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Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Decimoquinta.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


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LECCIÓN DÉCIMAQUINTA


SEÑORES:

Después de haber perdido de vista a nuestra patria durante largo tiempo, porque el estado general de la Europa durante aquellos largos años llamaba mi atención, y debía llamar la de mi auditorio, tiempo es de que volvamos a considerar la situación de España en aquellos días, si bien no puedo prometerme, como más de una vez he dicho, que sea fácil dar del estado de nuestra literatura una idea sumamente ventajosa. Sin embargo, estaba entonces progresando. En el reinado de Felipe V se habían creado las academias, y ayudados los esfuerzos de aquel monarca por Fernando VI, se había adelantado en la tarea de sentar principios conformes a un mediano buen gusto.

Pero el que reinaba, si bien sano en cuanto condenaba las extravagancias, si bien acertado en cuanto encaminaba los espíritus a las fuentes de la belleza literaria y artística, pecaba en señalar para ir al objeto apetecido un camino harto estrecho y en señalar un solo manantial de perfección, siendo al revés varios estos, y más de una las sendas que a ellos guían. La corrupción que había no solo invadido, sino casi aniquilado nuestra literatura en el reinado de Carlos II, causó que al establecerse en el de Felipe V, en vez de un objeto idéntico al ya destruido, se asentó en nuestra tierra otro nuevo y de extraño origen. La planta del clasicismo, ya no sacada del terreno natural y primero donde floreció, sino de un nuevo plantado en Francia, y el cual prosperó en el suelo de la nación vecina, aunque perdiendo mucho de su anterior esencia, venida a España se aclimató aquí imperfectamente, no dando frutos tan lozanos ni sazonados como había producido en las tierras de su primero y segundo nacimiento.

Ningún ingenio extraordinario se manifestó en nuestra patria en la mitad primera, y aun en parte de la segunda del siglo XVIII, aunque escribieron entonces hombres de alguna erudición, de regular talento y de sólido juicio. El rey Fernando VI, subido casi al mediar el siglo al trono que por breve plazo ocupó con más felicidad pública que gloria propia o aun del Estado, si no mereciese gloria regir bien y en paz a los pueblos, era un príncipe pacífico, quizá extremado en la economía, salvo en uno u otro gasto para satisfacer vehementes pero no feas afecciones, amante de las letras y de las artes en cuanto cabe serlo a una imaginación no viva, y en la cual una terrible dolencia ejercía el más funesto influjo. Terminada no en verdad en la juventud, pero sí antes de empezar la vejez la vida de aquel monarca, pasó el cetro español a las manos de un príncipe nacido en España pero educado en Italia, pues, niño todavía, había pasado a aquella región a gobernar un estado que hubo de trocar por otro de harta más grandeza, joya un tiempo de la corona heredada por su padre, y que restituyeron si no a la monarquía española a la estirpe que la regía, triunfos dignos en cierto grado de recordar los días de Carlos I y Felipe II. No era Carlos III, de quien hablo, un hombre de más que mediano entendimiento, y si a algo se inclinaban sus alcances era a ser cortos, pero se señalaba por lo recto de sus intenciones, por lo firme de su voluntad, por su apego a sus amigos, por su consideración a sus fieles servidores, por su elevación, si supersticiosa a veces, no tanto que le embargase contribuir a los adelantamientos de la razón humana, especialmente en los primeros años de su reinado. Reinando en Nápoles este príncipe había patrocinado las nobles artes y las letras humanas con empeño y magnificencia, y no obstante su piedad había favorecido las ideas filosóficas de su siglo aun en lo relativo a reformas templadas en puntos religiosos. Ardía en efecto en aquellos tiempos como cuando más, si bien algo encubierto el cisma (y tal nombre le doy aunque no llegó a serlo declarado) que separaba a algunos personajes respetables del clero y a la más crecida porción de los magistrados y tribunales de algunas máximas de disciplina eclesiástica sustentadas por la corte romana, la cual tildaba a sus contrarios llamándolos jansenistas, recibiendo en cambio sus parciales el apodo de ultramontanos. Ya he dicho en otra ocasión que con el advenimiento del primer Borbón, Felipe V, la secta a la cual me refiero tuvo en España parciales, y Carlos III, dándose a sostener con firmeza los privilegios de la Corona, le añadió fuerza y séquito. Hizo más, pues abrigándose tras de esta clase de reformadores otro más atrevido, también hubo de recibir protección de este monarca y de varios de los que sucesivamente formaron su ministerio. Ni dejaron de influir en la región puramente literaria estas doctrinas políticas o religiosas. Sobre haberse estrechado más y presentádose con mayor claridad en el siglo XVIII la unión entre la filosofía, la política, el estado de la sociedad y el de la literatura, unión, aun cuando latente o menos conocida o más floja, al cabo existente en todos tiempos, circunstancias particulares de España causaban que, muerta en ella su literatura antigua, la moderna venida de afuera llegaba mezclada con las máximas reformadoras dominantes, particularmente en la misma época de Francia, de la cual tomaba España todo.

Al seguir pues del reino vecino la escuela literaria de Voltaire, se recibía con su espíritu y con sus formas. Menos se copiaba de Rousseau aunque tampoco le faltasen sus devotos e imitadores. Según fue creciendo el trato entre el pueblo francés y el español; según fue en el primero dominando la escuela filosófico-literaria; según en el segundo fueron robusteciéndose y defendiéndose las máximas y con ellas el estilo de los escritores del reino vecino, fueron la esencia y la forma literaria cobrando nuevo carácter. Sin embargo, como todo cuanto se naturaliza en tierra extraña, sin perder gran parte de lo que trae consigo adquiere no poco del lugar a que es transplantado, el gusto francés varió un tanto al acomodarse a la sociedad, a las costumbres y a la lengua española. Ni faltaron escritores que tomando algo de lo ajeno y moderno conservasen bastante de lo nativo y antiguo.

El reinado de Carlos III fue sin duda, señores, una época de notable adelantamiento para nuestra España, no porque entre nosotros se publicasen obras de gran magnitud, ni por su valor ni por sus dimensiones, como el Espíritu de las leyes, o el Emilio, o el Contrato social, o la Historia natural de Buffon, o alguno de los grandes trabajos históricos de Voltaire, o aún como otras obras inferiores de estos ingenios de primera clase, o de otros de menor nota en el reino vecino, o como las célebres historias inglesas de que he hecho mención o aún como otras producciones por que en la misma época se señalaba la literatura británica, pues esto en el estado intelectual del público y de los autores españoles era absolutamente imposible. Las nuevas ideas, el gusto de la escuela moderna daban muestras de sí, o solo asomaban en una u otra frase o en la contextura general de obras cortas. Aún en los primeros días del reinado de Carlos III el movimiento empezado en tiempo de Felipe V y continuado en el de Fernando VI no tuvo aumentos notables. Pero andando el tiempo y mediado el espacio de este reinado ya adquirieron alguna mayor importancia las obras y algunos más bríos los autores, bien que sin llegar los trabajos a ser iguales a los de pueblos donde un número crecido de lectores a un tiempo estimula los ingenios y los remunera ni a manifestarse altos méritos literarios imposibles tratando medianos argumentos en trabajos de cortas dimensiones.

Acometióse en el reinado de Carlos III una empresa que bien desempeñada habría dado a la literatura castellana un monumento de suma utilidad, y asimismo quizá de algún lustre. Fue este una historia literaria de España que empezaron a escribir dos hermanos llamados Mohedanos, religiosos granadinos. Tenían estos buenos padres una erudición vastísima aunque no selecta, distinguiéndose especialmente por su conocimiento de los autores latinos. Esta misma ventaja contribuyó como lo que más a descaminarlos, pues queriendo sin duda imitar a D. Nicolás Antonio en la parte de su Bibliotheca Hispana, llamada Vetus, había tratado no de los escritores de la lengua española o castellana, sino de los españoles de la Antigüedad que se distinguieron, dominando a España los romanos, por sus producciones en lengua latina, se dedicaron a formar un catálogo más que un juicio de los claros ingenios que florecieron cuando nuestra patria como provincia estaba en los segundos tiempos de la literatura latina, enriqueciéndola con producciones de más nota, a punto de mantener en ella, si no el puro esplendor de la edad de Augusto, cierto brillo el cual aun oscurecido por sombras no desdecía con todo de la gloria primera. En este trabajo emplearon los padres Mohedanos algunos bastante abultados tomos, en que se acreditaron de instruidos hasta nimiamente, pero mostrando tan escaso juicio crítico y tan acendrado patriotismo, que con indistintas y uniformes alabanzas ponían en las nubes todos los esfuerzos del ingenio español, entreteniéndose en averiguar los quilates de la fama de Balbo y aun de Higinio, como podrían hacerlo con la de los hombres cuyas obras dieron más fama a la patria y lengua. Agrégase a estas faltas la de ser su estilo incorrecto por demás, inelegante y pesado. Fuera de esto mal puede juzgarse cuál habría sido el mérito de su obra si hubiesen entrado siquiera a tratar lo que según su título prometía ser su argumento; pero realizado el temor expresado por el abate Andrés de que por el deseo de dar a España una historia de la literatura demasiado prolija, se quedarían sin dársela, sobrecogiéndolos la muerte o la vejez, no en el medio ni aún puede decirse en el principio, sino en una parte preliminar de su tarea, dejaron solo empezada o, diciéndolo con más propiedad, sin empezar, la empresa que habían acometido. Tal cual es no honra a la literatura española, aunque acredite celo y diligencia en sus autores.

Otra obra contemporánea también de mérito no corresponde propiamente al ramo de la literatura a que estamos atendiendo en estas lecciones, si bien merece que de ella se haga mención de paso. Aludo, señores, a la España sagrada del padre Flórez, utilísimo depósito de noticias y documentos de la antigüedad, relativos a la iglesia de España, y que aún a materias profanas se extendía. Pero semejantes trabajos apenas merecerían nuestra atención si perfecciones extraordinarias de estilo les diesen mérito literario, y el padre Flórez, sin escribir mal, no tiene cosa que particularmente le recomiende.

Los escritores del tiempo de Carlos III han merecido que de ellos se publique una biblioteca o especie de catálogo de sus nombres y obras que dio a luz Sempere y Guarinos. Repasando la lista se encuentran en abundancia respetables medianías, pero apenas uno de cuyas prendas literarias se deba hablar con detenimiento en un curso de lecciones rápido como el presente. Por otra parte, ir citando personas y títulos de obras sería ajeno de nuestro propósito. Así, pues, al paso que haré mención de unos pocos, deteniéndome más al tratar de los poetas que de los prosadores, por razones que no callaré, debo hacer a mi auditorio una ligera advertencia sobre el carácter literario general de la época que voy tratando.

El desmayado estilo de los días de Felipe V, y aún de Fernando VI, iba trocándose en otro más vigoroso, porque las ideas de que el estilo nace iban tomando más posesión de los ánimos, y aun cuando venidas de afuera, ya bastante naturalizadas, salían con más espontaneidad de la mente. Al paso que el estudio de los extranjeros no se descuidaba, se volvía un tanto al de la antigua literatura española, poniendo la atención, no en los autores de fines del siglo XVII, sino en los poco antes casi olvidados modelos del XVI y principios del siguiente, que forman nuestra escuela clásica, y aún tal vez pasando a buscar e imitar una u otra perfección de edad más remota. Así la dicción, siguiendo contaminándose con galicismos, iba al mismo tiempo trayendo arcaísmos al vocabulario de uso, resultando de ello, salvo en algunos escritores, un maridaje mal proporcionado, si bien no sin alguna disculpa y aún sin algún mérito, nunca llegando a las monstruosidades de nuestros días en que voces y frases de todos los siglos, aun los más antiguos a veces, no bien entendidas, y por eso mal aplicadas, se casan con vocablos y locuciones puramente de sintaxis francesa. Los escritores del reinado de Carlos III, por lo general en su elegancia rara vez robusta, más se asemejaban a los franceses del siglo XVII que a los de la misma nación en la edad de Luis XIV, aunque a unos y otros veneraban y querían seguir, pero tomando con los pensamientos de su época el gusto, no solo de la literatura, sino de la sociedad contemporánea, no podía menos de hacer efecto en la forma, y aún en la esencia de las composiciones, la naturaleza de los argumentos que trataban. Ninguna obra de las publicadas en aquellos días pudo abrir campo donde se manifestase extraordinaria grandeza o novedad de pensamientos, y por consiguiente donde pudiesen acreditarse singulares prendas de estilo.

Pasando de estas generalidades a examinar el carácter y mérito de algunos autores, habremos de tratar en primer lugar de los poetas, porque en España, por razones particulares, no tratándose de los grandes asuntos que a una obra en prosa dan importancia y valor, se ocupaba el ingenio en composiciones poéticas, en las cuales aún las breves y ligeras no dejaban de empeñar la atención y de conseguir y merecer aplausos. A esto se agregaba la habilidad para versificar, si no tan grande en aquellos días como siglo y medio antes, o como en el momento presente, notables siempre, y que trae consigo la afición natural a empresas donde se encuentra buen mérito y aprobación a costa de poco trabajo. Sin que sea nuestra lengua dócil al verso al punto que lo es la italiana, y presentando al revés dificultades lo largo de las palabras del idioma castellano para acomodarse a la medida, es cierto que la sonoridad y pompa de nuestro idioma encubren a veces la pobreza de algunas ideas, siendo los españoles, como pueblo meridional, y más que otro alguno, amante de la belleza del sonido, y contribuyendo el deleite y regalo que en él encuentran a dar estímulo y fama a los versificadores, seguros de que las cláusulas bien sonantes en versos rotundos han de cautivar a numerosos lectores, y aún de dejar satisfecho al padre que, viendo su prole mental, en contemplarla y admirarla se recrea.

Uno de los poetas que en los días de Carlos III florecieron y aun alcanzaron fama, hoy de todo punto perdida, fue D. Cándido Trigueros, de quien apenas sabrán el nombre muchos jóvenes del día presente, y que acometió en literatura varias empresas, y hasta la de agregar un poema épico a los muchos y casi todos malos que cuenta la lengua castellana. Eligió singular argumento para su composición, que tituló la Riada, siendo la acción una avenida del Guadalquivir y el héroe el conde de Llerena, asistente de Sevilla, que con sus providencias atajó los estragos causados por el desate de las aguas. Como era de suponer, hay máquina en este poema, componiéndole personajes mitológicos y alegóricos que ya coadyuvan a los furores del río, ya a los felices esfuerzos del magistrado para contenerle o remediar los males nacidos de su furia. La elección de semejante argumento basta para probar que el poeta carecía de las dotes y de los principios de buen gusto que son de necesidad para sobresalir en clase alguna de poemas. Y no deja, señores, de ser de algún descrédito para la época que reinasen en ella doctrinas críticas con arreglo a las cuales se pudiese pensar en hacer una composición semejante. El estilo de la Riada corresponde al concepto general de la obra, siendo pobre y desmayado, aunque no incorrecto, abundante en imitaciones que declaran la instrucción del autor y su poco acierto en usarla. No fue la Riada la única composición de Trigueros, que hizo varias en diversos géneros y aun se ensayó en el dramático, llegando a mal género de celebridad su comedia titulada Menestrales, por haber merecido un premio en competencia con trabajos de otros autores y por haberle valido un fundado sarcasmo de D. Tomás de Iriarte, ratificado primero por la desaprobación pública y después por el olvido. Esto, no obstante, Trigueros era buen humanista, a quien descaminaron erróneas ideas en punto a la composición literaria y una confianza excesiva en su propio ingenio, no igual a sus conocimientos.

Muy superior a Trigueros fue como poeta D. Ignacio López de Ayala, y sin embargo sus obras distan mucho de ser modelos de la mejor clase de poesía. Siendo inteligentísimo en la lengua latina y diestro en su manejo, escribió en esta lengua muerta un poema sobre la almadraba o la gran pesca de atunes en Conil, asunto ingrato que amenizó con hermosas descripciones, las cuales, sin embargo, adolecen del defecto común en quienes usan un idioma extraño, y más siendo de los que no hablándose ya solo son conocidos por los libros. Pero el trabajo de este autor, que le ha dado mayor y más merecida fama, es su tragedia intitulada Numancia destruida, composición poética de algún mérito y aun de bastante, pero no considerándola como un drama. Está la Numancia escrita con arreglo a los preceptos de Horacio y del clasicismo francés, y en esta línea adelanta y excede notablemente a otras tragedias españolas de la misma. Pero en su línea misma carece de las dotes de una composición dramática de mérito eminente. No faltaba a Ayala fantasía, aunque no fuese la suya de las que más remontan el vuelo; no le faltaba ingenio, y le sobraba erudición con la habilidad necesaria para fundir bien en su estilo sus numerosas imitaciones. Sabía usar de un estilo robusto, elegante, correcto; y versificar, si no con extremada facilidad y soltura, con no corto grado de acierto, haciendo sus versos sonoros sin ser retumbantes. Había en él nobles pensamientos, y al querer representar el patriotismo de los habitantes de la heroica ciudad, «terror del imperio romano», lo hizo con verdad, con nobleza, con brío. Pero la gran facultad de transformarse el poeta en los personajes que crea, de hablar por boca de estos, de crear caracteres o ya de meras calidades abstractas, o lo que tiene muy superior mérito, llenos de individualidad, le estaba negada y aún hubo de serle desconocida; y del inferior mérito de formar un nudo propio para empeñar los afectos y curiosidad del oyente y a la par verosímil, así como de desenlazarle fácil, probable y no demasiado visiblemente, asimismo no tenía ni lo suficiente para tejer una tragedia mediana. La Numancia, sin embargo, ha agradado algún tiempo, y más cuando apareció en las tablas refundida, pero esto sucedió en época en que muchos de sus versos eran alusiones a las circunstancias existentes, y el éxito que entonces tuvo fue de los que no duran, lo cual se prueba con haberle llegado hoy la época de estar si no despreciada, desatendida.

Con menos fortuna aun se ensayaba por entonces en la tragedia un poeta como lírico de más que mediano mérito, y cuyas prendas para la poesía en general eran muy superiores a las de Ayala, a quien fue inferior como dramático. Hablo, señores, de D. Nicolás Fernández de Moratín, uno de nuestros autores en el estilo y en la locución más robustos: las tragedias de Lucrecia, Ormesinda y Guzmán el Bueno son sin embargo obras de valor muy escaso. En la segunda, trató un argumento en que ni Jovellanos acertó después, y en que logrando aplauso, hasta cierto merecido, solo se ha elevado a una altura mediana uno de nuestros mejores y más célebres poetas que aún vive. En la tercera, recordando un hecho de feroz heroicidad que acaso presta poca materia a un buen drama, no obstante el partido que de él ha sacado un ingenio de nuestros días, no supo dar ni a sus caracteres verdad y novedad, ni a su acción cosa que empeñe o suspenda al auditorio o al lector, aunque tuvo el tino de ser fiel a la historia, a las costumbres de la edad que representaba y al carácter de su protagonista, conservando en los siguientes versos en que al oírse ruido en el real de los infieles, y preguntando Guzmán la causa de aquel rumor, le responden:

«Al rapaz le cortaron la cabeza»


A lo cual dice el duro héroe:

«Cuidé que iban a entrar la fortaleza,»


conservando, digo, casi íntegra la frase de estoicismo bárbaro de cuidé que eran entrados en la ciudad los enemigos. Además, el estilo de Moratín nunca es dramático, no porque sea a veces lírico, pues en los mejores dramas y aún en los de la clásica Grecia, trozos líricos hay de precio muy subido, y remontarse a veces a la poesía alta e imaginativa no rebaja el mérito de Shakespeare o de Calderón, o de otros grandes maestros, sino porque del tono de una poesía no sabe pasar al de la otra, y pensar y hablar no como autor, sino como los por él inventados actores. En los géneros a que le llamaban su numen o su vocación verdadera, no fue D. Nicolás Fernández de Moratín poeta de poca valía. Por aquellos tiempos, deseosa la Real Academia Española de estimular sus ingenios ejercitándolos, empezó a ofrecer premios honrosos que habían de disputarse por los escritores, dándoseles argumento y señalándoseles formas para las composiciones en que contendiesen por la palma, engañoso modo en los tiempos modernos de procurarse o acreditar superiores obras, que creo mejor el patrocinio del público, y tanto más engañoso cuanto que el lauro, aun por jueces entendidos, siendo varios, no suele ser adjudicado a quienes más le merecen. Fue uno de los primeros asuntos propuestos por la Academia la heroica acción de Hernán Cortés destruyendo sus naves para quedarse a vencer o morir con un puñado de héroes en la tierra del vasto imperio mexicano. No está averiguado cuántos presentaron obras, contando solo haber sido de las presentadas la mejor la de Moratín, si bien otra se llevó el premio. Diósele a un señor Cabeza de Vaca que en una serie de no mal sonantes octavas, vacías empero de verdadero estro y de argumento, en mediano estilo y dicción correcta aunque falta de bríos, acertó a captarse el favor de los jueces en falso, no ratificado por la elección general que solo recuerda de aquella obra algunos versos sonoros y no escasos de ridiculez en sus sones, como los que pintan a Cortés:

Allá en Tehuantepec la furia loca
Castigando del fiero Qualpopoca


Otra entonación aunque alta, otras dotes de poesía se señalan en el no premiado canto épico de Moratín padre. Abunda, es cierto, en imitaciones no todas igualmente felices, siendo el imitar propio de ciertas épocas de restauración, la cual no es lo mismo que renovación. Tiene el defecto de atender más a lo externo que a sus almas; adolece de la falta de no tener en los caracteres que pinta más que vagas generalidades, pero con estos lunares pinta perfecciones de brioso estilo y de dicción correcta, robusta y a veces lozana, mostrándose en sus imágenes, en su tono, señales de buena y aun hasta cierto punto alta poesía. En uno u otro romance acreditó el mismo poeta prendas no inferiores, distinguiéndose entre ellos el de los toros de Madrid, en el cual resucita, si no enteros, con bastantes de sus méritos, los romances castellanos del tiempo de Felipe III.

Otro poeta en los mismos días se ensayó en la tragedia, y si bien las dotes de su ingenio sobresalientes sin duda aunque entorpecidas y deslustradas por corto saber y sobrada ligereza y arrogancia, no eran las más propias para acertar y lucir en el género dramático, con todo hizo una obra que por muchos años ha agradado, representada más que otra alguna moderna de su clase y cuyo mérito poético es alto en verdad, aunque no sea del más subido. Me refiero, señores, a D. Vicente García de la Huerta, cuyas aventuras personales y reñidas guerras con todos los literatos de su tiempo, sustentando él de mala manera y con exceso la causa de la antigua literatura castellana contra aquellos a quienes con razón o sin ella estimaba sus enemigos, dieron ocupación y entretenimiento a los escritores y lectores de aquellos días. Este autor, en quien residieron algunas de las prendas y no pocas de las faltas de los escritores llamados Cultos del siglo XVII, a cuyo patriarca Góngora se proponía especialmente imitar, sobre tener imaginación, en genio, poseía el arte de expresarse con sin igual gala y pompa, y al mismo tiempo con facilidad y fluidez, dando no solo a sus versos sino a su periodo poético magnífica amplitud y sonoridad. Así en su tragedia la Raquel se distinguió particularmente por la belleza de la versificación, pero a este mérito estimado por muchos de precio superior al que real y verdaderamente le corresponde, y celebrado con demasía en algunas composiciones modernas, acaso por ser en ellas el único, agregó Huerta pensamientos nobles aunque expresados con jactancia e hinchazón, la creación de un carácter bello si bien inconsecuente, y con un tanto de soberbia palabrería en sus mejores momentos y alguna escena tierna donde conceptos de mal gusto desfiguraban una situación bien ideada. Con tales perfecciones y defectos, hallando auditorios fáciles de dejarse cautivar por hermosos sonidos, y por decirlo así, retumbantes pensamientos, la tragedia de la Raquel ha sido citada a la par que oída con más que merecidos, si en cierto punto, justos elogios. Es de notar que el autor apasionado en la defensa del teatro español antiguo quisiese sujetarse a las reglas del clasicismo latino y francés dominante en sus días, blasonando de haberse extremado en su observancia, pues en punto a las unidades, dice que su Raquel está en un acto solo, dividido en tres jornadas para descanso de los actores, sin que la acción quede por un solo punto interrumpida. Pero si Huerta vistió a su modo su composición a lo clásico, no acertó a darle la clásica sencillez ajena de la naturaleza de su ingenio y de la clase de sus poco vastos conocimientos. Así el poeta que solía expresarse en tan magníficos períodos y versos como aquellos con que empieza su tragedia, grabados en la memoria de los amantes de la lengua y versificación castellana:

Toda júbilo es hoy la gran Toledo,
el popular aplauso y alegría
unidos al magnífico aparato,
las victorias de Alfonso solemnizan.
Hoy se cumplen diez años que triunfante
le vio volver el Tajo a sus orillas,
después de haber las de Jordán bañado
con la cristiana sangre y con la impía:


Trozo donde si no hay toda la clásica sencillez, tampoco se nota que de ella desdiga. Ese mismo poeta, en la escena donde se presenta su heroína al rey a expresarle su amor y la pena que le causa verse obligada a dejarle, se expresa con los conceptillos siguientes propios de la peor época de la literatura castellana:

Mi llanto, mis sollozos
solo son expresión de mi martirio,
vapores que a los ojos ha exhalado
la amante llama que en mi pecho abrigo.


Y en la aplaudida y con algún motivo celebrada relación de Hernán García de Castro al rey Alfonso, cuando llevando la voz del pueblo le pide el destierro de su dama, juntamente con bellos pensamientos, se nota el estilo idéntico de las relaciones de nuestras comedias antiguas con sus hipérboles, con sus amplificaciones, con sus circunloquios, y también con sus primores de dicción y algunas veces de estilo.

Pero García de la Huerta no quiso ceñirse a dar obras originales en el género llamado clásico, e intentando sin duda probar que si abogaba por la antigua poesía dramática castellana, también sabía trasladar a su patria y lengua las perfecciones de modelos de belleza muy diferentes, escogió para traducirlas dos tragedias de autores, aunque ambos llamados clásicos, de género diversísimo, siendo el uno el más acabado y hermoso tipo del puro y legítimo clasicismo griego, único enteramente digno de tal nombre, y el otro un ejemplar del apellidado clasicismo francés, y no del de Corneille o Racine, si en algo diferente del género y gusto de la Grecia antigua, en otra parte, con especialidad el segundo, enteramente conforme a la forma y en no corto grado al espíritu de la clásica Antigüedad, sino de un clasicismo degenerado y bastardo, el de Voltaire, solo acreedor al título que toma por su observancia de las unidades. Las tragedias a las que me refiero son la Electra, de Sófocles, y la Zaira de Voltaire. Pero por desgracia, Huerta, que las puso en castellano, ignoraba enteramente el griego y conocía muy poco el francés, faltándole por consiguiente para hacer sus versiones el conocimiento de los originales. Esto, sin embargo, no le detuvo, pues escogió para original dos traducciones españolas que estimó ajustadas, no siéndolo en verdad la primera, aunque sí la segunda con exceso, si exceso cabe. Valióse, pues, para poner en verso castellano la inmortal obra de Sófocles, de una traducción de la misma, hecha en prosa y con poca fidelidad por el maestro Hernán Pérez de Oliva, autor del reinado de Carlos I. A esta prosa castellana antigua dio Huerta la forma de versos sonoros, y añadiendo la infidelidad necesaria en quien deslíe prosa en versos sujetos sobre la ley de la medida a la del asonante a la ya no corta usada por el primer traductor, dio, en vez de la obra original griega o de una tragedia mediana, una mera colección de hermosos versos con las calidades particulares de su estilo nada clásico, ni en los parajes donde tiene más hermosura.

En cuanto a la tragedia de Voltaire, también, como he dicho, se valió de una versión castellana, pero no de una en prosa, sino de una traducción en versos sueltos, flojos, desmayados, donde estaban sin discrepar de ellos un ápice todos los pensamientos del original, faltando solo la belleza de estilo que en una obra poética, aun cuando sea dramática, es de todo punto indispensable. La traducción a que estoy aludiendo era obra de un hombre singular, del cual, tratando de los días de Carlos III, es imposible dejar de hacer mención, aunque en la literatura no tuvo el mérito ni adquirió la celebridad a que aspiraba. De un personaje, discípulo fogoso de la filosofía francesa de su siglo, hasta en sus yerros. De uno que intentó introducirla en España, hasta con sus doctrinas irreligiosas. De uno a quien en medio de sus no leves faltas, es deudor el pueblo español de señalados beneficios. Del que poblando los ásperos desiertos de Sierra Morena, convirtió en terreno escabroso y una guarida de salteadores de caminos en uno de los parajes, si antes de más peligroso, ahora de más seguro y agradable tránsito en el suelo de toda España. De uno a quien persiguió la Inquisición, castigando en él algunas culpas, no pocas imprudencias, y hasta acciones dignas de alabanza en un acto solemne, en el cual, si no se le aplicó la más dura pena, se le trató con una multitud de bárbaros rigores, dando un espectáculo indigno del siglo, y casi el último de su clase, de Don Pablo Olavide. Este personaje, de varia y un tanto superficial instrucción, y de carácter por demás fogoso, movido del deseo de adquirir fama y juntamente de hacer bien a su patria, se dedicó a todo género de empresas. Como la poesía dramática en aquellos días en que llevaba el cetro de la literatura Voltaire era uno de los vínculos por donde se comunicaban las nuevas ideas filosóficas, Olavide, admirador apasionado del poeta filósofo francés, quiso darle a conocer al público español en su calidad de autor dramático, eligiendo para el intento una de sus más célebres tragedias. Pero siendo necesario para traducir en verso tener ciertas dotes poéticas, y careciendo de ellas Olavide, solo pudo poner los pensamientos y aun las palabras del original francés en líneas castellanas de unas sílabas cabales, que solo por la cantidad merecían el nombre de versos. Así empezó desde luego su tarea con admirable fidelidad, expresando el:

Je ne m’attendais pas, jeune et belle Zaïre
aux nouveaux sentiments que ce lieu vous inspire,


por los correspondientes versos:

Hermosa Zaida, extraño los afectos
Que de improviso esta mansión te inspira.


Don Vicente García de la Huerta no podía tomar una entonación tan baja y humilde. Comenzando, pues, a su modo, y desde luego teniendo la extravagancia propia de su condición de verter el nombre Zaïre de la heroína del original, no como Olavide por el de Zaida, tan común en nuestras moras de romance y comedia, sino en el de Jaira, de sonido gutural, áspero, y no por eso más propio de mujer musulmana, rompió en los bien sonantes versos:

Deja que extrañe Jaire unos afectos,
Tan distintos de aquellos que solían
Notarse en tu semblante. ¿Qué esperanza,
Qué motivo feliz tan tristes días
En días tan alegres han cambiado?


Aquí se deja ver García de la Huerta, aunque sin falta a la sencillez, o aun a la fidelidad en medio de su sonoridad y pompa. Pero en otros pasajes se presenta demasiado, y tanto, que su traducción peca de excesivamente infiel, siéndolo mirada bajo dos diferentes aspectos: como expresión ajustada al original, del cual dé en toda su integridad los pensamientos y las frases, o como obra escrita cual es de presumir que la habría escrito el autor en la lengua a que el intérprete la traspasa. La Zaida de Olavide es un ejemplo de lo primero: la Jaïra de Huerta no lo es de alguno de los modos recomendados para hacer traducciones. De esta censura, fácil sería amontonar ejemplos que la abonasen. Voltaire en esta tragedia aspiró a expresarse con la mayor sencillez, y con esto acertó a hacerla patética y grata, no obstante la inverosimilitud de su argumento, lo falso de sus caracteres, especialmente considerados como de los personajes que representan, y lo mal hecho de su enlace y desenlace. Esto no lo conocía Huerta ni podía conocerlo el autor de la Raquel, el crítico poco diestro, defensor de la antigua literatura española. Así, cuando Voltaire, con ternura impropia de un mahometano, de un oriental tratándose de una mujer, dice:

Je vais donner une heure aux soins de mon empire
Et le reste du jour sera tout á Zaïre


Que Olavide tradujo

Daré una hora
A los cuidados de mi monarquía
Y daré a Zaida lo demás del día.


Huerta, hablando de los preparativos de fiestas, solo dice que para hacerlas se consulten:

Los fondos de una vasta monarquía,
El deseo de ser de Jaira amado
Y finalmente su beldad divina.


En la hora en que Orosman después de haber dado muerte a Zaida, creyéndola falsa y desleal a su amor, conoce su yerro y se prepara a castigarse, quitándose por su propia mano la vida, en el original francés se expresa con admirable sencillísima ternura acabando con decir:

Dis que je l’adorais, et que je l’ai vengée


Traducido por Olavide literalmente, no sin acierto:

Di que la amaba y di que la he vengado.


Huerta en este paso incurrió en gravísimos defectos desfigurando este trozo importante hasta lo sumo, pues son faltas propias de una mala escuela literaria, personificando y haciendo activos a la diestra y al puñal en vez del al personaje que habla, usa de las frases siguientes:

Y di también que si bañó mi diestra
En su sangre el puñal, el mismo acero
Castigando a Orosman a Jaira venga.


Donde además se refiere el héroe a la circunstancia que no debía notar o a que no debía aludir en su desesperación y en el punto de ir a acabar consigo mismo de que el acero que hizo una muerte es el que va a vengarla.

Sin embargo de estos graves defectos, por muchos años la Jaira de García de la Huerta ha sido oída con aplauso y gusto; tanto es el poder de una dicción robusta y lozana y de un verso fluido y sonoro para los oídos españoles y aun para los entendimientos, en los cuales lleva a desatender ciertas faltas el regalo de los sentidos.

Pero si García de la Huerta se dio más a conocer como poeta dramático que bajo otro aspecto y con más ventajas de su fama en sus pocas composiciones líricas, no dejó de dar muestras de disposiciones no comunes, bien que más por manifestar cuánto podría haber hecho su ingenio mejor dirigido, que por el mérito de sus composiciones ni del más alto.

Los romances de este autor, en su tono y hasta cierto punto en su estilo, recuerdan los de nuestros autores del siglo XVII, si no los demás antiguas composiciones de la misma clase; pero la semejanza no pasa de la forma, faltando el espíritu que animaba no solo a la sencilla y tosca escuela del siglo XV y gran parte del XVI, sino el verdadero estro poético de los de fines de este siglo y los primeros años del siguiente. Al leer, por ejemplo, el periodo que sigue, y es entrada de un romance,

El africano alarido
Y el ronco son de las armas,
En los valles de Gamiel
Eran saludos del alba,


Hasta en lo afectado de la expresión se creerá tener delante una composición de Góngora o bien de otro poeta de la misma edad y escuela.

Sin duda alguna es de inferior clase, mérito que se reduce en cierto modo al mecanismo del estilo o quizá al de la frase meramente; pero aun siendo inferior, el no ser común prueba que no es fácil de conseguir, y por otra parte, aun en su inferioridad, tal copia en la expresión, tal gallardía en el periodo, son dotes de la fantasía.

He hablado, señores, de García de la Huerta como crítico, y no he ocultado que sus pretensiones a serlo en nada más estriban que en haberse arrojado a presentarlas y sostenerlas con arrogancia. Pero la lid en que se empeñó tenía más valor que el encargado por propia voluntad de mantenerla, siendo por su índole y consecuencias de las cosas que influyeron en el carácter de los estudios y de las composiciones en nuestra España, y de las que nacidas de las circunstancias a su vez influyen en ellas y sirven además para descubrir a la posteridad la situación intelectual de aquellos días. Los literatos con quienes peleaba Huerta eran todos de una escuela nueva, no solo literaria, sino filosófica asimismo, de una secta reformadora, venida a trocar ya prontamente, ya con lento paso la faz y el interior de España hasta en su literatura. Estaban enamorados de la literatura francesa, y algo conocían las de otras naciones, si bien de Francia era de donde más tomaban. No por eso descuidaban el estudio de los buenos autores castellanos antiguos, y antes bien dedicaron a ellos su atención; pero admirándolos más que siguiéndolos, siguiéndolos solo en ciertos puntos, juzgándolos de modo diverso del que antes se empleaba, para tasar sus merecimientos. De los hombres de esta escuela, en que se distinguieron Cadalso e Iriarte con otros varios, hablaré en mi lección siguiente, hasta venir a Jovellanos y Meléndez, en quienes tiene principio la moderna prosa y poesía castellana. También consideraré como prosadores a algunos de los que en esta lección han sido citados como poetas, y a uno u otro contemporáneo suyo que se señaló sin escribir versos, aunque de estos hubo pocos. Vendremos así, señores, casi a nuestros días, y aún habremos de entrar a tratar de hombres que enlazan el siglo XVIII con el presente, tarea difícil cuando haya necesidad de referirse a autores vivos o recién muertos, y en la cual, como en ninguna otra parte de mi trabajo, habré menester indulgencia, mereciéndola solo por la sana intención e imparcialidad de mis juicios, y tal vez hallando en ellas disculpa de mi insuficiencia y errores.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera