistosos que le ridiculicen, aumentando la aversión que se merece, como las de Horacio. La epístola satírica de
Rioja
combate con fuerza la loca solicitud de los que pasan la vida pretendiendo
cargos,
y humillándose ante los palaciegos; pero más bien es un elogio de la vida exenta de ambición y codicia que la expresión de un enérgico encono contra los ambiciosos. Los únicos contra quien se irrita el virtuoso y filósofo
poeta,
son los frailes
hipócritas,
que encenagados en los vicios más torpes predican la virtud en las plazas y sitios públicos.
No quiera Dios que imite a los varones
que gritan en las plazas macilentos,
de la virtud infames histriones:
esos inmundos, trágicos y atentos
al aplauso vulgar, cuyas entrañas
son infectos y oscuros monumentos.
¡Qué placida resuena en las montañas
el aura, respirando blandamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
La sátira del Matrimonio de
Quevedo
está, como todas las producciones de este agigantado
ingenio,
llena de numen, mas también es una de aquellas en que más se desentendió de toda
regla,
mas se abandonó a enormes
desarreglos.
En la pintura que de los desórdenes de Mesalina hace, acaso no anduvo lejos de la valentía de
Juvenal,
mas otros trozos de esta sátira son imágenes tan obscenas, con tan
indecentes
términos figuradas, que con el cinismo de Diógenes pueden apostarse. La que dirigió al Conde-duque no adolece de ninguno de estos vicios, mas le falta
viveza
y energía.
El
seudónimo
Jorge Pitillas a principios del décimo-octavo
siglo
se burló con donaire y arte de los malos autores de su tiempo, y acaso es su sátira la mejor de las que en España se han
hecho,
o si alguna con ellas se iguala, es la que de
Forner
premió la Academia española. Este último autor que como Huerta compuso primero poesías escritas con tino, y como aquel se entregó
luego
a los más extravagantes
dislates,
acreditó en esta composición vena satírica,
ingenio,
y pulso, no menos que desbarro en sus discursos filosóficos.
Dos clases hay de
poemas
filosóficos; los primeros que con más propiedad se llaman didascálicos, y son aquellos en que se dan preceptos de un arte o
ciencia,
como las
Geórgicas
de
Virgilio,
el de la Naturaleza de Lucrecio, y el de la Agricultura de Arato. De esta especie es el de Pablo de
Céspedes
sobre
la Pintura;
del cual por desgracia solamente pocos fragmentos nos han quedado, y el de
la Música
de Iriarte. Lo poco que del primero poseemos será materia de eterno desconsuelo por lo que de él hemos
perdido;
el episodio en que con el motivo de la tinta introduce el elogio de los escritores que han ilustrado el linaje humano, de los grandes poetas, y especialmente de Virgilio, nada tiene que
envidiar
al más perfecto de cuantos en las Geórgicas de este leemos.
No menos exacto, no menos
arreglado
Iriarte
en su poema de la música que en los demás escritos tampoco se encumbra más alto. Una elegante
medianía,
una castigada uniformidad, una facilidad sin fluidez son casi siempre los atributos de este apreciable autor.
Los otros poemas filosóficos son aquellos en que como en los
discursos
sobre el hombre de Pope, y Voltaire, o los del orden de los seres de Meléndez, y los sermones
morales
de Quevedo, se propone el poeta
inculcar
algunas verdades prácticas, o especulativas, ornándolas con todos los arreos de la poesía. Las locuciones de
Quevedo
son siempre
poéticas,
valientes y felices, empero muy ceñido el coto de sus ideas, casi siempre sabidas estas, y tan original autor apenas tiene una suya propia en sus poemas
filosóficos.
Meléndez
trata sujetos más altos y variados; ora representa ensañados los volcanes vomitando caudalosos ríos de abrasadoras llamas que con temeroso estrépito se llevan en pavesas las densas selvas, las ricas mieses, las vastas y populosas ciudades, y amenazan el trastorno del orbe terrestre; ora la armonía de los planetas que en sus concertados movimientos en torno de un centro común de gravedad a las invariables leyes de la atracción se sujetan. Este poeta no era geómetra, ni por consecuencia buen físico; mas (digámoslo con la venia de los matemáticos que componen versos) la profunda inteligencia de las ciencias físico-matemáticas poco vale para los poemas en que se describen los fenómenos de la naturaleza. Esta aserción parecerá acaso una paradoja, y si por tal la tuviera, eso menos me empeñaría en sustentarla, que habiendo, como el enano de Saturno de Micromegas, hecho muchos cálculos largos y muchos versos cortos, mi interés me induciría a llevar la opinión contraria; mas fundo mi dictamen en razones que me parecen inconcusas, y que voy a
deducir.
No son los argumentos y los cálculos el alma de la poesía, mas sí las descripciones y las imágenes ni es su blanco la verdad matemática o física por donde se descubren y apuran los escondidos muelles de la naturaleza, sino la verdad ideal que todos los fenómenos los eslabona con una idea primordial, arbitraria unas veces, y otras manifiestamente falsa. Así, por ejemplo, la tierra girando en torno de su eje produce la sucesión de los días y las noches, y empieza el crepúsculo así que el punto iluminado de la esfera terrestre se encuentra diez y ocho grados sexagesimales debajo del horizonte, pendiendo su duración de la mayor o menor oblicuidad del globo, etc. ¡Qué floridas ideas para hermosear los cantos de un alumno de las musas! Poeta, deja a los geómetras y a los astrónomos tan abstrusas verdades; píntame la Aurora colorando con su luz suave el universo, vertiendo llantos por la muerte de su caro hijo; muéstrame las flores que con ansia en tan preciosas lágrimas se empapan; enséñamela descogido el rubio cabello, y abriendo con sus roseas manos las puertas del palacio del sol; preséntame a Febo que refulgente en su lucido carro se asienta,
parecido al esposo que de su lecho nupcial sale, y cual un gigante terrible corre acelerado a la meta;
que de las ondas orientales vaya a sumirse en las olas de occidente, y a descansar en brazos de Anfitrite de su inmensa carrera.
¿Por qué es tan propicia a la poesía la mitología griega? ¿Acaso porque, como sin fundamento ninguno lo han soñado algunos autores, bajo misteriosas figuras escondía la explicación de los fenómenos naturales? ¿En qué pruebas se funda esta aserción; ni qué física podían saber los que en tiempos anteriores a Hesíodo y Homero
vivieron?
¿Cómo podían concertarse con la verdad sus ideas? Empero las fábulas religiosas de los griegos poblaban de seres siempre activos y muchas veces agitados de pasiones el universo; seres que si por lo común se escondían de la vista de los humanos, se les aparecían cuando querían; que dotados de poder superior al nuestro tenían nuestras virtudes y nuestros vicios, y con más fuerzas cometían mayores desaciertos. Por eso sus aventuras nos mueven por la parte humana que en ellas había, y nos pasman y asustan por la divina.
Acaso en prueba de que es indispensable el conocimiento de la verdadera física para tratar en hermosos versos de materias científicas, me dirán que
Lucrecio,
tan perfecto cuando en el exordio de su poema invoca a la madre de los Amores; tan
sublime
cuando las vanas fantasías de la superstición, o los pánicos terrores de la muerte fulmina; tan terrible cuando pinta los estragos de la peste que asoló la Ática, es tan uniforme como
prosaico
cuando conforme a la ridícula física de Epicuro explica los fenómenos de óptica y astronomía. Mas si los
versos
en que desenvuelve Lucrecio las ideas físicas de los epicúreos son tan poco poéticos, no consiste en que sean estos disparatados, sino en que estas materias pertenecen exclusivamente al dominio de la geometría, y nada tiene que ver con ellas la imaginación. Tan absurda cosa es probarse a versificar los descubrimientos de Newton sobre el sistema planetario, como los que hizo sobre el cálculo de fluxiones. Diranme que estrecho el campo de la poesía, como si no fuera muy más lato el de la ficción que el de la realidad; como si los hombres
que son de escarcha para la verdad y de fuego para las mentiras,
carecieran nunca de objetos que los animasen y que los inflamasen. Ha ¡pluguiera al cielo que solo con el método y rigor geométrico habláramos de las verdades físicas y morales, que así atribuiríamos al dominio de la poesía todo cuanto enardece la imaginación, y nos convenceríamos acaso de que las ideas que más nos acaloran no son más ciertas que las ficciones mitológicas de los antiguos poetas griegos!
Volvamos a
Meléndez
y a sus poesías filosóficas. Aunque muy
superiores
sus descripciones de los grandes fenómenos de la naturaleza a las de los poetas españoles de los pasados siglos, los cuales, a decir verdad, nunca cultivaron este género, no son nunca
comparables
con las de
Thomson
y Saint-Lambert, ni sus reflexiones con las de Pope y Voltaire. Con dificultad se podía encumbrar a la alteza que se requiere para delinear las vastas, o tremendas, o sublimes escenas que el espectáculo de la naturaleza presenta, el amable autor del sueño de la pastora del Zurguen, y más de cuatro veces hubo de decirle Apolo:
Pastorem, Tytire, pingues
pascere oportet oves, diductum dicere carmen.
Con esto se añade que ya entonces había empezado a
viciar
su
estilo
con las locuciones
afrancesadas
que el primero introdujo en nuestra poesía, desterrando el poético, osado y armonioso idioma de Herrera, de Rioja, y los Argensolas; defecto capital, que en sus imitadores ha llegado al último ápice, y que si por la oposición de los hombres de
gusto
fino no hubiera sido, hubiera dado al traste con la hermosa lengua
castellana.