Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII.
Lección Octava.
LECCIÓN OCTAVA
SEÑORES:
SIGUIENDO mi costumbre de enlazar cada
lección
con la antecedente, recordaré a aquellos de mis oyentes que asisten a la de hoy habiendo asistido a la anterior, y haré presente a los que por primera vez concurren, que en mi última lección, después de haber en la penúltima hablado del estado intelectual y moral de
Francia
, y del influjo que ejerció en las demás naciones, y particularmente en aquellas cuya historia literaria estoy examinando, había pasado a considerar cuál era el estado intelectual y moral de Inglaterra e Italia. Hoy, siguiendo el mismo camino, debo echar la vista a nuestra España, a la cual tengo olvidada hace algún tiempo, aunque según indiqué desde el principio, considerando la literatura del siglo
XVIII
como español, antes que a otra cosa debía atender a la historia literaria de nuestra
patria.
Pero es el caso que en la época de que estoy tratando, época para nuestra patria ya no de
oscuridad
tan completa como fue la de los primeros años de aquel siglo, todavía España no daba de sí producciones de hacer época en la historia de los adelantamientos y de las buenas producciones del entendimiento humano, y sobre todo no producía aquellos grandes talentos que produjo en época anterior, ni los que dio a luz después en la edad de Carlos III, ni los que aun está produciendo en nuestros días, si bien así como en las cosas miradas de cerca aparecen menor la grandeza y de más bulto las imperfecciones que cuando se las figura mayores, y más exentas de faltas la imaginación al descubrirlas desde lejos la vista, los talentos de que hoy está España siendo madre nos aparecen inferiores puestos en cotejo con los de otra
edad,
a los cuales dan formas gigantes, a pesar de la distancia, el estar envueltos en las nieblas de la lejanía de lo pasado. Dejé, señores, a España,
dominando
en ella Feijoo como crítico, y siendo el escritor de más nota, no el de más mérito de su tiempo, aunque Feijoo, como también he advertido, descuidando las materias literarias que solo trataba de paso y con nada feliz fortuna, atendía particularmente a las
filosóficas,
entreteniéndose en desvanecer las supersticiones y los errores vulgares que tenían relación con las ciencias naturales y con el estado general de adelantamiento moral e intelectual del pueblo todo. De su mal
gusto
literario he hablado asimismo refiriéndome a algunos
malísimos
versos suyos, y aun en su parte crítica, cuando versa sobre asuntos puramente literarios, se nota la
flaqueza
de su juicio, arrimado siempre a la luz de los escritores franceses, pero no acertando con ella a guiarse en la región de la literatura española. Al mismo tiempo empezó a aparecer en España una corta grey de autores de mérito mediano, en cuyo estilo y dicción, un tanto
correcto,
aunque desmayado el primero y limpia de graves faltas la segunda, iba mezclada cierta tímida ajustada
imitación
de los franceses, con algunas de las perfecciones y también con algunos de los resabios del estilo y de la dicción de la escuela antigua de literatura castellana. En sus pensamientos, aun casi todos ellos pobres y sobre todo nada originales, al paso que en su frase ni se servían de los arcaísmos hoy en uso, ni estaban tan olvidados de la índole de nuestra sintaxis ni del verdadero caudal de nuestra lengua como lo están hoy no pocos escritores. Además, en lo que tomaban de la nación vecina estaban un tanto atrasados, o por voluntad propia o en fuerza de las circunstancias, copiando solo pensamientos del siglo de Luis XIV y desentendiéndose de la escuela filosófica francesa que en aquellos días iba cobrando el
dominio
absoluto de la literatura allende los Pirineos. No florecieron por otra parte en España entonces hombres de singulares calidades cuyas perfecciones o faltas sean dignas de particular nota.
Corto era, además, como he dicho, en nuestra patria el número de escritores. En el
Diario de los literatos,
donde hay algunos artículos bastante dignos de aprecio y que aun en nuestra época tan adelantada todavía pueden ser estudiados con aprovechamiento y tenidos en alguna estima, empezó a asomar una poesía
nueva
en una
sátira
que lleva por título
Sátira de Jorge Pitillas contra los malos poetas o escritores.
Era tan común este argumento que la
Sátira de Jorge Pitillas
apenas tenía novedad, pues contra los malos escritores había también dirigido su sátira Boileau, aunque este en otros momentos remontó su vuelo, y a nada menos aspiró que a hacer una sátira de las costumbres del linaje humano. Pero la
Sátira de Jorge Pitillas
no pone la mira a tanto: es una colección de
imitaciones
hechas con bastante espontaneidad, expresadas con bastante brío en un lenguaje fácil y
elegante
hasta cierto punto, y vestidas con cierto colorido español, donde al mismo tiempo que se está trasluciendo la
imitación,
hay cierto aire de cosa de nuestra
patria.
En efecto, la sátira empieza con el verso
No
más; no más callar,
Va imitando el famoso
Semper
ego auditor tantum nunquam ne reponam
uexatus totiens…
de Juvenal, y el
Yo
a lo blanco siempre llamé blanco
Y a Mañer le llamé siempre alimaña
es una traducción de Boileau en su
J'appelle
un chat un chat,
et Rollet un fripon,
De lo cual hay en aquella composición otros varios ejemplos.
Sin embargo, era un paso grande, vista la
corrupción
de nuestro estilo en época anterior, que estas imitaciones fuesen de tal manera fundidas en la composición, que tuviese ella las trazas de original, siendo además expresada en un lenguaje
natural,
con una versificación fácil, en la cual no se sentía ni aun la apretura en que pone al ingenio la
traducción
de la idea que trata de trasladar.
Por el mismo tiempo salió a luz una obra que ha merecido elogio de D. Manuel José
Quintana,
crítico
a quien reverencio, si bien disto de su opinión en este punto; crítico de la escuela clásica francesa, pero privilegiado en esa escuela misma, y que con todas sus faltas, pues confieso que, según mi modo de juzgar tiene algunas, todavía debe ser tenido por uno de los primeros entre cuantos ha producido España, y merece ser respetado por la generación presente aun en los mismos casos en que se desvíe de sus opiniones. D. Manuel José Quintana dio grandes elogios al
Deucalión
del conde de Torrepalma, obra que, sin ser una producción de alto mérito, es una composición
poética
muy notable. Dice D. Manuel José Quintana que tiene trozos de poesía descriptiva de los más animados y valientes que hay en castellano, aunque conserva algunos resabios del antiguo culteranismo. Es cierto; pero puede añadirse que quizá los resabios que conserva del antiguo culteranismo son una de las cosas que constituyen su mérito verdadero.
El
Deucalión
no es más que una
perífrasis
de un trozo de las
Metamorfosis
de Ovidio. Sabido es que el diluvio de Deucalión está descrito por el poeta latino en su mejor obra, que Ovidio, escritor
elegante
y fácil, es uno de los poetas más agradables, aunque no debe ser tenido en tan alto precio cuanto otros poetas antiguos.
El poeta castellano
copió,
tradujo,
perifraseó
al latino. Pero en sus octavas, muchas de las cuales son bellísimas por lo robusto de la expresión, y por lo sonoro de los versos y del período, hay asimismo pensamientos
nuevos
que presentan imágenes hermosas. Bella, natural, tierna es la de aquella madre que arrebatada por las aguas y ya vencida por ellas
va
al hijo entre las ondas levantando.
Mas hermosura de pensamiento y de expresión tiene todavía otra octava, donde se pinta a un hombre huyendo en su caballo del desatado torrente, y que en el punto mismo en que va a salvar a una persona de su afecto montándola a las ancas se encuentra con que ha ocupado aquel lugar su enemigo, terminando todo con decir que en aquella trágica escena
…al
dudoso
Trance que de tan rara lucha pende,
Pone funesta paz la onda que asciende
Este último verso, sobre la
belleza
de su sonido, que no obstante un tanto de dureza, le hace con todo por este lado de los mejores que hay en castellano, encierra un hermoso pensamiento, y el epíteto de funesta dado con acierto en aquel lance a la paz, es una de las antítesis mejores que pueden imaginarse, sin que peque de afectada, como las más veces sucede a esta figura retórica, ni que desdiga por lo conceptuosa de la triste majestad de la pintura.
Basta de hablar de autores medianos, aunque por desgracia no es posible tratar con detención si no de escritores de esta clase refiriéndonos a aquella
época;
pero dije mal basta, porque es preciso todavía irnos entreteniendo con los escritores de aquel tiempo. En él floreció también un autor de
tragedias
que, como es de creer, había estudiado a los
franceses
y también la
Poética
de
Luzán,
y el cual escribió ajustándose a las
reglas
de Aristóteles, despreciando la irregularidad del teatro antiguo y las obras de Calderón, de Lope de Vega, de Zamora, de Rojas, de Moreto, de Tirso de Molina. Este fue D. Agustin Montiano, que compuso dos tragedias tituladas
Virginia
y
Ataulfo,
de las cuales hablo sin haberlas leído completamente, y no las he leído completamente porque no me ha sido posible acabarlas de
leer.
Esto es cuanto puedo decir de semejantes composiciones, a las cuales precedía un discurso sensato, escrito medianamente y lleno de las máximas de crítica francesa clásica,
dominantes
en aquellos días. También en Francia había habido autores por este estilo, y uno de ellos era el Abate
d'Aubignạc
que escribió reprobando las obras de Corneille y de Racine por no ajustarse en su sentir a las reglas clásicas, y compuso tragedias donde estaban observadas todas las tales reglas, cayendo en el mismo defecto que acabo de citar en nuestro Montiano, que es el de no poder ser leído.
Entonces también empezó a señalarse otro escritor, cuya fama ha durado casi hasta nuestros días; que todavía la conserva entre los hombres de gusto no muy acrisolado, y el cual, en el ánimo de otros, ha perdido más de lo que debiera; de tal manera, que a quien ha vivido algunos años le sorprende la diferencia de crédito en que está semejante autor y en el que antes estaba, pues si la generación presente casi le ha dado al olvido, en nuestras mocedades todavía le veíamos gozar de estimación y aplauso. Hablo del jesuita D. Juan o D. José Francisco de Isla, comúnmente conocido con el nombre del
padre
Isla. Este escritor lo fue de varias producciones que alcanzaron gran fama en la edad pasada. Su
Día grande de Navarra
es una
bufonada
muy leída, admirada y decantada, sobre todo por los navarros. Es dudoso si su autor quiso hacer de los navarros burla o elogio. Verdad es que esto mismo comunicaba a la composición cierto chiste, o como dirían los que hablan a la francesa, cierto picante; pero aparte de la naturaleza de la tal obra; aparte de esa especie de duda en que dejaba acerca de si era un favor o un disfavor a los paisanos del autor, nacido en Navarra, tiene ella algunos chistes, aunque no de la mejor ley, como eran los del autor en todos sus escritos. Tenía el padre Isla una gracia grosera; tenía instrucción, pero de mala especie, en algunas cosas; y si porque había estudiado los autores franceses, quería ir al corriente con su siglo, en muchos de sus pensamientos y en no poca parte de su
estilo,
se advertían los resabios de sus estudios pasados. En fin, señores, si escribió la famosa
Historia de Fray Gerundio,
si reprendió las gerundiadas, también empezó una obra suya, la
traducción
del
Compendio de la Historia de España
del padre Duchesne, traducción hecha con dicción pura, pero no en buen
estilo,
con una gerundiada mayor que cuantas en su otra obra reprendió, pues hablando del autor, cuyo nombre en francés es De la Encina, dijo que el autor francés había desmentido con su historia el proverbio latino:
non dabit quercus palmas.
Escribió también el padre Isla un libro que tuvo bastante fama en otro tiempo, con el título de
Las cartas de Juan de la Encina,
si bien con tan pobre argumento, que solo tenía por objeto el burlarse de un malhadado cirujano que había compuesto en mal estilo un libro sobre el método de curar los sabañones. Sin embargo, a pesar de la
pequeñez
del asunto, eran leídas y hasta celebradas tales cartas de un modo que apenas puede concebir la generación presente, a la cual han llegado muchos de los chistes de aquella composición que los tenía buenos, aunque ignorándoles el origen los mismos que los saben y suelen repetirlos. ¿Quién, por ejemplo, al oír blasonar de un triunfo al que ha llevado una derrota, no sin ir acompañada de ignominia, no recuerda los triunfos de Vasco Figueira, y sobre todo el triunfo primero, que dice desafía Vasco Figueira a Pero Coello; y Pero Coello azota a Vasco Figueira? ¿Y cuán pocos saben que este chiste está sacado de las
Cartas de Juan de la Encina?
Muy superior fama a la alcanzada por estas tuvo, y hasta cierto punto sigue teniendo el mismo autor por su obra que lleva el título de
Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas.
Pocos ignoran, señores, que si bien esta obra por ningún título fue escrita con intención de ridiculizar la
religión
católica, sino solo a fin de mejorar por medio de la sátira el estilo desvariado e indecentemente profano, usado en aquella época por casi todos los predicadores en el ejercicio de su sagrado
ministerio,
como quiera que para criticar semejantes faltas era preciso escribir sermones burlescos, la Inquisición hubo de
prohibir
la obra; pero consiguió hacer lo que hacía con las obras prohibidas, esto es, darle un mérito superior al que realmente le correspondía. En efecto, mientras la
Historia de Fray Gerundio de Campazas
estuvo prohibida, se miraba como una gran cosa el haber logrado hacerse con ella, y hasta le comunicaba cierto valor el tener que esconderla cuando se presentaba alguna persona timorata. La Inquisición desapareció y la
Historia de Fray Gerundio
ha quedado, y casi puedo decir que no ha quedado, pues serán muy pocos los que la lean en nuestros días. Sin embargo, no deja de tener mérito. Verdad que es una
imitación
del
Quijote,
tan inferior a su original cuanto cabe serlo; pero tiene bastante chiste, ridiculiza muy bien los defectos que se propone censurar. Fue bien calificada cuando se dijo (por el traductor de Hugo Blair) que estaba atestada de una erudición inoportuna y defectuosa, pero alguna erudición contiene, y algún ingenio manifiesta. Entre sus chistes buenos, que no son pocos, hay otros malos, y estos en mayor número que aquellos; pero de los primeros muchos siguen corriendo con boga, aunque la haya perdido el total de la composición de que están sacados. La invención de la obra de Fray Gerundio es pobre: no hay en ella un solo carácter ideal o nuevo, pero hay pinturas de costumbres y profesiones bien dibujadas y coloridas, fiel traslado de los objetos que represen tan, aunque afee lo tosco del pincel la semejanza. El
estilo,
sin adolecer de los graves defectos del de los escritores que censura, no está enteramente limpio de ellos por otra parte. En fin, ha sido privilegio de la obra de que voy tratando uno de que solo suelen gozar las de mérito superior, y es haber logrado que algunas de sus expresiones y palabras se hayan introducido en nuestra lengua, donde se dice gerundiada y estilo gerundiano. ¿Y quién de nosotros no repite alguna vez aquel epígrafe de un capítulo que dice: Deja Fray Gerundio los estudios y métese a predicador? Chiste de buena especie, y sátira cuya aplicación ocurre con frecuencia.
Florecía al mismo tiempo otro hombre, discípulo de Feijoo,
erudito
como pocos, pero de una
erudición
apelmazada, que no ignoraba los adelantamientos modernos, a quien se deben grandes descubrimientos y que registró cuanto había más escondido en nuestros archivos. Sus obras están olvidadas en nuestros días, aunque bien sería que volviésemos a ellas la vista alguna vez, siquiera para admirar su instrucción vasta y aprovecharla. Hablo del padre
benedictino
Fray Martin Sarmiento. Su
estilo
no es la prenda en que más reluce: era todavía el de los de su época, y más que otros indigesto e inelegante, aunque no falto de corrección y
pureza.
No me acuerdo que antes del reinado de Carlos III haya en España otro escritor que merezca mención particular cuando se trata de la literatura del siglo XVIII. Pero es menester observar una cosa. Se notaba, señores, que la literatura por aquel tiempo estaba incierta, dudosa, tímida, sin haber encontrado su asiento; que desechaba casi todo lo antiguo sin pararse absolutamente a examinarlo, y que ansiaba lanzarse a lo
moderno
sin saber sentar el pie en la región por donde iba, ni emprender resueltamente la senda por donde podía llegar a aquella a que se encaminaba. Nuestra literatura del siglo XVIII era esencialmente
imitadora,
e imitadora de mala especie, no imitadora como lo había sido en el siglo XVI de la literatura
latina
y de la
italiana,
sino de la literatura francesa, y tampoco de la literatura francesa del día, sino de la literatura del siglo de Luis XIV. Por aquel tiempo estaba floreciendo en Francia una literatura nueva animada con nuevos pensamientos, y si bien la literatura que nosotros imitábamos era preferible a la francesa contemporánea, como ya estaba completamente desfigurada, tenían nuestras obras todos los inconvenientes de la imitación, y pocas o ninguna de las verdaderas bellezas de los modelos que trataban de copiar los autores. Al mismo tiempo nuestra patria todavía andaba, por decirlo así, como anda el niño que no camina con
firmeza;
todavía andaba como anda el que ha pasado una grave enfermedad, que apenas recobrado de ella, camina cojeando, doblándosele las rodillas y presentando en fin todas las señales de debilidad. Pero al fin nuestra patria caminaba, y cuando se camina, aunque sea débilmente, siempre se adelanta algo.
Así estábamos, señores, mientras en
Francia
seguían las cosas su curso natural. Volviendo pues (aunque en una misma lección haya de explicar dos cosas diversas, porque no haré más que apuntar lo que después explanaré), volviendo al estado en que se hallaba Francia, que era sin duda alguna entonces la nación
principal
del orbe literariamente considerada, no olvidaremos que acababa
Montesquieu
de dar
su
Espíritu de las leyes,
Voltaire acababa de escribir su
Ensayo sobre las costumbres
y su
Siglo de Luis XIV,
Diderot y D'Alembert daban principio a su
Enciclopedia,
el
movimiento seguía en sentido filosófico, y la literatura se resentía de ese mismo movimiento. El hombre principal del siglo, por unos criticado, por otros aplaudido, todavía no había llegado a adquirir el alto predominio que tuvo después; pero festejado por los reyes, halagado aunque sin ser querido hasta por la corte de Francia; llamado por el rey de Prusia, dominaba ya la sociedad del mismo modo que la literatura con su estilo claro, correcto, no lleno de aquellas dotes que resplandecen en Bossuet, no con la sencillez clásica de Fenelon, pero sin hinchazón, manifestando un juico claro como ninguno en el mundo; mezclando todo esto con una
sencillez
admirable, sin afectación, y dedicando todas estas dotes de estilo a extender y sustentar los dogmas de su filosofía. Pero al mismo tiempo iba a levantarse no de Francia misma, sino de un pueblo de la Suiza donde se hablaba el idioma francés, de una república de un estado protestante donde había imperado la secta de Calvino y había ejercido una intolerancia igual a la de la misma Roma a la cual combatía; de aquel país donde se hablaba un francés correcto, demasiado correcto, iba, digo, a levantarse un hombre de especie
nueva
que había de influir tanto como Voltaire en el mundo; que había de dirigirse particularmente a la política; que había de conmover no solo los tronos, sino la sociedad toda; que había de tener no solo admiradores como su famoso contemporáneo Voltaire, sino devotos, hombre en quien relucían muchas dotes del verdadero clasicismo, a pesar de que de este se apartase en otras y no pocas cosas; hombre diferente de los de su siglo; hombre en quien iban hermanados con la filosofía moderna que despreciaba, aunque en parte procesándola, el espiritualismo, la devoción verdadera y los principios
religiosos,
si bien no los de nuestra religión; hombre en fin en quien había cosas que le constituían en un ente de especie nueva, y al cual, quien quiera que tenga un alma sensible no puede menos de admirar, aunque le admire llorando. Ya se entenderá que quiero hablar del filósofo de Ginebra, de Juan Jacobo
Rousseau.
Cómo empezó su carrera; el influjo que ejerció en Francia; cómo le era disputado este influjo; cómo al mismo tiempo la filosofía, en medio de estas contiendas siguió creciendo; cómo se extendió a Italia y empezó a dar frutos; cómo no penetró directamente en Inglaterra, donde había una literatura
aparte;
cómo vino a España y se modificó en tiempo de Carlos III, será asunto de la lección siguiente y de algunas posteriores.