Información sobre el texto

Título del texto editado:
“El licenciado Enrique Duarte, a la memoria de Fernando de Herrera”
Autor del texto editado:
Duarte, Enrique
Título de la obra:
Versos de Fernando de Herrera emendados y divididos por él en tres libros
Autor de la obra:
Herrera, Fernando de (1534-1597)
Edición:
Sevilla: Gabriel Ramos Bejarano, 1619


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EL LICENCIADO ENRIQUE DUARTE, A LA MEMORIA DE FERNANDO DE HERRERA


Todas las artes y ciencias tienen propuesto algún premio, o la esperanza de él, con que convidan a su estudio. Las mayores y más nobles, que llamamos liberales —cuyas obras dependen de la parte más principal de la alma, que es la raciocinación—, prometen oficios, dignidades, honras, riquezas y otras cosas de este género; las menores, que son las plebeyas y mecánicas, que se ejercitan principalmente con las fuerzas y trabajo del cuerpo, prometen otras proporcionadas a su ejercicio y ministerio. De todas ellas, así liberales como mecánicas, son las unas necesarias e importantes a la conservación y aumento de las repúblicas, y las otras solo conducen a la policía y ornato civil. De esta clase —porque referir las de la primera sería muy largo— son la poesía, la pintura, la música, la estatuaria y otras muchas. De aquí viene que aquellas y sus profesores son favorecidos y premiados con públicos privilegios y prerrogativas, y que estas, aunque muchas de grado superior y más eminente, no lo son; porque las leyes en sus establecimientos solo atienden al bien y conservación del estado público, y este solo depende de lo útil y necesario, y no de lo deleitoso, de que principalmente están adornadas las obras de ingenio y erudición.

Y el decir una ley que los poetas nulla immunitate iuvantur no fue juzgarlos por indignos de favor, pues vemos que cuando en otra se hace mención de quien merezca este nombre es con palabras de gran veneración y alabanza, mas por no declinar de la severidad del civil gobierno, cuyo principal instituto es animar con premios a que se profesen aquellas artes con que las repúblicas bien ordenadas se sustentan y florecen en sociedad política, en la paz y en la guerra. Esta es la causa por que es tolerable en los profesores de casi todas artes la mediana noticia de ellas, y que lo sea un mediano médico y un mediano teólogo, y un mediano letrado y un mediano oficial; solo la poesía no admite medianía, y es intolerable un mediocre poeta:

Mediocribus esse Poetis
Non homines, non dii, non concebere columna.


Y de esta singularidad o diferencia podemos dar una de dos razones, o ambas. La primera, que la pintura y la estatuaria y la música, y las demás que no son necesarias y las que lo son, se aprenden rarísimas veces sin maestro, y así el que aprovecha en cualquiera de ellas, por poco que sea, se aparta por distancia conocida de la común ignoración de los que no las han profesado; no así la poesía, que, siendo casi natural al hombre —porque hay muy pocos a quien la naturaleza no haya concedido alguna parte de este don—, no tiene necesidad de maestro ni de enseñanza, al parecer común. Y, así, para apartarse de esta vulgar noticia, conviene remontarse mucho acercándose a la alteza de la arte, y el que no puede conseguir este grado se halla siempre en la hez del vulgo de los poetizantes, porque los doctos en otras ciencias saben pocas veces diferenciar con juicio cierto las obras hechas con los preceptos y reglas de esta arte de las que carecen totalmente de ellas. La otra razón es porque nuestros ánimos, llevados de la ambición y codicia, solo estiman las doctrinas y artes y los otros ejercicios que son de provecho al que se ocupa en ellos, y menosprecian a los que, dejando las de utilidad y provecho, se dan a las de ingenio y artificio. Y, de todas, ninguna es menos fructuosa al que la profesa que la poesía, pues antes les ha sido ocasión a muchos de venir a perder las riquezas heredadas de sus mayores, y la causa de esto la alcanzó bien el poeta venusino:

Versus amat: hoc estudet unum
Detrimenta, fugas servorum, et incendia ridet.


Y los que con algún afecto y cuidado se entregan a estos estudios son tenidos por ociosos y sobrados en el mundo:

Cura vigil Musis nomen iaertis habet.


Y de esto viene que sea la más destituida de estimación y premios, y esto no solo en la edad presente, pero en todas las pasadas, porque ninguna queja hay más común ni más repetida de los insignes poetas que la falta de reputación de sus estudios. Viéronse en Atenas levantadas muchas estatuas a la inmortalidad y fama de hombres de artes plebeyas y mecánicas, por haberse señalado en ellas, y muy pocas o ninguna en honra de aquellos que, por la erudición de cosas de más alta y grave inteligencia, eran más dignos de ellas. Y Tebas, que debía al sublime Píndaro una suntuosa memoria y mostrarse ufana con tal hijo, no solo no lo hizo, pero ni se acordó de él y, por otra parte, dedicó simulacros a un cantor llamado Cleón, poniéndole elogios de encarecidas alabanzas, de que solo referiré la sentencia del último verso:

Salve, Cleón, nobleza ilustre de tu patria.


De esta común infelicidad escaparon muy pocos, porque fue singular y raro el ejemplo de Enio, a quien la antigua Roma enriqueció en vida con largas y copiosas riquezas, y, muerto, hizo poner sus cenizas junto a las del gran Cipión, y sus efigies y retratos, en los lugares más públicos de su ciudad, con títulos e inscripciones que persuadiesen el pueblo a su veneración:

Aspicite o cives Senis Ennii imaginis formam;
Hic vestrum panxit máxima facta patrum.


Conoció bien su felicidad el mismo Enio, pues escribió de sí:

Nemo me lacrymis decoret, nec funera flectu
Faxit. Cur? Volito vivus per ora virum.


Y Octaviano César, que entre las felicidades de su augusto y grande imperio vio juntos los dos soles de la romana poesía épica y lírica, los honró tanto, que los mandó escribir en el número de sus más principales amigos, y, con estrecheza de familiaridad, mercedes y favores continuos, mostró siempre la grande admiración con que veneraba aquellos divinos ingenios. Y, para ejemplo de un don particular, fue magnífico el que dio Hierón, rey de Cicilia, a Archimelo, ateniense, de mil caíces de trigo que le envió a Atenas en agradecimiento de un epigrama. Mas fuera de estos ejemplos apenas se hallarán otros tantos de poetas griegos y latinos que hayan gozado semejante suerte u otra, aunque más moderada. Y la estimación que aquellos alcanzaron fue en la opinión de pocos, porque la común rudeza nunca dio a estas obras el aprecio que merecen cuando llegan al ecelente grado de su perfección, que es superior a la de otras muchas. Y de esta eminencia dan claro testimonio los pocos que en tantos siglos ha habido insignes en la poesía, siendo infinita la muchedumbre de los que la han afectado, y muchos con atentísimo estudio y diligencia; lo que no ha sido en las demás artes y disciplinas, porque en cualquiera de ellas han florecido muchos eminentísimos varones que las han ilustrado. Y, para en prueba de esto, volvamos los ojos a la Antigüedad, y hallaremos que tuvo Grecia, y después Roma, y antes que ellas Egipto y Caldea, un número tan grande, como sabemos, de gravísimos filósofos, a quien parece no se les escondió nada de lo más oculto y misterioso de la naturaleza; y no fueron menos los matemáticos, con ser la materia de que tratan llena de tanta escuridad y sutileza, porque apenas ha habido quien con vehemencia se haya dado a aquel estudio que no haya conseguido en él todo lo que ha deseado; y lo mesmo se ha visto en los músicos, y en los pintores y estatuarios, que han aprendido en estas artes todo lo que en ellas hay que saber. Y, si nos acercáremos más a nuestros tiempos, no ha sido menor el número de los teólogos y jurisconsultos y médicos que en ellos han florecido; de solos poetas y retóricos —entiendo que los eccelentes— ha habido mucho menor número.

Y lo que puede poner mayor admiración es que el estudio y noticia de las demás artes se busca en principios ocultos y escondidos; no así las obras de la poesía —lo mesmo juzgo de la retórica, que ambas artes tienen casi unos mesmos preceptos y reglas de bien decir—, porque la materia de que se componen y forman sus versos es la habla común, de que todos usan sin distinción alguna y en que todos manifiestan sus pensamientos y conceptos; y en este uso tan vulgar y tan común hay grados por donde se viene al que es casi inaccesible de la ecelente y artificiosa composición de los versos; y el que más se ha acercado a ella entre los nuestros es, a mi parecer, Fernando de Herrera, hijo insigne de nuestra ciudad que, oponiéndose a la corriente de muchos que vituperaban con menosprecio estas letras, se dio al estudio de ellas, porque conocía que la opinión de los que saben poco no puede quitar el debido loor a las cosas del ingenio. Y, no pudiendo sufrir que Italia sola se jactase de haber tenido siempre hombres doctos y una lengua la más hermosa de las vulgares, puso singular cuidado en ilustrar la nuestra, y no solo cultivó su fertilísimo campo, desechando las hierbas infructuosas de los vocablos bárbaros y espinosos de que vía llenos los más de los libros que salían a la luz, pero con discreta elección trasplantó en ella las más hermosas flores de las otras lenguas, con que la dejó tan adornada, que en muy pocas cosas es inferior a las mejores y conocidamente superior a todas las demás. Y, aunque de algunos años a esta parte haya habido en nuestra España muchos ilustres ingenios cuyo trabajo no hubiera sido del todo infructuoso si hubieran aspirado a la última perfección de nuestra lengua, los unos atendieron a estudios de más aprovechamiento, y los otros, temiendo declinar de su autoridad y estimación, no quisieron divulgar las artes que profesaban escribiéndolas en nuestro idioma, como si no lo hubieran hecho los más doctos y sabios de las escuelas griega y latina, escribiendo cada uno en su lengua las artes y ciencias que habían aprendido en las extrañas.

Estaba guardada esta empresa para Fernando de Herrera, a quien ni las dificultades de un camino tan poco trillado ni la gran suma de envidiosos y detractores de que están llenas todas las cosas revocaron de su primera determinación, porque sabía que no podían faltar favorecedores de sus alabanzas que conociesen el merecimiento de sus obras. Y, así, sufrió siempre con ánimo igual el ser reprendido de algunos cuyos juicios menospreciaba, porque los hombres juzgan muy pocas veces con verdad y entereza, y las más con ira o con odio, o con envidia o con error; y, si cualquiera de estos afectos u otros faltaren en los que leyeren sus escritos, hallarán que, en pureza de lenguaje, o bien escriba verso o prosa, eccede por luengo espacio a todos los que antes y después de él se han divulgado, y dejan, a mi parecer —y creo al de todos los que fueren justos estimadores de sus obras—, muy poco lugar de gloria a los que, imitándole, quisieren perfeccionar lo que él no pudo por su temprana muerte: tanta es la eccelencia de los vocablos y modos de decir de que usa, y tan insignes las exornaciones con que ilustró sus escritos. Porque sus versos son graves, numerosos, artificiosos, llenos de afectos y grandeza; y no es de menos estimación su prosa, porque su estilo es puro, casto, elegante y no se halla en él vocablo que no sea muy proprio y de perfecta y hermosa formación; y las sentencias de que está llena son muchas y muy graves, como se ve en el pequeño libro de la Guerra de Cipro y Victoria naval del señor don Juan, y en el otro de Tomás Moro, y en los escolios que escribió a Garcilaso, que, aunque fueron primicias de su mocedad, están llenos de mucha erudición y doctrina; que, como cosa hasta entonces no tratada en nuestra lengua, no faltaron algunos que, con más agudeza que verdad, quisieron calumniar el intento con que los escribió, como si pudiera nacer de ánimo depravado el advertirnos los descuidos en que cayó aquel varón eccelente, o desamparado del arte o divertido con las armas, para que, imitándolo en la gravedad y dulzura de sus versos, no lo imitásemos también en los defectos que los afeaban.

Y no fue flojedad o descuido de Fernando de Herrera no dejar mayores testimonios de sus estudios, que la muerte, envidiosa de la honra de nuestra nación, cortó el hilo a una grande historia que se había dispuesto a escribir y tenía comenzada; que, por ser obra de mayor importancia y que requería más consumada perfección, la difirió a edad madura, no por flaqueza de ingenio, mas con prudencia de consejo, porque los que saben cuán arduo negocio sea y de cuánto sudor y trabajo formar un cuerpo de miembros tan varios como tiene una historia, y la proporción y arte que deben guardar entre sí para evitar los vicios en que incurrieron los más insignes historiadores, teme las dificultades de tan difícil empresa; y, por el contrario, el que no puede hacer cosa digna de estimación, engañado de sí mesmo, ninguna cosa rehúsa intentar, de que nace el salir a luz tan gran número de partos monstruosos e imperfectos como vemos cada día. Y esta fue la causa de que Fernando de Herrera pareciese tan difícil y tardo en aprobar las obras que vía, no porque admirase las suyas, que de ninguna cosa estaba más lejos; porque, como a hombre a quien el uso y ejercicio de aquellas cosas había dado una muy entera noticia de los preceptos más ocultos de la arte, le satisfacían pocas, y sus oídos, como capaces de otras mayores, deseaban siempre alguna de consumada perfección, de que pueden dar testimonio los borradores de sus versos, que, después de limados muchas veces, y en espacio de años enteros, apenas le contentaban; y, así, desechó muchos que pudieran ser estimados de los más entendidos en esta profesión, porque el artificio de ellos fue siempre muy de semejante a aquel de que usan los más de los poetas, que, guiados ciegamente del curso natural de sus ingenios, caen sin advertirlo en mil errores, y las veces que aciertan es acaso y sin conocimiento de lo uno ni lo otro.

No niego yo la grande ecelencia de los versos de Garcilaso, ni es mi intento escurecer alguna parte de sus debidos loores, mas no dejaré de culpar a los que piensan que solos aquellos o sus semejantes merecen ser estimados, como si no pudiera haber dos cosas de un mesmo género diversas en el modo y ambas eccelentes. La dulzura y claridad de los versos de Garcilaso y aquella gravedad casi divina que resplandece en sus obras arrebata los ánimos de quien las lee, mas no por eso se les puede negar su precio a las de Fernando de Herrera, cuyos versos, aunque sean menos suaves —no pienso que ecedo en hacer comparación de los unos a los otros—, son, por la mayor parte, más artificiosos, más graves, más numerosos, de partes más iguales y, finalmente, de más robusto y valiente artífice. Y no es vicio en ellos el ser en alguna parte oscuros y difíciles, antes una de sus alabanzas, porque los modos de decir en las obras poéticas han de ser escogidos y retirados del hablar común, en que fue singular Fernando de Herrera. Y, porque vale mucho la autoridad y ejemplo de los antiguos, Marco Antonio, insigne por sus letras entre los romanos, confesó ingenuamente que no entendía a sus poetas y que eran para él como si hubieran escrito en otra lengua, y no por eso los reprendió; antes los llamó de divinos ingenios. Y lo mesmo hacen todos los hombres de ánimos dóciles de las otras naciones; solos nosotros somos tan protervos, que, sin haber gustado ni con los primeros labios los principios de una ciencia ni visto sus umbrales, queremos contender con los que la ejercitaron años enteros y con trabajo infatigable, vituperando lo que no entendemos, porque solo juzgamos por bueno lo que esperamos poder imitar, como si hubiera de medirse la grandeza de las obras ajenas con la pequeñez de nuestros juicios o fuera defecto en ellas la falta de nuestra capacidad; mas no me maravillo que juzguemos tan mal de todo, porque estamos hechos a cosas pequeñas, y esas desordenadas, y así hacen disonancia en nuestros oídos las que son artificiosas y grandes.

Bien se puede esperar de los grandes ingenios que cría nuestra España cada día que, teniendo a quien poder imitar —cosa de mucha importancia para todo género de estudios—, han de extender en breves años los términos de nuestra lengua, como nuestros capitanes extendieron los de nuestra monarquía, que es costumbre casi natural acompañar siempre a los grandes imperios la pureza y hermosura del lenguaje. Y los que no supieren hacerlo, o por falta de maestros o por rudeza de ingenio, muéstrense fáciles y no espanten a los que pueden aprovechar en estos estudios, y, si les pareciere que deben menospreciarlos, escriban algo, y entonces entenderé que los desechan no por desesperación de poder vencer sus dificultades, antes con discreción y prudencia; mas pienso que el que llegare a saber más en ellos conocerá mejor cuánto está lejos de poder subir al lugar que Fernando de Herrera, porque, aunque parece cosa muy fácil imitar la grandeza y artificio de la oración, ninguna hay que lo sea menos al que lo experimenta con regla y arte. Y no traspaso en esto los límites del merecimiento de sus obras, porque, si hay otras, o las hubiere de aquí adelante, que merezcan alabanza, a solo él se le deberá, por haber sido el primero que nos mostró el camino cierto de estas letras. Y, aunque las suyas fueron estimadas mientras vivió de los señores y príncipes de nuestra ciudad y de otros muchos, no lo han sido después de su muerte, como fuera razón, por la envidia de algunos y la rudeza de los más.

Y es cierto que su memoria hubiera quedado sepultada en perpetuo olvido si Francisco Pacheco, célebre pintor de nuestra ciudad y afectuoso imitador de sus escritos, no hubiera recogido, con particular diligencia y cuidado, algunos cuadernos y borradores que escaparon del naufragio en que pocos días después de su muerte perecieron todas sus obras poéticas, que él tenía corregidas de última mano y encuadernadas para darlas a la emprenta. Dejo en silencio la culpa de esta pérdida, porque soy enemigo de sacar en público ajenas culpas, y juzgo por merecedor de gran premio al que con tantas veras ha procurado restaurarla, hurtando muchas horas de su más forzosa y precisa ocupación; porque no solo copió una y dos veces de su mano lo que ahora nos ofrece, pero cumplió lo que faltaba de otros papeles sueltos que habían venido a manos de diferentes personas de quien los hubo; y, aunque todo ello sea del mesmo autor, es cosa cierta que lo que él tenía escogido y perfeccionado para sacar a luz sería de mayor y de más acabada perfección.

Y, si yo me he puesto a escribir lo que es tan ajeno de mi profesión, no ha sido por mostrarme enseñado en estos estudios, que de ninguna otra cosa estoy más lejos, sino rogado y persuadido, y por satisfacer alguna parte de las obligaciones que debo a la memoria de Fernando de Herrera y a nuestra amistad, porque supe que los que podían hacerlo con mayor acierto lo rehusaban. Y, así, no pude excusarme, porque, aunque sea así que las obras que de suyo merecen alabanza no tienen necesidad de extraño ornato, pierden algo de su estimación en la opinión de muchos si las ven salir en público sin la pompa de variedad de elogios de que abundan las más humildes e indignas. Aunque no ha faltado quien atribuya a mayor alabanza de Fernando de Herrera este general retiramiento, cada uno juzgue de él lo que quisiere, que a mí me basta el cuidado de haber sujetado este discurso al juicio de tantos.

Y, con deseo de que no se perdiese el trabajo de un pequeño papel —que acaso hallé entre los míos, escrito de letra de Fernando de Herrera— de unos periodos desatados que parece juntaba para formar alguna pequeña prefación a sus versos, quise yo formarla de los mesmos centones o partes. Si pareciere bien, será por los vestigios que en ella hubieren quedado de su verdadero dueño; y, si mal, por ignorancia mía. Y, cuando, engañado del conocimiento imperfecto que tengo de estas cosas y de la afición grande que confieso a las de Fernando de Herrera, hubiere eccedido en algo de sus alabanzas, será de fácil excusación la culpa que se me pueda poner, porque solo ha sido mi intento proponer las razones de lo que siento, mas no defenderlas con obstinación y porfía, porque es vicio que he aborrecido y reprobado siempre. Y, así, dejo esta censura a los que pueden hacerla o por la noticia cierta que alcanzan de los preceptos de esta arte, o por eminencia de esclarecidos ingenios, que en los juicios que hacen suelen dejar atrás muchas veces los largos y prolijos estudios de los profesores de las artes.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera