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Título del texto editado:
“Prólogo al Mal intencionado”
Autor del texto editado:
Piña, Juan de
Título de la obra:
Varias fortunas
Autor de la obra:
Piña, Juan de
Edición:
Madrid: Juan González, 1627


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PRÓLOGO AL MAL INTENCIONADO


Ya no sangrienta la envidia, sin aliento de empañar, miró el primero libro de mis novelas. Llegó el día del segundo: Varias o Diversas fortunas contiene, que, como ha sido el año tan fértil de novelas, ofende el nombre a los anales heroicos en mauseolos por ellas y por los epítomes. El epítome tiene más disculpa, porque viene a ser como el antojo de larga vista que, a medio mirar, le presenta ejércitos enemigos y lo más al desvío; o como el trueno ruidoso, dilatado en el breve epítome del relámpago. La mayor cuenta se reduce a una breve suma y la más larga de la vida se pasa en un momento. En el mar vemos los ríos, y en el sol luces y claridades que de la brevedad el tiempo desengaña: «Breve la vida, el arte largo», dijo el Gran Médico; pues, relámpago y cometa el vivir sin fin las historias, valerse de los epítomes fue excelente invención y no costosa.

Trataba yo de dar al molde la segunda parte, fui a una imprenta de letra nueva, que esto de «novedad» arrebata, como el primero móvil a los demás cielos. Hallé al Mal intencionado imprimiendo un memorial de arbitrios para consumir los epítomes, las novelas y la moneda de vellón. También del secreto que había penetrado de su idea sin la piedra filosofal, con el arte de Raimundo Lulio, para convertir el estaño en plata y el bronce en oro, excusando Indias, flotas y armadas. Decía el Mal intencionado, no el Bien, que estaba remediado el mundo con su arbitrio del oro y plata, y que no se imprimiesen epítomes ni novelas, y que yo mirase las mías, que eran tropelías escritas sin verbos, todo sutilezas sin adjetivar, lenguaje extraordinario, si excelente, que bien conocía ilustrada la lengua española sin mendigar la de otras naciones –en que no hallaba hurto–, ni voz mediana de la prima a la requinta, no disonancia en su armonía, sí lo escrito más que sin estrellas el manto de la noche; y que era preciso leerlas para su inteligencia tres o cuatro veces y preciarme yo de Tácito, Persio, Marcial o Justo Lipsio; y de los antiguos, que imitaban los profundos mares y no los claros y vadeables ríos, era soberbia ignorante, osadía cruel y lo fuerte aborrecido en la pintura, que esto se quedaba para el que sabía el género en que convenían las poesías, que era en ser imitación, y como las primeras especies eran diferentes entre sí por el instrumento, materia y modo. Que la epopeya usaba solamente de las palabras que no podían ser en prosa, y que pues en mis novelas había poesías, mirase que ignoraba el número, la armonía y el verso. Y habiendo escrito novelas, que eran fábulas, había de estudiar si la fábula había de ser perfecta o toda cuando se podía hacer por máquina la solución y cómo se debía formar en lo universal y añadirle las digresiones.

Quería proseguir el Mal intencionado –que los mal intencionados prosiguen– y, cansado de sus impertinencias, preciándose muy estudioso de un librillo que tal vez miraba, le dije:

–¿Vuestra merced –que merced y señoría había de ser el Mal intencionado– sabe que injurias, cara a cara a los partos del ingenio, solo el de su nombre los puede animar? ¿Sabe que ha sido esta la razón de los descarados? Si mi libro le parece mal, yo no escribo para el vulgo vil, que es el Mal intencionado –aunque en parte no lo ha parecido vuestra merced–, si los que enumera vituperios son alabanzas. Si no tiene verbos yo no los echo, y están suplidos, que es lo que no ha penetrado. Agradecer debiera vuestra merced esa novedad: si es libro sin un trozo ajeno, formado a puras imaginaciones, sutilezas y frases sin tiempo, en ocupaciones de mayor desvelo, que para lo entendido no son desaciertos como vuestra merced dice, ¿de qué se enfada? ¿De que le enseñen a no ser maldiciente? Cierto que le ha leído más de dos veces quien –como el sol– le pudo hacer lucido hasta el último día, y que las ninfas, de quien los dioses amantes no imaginaron esperanzas, deidades que no admitieron amor ni celos en su palacio, hicieron a las novelas los favores, que no a los dioses. ¡Aprenda vuestra merced, señor Mal intencionado! Pues ¿qué haremos –le dije– de esta segunda parte de Fortunas diversas y una comedia?

Respondiome que bien sabía eran fábulas y las había mudado el nombre y había entendido la fullería a excusar nuevos memoriales y persecuciones.

Yo le dije:

–Siendo conformes a lo que vuestra merced saca de ese librillo que es del mayor filósofo, no teniendo cosa asquerosa de sátira ni horror, y le pueden entretener con cielos, estrellas, perlas, diamantes, minas de plata y oro. El alba y el aurora, excusando el camino de la Plata por el de la Eclíptica, traerle han a vuestra merced, como con el antojo de larga vista, a la suya tantas lindezas y maravillas; y que le di el libro con cintas de diversos colores por excusarle cuatro reales: también por si acaso no los tenía. ¿De qué se enfada vuestra merced? ¿Hale hallado entre remiendos y no de jaspes, comido de los que dieron causa al ciego Homero de perder la vida? ¿Hale visto vuestra merced entre los que la quitan con premio y sin castigo? ¿Agraviole de este libro la diosa de la honestidad Diana o Vesta? ¿Hubo aliento que le turbase no de ámbar ni jazmines? Es injusto deshonor de su patria, teniendo Júpiter rayos y Marte sangrienta espada y agudos filos; guadaña de la muerte, dice mal de la facultad de que se precia, por quien ha adquirido nombre, joyoso peculio; tiene sátiras atrevidas contra el mayor amigo criminoso. Con esto digo a vuestra merced, señor Momo, volviendo al principio, que ya pasó el tiempo de los antiguos que, ignorando las zonas, vendían pan por pan, y vino por vino, que hoy están los ingenios tan sutiles que más parecen de inteligencias que de hombres.

Respondiome:

–Mucho me desagrada vuestra merced; bien parece novelero . No sea soberbio, que es fuerte osadía. Yo tomo su libro, voy leyendo la fábula, escurece el asunto, hace piedra lo culto , dilátale con digresiones enigmáticas. Hállome cansado de mi ejercicio, quiero leer y no trabajar, entretenerme y no cuidar desvelos y breves luces a quien solo desea aflojar la cuerda al arco, deleitarse un poco. ¿De qué sirven laberintos y escuridades? Sepa que el fin de esto es arrojar el libro con media docena de maldiciones y una de injurias al que tales esferas eligió.

Repliqué:

–El libro no se hizo para los cansados con ejercicio, sino para los estudiosos sin él, atentos a las medias y a los cuartos. Muchos librillos hay de risa, regocijo y entretenimientos vadeables, comunes y fáciles en que no tendrá desvelo su mala intención en lo culto, que ya murió el terreno de las novelas sin en que detenerse ni dudar lo que quiso decir cuerpo sin alma. Ahora, señor zoilo, es preciso que como la dama hermosa y discreta sea toda alma, el libro de más conceptos que sílabas y de más misterios que letras –la de molde Atanasia–, sutilezas, frases, locuciones, cadencias y exornación, sentencias graves; que Aristóteles tiene el hablar con nombres por acción plebeya, pues dice así: «La bondad de la locución consiste en que sea clara: pero que no sea baja: la que constare de nombres propios, será clara, mas será baja. […] La locución que usare nombres peregrinos tendrá grandeza, y sale fuera de lo plebeyo».

–Bien decía yo –dijo el Mal intencionado– que a las impertinencias del primero se ha de parecer el segundo en detenerme media hora entre los maestros imitadores de Penélope, que deshacen de noche los afanes del día, los que reparten letras como si fueran Universidades, haciendo cuanto componen al revés. Que ya sabía por qué los impresores estaban pobres, y era la causa pagar a los oficiales los sábados en la banca, sin hacer cosa a derechas, que tenían los ojos en las manos, y sacando las que componían de sus casillas, en vez del premio de manoseadas, las dejaban sin ser y sin valor. Y al fin del tiempo que le había perdido, dejarle cansado, escuchando tantos preceptos, que ya los conocía y por el griego príncipe no mostraba su mala intención, que era fuera de propósito cuanto le había dicho por más conveniente a la poesía que a la prosa. Que le agradeciese haber esperado tan largo discurso, sin dar fin a su memorial, si bien le pareció que mis novelas imitaban en lo sutil preceptos de Aristóteles, huyendo de los nombres propios en lo metafórico y enigmático, perteneciente a lo heroico, trágico y fabuloso, que, con ser el que llamaban «Mal intencionado», no había hallado novelas de tan ilustres partes, dignas de la mayor estimación por sutiles y peregrinas; y que si el tiro se había errado, había sido haciéndole por alto.

Dile gracias debidas al Mal intencionado, excusadas al que bien no se acertaba ya a ir. Mostrome afición, licencia le pedí para hacer el prólogo de este libro a su nombre. No se agravió, preciado de zoilo. Respondió que lo tendría por bien, porque había visto otro al Bien intencionado; y aunque hecho por un lucido, peregrino ingenio floreciente, le había parecido que no le había menester, que solo para él era bien prologar, pero que había de ser con esta condición –y sería él bien intencionado–; colocar alabanzas del Fénix –a quien eran debidas–, a quien por raro milagro las había concedido el Cielo, testigo de su inmenso poder, admiración de los valientes golpes de su pincel divino. Y no fiándolas de mi ingenio, si debiera de mi amor, dijo así:

–En seis mil años quiso el Hacedor de los Cielos y demás cosas criadas dar al mundo la mayor maravilla de sus excelencias. En hombre humano difícil creer que no sea divino. En seis mil años no ha hecho ninguno que le imite y en otros tantos, si los viviera, el mundo no ha de lograr igual. Siglos de Oro felicísimos los que merecieron tan alto bien: mil y quinientas comedias a imaginaciones y desvelos ha hecho que, en lo diverso, parecen de otros tantos dueños. Seiscientos autos divinos, bien divinos y bien diversos. Cuarenta y cuatro libros de sus excelencias impresos. Y a no haber introducido la envidia estorbo, fueran tantos como las comedias. De las obras sueltas ocuparan el mismo número, imposibles de juntar, esparcidas y adoradas en las más remotas naciones, cuyo dueño está laureado en el Campidolio Romano. De ninguna de estas obras –perdone el Tostado– se ha hecho borrador, ni enmienda; todo sin él le sirve y obedece esclavos versos y locuciones; y lo más admirable, digno de alabanzas eternas: una comedia de doce pliegos escribe en los desmedros de las competencias, a que no descaezca el autor –a quien ampara– en diez y ocho horas. Testigo soy de vista, y de vistas muchísimas veces: diez y seis hojas en cada seis horas. Que habiendo oído esta monstruosidad, y no creyéndola con mi mala intención, tuve traza cómo poderlo ver solo, así fuera posible desmentir el milagro a excusar tabla o bronce en el templo de la Fama. Corría el cálamo de oro tan veloz que ha seguido divino al Sol, y al tiempo corrido estoy –decía– que, alimentando y enriqueciendo a los autores y representantes, y la resaca de aquel mar inmenso pobres y hospitales; y entreteniendo la vida con tantas novedades, dulzuras y maravillas, y habiendo enseñado a hablar la lengua española y sacado de dos pellicos un cayado y un zurrón la comedia, que de allí se tomó mi cayado y mi zurrón, y de entre los pies de la impertinencia el arte solo al suyo debido el nombre, no tenga diez mil ducados de renta en esto; y su cortedad vergonzosa, la fortuna y astro riguroso le han sido contrarios. Presumo, ¡que Providencia!, que, teniéndolos, perdiera el mundo tanto bien, España el mayor honor, y su por él dichosa patria, Madrid, el mejor hijo, el mayorazgo que le codician envidiosas las otras naciones y monarquías; y porque me precio de mi nombre, no digan que le pierdo. No prosigo, dejando las alabanzas de este prodigioso portento, el Poeta español, el nuestro Apolo español, solo él digno de lauro eterno; solo a quien las musas conocen por su Apolo, el asombro de los ingenios, el que los atemoriza, entorpece y pone horror como el marítimo torpedo, y el de los que tiene el elefante nacidos, a no caerse como los demás –que en las damas llaman perlas–; solo el suyo divino digno de estos renombres en quien se halla la verdadera celestial poesía, dejando sus heroicas alabanzas al discreto, al sutil, al ingenioso maestro de tantas letras como virtudes y merecimiento, al secretario Marcelo Díaz, que con tal elegancia y heroica sabiduría le supo alabar.

Corríase el Mal intencionado de nombrar al dueño de tales excelencias y decir, cosa excusada, que era el insigne, el divino Lope de Vega Carpio, único como el Fénix del mundo y el Sol del Cielo, sin quien le imite ni suceda, por quien dijo un poeta en lo que le toca de este verso: «Un mundo, un poeta, un Dios».

–Cierto, señor Mal intencionado, que no lo parece vuestra merced –en lo que siente del Fénix humano de los ingenios– agravio llamarle humano, pues hace al mundo la mayor lisonja y a mí la mayor merced; porque si no es el alma, que debo a Dios, todo lo demás que tengo lo debo, sacrificado, a su servicio.

Respondió:

–Yo solo soy Mal intencionado con los ignorantes. Perdone vuestra merced, que con el hombre diferente de los demás nunca lo he sido.

Y que pues no había fiado de mí presumir sus alabanzas, creyese que, con el Poeta Español, por único y solo, conocido y laureado en la fértil Italia de ingenios divinos y las demás Naciones, no era mal intencionado.

«Con vuestra merced –me dijo– y los que ignoran tengo yo mala intención». Porque se ofendía de ver tan unida mi ignorancia y soberbia a excusar no cayese en creer la censura fabulosa que se dio al poeta silvestre, bárbaro, que de la fecha de la suya a esta parte decía que con sus obras no lucían Homero, Virgilio, el Tasso, el Ariosto, Francisco Petrarca, ni toda la Antigüedad; que este daño hacía la lisonja desmentida, conocido el desván, a quien como el selvático se la persuadió verdadera.

Aquí se enfureció el Mal intencionado, viendo atrevida y soberbia –con viles desprecios– la ignorancia opuesta a las ciencias divinas de la juventud del tiempo, las tinieblas escuras a las luces de los que bordan el cielo resplandecientes rayos del sol, el tardo Saturno, al Mercurio volante, y prosiguió. Si esto dice el Mal intencionado, ¿qué hiciera si fuera el Bien? Si maestro del bien y del Mal intencionado el Poeta Español, y si el Poeta Español los alaba por natural influencia, por su inclinación y genio.

Con esto me dio licencia el censor maldito. No sé si también a cuenta de haberme dicho tantos pesares para prologarle, permitida a no leve favor. Con esto y su memorial se iba y, viéndole hecho pedazos, con las medias rotas sin ser poeta, y que las debiera tener sanas, y no ser árbol desnudo a las saetas del Sagitario, a que le temieran los escritores de historias, anales y poemas, también sabiendo transformar –más vil que Ovidio– los dos metales de estaño y bronce, en oro y plata.

Respondió que la parte principal de la mala intención era ser hipócrita, y andar desnuda como la verdad, no lo siendo; y se preciaba tanto de ser conocido por Mal intencionado, y que le temiesen los que le conocían, que andaba desnudo por no perder el nombre; y no se había de vestir, aunque tuviese el oro y plata. ¡Qué había de hacer! ¡Tal era su mala intención! Suele, pareciéndole más que enriquecer el mundo de plata y oro, ser conocido por «el Mal intencionado», que no por «el Bien», para excusar que no lea este prólogo «el Bien intencionado», sino «el Mal».





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera