Información sobre el texto

Título del texto editado:
“A las madres priora Ana de Jesús y religiosas carmelitas descalzas del monasterio de Madrid”
Autor del texto editado:
León, Luis de (1527-1591)
Título de la obra:
Los libros de la madre Teresa de Jesús, fundadora de los monesterios de monjas y frailes carmelitas descalzos de la primera regla
Autor de la obra:
Teresa de Jesús, Santa (1515-1582)
Edición:
Salamanca: Guillermo Foquel, 1588


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A las madres priora Ana de Jesús y religiosas carmelitas descalzas del monasterio de Madrid


Yo no conocí ni vi a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra, mas, agora que vive en el cielo, la conozco y veo casi siempre en dos imágines vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros, que, a mi juicio, son también testigos fieles y mayores de toda excepción de su grande virtud. Porque las figuras de su rostro, si las viera, mostráranme su cuerpo, y sus palabras, si las oyera, me declararan algo de la virtud de su alma, y lo primero era común, y lo segundo sujeto a engaño, de que carecen estas dos cosas en que la veo agora; que, como el sabio dice, el hombre en sus hijos se conoce, porque los frutos que cada uno deja de sí cuando falta, esos son el verdadero testigo de su vida; y por tal le tiene Cristo cuando en el Evangelio, para diferenciar al malo del bueno, nos remite solamente a sus frutos: «De sus frutos —dice— los conoceréis». Ansí que la virtud y santidad de la madre Teresa, que viéndola a ella me pudiera ser dudosa y incierta, esa misma ahora, no viéndola y viendo sus libros y las obras de sus manos, que son sus hijas, tengo por cierta y muy clara, porque, por la virtud que en todas resplandece, se conoce sin engaño la mucha gracia que puso Dios en la que hizo para madre de este nuevo milagro, que por tal debe ser tenido lo que en ellas Dios ahora hace y por ellas. Que, si es milagro lo que aviene fuera de lo que por orden natural acontece, hay en este hecho tantas cosas extraordinarias y nuevas, que llamarle milagro es poco, porque es un ayuntamiento de muchos milagros; que un milagro es que una mujer, y sola, haya reducido a perfección una orden en mujeres y en hombres, y otro, la grande perfección que los redujo, y otro y tercero, el grandísimo crecimiento a que ha venido en tan pocos años y de tan pequeños principios, que cada una por sí son cosas muy dignas de considerar.

Porque, no siendo de las mujeres el enseñar, sino el ser enseñadas, como lo escribe san Pablo, luego se ve que es maravilla nueva una flaca mujer tan animosa, que emprendiese una cosa tan grande, y tan sabia y eficaz, que saliese con ella y robase los corazones que trataba para hacerlos de Dios, y llevase las gentes en pos de sí a todo lo que aborrece el sentido. En que, a lo que yo puedo juzgar, quiso Dios en este tiempo, cuando parece triunfa el demonio en la muchedumbre de los infieles que le siguen y en la porfía de tantos pueblos herejes que hacen sus partes y en los muchos vicios de los fieles que son de su bando, para envilecerle y para hacer burla de él, ponerle delante no un hombre valiente rodeado de letras, sino una pobre mujer que le desafiase y levantase bandera contra él, y hiciese públicamente gente que le venza y huelle y acocee; y quiso, sin duda para demostración de lo mucho que puede en esta edad, adonde tantos millares de hombres, unos con sus errados ingenios y otros con sus perdidas costumbres, aportillan su reino, que una mujer alumbrase los entendimientos y ordenase las costumbres de muchos, que cada día crecen para reparar estas quiebras. Y, en esta vejez de la Iglesia, tuvo por bien demostrarnos que no se envejece su gracia ni es agora menos la virtud de su espíritu que fue en los primeros y felices tiempos de ella, pues con medios más flacos en linaje que entonces hace lo mismo o casi lo mismo que entonces.

Porque —y este es el segundo milagro— la vida en que vuestras reverencias viven y la perfección en que las puso su madre ¿qué es sino un retrato de la santidad de la Iglesia primera? Que, ciertamente, lo que leemos en las historias de aquellos tiempos eso mismo vemos agora con los ojos en sus costumbres, y su vida nos demuestra en las obras lo que ya por el poco uso parecía estar en solos los papeles y las palabras; y lo que leído admira y apenas la carne lo cree, agora lo ve hecho en vuestra reverencia y en sus compañeras, que, desasidas de todo lo que no es Dios y ofrecidas en solos los brazos de su esposo divino, y abrazadas con él con ánimos de varones fuertes en miembros de mujeres tiernos y flacos, ponen en ejecución la más alta y más generosa filosofía que jamás los hombres imaginaron y llegan con las obras adonde, en razón de perfecta vida y de heroica virtud, apenas llegaron con la imaginación los ingenios, porque huellan la riqueza y tienen en odio la libertad, y desprecian la honra y aman la humildad y el trabajo, y todo su estudio es, con una santa competencia, procurar adelantarse en la virtud de contino, a que su esposo les responde con una fuerza de gozo que les infunde en el alma, tan grande que, en el desamparo y desnudez de todo lo que da contento en la vida, poseen un tesoro de verdadera alegría y huellan generosamente sobre la naturaleza toda, como exentas de sus leyes o verdaderamente como superiores a ellas. Que ni el trabajo las cansa, ni el encerramiento las fatiga, ni la enfermedad las decae, ni la muerte las atemoriza o espanta; antes, las alegra y anima. Y lo que entre todo esto hace maravilla grandísima es el saber, o, si lo habemos de decir ansí, la facilidad con que hacen lo que es extremadamente dificultoso de hacer, porque la mortificación les es regocijo, y la resignación, juego, y pasatiempo la aspereza de la penitencia; y, como si se anduviesen solazando y holgando, van poniendo por obra lo que pone a la naturaleza en espanto, y el ejercicio de virtudes heroicas le han convertido en un entretenimiento gustoso en que muestran bien por la obra la verdad de la palabra de Cristo, que su jugo es suave, y su carga, ligera.

Porque ninguna seglar se alegra tanto en sus aderezos cuanto a vuestras reverencias les es sabroso el vivir como ángeles, que tales son, sin duda, no solo en la perfección de la vida, sino también en la semejanza y unidad que entre sí tienen en ella; que no hay dos cosas tan semejantes cuanto lo son todas entre sí y cada una a la otra en la habla, en la modestia, en la humildad, en la discreción, en la blandura de espíritu y, finalmente, en todo el trato y estilo. Que, como las anima una misma virtud, ansí las figura a todas de una misma manera y, como en espejos puros, resplandece en todas un rostro, que es el de la madre santa, que se traspasa en las hijas, por donde, como decía al principio, sin haberla visto en la vida, la veo ahora con más evidencia, porque sus hijas no solo son retratos de sus semblantes, sino testimonios ciertos de sus perfecciones, que se les comunican a todas y van de unas en otras con tanta presteza cundiendo, que —y es la maravilla tercera—, en espacio de veinte años que puede haber desde que la madre fundó el primer monasterio hasta esto que ahora se escribe, tiene ya llena a España de monasterios en que sirven a Dios más de mil religiosos, entre los cuales vuestras reverencias las religiosas relucen como los luceros entre las estrellas menores. Que, como dio principio a la reformación una bienaventurada mujer, ansí las mujeres de ella parece que en todo llevan ventaja, y no solamente en su orden son luces de guía, sino también son honra de nuestra nación y gloria de aquesta edad, y flores hermosas que embellecen la esterilidad de estos siglos, y, ciertamente, partes de la Iglesia de las más escogidas, y vivos testimonios de la eficacia de Cristo y pruebas manifiestas de su soberana virtud, y expresos dechados en que hacemos casi experiencia de lo que la fe nos promete. Y esto cuanto a las hijas, que es la primera de las dos imágines.

Y no es menos clara ni menos milagrosa la segunda que dije, que son las escrituras y libros, en los cuales, sin ninguna duda, quiso el Espíritu Santo que la madre Teresa fuese un ejemplo rarísimo, porque en la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata excede a muchos ingenios; y en la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale. Y, ansí, siempre que los leo me admiro de nuevo, y en muchas partes de ellos me parece que no es ingenio de hombre el que oigo y no dudo sino que hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares y que le regía la pluma y la mano, que ansí lo manifiesta la luz que pone en las cosas escuras y el fuego que enciende con sus palabras en el corazón que las lee. Que, dejados aparte otros muchos y grandes provechos que hallan los que leen estos libros, dos son, a mi parecer, los que con más eficacia hacen: uno, facilitar en el ánimo de los lectores el camino de la virtud; y otro, encenderlos en el amor de ella y de Dios, porque en lo uno es cosa maravillosa ver cómo ponen a Dios delante los ojos del alma y cómo le muestran tan fácil para ser hallado, y tan dulce y tan amigable para los que le hallan; y en lo otro no solamente con todas, mas con cada una de sus palabras, pegan al alma fuego del cielo, que la abrasa y deshace. Y, quitándole de los ojos y del sentido todas las dificultades que hay, no para que no las vea, sino para que no las estime ni precie, déjanla no solamente desengañada de lo que la falsa imaginación le ofrecía, sino descargada de su peso y tibieza, y tan alentada y —si se puede decir ansí— tan ansiosa del bien, que vuela luego a él con el deseo que hierve; que el ardor grande que en aquel pecho santo vivía salió como pegado en sus palabras, de manera que levantan llama por dondequiera que pasan. De que vuestras reverencias, entiendo yo, son grandes testigos, porque son sus dechados muy semejantes, porque ninguna vez me acuerdo leer en estos libros que no me parezca oigo hablar a vuestras reverencias, ni al revés, nunca las oí hablar que no se me figurase que leía en la madre. Y los que hicieren experiencia de ello verán que es verdad, porque verán la misma luz y grandeza de entendimiento en las cosas delicadas y dificultosas de espíritu, la misma facilidad y dulzura en dicirlas, la misma destreza, la misma discreción, sentirán el mismo fuego de Dios y concibirán los mismos deseos, verán la misma manera de santidad, no placera ni milagrosa, sino tan infundida por todo el trato en sustancia, que, algunas veces sin mentar a Dios, dejan enamoradas de él a las almas.

Ansí que, tornando al principio, si no la vi mientras estuvo en la tierra, ahora la veo en sus libros e hijas; o, por decirlo mejor, en vuestras reverencias solas la veo agora, que son sus hijas de las más parecidas a sus costumbres y son retrato vivo de sus escrituras y libros. Los cuales libros, que salen a luz, y el Consejo real me los cometió que los viese, puedo yo con derecho enderezarlos a ese santo convento, como de hecho lo hago, por el trabajo que he puesto en ellos, que no ha sido pequeño; porque no solamente he trabajado en verlos y examinarlos, que es lo que el Consejo mandó, sino también en cotejarlos con los originales mismos, que estuvieron en mi poder muchos días, y en reducirlos a su propria pureza en la misma manera que los dejó escritos de su mano la madre, sin mudarlos ni en palabras ni en cosas, de que se habían apartado mucho los traslados que andaban o por descuido de los escribientes o por atrevimiento y error. Que hacer mudanza en las cosas que escribió un pecho en quien Dios vivía y que se presume le movía a escribirlas fue atrevimiento grandísimo, y error muy feo querer enmendar las palabras, porque si entendieran bien castellano vieran que el de la madre es la misma elegancia; que, aunque en algunas partes de lo que escribe antes que acabe la razón que comienza la mezcla con otras razones y rompe el hilo, comenzado muchas veces con cosas que injiere, mas injiérelas tan diestramente y hace con tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosura y es el lunar del refrán. Ansí que yo los he restituido a su primera pureza.

Mas, porque no hay cosa tan buena en que la mala condición de los hombres no pueda levantar un achaque, será bien aquí, y hablando con vuestras reverencias, responder con brevedad a los pensamientos de algunos. Cuéntanse en estos libros revelaciones, y trátanse en ellos cosas interiores que pasan en la oración, apartadas del sentido ordinario, y habrá por ventura quien diga en las revelaciones que es caso dudoso y que, ansí, no convenía que saliesen a luz; y, en lo que toca al trato interior del alma con Dios, que es negocio muy espiritual y de pocos, y que ponerlo en público a todos podrá ser ocasión de peligro. En que verdaderamente no tienen razón, porque en lo primero de las revelaciones, ansí como es cierto que el demonio se transfigura algunas veces en ángel del luz, y burla y engaña las almas con apariencias fingidas, ansí también es cosa sin duda y de fe que el Espíritu Santo habla con los suyos y se les muestra por diferentes maneras, o para su provecho o para el ajeno; y como las revelaciones primeras no se han de escribir ni curar, porque son ilusiones, ansí estas segundas merecen ser sabidas y escritas, que, como el ángel dijo a Tobías, el secreto del rey bueno es asconderlo, mas las obras de Dios cosa santa y debida es manifestarlas y descubrirlas. ¿Qué santo hay que no haya tenido alguna revelación? ¿O qué vida de santo se escribe en que no se escriban las revelaciones que tuvo? Las historias de las órdenes de los santos Domingo y Francisco andan en las manos y en los ojos de todos, y casi no hay hoja en ellas sin revelación de los fundadores o de sus discípulos. Habla Dios con sus amigos sin duda ninguna, y no les habla para que nadie lo sepa, sino para que venga a luz lo que les dice, que, como es luz, ámala en todas sus cosas, y como busca la salud de los hombres, nunca hace estas mercedes especiales a uno, sino para aprovechar por medio de él otros muchos. Mientras se dudó de la virtud de la santa madre Teresa y mientras hubo gentes que pensaron al revés de lo que era porque aún no se vía la manera en que Dios aprobaba sus obras, bien fue que estas historias no saliesen a luz ni anduviesen en público, para excusar la temeridad de los juicios de algunos; mas ahora, después de su muerte, cuando las mismas cosas y el suceso de ellas hacen certidumbre que es Dios, y cuando el milagro de la incorrupción de su cuerpo y otros milagros que cada día hace nos ponen fuera de toda duda su santidad, encubrir las mercedes que Dios le hizo viviendo y no querer publicar los medios con que la perficionó para bien de tantas gentes sería, en cierta manera, hacer injuria al Espíritu Santo y escurecer sus maravillas, y poner velo a su gloria.

Y, ansí, ninguno que bien juzgue tendrá por bueno que estas revelaciones se encubran, que lo que algunos dicen ser inconveniente que la madre misma escriba sus revelaciones de sí, para lo que toca a ella y a su humildad y modestia, no lo es, porque las escribió mandada y forzada; y, para lo que toca a nosotros y a nuestro crédito, antes es lo más conveniente, porque de cualquier otro que las escribiera se pudiera tener duda si se engañaba o si quería engañar, lo que no se puede presumir de la madre, que escribía lo que pasaba por ella, y era tan santa, que no trocara la verdad en cosas tan graves. Lo que yo de algunos temo es que desgustan de semejantes escrituras no por el engaño que puede haber en ellas, sino por el que ellos tienen en sí, que no les deja creer que se humana Dios tanto como nadie, que no lo pensarían si considerasen eso mismo que creen; porque, si confiesan que Dios se hizo hombre, ¿qué dudan de que hable con el hombre? Y, si creen que fue crucificado y azotado por ellos, ¿qué se espantan que se regale con ellos? ¿Es más aparecer a un siervo suyo y hablarle, o hacerse él como siervo nuestro y padecer muerte? Anímense los hombres a buscar a Dios por el camino que él nos enseña, que es la fe y la caridad y la verdadera guarda de su ley y consejos, que lo menos será hacerles semejantes mercedes. Ansí que los que no juzgan bien de estas revelaciones, si es porque no creen que las hay, viven en grandísimo error, y si es porque algunas de las que hay son engañosas, obligados están a juzgar bien de las que la conocida santidad de sus autores aprueba por verdaderas, cuales son las que se escriben aquí, cuya historia no solo no es peligrosa en esta materia de revelaciones, mas es provechosa y necesaria para el conocimiento de las buenas en aquellos que las tuvieren.

Porque no cuenta desnudamente las que Dios comunicó a la madre Teresa, sino dice también las diligencias que ella hizo para examinarlas y muestra las señales que dejan de sí las verdaderas y el juicio que debemos hacer de ellas, y si se ha de apetecer o rehusar el tenerlas; porque, lo primero, esta escritura nos enseña que las que son de Dios producen siempre en el alma muchas virtudes, ansí para el bien de quien las recibe como para la salud de otros muchos; y, lo segundo, nos avisa que no habemos de gobernarnos por ellas, porque la regla de la vida es la doctrina de la Iglesia y lo que tiene Dios revelado en sus libros y lo que dicta la sana y verdadera razón. Lo otro nos dice que no las apetezcamos, ni pensemos que está en ellas la perfección del espíritu o que son señales ciertas de la gracia, porque el bien de las almas está propriamente en amar a Dios más y en el padecer más por él, y en la mayor mortificación de los afectos y mayor desnudez y desasimiento de nosotros mismos y de todas las cosas. Y, lo mismo que nos enseña con las palabras, aquesta escritura nos lo demuestra luego con el ejemplo de la misma madre, de quien nos cuenta el recelo con que anduvo siempre en todas sus revelaciones y el examen que de ellas hizo, y cómo siempre se gobernó no tanto por ellas cuanto por lo que le mandaban sus prelados y confesores, con ser ellas tan notoriamente buenas cuanto mostraron los efectos de reformación que en ella hicieron y en toda su orden. Ansí que las revelaciones que aquí se cuentan ni son dudosas ni abren puerta para las que lo son; antes, descubren luz para conocer las que lo fueren y son para aqueste conocimiento como la piedra del toque estos libros.

Resta ahora decir algo a los que hallan peligro en ellos por la delicadeza de lo que tratan, que dicen no es para todos; porque, como haya tres maneras de gentes, unos que tratan de oración, otros que si quisiesen podrían tratar de ella, otros que no podrían por la condición de su estado, pregunto yo: ¿cuáles son los que de estos peligran? ¿Los espirituales? No, si no es daño saber uno eso mismo qué hace y profesa. ¿Los que tienen disposición para serlo? Mucho menos, porque tienen aquí no solo quien los guíe cuando lo fueren, sino quien los anime y encienda a que lo sean, que es un grandísimo bien. Pues los terceros ¿en qué tienen peligro? ¿En saber que es amoroso Dios con los hombres? ¿Que quien se desnuda de todo le halla? ¿Los regalos que hace a las almas? ¿La diferencia de gustos que les da? ¿La manera como las apura y afina? ¿Qué hay aquí que, sabido, no santifique a quien lo leyere, que no críe en él admiración de Dios y que no le encienda en su amor? Que, si la consideración de estas obras exteriores que hace Dios en la criación y gobernación de las cosas es escuela de común provecho para todos los hombres, el conocimiento de sus maravillas secretas ¿cómo puede ser dañoso a ninguno? Y cuando alguno por su mala disposición sacara daño, ¿era justo por eso cerrar la puerta a tanto provecho y de tantos? No se publique el Evangelio, porque en quien no le recibe es ocasión de mayor perdición, como san Pablo decía. ¿Qué escrituras hay, aunque entren las sagradas en ellas, de que un ánimo mal dispuesto no pueda concebir un error? En el juzgar de las cosas débese atender a si ellas son buenas en sí y convenientes para sus fines, y no a lo que hará de ellas el mal uso de algunos, que si a esto se mira ninguna hay tan santa que no se pueda vedar. ¿Qué más santos que los sacramentos? ¿Cuántos por el mal uso de ellos se hacen peores? El demonio, como sagaz y que vela en dañarnos, muda diferentes colores y muéstrase en los entendimientos de algunos recatado y cuidadoso del bien de los prójimos, para, por excusar un daño particular, quitar de los ojos de todos lo que es bueno y provechoso en común. Bien sabe él que perderá más en los que se mejoraren y hicieren espirituales perfectos ayudados con la lición de estos libros que ganará en la ignorancia o malicia de cual o cual que por su indisposición se ofendiere; y, ansí, por no perder aquellos, encarece y pone delante los ojos el daño de aquestos que él por otros mil caminos tiene dañados. Aunque, como decía, no sé ninguno tan mal dispuesto que saque daño de saber que Dios es dulce con sus amigos, y de saber cuán dulce es y de conocer por qué caminos se le llegan las almas, a que se endereza toda aquesta escritura. Solamente me recelo de unos que quieren guiar por sí a todos y que aprueban mal lo que no ordenan ellos, y que procuran no tenga autoridad lo que no es su juicio, a los cuales no quiero satisfacer, porque nace su error de su voluntad y, ansí, no querrán ser satisfechos, mas quiero rogar a los demás que no les den crédito, porque no le merecen.

Sola una cosa advertiré aquí, que es necesario se advierta, y es que la santa madre, hablando de la oración que llama de quietud y de otros grados más altos, y tratando de algunas particulares mercedes que Dios hace a las almas, en muchas partes de estos libros acostumbra decir que está el alma junto a Dios y que ambos se entienden, y que están las almas ciertas que Dios les habla, y otras cosas de esta manera. En lo cual no ha de entender ninguno que pone certidumbre en la gracia y justicia de los que se ocupan en estos ejercicios ni de otros ningunos, por santos que sean, de manera que ellos estén ciertos de sí que la tienen si no son aquellos a quien Dios lo revela; que la madre misma, que gozó de todo lo que en estos libros dice y de mucho más que no dice, escribe en uno de ellos 1 estas palabras de sí: «Y lo que no se puede sufrir, Señor, es no poder saber cierto si os amo, y si son aceptos mis deseos delante de vos». Solo quiere decir lo que es la verdad, que las almas en estos ejercicios sienten a Dios presente para los efectos que en ellas entonces hace, que son deleitarlas y alumbrarlas, dándoles avisos y gustos; que, aunque son grandes mercedes de Dios y que muchas veces o andan con la gracia que justifica o encaminan a ella, pero no por eso son aquella misma gracia ni nacen ni se juntan siempre con ella, como en la profecía se ve que la puede haber en el que está en mal estado, el cual entonces está cierto de que Dios le habla y no sabe si le justifica, y, de hecho, no le justifica Dios entonces, aunque le habla y enseña. Y esto se ha de advertir cuanto a toda la doctrina en común, que, en lo que toca particularmente a la madre, posible es que después que escribió las palabras que agora yo refería tuviese alguna propria revelación y certificación de su gracia. Lo cual, ansí como no es bien que se afirme por cierto, ansí no es justo que con pertinacia se niegue, porque fueron muy grandes los dones que Dios en ella puso y las mercedes que le hizo en sus años postreros, a que aluden algunas cosas de las que en estos libros escribe, mas de lo que en ella por ventura pasó por merced singular nadie ha de hacer regla en común.

Y, con este advertimiento, queda libre de estropiezo toda aquesta escritura; que, según yo juzgo y espero, será tan provechosa a las almas cuanto en las de vuestras reverencias, que se criaron y se mantienen con ella, se ve. A quien suplico se acuerden siempre en sus santas oraciones de mí. En San Felipe de Madrid, a quince de septiembre de 1587.





1. Libro Camino de perfección, capítulo 4.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera