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Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Vigesimosexta.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


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LECCIÓN VIGÉSIMASEXTA


SEÑORES:

Cuando tengo que hablar de nuestra España en los últimos años del siglo próximo pasado, mi apuro principal es no tener que examinar los méritos de obra alguna de considerable importancia por la cual haya de medirse el valor de sus autores. Aun de los principales que en aquel tiempo florecían he dado ya razón detenida al tratar del estado de nuestra literatura, ya en los últimos años del reinado de Carlos III, ya en los primeros del de Carlos IV. Meléndez y Jovellanos, el primero como poeta y el segundo principalmente como escritor en prosa, han llamado notablemente mi atención, y esos mismos siguieron siendo los principales en la pública consideración en el periodo a que se refiere mi tarea de esta noche, última de este curso, si bien en este periodo último nada o poco añadieron a sus anteriores producciones. Tendré, pues, solo que detenerme en tratar de dos o tres escritores de la capital, particularmente, y habré de convertir mi atención a una escuela de literaturas, y principalmente de poetas, que comenzó a señalarse en una ciudad de provincia, después de lo cual hablaré de obras de crítica y me entretendré en consideraciones generales.

Bien conozco, señores, que este trabajo poco tiene de ameno y no mucho de provechoso, pero gran parte de lo que le faltare para dar entretenimiento o enseñanza no será culpa mía, sino de mi argumento.

Al publicar Meléndez segunda edición de sus poesías, harto más copiosa que la primera dada a luz reinando Carlos III, reconociéndose como cabeza de secta o maestro y guía en una escuela nueva, aunque calificándose con la competente modestia de mero aficionado, había nombrado como a sus más aventajados discípulos y probables continuadores a D. Leandro Fernández de Moratín, D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos y D. Manuel José Quintana. Los tres han vivido hasta haber entrado el siglo presente, los tres han representado más o menos importante papel en los sucesos políticos de que nuestra patria ha sido teatro. De los tres, dos publicaron sus obras antes del año 1800; el tercero en el mismo linde de los dos siglos. Y, de todos ellos, parece que más tocaría hablar, al que examinase la literatura, si ya no del día presente, de los inmediatamente anteriores. Pero, aunque parezca cosa nimia ceñirse en esto a las fechas con rigurosa escrupulosidad, cosa que no se ha hecho tratando de otros autores, he creído acertado hablar aquí solo de Moratín y de Cienfuegos, no porque viva Quintana aún, si bien esta consideración es de peso, sino porque este último, en fuerza de los sucesos, aun literariamente considerado, es más de este siglo que del precedente, al paso que los dos primeros pueden considerarse como una expresión del próximo pasado en la hora de su acabamiento.

Moratín y Cienfuegos son citados como hijos de Meléndez en literatura solo por la circunstancia a que poco ha aludía de haberlos nombrado casi como tales el afamado poeta. Bien es verdad que él mismo señala algunas diferencias entre el primero y el segundo, pues, en punto a aquel, si le declara su sucesor, no blasona de haberle formado, y sí a estotro, juntamente con Quintana. Bien es verdad que Moratín, aun elogiándole, no le reconoce como maestro, y así, al paso que, movido por pasiones políticas, hijas de un interés común a ambos, le ensalza aún en vituperio de su patria, en otra ocasión, influido por consideraciones puramente literarias, lleva las cosas a punto hasta de zaherirle y ridiculizarle.

Empecemos por Moratín, cómico y lírico, aunque sus pretensiones a brillar como lo último, si bien algo justificadas por su primer ensayo, que fue un romance sobre la conquista de Granada, y si bien renovadas en varias ocasiones, solo en tiempos novísimos han sido plenamente concedidas por algunos jueces, al paso que su fama de autor de comedias estuvo algún día en el más alto punto, decayó después, y hoy se va de nuevo remontando.

Una cosa debe decirse de Moratín y es que, como poeta dramático de la escuela llamada clásica, es el único español, así en el ramo de la tragedia como en el de la comedia, o, para hablar al uso de su tiempo, así entre los que daban cultos a Melpómene como entre los que los daban a Talía, de quien se duda por muchos y se afirma por algunos ser autor de primera clase. Se ha llevado la adoración a tal punto que se le ha puesto a la par con Molière, y su sepulcro, colocado en el famoso cementerio de París, al lado del que recuerda la memoria del ilustre dramático francés, y un libro donde se le declara no solo igual, sino hasta a veces superior a su gran modelo, son pruebas del exceso de esta idolatría. Ahora pues, nadie pretende que en las tragedias de García de la Huerta, de Ayala, de Cienfuegos, de Quintana o de algún otro moderno compatriota nuestro hayan sido igualadas las producciones de Corneille, de Racine o aún de Voltaire, ni siquiera las italianas de Alfieri.

¿Era merecido tanto concepto, señores? Me duele decir que no, y, sin embargo, Moratín como poeta cómico tiene dotes no comunes; pero sus prendas son secundarias: sus chistes graciosísimos son pinturas de costumbres, son acertadas imitaciones de la naturaleza; pero no son creaciones. Y hay más: hasta en su mérito de segunda clase hay no pocas ocasiones en que, copiando, desmerece infinito del original que traslada.

En Moratín, a mi entender, eran agudo el ingenio, escasísima la imaginación, sano el juicio; pero equivocado el concepto que se había formado del drama. Esto último le fue echado en cara en una revista inglesa dedicada al juicio de obras extranjeras. Obra cuyos artículos, aunque todos de igual valor, solían estar desempeñados con más que mediano acierto, habiendo en ella trozos de crítica trascendental y profunda. Allí, hablando del prólogo puesto a sus comedias en la conclusión de sus obras, se le probó, en mi juicio, que su teórica del arte dramático, cuando no falsa, era superficial o incompleta.

Que Moratín era ingenioso se prueba por las dotes indudables de sus obras, más propias para expresar la calidad del ingenio que otras de la mente del hombre manifestadas en los escritos. Como ingenioso, acertó con el remedo. Hízole perfecto de las rarezas de los viejos de ambos sexos, hízole no inferior de las ridiculeces de un autor necio o de un pedante, o de las calaveradas acompañadas de mala crianza de un caballero de provincia. Copió el lenguaje de la conversación cual nadie, haciéndole natural, interrumpido, salpicado de proverbios y de modismos vulgares. Cuando versificó, supo conservar admirablemente, aun caminando con la sujeción de la medida, esta índole de su diálogo a que es difícil llegar aun en la libertad de la prosa. Con el ingenio descubrió y reprodujo no pocas singularidades de la naturaleza humana; pero le faltó a veces fuerza, aun en la calidad que en más alto tenía. Cuando quiso copiar a Tartuffe en su Mojigata, poniendo asimismo la vista en la Doña Clara de Guárdate del agua mansa, no solo se quedó atrás del mayor modelo, sino que no llegó a entenderle, según las apariencias, y le copió en una u otra cosa, y no en el total, como quien retratando saca bien una o dos facciones y yerra el conjunto, no acertando con la semejanza. Tartuffe es un malvado profundo que ni un punto se olvida de su hipocresía; doña Clara tiene no pocos golpes de tonta, a pesar de que en maldad es extremada.

He dicho, señores, que, en calidad aun de poeta conciso, tenía Moratín poca imaginación. Esto se ve en la pobreza de sus nudos y desenlaces, en la casi ninguna novedad de sus caracteres y más, si cabe, en haber pintado menos bien aquellos que solo se adivinan con la fuerza de la fantasía. De la pobreza de las tramas de nuestro célebre cómico moderno, sus piezas todas, con ser pocas, dan claro testimonio. La Mojigata está bien desenlazada, por estar bien preparado el desenlace y salir de la acción misma, pero aquí se ve la falta de modernidad: los caracteres de los hermanos son sacados de Molière. Este, es cierto, también los había tomado de Terencio en sus Aderphí o Los hermanos; pero el francés mejoraba lo que hacía suyo, y el español al contrario. El francés apenas copiaba ajustadamente, y el español sí. Los primeros versos de la Mojigata son traducción de los primeros de la Escuela de los maridos. Dice Molière:

Mon frère s’il vous plait ne discourous point tant,
Et que chacan de nous vive comme il l’entend.


Y Moratín traduce:

Mira, hermano, si no quieres
que riñamos muy de veras,
no hablemos más del asunto:
Dejémoslo...


Pero esto valdría poco. Lo peor es ver aquí equivocado, por lo debilitado, un carácter, como lo está en Doña Clara el de Tartuffe. D. Martín es un necio ridículo en condenar las libertades que D. Luis aprueba, y estas libertades son impropias por lo escasas de una mujer como Doña Inés. Tratar esta con una niña de corta edad, siendo ya casadera, bailar con ella a la vihuela y salir el padre a dar una vuelta, forma todo ello una escena pueril. No así entre Ariste y Sganarelle. El primero lleva o aparenta llevar la indulgencia a términos que pueden dar cuidado, y la rabia del segundo, si excesiva o ridícula, tiene algo de fundada y por eso de verosímil.

Et chez vous irout les damoiseaux?
¿Y piensas en dar entrada
en tu casa a los galanes?


Y cuenta que se trata de una casada. Y no para aquí, pues pregunta:

Qui jouerout en donnerout cadeaux
¿Y consentirás que jueguen,
y también que la regalen?


Y aun le dice que sí dejará requebrar a su mujer y que esta oiga los requiebros y, al oír que sí, rompe en la exclamación:

Allez vous êtes un vieux fou,


y a su pupila:

Restrez pous n’ouir pas ces maximes infames.
Anda: eres un viejo loco


y a ella

Éntrate en casa al instante,
No te pervierta el oír
Esas máximas infames.


Sabido es que el nudo de la Mojigata está compuesto del de la Escuela de los Maridos y del de Tartuffe, y que el desenlace está sacado del Avaro; pero, ¡cuánta diferencia y cuánta ventaja hay en favor de Molière, hecho el cotejo, aun mirados ambos por la parte del ingenio y no de la imaginación, que en esto no aparece! Solo por unos pocos versos pueden hablar D. Martín de una estafa y D. Claudio de sus amores, creyendo que tratan del mismo negocio. Harpagon y Valerio hallan, o, para decirlo como se debe, el autor encuentra, semejanzas capaces de equivocar una cajita llena de dinero con una joven durante una conversación dilatada.

En cuanto a individualizar, Moratín nada hace. Es de creer que no sospechó que fuese necesario. Para él, era el drama una representación de abstracciones o el mero remedo de ciertos entes vulgares. Molière peca algo por este lado y peca por no haber concebido la necesidad de crear caracteres que no sean solamente avaros o hipócritas, porque un vicio o ridiculez no es el hombre todo; pero, con las prendas de su entendimiento superior, acierta a veces con la individualidad, no siendo parte de sus doctrinas buscarla. Harpagon, Tartuffe tienen algo más que ser avaro el uno o hipócrita el otro; son hombres. Sin embargo, es fuerza confesar que hasta el gran dramático francés se quedó corto en este punto. De su imitador, el español, no hablemos. Acaso Doña Mariquita en El café se sale de esta regla, pues, aunque en la pintura de la sencillez, aun llegada a simpleza, apareciendo harto más puesta en razón que el talento acompañado de pedantería, está copiada la idea del inimitable modelo, donde el buen escudero Sancho, con sus salidas, hijas de buen seso, ignorante y aun rudo, pone en relieve las locuras del descaminado talento de su amo y, asimismo, de las mujeres sabias o Marisabidillas de Molière, donde el bonachón ignorante Crisaldo y la tosca criada Martina, con cuatro al parecer majaderías, ponen en claro la ridiculez del mal guiado y no mejor usado saber, todavía Moratín dio a la imitación novedad bastante para hacerla suya.

Sin duda alguna, como he confesado o, diciéndolo como me debo, como he advertido con gusto, pues al cabo soy juez deseoso de dar fallos favorables, aun cuando por mi severidad aparezca contrario y hasta acusador; sin duda alguna, señores, otros caracteres de Moratín están bien pintados, pero aun así se nota en su uniformidad cuán poca invención había en la mente del poeta. D. Roque, Muñoz, la tía Mónica y Doña Irene son una persona misma en diversas situaciones. No hablaré de personajes menos bien pintados, cuales son sus amantes, todos ellos de helada insulsez, o sus personas de cierta esfera, cuya finura, pintada en sus modales, es la misma cortísima que se nota en la descripción de los entretenimientos de la familia de D. Martín y D. Luis en la Mojigata.

Dije, señores, que tenía Moratín muy sano juicio y equivocado concepto en punto a lo que debe abarcar el drama. Lo primero, señores, se ve en que juzga con tino superior, con arreglo a los principios que adopta. Su estilo, su tono, en la escuela clásica que seguía, son verdaderamente clásicos, al modo de aquella escuela misma, esto es, conformes a la mejor época del gusto latino o del francés del siglo XVII, o del castellano en los autores del siglo XVI o principios del siglo XVII; de más corrección y severidad y, también, de elegancia en el adorno, en vez de serlo al gusto francés contemporáneo o de época recién pasada.

Pero su concepto del drama no pasa de ser el de la observancia de las reglas de Aristóteles según están comentadas por los franceses, señaladamente por Batteux o, como lo fueron en italiano por Metastasio, y según estaban seguidas por los escritores más escrupulosos en arreglarse en la práctica a la teórica generalmente reconocida como la fe literaria verdadera. No pensaba así Molière, a quien por otro lado Moratín tenía en el más alto concepto. Sus fallos sobre doctrinas contenidos en la Crítica de la escuela de las mujeres y su práctica en todos sus dramas son prueba de haber habido en el insigne francés atrevimientos de que no pueden estar libres los ingenios superiores.

Moratín, además, quiso hacer españoles sus dramas. Hasta blasonó de que había vestido la comedia de basquiña y mantilla, y no blasonó de ello sin suficiente fundamento. Pero los dramas de primera clase, así como todas las producciones del hombre de la misma esfera superior, no deben tanto su mérito al vestido cuanto a la persona, ni aun, en la persona, tanto a la regularidad cuanto al alma, que aun a la misma irregularidad a veces hermosea. Los principales modelos de belleza literaria lo son por el vestido y por el desnudo, y por adaptarse bien el primero al segundo, y lo son por sus formas y también por el espíritu que las anima y, en ello, la regularidad de las primeras, sin dejar de ser un gran mérito, no es el más alto. La comedia de Moratín era admirable con basquiña y mantilla; pero, como algunas mujeres, perdía casi todo su valor al quitarse el traje que con tanta gracia manejaba. Moratín traducido es poco más que nada. Moratín, aun leído en su original o visto representar, no pasa de ser un poeta mediano en el juicio de lectores u oyentes no españoles. Molière es poeta de todos los pueblos y lo será, como lo ha sido y sigue siendo, de todas las edades.

Aquí, como en otras ocasiones, después de una, al parecer, tan áspera censura, no dudo, señores, que habrá quien en su interior diga, o en público ponga por objeción a mi juicio, que mal puede merecer la alabanza, que yo por otro lado no le niego, un poeta con tanto rigor tratado en la lección presente.

Señores, sin embargo, el valor de Moratín como autor español no es corto. Para tasarle póngasele en cotejo con autores de su misma escuela empeñados en lograr el fin que él se propuso y en la distancia del precio que habrá de quedar entre el uno y los otros. Se verá cómo un ingenio, sin ser de los de primera clase entre los del mundo, puede merecer, y con justicia, ocupar entre los de su patria un lugar muy preferente. No es poco en los caracteres que pintó haber sabido darles tal semejanza, tal viveza, tal frescura en los colores. No es pequeño acierto de quien maneja su lengua con extraordinaria maestría, así en la frase correcta como en los idiotismos, así en el lenguaje familiar como en el elevado, y la reproducción, en una obra hija del trabajo, del lenguaje de la conversación en su desaliñada soltura. No es poco tener chistes nuevos, naturales, que durante largos años han estado embelesando a auditorios en los cuales se contaban gentes muy entendidas y las turbas populares, siendo el voto de las unas y de las otras respetable, tratándose de triunfos alcanzados en el teatro y en él por algún tiempo continuados. Lo repito: la superioridad relativa de Moratín es indudable; aún la absoluta no es poca en cierta esfera. Padece, sí, cuando, del cotejo con otros autores españoles y aun extranjeros de segundo orden, la indiscreta pasión pasa a ponerle al lado de gigantes cuya vecindad deja desairada la que en estaturas ordinarias es respetable altura.

He hablado, señores, de Moratín como autor dramático, y habiendo de juzgarle como lírico tal vez pareceré más severo. Sin embargo, señores, para aquellos que consideran la falta de lunares como señal de la mayor perfección, las composiciones no dramáticas de Moratín deben parecer modelos admirables. Así, traduciendo a Horacio acierta con el tono de original cuanto cabe hacerlo en la lengua castellana. Así, en sus poesías originales se ve el gusto clásico latino en su pureza, en su majestad, en su elegancia no igual a la griega, pero su émula con diferentes calidades. Imposible parece negar en medio de esto que carece Moratín de invención, de fantasía, de pasión vehemente o intensa, y de novedad en la descripción, ya de los objetos naturales, ya de los afectos del alma en sus arrebatos osados o en sus conmociones violentas. Su estilo, de correcta igualdad; su dicción, constantemente castiza y ajustada a los preceptos de la gramática; su versificación, si no por lo común fluida o fácil, nunca escabrosa, nunca muy desmayada; no se elevan un punto de una decorosa medianía. Fácil es alabar el tono de Moratín, difícil citar, de una composición suya no dramática, un trozo de aquellos que sobresalen y quedan grabados en la memoria, un período poético semejante a los que enamoran en Lope de Vega, en Góngora y en otros autores incorrectos, o un verso que por la valentía de la imagen o de la expresión, o por excederse de los límites de la ordinaria belleza en el sonido, pueda ser citado con particular alabanza, o sea, recordado con más que común deleite. Son bellos los versos a la muerte de Conde, pero no pasan de expresar en buena versificación afectos que en su viveza corresponden a la mera prosa. Es graciosa la composición que empieza

¿Por qué con falsa risa
me preguntáis amigos
el número de lustros que cumplí?


Pero se notará que el mecanismo del verso en esta pieza, más que otra cosa, es lo que la recomienda.

Las breves sátiras de Moratín, en mi concepto, son superiores en mérito a sus demás composiciones, sin contar sus comedias. Tenía el autor, en efecto, vena satírica, para lo cual lo necesario es no la imaginación ni la sensibilidad, sino el ingenio. Hasta la índole de su estilo y la clase de su versificación se avienen perfectamente con lo que en estos puntos pide la sátira. La del autor de quien trato, premiada por la Real Academia Española, y cuyo objeto es ridiculizar a los malos poetas, no es la mejor de las suyas, aunque tenga algunas y no leves perfecciones. Otras tienen muy superior nervio en los pensamientos y en la expresión, siendo lástima que no sean más extensas.

No acertó Moratín en los epigramas, aunque podría aparecer propio para señalarse en ellos su ingenio. Alguno de sus sonetos, como el escrito sobre la muerte de Meléndez, ha merecido elogios que más tienen del espíritu de bandería que de consideración a su valor literario.

Basta, señores, de un poeta del cual supondrán mis admiradores que soy acérrimo contrario, porque al juzgarle ando parco en la aprobación y largo en la censura. Esto sucede, señores, cuando la admiración excesiva saca los objetos de quicio, pues quien intenta traerlos a su puesto verdadero tiene que aparecer maltratándolos, cuando los está meramente reduciendo a las debidas proporciones, aun cuando estas no sean pequeñas. No es solo con Moratín con quien seré tachado de severidad excesiva e injusta. Los admiradores de Meléndez me han censurado de lo mismo cuando he considerado a su ídolo, y ahora estos, que, por cierto, tal vez aplaudirán lo que acabo de decir de un poeta del cual no son devotos, volverán a oírme con escándalo y disgusto cuando, usando de mi acostumbrado rigor, voy a tratar de uno de los autores más afamados de su escuela: de D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos.

No cabe, señores, desviarse más un escritor de otro que lo está el que he nombrado en este instante de aquel cuyos méritos he estado poco antes examinando. En efecto, ambos se proponen un fin enteramente diverso. Moratín, temiendo perderse por las alturas si daba demasiado vuelo a su fantasía, de fuerzas cortas en verdad, contenía sus ímpetus naturales sujetándose a reglas un tanto equivocadas, pero severas. Cienfuegos, tampoco dotado, según se figuran algunos, en mi sentir con notable yerro, de viva imaginación, esforzaba la que tenía, de lo cual venían a resultar vuelos extravagantes y desordenados. Ambos veneraban los preceptos de la escuela clásica, pero los entendían de diferente modo. Aquel, empapado en el espíritu romano y teniendo presente el de la poesía castellana en Garcilaso, en León, aun en los Argensolas, y el de la Italia en Tasso y hasta en Metastasio, y si acaso algo el de la francesa, el de la edad de Luis XIV, arreglaba su práctica, así como su teórica, a estos modelos. Estotro, sin dejar de conocer los clásicos de todos tiempos, era hijo de la escuela francesa del siglo XVIII, a cuyo gusto añadía ciertas singularidades con que pensaba mejorarle y españolizarle, y de la poesía de su patria prefería a todos los un tanto forzados arrebatos de Herrera o el lenguaje peregrino del mismo autor, en que se figuraban poetizados pensamientos comunes solo porque se presentaban vestidos con una dicción no parecida a la de la prosa.

Cienfuegos, con todo, no era lo que no pocos críticos le suponen, esto es, pésimo poeta. Malo era su gusto, forzada su expresión, sacada de quicio su sensibilidad, a punto de desaparecer lo que tenía de sincera; pero solía acertar con pensamientos valientes y aún con hermosas imágenes en medio de otros falsos o pueriles y de otras incoherentes y monstruosas.

Estudiando a los franceses de su siglo, Cienfuegos había abrazado las ideas filosóficas, según declaran sus obras, con fe ardiente. La filosofía de aquella época, como es notorio, tenía poco de poética; pero aún de ella puede sacar buena poesía un hombre de pasiones de suma viveza e intensidad. La duda y la burla que hicieron de Voltaire un poeta de singular mérito en las composiciones ligeras, en época posterior hicieron de lord Byron uno de los primeros poetas del mundo de su clase y, ¡cosa extraña!, la vena misma de que nació Cándido o el optimismo, obra admirable pero la más prosaica en su concepto y estilo entre cuantas ha producido el ingenio humano, es de la que emanan algunos de los buenos trozos de D. Juan y otras obras del insigne par de la Gran Bretaña. El señor Pococurante, veneciano que tanto hace reír, es el viajero Childe Harold, y es (dejando aparte los remordimientos) el sublime Manfredo; personajes que llegan al alma del lector allí donde es la sensibilidad más viva.

Cienfuegos no tenía estas dotes y quería tenerlas, y era con todo dueño de algunas y las avaluó en valor superior al suyo propio, y queriendo dársele las extremó, de donde resulta su fogosidad, real y verdadera en pocas ocasiones, aparente en muchas, y casi en todas con trazas de forzada. En un escrito mío he comparado su expresión a los esfuerzos que para hablar hace un mudo. Esto nacía de que, siendo un tanto sensible para que en su ánimo hiciesen efecto ciertas ideas, no lo era lo bastante para apasionarse vivamente, y quería suplir con su juicio lo que a su ímpetu natural faltaba y, al declarar sus afectos, creyéndolos más vehementes de lo que en sí eran, lo hacía con forzada e irregular violencia en sus ímpetus y no con fuerza constante y de la que lo arrolla todo.

Lo que he apuntado constituye la falta mayor y continua del estilo de Cienfuegos. Aun en su dicción se nota, porque, conociendo bien su lengua, quiso usarla con más riqueza de la que tiene y, faltándole caudal, dio oro falso por fino, engañándose él mismo sobre el valor de lo que daba, como si se figurase alquimista y dotado de la ciencia falsa suficiente a transmutar en oro metales inferiores.

Cienfuegos ha tenido locos apasionados, aunque hoy apenas tenga quien le admire. Se prendaron mucho de él los de la moderna escuela sevillana, admiradores extremados y casi exclusivos de Herrera. Esto puede parecer singular, porque entre el estilo del famoso poeta andaluz antiguo, y aun el de sus imitadores en nuestros días, y el de Cienfuegos, hay poquísima semejanza, no bastando a constituirla que el uno, así como los otros, usen con frecuencia de frases y voces peregrinas, cubriendo a veces, o creyendo cubrir, con periodos extraños en construcción y sonido, pensamientos que no pasan de comunes, y figurándose que con vestirlos de semejantes galas los trasladan de la esfera de la prosa a la de la poesía. El poeta madrileño, aun traduciendo a Horacio, es del siglo XVIII y francés; los Herreristas son meros remedadores de las formas de un autor de edad mucho antes pasada.

En lo que sobresale Cienfuegos, y digo sobresale porque excede el nivel común, mezclando graves faltas con varias no menores perfecciones, es en las composiciones de carácter medio, como son las epístolas. La de un amigo en la muerte de su hermano, con mil extravagancias de pensamiento y de frase, con mil afectaciones monótonas de estilo y de dicción, tiene ideas e imágenes, vivas aquellas y profundas, y estotras bien concebidas y con igual acierto expresadas, con lo cual hermana cierta vehemencia e intensidad en la ternura de los afectos. Lástima es que, a veces, deslustrando lo menos a lo más, algunas muestras de amaneramiento que llegan a hacerse insufribles menoscaben el efecto de grandes primores. El llora, llora, cesa, cesa, y otras frecuentes repeticiones de vocablos y, especialmente, de verbos al terminar los versos son cosas en alto grado enojosas, y más por notarse que son hechas adrede, creyendo dar con ellas al estilo más energía.

La Escuela del sepulcro es una composición extravagante hasta en su estilo, y encierra, con todo, grandes perfecciones, bien que también faltas de las mayores del autor, aunque cabalmente en estos lunares viese él, y con él viesen algunos apasionados suyos, los principales primores de su obra.

No hablaré de la Oda en alabanza de un carpintero por su aspecto político; pero debo advertir que lo errado de su intención, mirada por este lado, le perjudica considerando la composición literariamente. Goldsmith, en su Vicario de Wakefield, con buenas aunque también con malas razones, criticó el verso de Pope que dice:

An honest man’s the noblest work of God,
La obra más noble de Dios es un hombre de bien,


llamando el pensamiento «un bajo abandono de la superioridad mental». Pero concediendo de la honradez de un buen artesano no ya que sea preferible al vicio de otro quien quiera, alto o bajo, sobre lo cual no cabe disputa, sino que deba tenerse en más estima que la misma calidad en personas de más alta esfera, todavía el pensamiento no puede acomodarse bien a los vuelos de la imaginación en la alta poesía. De aquí es que en su composición se entrega Cienfuegos a arrebatos democráticos llenos de énfasis en vez de sentirse y mostrarse inspirado por pasión viva, hija de la consideración de algo grande o tierno.

Bien podía la oda a Bonaparte, respetando en medio de los estragos de la guerra la pobre aldea donde nació Virgilio, haber dado motivo a una composición de mérito eminente. Y no puede negarse que en esta obra de Cienfuegos el concepto general es bueno y que está en algunos pasajes bien desempeñado. Pero aquí, como en las demás poesías del mismo autor, se nota cómo se extravía al querer extremarse en la fogosidad y, así como cuando el fuego arrebata al poeta o al orador salen los pensamientos expresados con facilidad magnífica, así cuando sopla y se afana y procura convertir en llama lo que no es para tanto, la expresión forzada declara la violencia del trabajo mental de que nace. Sirva de testimonio la estrofa cuyos versos son:

Le acomete...
Le vence, y un ejército enemigo
fue, y otro, y otros: vuela, es la victoria
y una campaña sola a un siglo entero
de heroísmo cargado,
gana la paz, la guerra esclavizando.


Aquí se nota el deseo de ser enérgico y rápido y, como para serlo, se emplean pensamientos rebuscados y expresión nada fácil. Las abstracciones forman metáforas, y el siglo cargado de heroísmo por una campaña no es de las mejores, y el pensamiento antitético del verso último descubre gran frialdad en el arrebato aparente. Véase, cuando el autor habla inspirado, cómo acierta a ser fácil y a producir una imagen bella a la par que sencilla. Hablando poco después del terror que infundía a sus enemigos el conquistador de Italia y de los estragos compañeros de sus victorias, dice:

Sola, sin espanto
la pobre aldea de Maron le mira,
que el héroe la respeta.
Violo en su tumba y sonrió el poeta.


Muy aplaudidas fueron las dos composiciones tituladas el Otoño y la Primavera, donde cabalmente, a la par que con indudables y a veces altas perfecciones, se dan a notar las extravagancias del autor, equivocadas sin duda por él mismo, como lo fueron por críticos sus admiradores, con vuelos de la poesía ditirámbica. Allí aparece, como un borracho furibundo, invocando a los dioses paganos, un hombre de la sociedad moderna y, según fama, de morigeradas costumbres. Pero esta falta no es de Cienfuegos puramente: lo es de la poesía artificial que cultivaba, en que son por lo común fingidas las inspiraciones.

Cienfuegos hizo tragedias también celebradas en retazos de crítica escritos por sus amigos, pero no aplaudidas por el teatro. Quien conozca qué calidades ha de tener el buen poeta trágico ha de convenir en que las contrarias cabalmente eran las de Cienfuegos, aun en los momentos en que era verdadero y buen poeta. La razón porque Alfieri primero y lord Byron casi en nuestros días fracasaron en sus dramas, si bien el primero elevándose a mucha altura, de suerte que solo puede decirse que fracasó por no haber conseguido la perfección a que aspiraba y a que creyó haber llegado, y el segundo en su Manfredo hizo un admirable monólogo, pues solo un personaje figura aunque varios hablen, y en su Sardanápalo dejó una tragedia buena, donde contrastan admirablemente dos caracteres bien pintados; la razón misma, digo, es causa de que Cienfuegos, menos flexible que otro autor alguno, hable siempre por boca de sus personajes, y hable como componía y no como sentía o se expresaba naturalmente. No aspiró tampoco a la individualidad de los caracteres, que ni aun como mera personificación de una calidad mental son dignos de nota. Han celebrado su personaje de Rodrigo en la Condesa de Castilla, y ciertamente son de aplaudir los nobles pensamientos que el autor pone en su boca, donde se descubre cuán honrada y noblemente pensaba el poeta; pero no pasan de trivialidades, aunque dignas de alabanza, sus máximas o sus acciones.

Séame lícito, señores, ya que con dolor he tachado en Cienfuegos la falta de escritor, hacer justicia cumplida a las prendas del hombre. Eran estas altas en sentir de cuantos le conocieron, a muchos de los cuales he tratado. No obstante ser admirador de la revolución de Francia y del varón incomparable que, a un tiempo que le puso fin en lo que tenía de desmandada, la continuó, si bien algo en parte la contradijo en lo que tenía de provechosa y la convirtió en su propia utilidad y gloria y en dar extensión, robustez y lustre al poder francés, cuando vio a su ídolo Bonaparte convertido en usurpador del trono y contrario de la independencia y mancillador de la honra de España, lejos de doblarse a rendirle cultos, se le mostró fiero adversario y no desmintió su entereza en padecimientos que le acarrearon primero un grave peligro, después un destierro y a la postre la pérdida de la vida, si no en suplicio, con martirio a que mal podían resistir un cuerpo débil y un ánimo agitado. Sí, señores, Cienfuegos, por su carácter más todavía que por sus escritos, merece ser citado como una de las glorias de nuestra España.

Mientras un poeta de la secta filosófica así innovaba en la poesía española, otro de clase muy diferente, encaminado a muy diverso fin, mezclaba algo de nuestros rimadores antiguos con lo que llaman poesía de sociedad los extranjeros y, dotado de agudísimo ingenio y de fácil vena, con escasa instrucción, sin ternura, sin viveza de fantasía, poco atento a la naturaleza externa y mucho al trato de las gentes, conociendo de la condición humana más lo externo que lo interno, más lo somero que lo profundo, como hábil satírico y en la clase de poesía amatoria en que la pasión no pasa de galanteo se señalaba y cogía aplausos, particularmente de las mujeres y de la gente poco instruida, sin que por esto los doctos e imparciales le negasen mérito, y en su clase del sobresaliente. Hablo, señores, de D. Juan Bautista Arriaza. En él se veían todas las calidades externas que despreciaban y no podían tener los discípulos de Meléndez, apartados en este punto de su maestro. Arriaza no hacía casi versos sueltos, componía sonetos y hasta décimas, y componía de repente: era destrísimo en acertar con los consonantes. En suma, tenía las dotes de coplero, usando la palabra en su buen sentido, pues también le tiene, siendo la falta mayor en los autores al modo de Cienfuegos desviarse demasiado del estilo y tono usados por aquellos cuyos versos pueden ser calificados de coplas. En la clase de poetas de que hablo, predomina el ingenio y, si hay imaginación, no se emplea en volar alto, porque a ello no aspira, mirando como locura remontarse a las regiones más elevadas a que es dado llegar a la mente del hombre. Atienden sobremanera al mecanismo de la versificación, que no debe descuidarse, que no descuidan los poetas legítimos y superiores, pero que en estos últimos es como un accesorio forzoso y natural, al paso que parece la parte principal entre los primeros. Conócese en su manera que reciben aplausos y de quiénes los reciben, es decir, no de los literatos un tanto pedantes y solo apasionados de cierta poesía artificial, ni de los filósofos para quienes la poesía es un conjunto de máximas al gusto de su escuela, ni de ciertas personas dotadas de una sensibilidad, ya tosca y fuerte, ya delicada, la cual les sirve de criterio, sino del vulgo, tomando por esta palabra el vulgo de lectores y oyentes de versos, diferente del no educado y solo semejante a él porque de la república literaria forma la parte más numerosa. Lo poco que saben y los principios críticos que descubren profesar declaran tener por modelos a los poetas más elegantes y artificiosos que sublimes o espontáneos. Así Arriaza, de quien hablamos, queriendo en una epístola recordar la historia del buen gusto, apenas mienta a Grecia como país donde reinó, y supone que en Roma floreció con Virgilio y con Homero, y que, muerto después, resucitó cuando Petrarca suspiró a su Leurra, no tomando en cuenta a Dante ni en Petrarca al autor que llamaba a Italia a nueva vida política, sino al compositor de sonetos, bellos, sí, pero llenos de metafísica amorosa.

Con todo esto, como el ingenio, siendo vivo y agudo, hasta acierta a remedar a la imaginación y a la pasión, Arriaza, que en lo ingenioso de pocos es excedido o aun igualado, merece un lugar distinguido en la poesía moderna castellana. En los juguetes poéticos, ahora sean galantes, ahora satíricos, pocos, si acaso alguno, le han aventajado en nuestros días, y tampoco puede decirse ni antes ni después que le igualan. Como poeta de esta clase sobresalía en los sonetos, dándoles el giro epigramático que tan bien se les adecua, aunque en ninguno dio el vuelo a su fantasía como tal cual de nuestros poetas antiguos, ni redondeó el periodo poético, hermanando la valentía de la imagen con la de la expresión, como ha hecho después tal cual entre nuestros contemporáneos.

Arriaza tuvo el buen juicio de no aspirar a distinguirse en la poesía dramática. En cambio de esto, fue el azote de los compositores o traductores de dramas aplaudidos en sus días, censuras en que a veces fue cruel mucho más de lo debido, pero nunca enteramente injusto.

Parece, señores, que, al hablar de esta época literaria, más que de la literatura castellana trato especialmente de la poesía; pero en balde busco obra alguna en prosa de bastante importancia dada a luz en los días a que me estoy refiriendo. Vivían autores de los que antes he citado, pero callaban o solo se empleaban en trabajos cortos que no merecen especial noticia.

Así, cuando tengo que pasar de la capital de España a una ciudad de provincia, donde apareció una escuela de literatos de nota y mérito, también me veo precisado a hablar solo de los versos y no de la prosa de estos escritores, siendo de notar que algunos de ellos, muy señalados después llevando la pluma en composiciones no poéticas, en los primeros fue donde se dieron a conocer y siguieron durante algunos años con cierta nombradía.

En estos literatos o poetas había la semejanza inherente a los que se forman en una misma escuela, en una ciudad, aunque no corta de población, falta del bullicio de una capital de un estado, y donde hay un solo gremio escogido que se dedique al cultivo del entendimiento; gremio en que forzosamente han de estar comprendidos los jueces y los autores de las obras sometidas a juicio. Fundó esta escuela Forner, pasando a ser fiscal de la audiencia de Sevilla; hombre sin duda instruido y de no mal gusto literario, aunque tampoco dueño de las doctrinas de una crítica elevada y filosófica. Venerábanle los discípulos con fino afecto, llamándole Norferio, con arreglo a la máxima de crear nombres, apellidados poéticos, en lugar de los verdaderos y comunes. Llenos los sevillanos de patriotismo provincial, diéronse al culto de Herrera, Arquijo y Rioja sobre el de todos los poetas castellanos. Pero, como eran hombres de su siglo, y por otra parte tenían en no poca estima a Meléndez, mezclaron el estilo de la moderna escuela de Salamanca con el remedo de la antigua de Sevilla. De todo ello resultó una poesía en grado sumo artificial, de aquella en que, según Mr. Villemain, hablando del lírico francés Juan Bautista Rousseau, tan semejante a muchos españoles, siendo «la imitación un estudio de dicción y de estilo hecho en modelos de autores de nuestra misma lengua, no produce, sea el que fuere el arte del escritor, más que una perfección aparente»; de aquella en que, según el mismo crítico insigne tratando de Voltaire, poeta forzado en casi todas sus obras, salvo en las efusiones de su epicureísmo ingenioso, relucen epopeyas como la Henriada, hechas fríamente, y como las elegías de quien no está enamorado, con el objeto de imitar lo antiguo o de copiar de ajena inspiración la que el autor no siente.

Los poetas sevillanos, adorando a Herrera, le siguieron en hacer un lenguaje poético muy diferente del de la prosa. No seré yo, señores, quien condene enteramente esta idea; pero sí diré que, si en ella hay algo bueno, también lleva a grandísimos errores. El prosaísmo de D. Tomás de Iriarte, que con tanta razón disgustaba, no solo nace de ser su expresión la de la prosa elegante y correcta, sino de ser sus pensamientos fríos y triviales. Si en su égloga sobre la vida campestre, compuesta en competencia de la de Meléndez, da risa oír a un interlocutor expresarse como sigue:

Aunque ese a la verdad es mi proyecto,
tan pronto no podré llevarle a efecto,


no debe creerse que es la dicción puramente lo que hace estos versos tan humildes, pues cuando dice León

El pecho sacó fuera
el río, y le habló desta manera:


prosaicas y comunes son las palabras, y no lo es por eso el estilo. Al revés, con frase insólita suele creerse haber ennoblecido un pensamiento común cuando no se ha hecho más que disfrazarle.

Sin embargo, los poetas sevillanos de que voy tratando no carecían de mérito en su clase, si bien le tenían diferente en grado y calidad, manifestándose aquí la relativa disposición natural de cada uno de ellos, la cual asomaba por entre la semejanza que entre todos habían por serles común el origen y la educación literaria.

Entre estos poetas se distinguían particularmente Roldán, Blanco, Arjona, Reinoso y D. Alberto Lista, único de ellos que hoy vive. El primero, buscando más que otros la sublimidad, solo acertaba a poner imágenes comunes en lenguaje oscuro, siendo una medianía de aquellas en que los aficionados a la especie de poesía a que el autor corresponde encuentran casi superioridad verdadera, cuando los de diferente gusto no pueden colocarla entre lo realmente despreciable. Blanco, tirando menos a elevarse, correspondía a una clase fría del mismo género mediano, no descubriendo en sus versos las altas dotes porque después se señaló como excelente escritor en prosa. Más fácil y con más fuerza también, Arjona, en un tono severo y sentencioso, dejó composiciones de más mérito, en que luce el ingenio, pero más profundo que agudo, si bien no se nota viveza en la fantasía. Reinoso, más artificial que todos si cabe, acredita aún en sus composiciones poéticas ser hombre de gran ciencia; pero tan desnudo de espontaneidad y de novedad que, aun admirando algo en él, se hace forzoso admirar el visible trabajo con que está compuesta su obra, no de otra manera que se admira un embutido hecho con perfección notable. A todos supera Lista en lo fácil, de suerte que descubre en su composición bastantes dotes de poeta, pero no cuando se quiere elevar, pues entonces es forzado y violento, sino en un tono medio, donde manifiesta un tanto de pasión, y una mediana dosis de imaginación, aunque no de las más vivas la una o la otra, juntamente con la prenda inferior, pero todavía recomendable, de una versificación en general fluida y de una expresión natural y no falta, así como no lo es de espontaneidad, de riqueza.

Hacia fines del siglo, dos obras críticas fueron, a modo de manifiestos en que expusieron sus doctrinas y conducta, y en cierto modo se declararon uno a otro guerra, dos bandos en que se dividió la moderna literatura castellana. Salió a luz una traducción de los principios de literatura del francés Batteux. Este autor, después de dar una edición en dos tomos de las cuatro poéticas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau, había escrito su larga obra, sentándola en los principios del escritor griego. Sin faltar a la veneración debida a un gran modelo, uno de los más prodigiosos entre cuantos nos presentan todas las edades, hay en su teórica de declarar la poesía arte imitativa mucho contestable, y el moderno escritor francés que abrazó y explanó la misma idea no la mejoró ciertamente.

Al propio tiempo, aparecieron traducidas en nuestra lengua las lecciones de retórica y letras humanas del escocés Hugo Blair. Sin comparar con un prodigio como es Aristóteles al crítico al cual acabo de nombrar, cuya fama, alta un tiempo, está hoy muy menoscabada en la Gran Bretaña, paréceme justo colocar las lecciones a que me refiero muy sobre la obra de Batteux, notándose en ella consideraciones harto más filosóficas y ya con algo de lo que en lenguaje modernísimo se dice trascendentales.

Pero la guerra a que antes aludí no era tanto sobre el mérito respectivo de la una u otra de estas dos obras, sino sobre juicios a ellas anejos en las versiones castellanas relativos a la literatura de nuestra patria, así en los tiempos modernos como en los antiguos. Ambas traducciones estaban mal hechas, pero mucho peor la de Batteux, donde eran escandalosos los galicismos y solía estar mal entendido el texto al punto de haberse traducido le ramage des oiseaux, el trinar de los pájaros, por el ruido que hacen los pájaros en las ramas de los árboles. Menos torpe en general, el traductor de Blair también incurrió en el yerro de no saber qué voces castellanas correspondían a las de su original, por lo cual tradujo con la voz tensos la inglesa tenses, que quiere decir los tiempos de los verbos, y explicó con mucha gravedad su desatino diciendo que tenses no eran los tiempos de pretérito, presente y futuro, sino sus subdivisiones. Esto, sin embargo, dio motivo a que los contrarios del uno y otro traductor encontrasen donde censurarlos, aunque con acrimonia, con justicia. Pero, en los apéndices a ambas versiones, que trataban de nuestros autores, el partido de Moratín y el de Meléndez y Cienfuegos trabaron entre sí cruda guerra. El traductor de Batteux siguió la bandera del primero, siendo fama que le ayudó Estala, grande amigo del poeta cómico. El traductor de Blair se declaró por los segundos, sabiéndose que tuvo por sustentadores de su causa a varios literatos de la escuela misma. Aquel colmó de elogios a los poetas antiguos castellanos; estotro solo los alabó con grandes restricciones y dio a los modernos por superiores. El primero puso en las nubes a los Argensolas, poetas fríos; el segundo dijo de estos dos escritores, de gran mérito a pesar de sus imperfecciones, que no habían sabido escribir en prosa ni en verso. El traductor de Batteux anduvo muy parco en alabar a Meléndez; el de Blair declaró que en sus obras y en las de otros modernos debían buscarse los mejores modelos del estilo y de la versificación en la lengua castellana. El citado en primer lugar era un crítico elogiador de los clásicos; el segundo tenía por clásicos a los autores del siglo XVIII particularmente y a sus admiradores y copiantes en España. Por allí venía a enlazarse hasta con la política la disputa: los apasionados a todo lo antiguo eran los fieles servidores de la Corte tal cual era; los que daban la preferencia a lo moderno habían abrazado en todo la causa de las innovaciones.

Así acabó, señores, para España el siglo XVIII y, hasta entrado el siguiente, poco pudo alterarse su estado en punto a literatura.

De la europea, señores, hemos visto que, en el siglo que ha ocupado nuestra atención, floreció cuando más y dio muchos de sus más admirables frutos. Y, sin embargo, señores, si el gusto literario se considera aparte de los demás adelantamientos del linaje humano, si la belleza sencilla y pura de las formas y el adaptarse bien a ellas los pensamientos también grandes y sin fausto, y el ser los afectos vehementes e intensos son calidades que constituyen el valor literario más subido, el siglo XVIII no es el primero, y ni en parte alguna del mundo, ni siquiera en la misma Francia, tan rica en grandes ingenios y obras eminentes durante este mismo periodo, se puede citar como aquel donde se encuentran los más perfectos modelos de composición literaria. Estos hay que buscarlos en Francia en el siglo XVII, reinando Luis XIV; en Italia, en parte del mismo siglo y, sobre todo, en el XVI; en España, al acabar este y comenzar aquel; y en Inglaterra, donde clásico significa otra cosa, en la irregularidad de Shakespeare y Ben Johnson y otros, reinando Isabel, o en la regularidad de Milton al comenzar el reinado de Carlos II, todo ello mucho antes del año de 1700, si bien es verdad que, en este último país, el siglo de que hemos tratado, hacia su fin, vio florecer en el suelo británico grandes poetas, cabalmente por haber allí lo que en otras partes faltaba al mismo tiempo, esto es, fe en lugar de análisis y duda.

Y no se entienda, señores, que culpo yo el análisis ni aun la duda contenida en los límites debidos; pero sucede que padezca detrimento la belleza literaria de lo mismo que es progreso para el entendimiento humano. Al adelantamiento moral de nuestra naturaleza debemos caminar; pero entiéndase que no se alcanzan ciertos bienes sin pagar por ellos un precio a veces no poco crecido.

Al revés, la crítica floreció en el siglo XVIII porque la crítica es hija de la filosofía y porque viene tras de las obras grandes después que estas han sido bien consideradas.

La crítica de nuestros días no es enteramente la del siglo de que hemos tratado y, en mi entender, le es superior, porque ha tomado el carácter de trascendental y porque abraza muchas consideraciones, cuando la anterior se ceñía por lo común a la de las formas. Sin embargo, la novísima suele pecar de fantástica y vaga por lo mismo que no tiene medida fija a que sujetar lo que va tasando.

El siglo XVIII destruyó mucho, fundó poco, aunque algo; varió casi todo. Al XIX está reservado el carácter de reedificador y de clasificador de las mudanzas hechas en el antecedente. Tal cual este es, merece en grado altísimo nuestro respeto, aunque de sus obras desaprobemos alguna y quizá no pequeña parte. La inferioridad que puesto en cotejo con otros tiene lo es en pocos puntos y está compensada con grandísimas ventajas en otros, de suerte que, bien mirado, en valor puramente literario le cabe el lugar segundo, y, en cuanto a contribuir al adelantamiento del linaje humano, ningún otro se le puede comparar, siendo hasta en lo que erró, y hasta en los males que revueltos con bienes trajo, digno de la consideración más atenta y asimismo más reverente.

FIN.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera