Información sobre el texto

Título del texto editado:
Discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Edipo tirano. Tragedia de Sófocles, traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna. Por don Pedro Estala, presbítero
Autor de la obra:
Estala, Pedro (1757-1815)
Edición:
Madrid: Imprenta de Sancha, 1793


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ADVERTENCIA


Este discurso, que compuse para leerle en la cátedra de Historia Literaria de los Reales Estudios de San Isidro de esta corte, me ha parecido el más propio para que sirva de preliminar a esta traducción del Edipo, pues en esta tragedia se ve comprobado todo lo que en el discurso establezco. Si este trabajo mereciere la atención del público, daré a luz inmediatamente la traducción que tengo hecha del Pluto de Aristófanes con otro discurso sobre la comedia, que igualmente leí en la misma cátedra, el cual comprende la historia de la comedia desde los griegos hasta nuestros tiempos con varias reflexiones críticas. Asimismo pienso publicar más adelante otros varios discursos sobre las demás especies de poesía, que tengo dispuestos para presentarlos a la censura de los sabios, que concurren a las lecciones de la mencionada cátedra; los cuales servirán de preliminares a varias piezas de todos géneros que tengo traducidas del griego.

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Después de tanto como se ha escrito sobre el teatro, pudiera parecer ocioso un discurso sobre la naturaleza de la tragedia: pero como en este me propongo refutar varias preocupaciones que se hallan generalmente establecidas sobre este objeto, creo que mis ideas no desagradarán a los que se interesan en los progresos del teatro. Bien preveo, que las más de mis aserciones parecerán paradojas a los que presumen entender de poesía por haber leído algunas instituciones pueriles, o que sin reflexión ni conocimiento han sido copiadas de los pesados comentarios, que algunos gramáticos han hecho sobre la poética de Aristóteles, torciendo la autoridad de este gran filósofo a sus opiniones absurdas. A estos debo advertir, que mis ideas no son nuevas; que parte de ellas me las ha inspirado la atenta lectura de los modelos antiguos y modernos, y otra gran parte debo a las observaciones de varios eruditos, que apartándose de la vulgar rutina de los comentadores, han filosofado sobre la naturaleza del drama. Como la teoría de estos se funda en la razón, y en las autoridades más respetables, no he dudado preferir su doctrina a la de aquellos gramáticos, que han cargado el arte dramática de reglillas arbitrarias, que solo sirven para impedir los progresos del ingenio. Asique para impugnar mis opiniones, conviene acudir a las mismas fuentes de donde las derivo, es a saber, la razón, y el ejemplo de los grandes maestros: cualquiera otra autoridad, que no tenga estos apoyos, es para mí de muy poco momento.

Para proceder con más claridad, trataré en este discurso de la tragedia, reservando la comedia para otro; bien que en este será preciso establecer ciertas doctrinas generales, y comunes a una y otra especie del drama. Como no es de mi asunto formar un tratado didáctico completo sobre la dramática, prescindiré del origen, progresos, definiciones y reglas menudas de ambos dramas; y considerándolos en el estado de perfección a que llegaron entre los griegos, examinaré su objeto, naturaleza y diferencias esenciales, a fin que comparando los demás antiguos con los modernos, veamos qué hay de común entre unos y otros, y en qué se diferencian.

Comenzando, pues, por la tragedia antigua, la primer circunstancia particular que observo en ella es su objeto político y moral, circunstancia que merece la mayor consideración. El objeto político de aquellas tragedias era hacer odioso el gobierno monárquico, que los atenienses confundían comúnmente con la tiranía. Esta república, aunque mudó de gobierno varias veces, pasando del democrático al aristocrático, y al revés, según prevalecía el pueblo o los magnates, siempre miró con odio el gobierno monárquico. Presumiendo los atenienses tener el mejor gobierno posible, y creyendo erróneamente, que en solo el republicano se hallaba la libertad (que regularmente confundían con la licencia) miraban como tiránico e injusto todo gobierno que no convenía con sus falsas ideas. Para infundir, pues, en el ánimo de los ciudadanos estos mismos principios, no omitieron medio alguno de aquellos que son más capaces de hacer fuertes impresiones. Uno de los más eficaces es sin disputa el teatro, donde no con discursos, como hacen el filósofo y el orador, sino con ejemplos vivos se convence al pueblo, el cual jamás ha sido filósofo, pero sí sensible. De aquí es, que el teatro en Atenas era uno de los objetos más principales de la política, llegando esto a tal exceso, que se promulgó en ocasión de un grande apuro de la república, pena de la vida contra el que propusiese se empleasen en la guerra las sumas considerables, que estaban destinadas para el teatro. Las tragedias griegas están llenas de elogios del gobierno republicano, de las leyes, de la libertad, y de execraciones contra la tiranía. Si se consideran bajo este aspecto aquellos dramas, se hallará en cada incidente, y en el todo de la fábula una lección continua de política.

Comprobemos esta aserción con el modelo más perfecto, que produjo la Grecia, con el Edipo Tirano de Sófocles, que fue la admiración de Aristóteles, y lo será de todos los siglos. En esta tragedia vemos un rey sumamente justo y celoso del bien de su pueblo, que no entró a reinar por violencia ni por usurpación, sino por elección libre de los tebanos, agradecidos al importante servicio que les había hecho en librarlos de la esfinge. Se manifiesta una cruel peste en Tebas; Edipo hace las más vivas diligencias para averiguar la causa de este azote de los dioses; sábese por el oráculo, que es por no haberse castigado la muerte del rey Layo, asesinado por un caminante, y que no cesará aquella calamidad hasta que se castigue al matador. Edipo, lleno de celo y amor a sus vasallos, hace la más diligente pesquisa, y por fin averigua, que él mismo fue el asesino de Layo, que este era su padre, y que está casado con su misma madre.

Esto supuesto, se pregunta, cuál era el delito de Edipo, para que en esta tragedia se verifique la importante regla de Aristóteles, de que el protagonista no ha de ser en extremo vicioso ni irreprensible, sino de una virtud mezclada de algún vicio, o defecto. Muchos sabios antiguos y modernos se han atormentado por hallar algún defecto en el buen Edipo: dejando aparte las muchas opiniones vanas у desatinadas, que se han propuesto sobre este particular, solo examinaré dos de ellas, respetables por sus autores, y que parecen las más probables. La una es la del P. Brumoi, que en su teatro griego pretende que el gran pecado de Edipo fue su curiosidad en averiguar y su cólera contra Creón. Por lo que hace a su curiosidad, lejos de ser un delito, es la mayor prueba de la virtud heroica de este príncipe, pues a trueque de librar a sus vasallos de la peste, se empeña en averiguar su horrible fatalidad. Danle bastantes indicios, por los cuales podía presumir que él mismo era el reo: otro de menor virtud hubiera puesto fin a la pretendida curiosidad, siguiendo los consejos de Tiresias y de Yocasta, que le exhortaban a que desistiese de una averiguación, que le sería muy perjudicial. Pero esto mismo incita más al justo Edipo, resuelto a sacrificarse por su pueblo: averigua la verdad, y él mismo se impone el más cruel castigo. ¿Dónde está aquí la culpa? Mucho menos la veo en su cólera contra Creón: este le había dado sobrados motivos para sospechar de él, y su cólera es muy justa.

La opinión del Abate Bateux es aún más especiosa: dice este juicioso erudito que Edipo era sumamente culpado porque, habiendo sabido por el oráculo que había de matar a su padre y casarse con su madre, debiera haberse abstenido de poner las manos en un anciano, que pudiera ser su padre, y de casarse con una mujer, que por la edad debía darle sospechas de que era su madre. Pero ¿cómo era posible, que le ocurriese la más mínima sospecha sobre este particular, estando íntimamente persuadido de que era hijo legítimo de Polibo, rey de Corinto? ¿ni podía presumir, que aquel anciano, que caminaba con tan poco aparato, era rey, ni pudiera ser su padre? No creo necesario detenerme más en esta refutación, pues ni las opiniones mencionadas, ni otras muchas que se hallan en varios autores tienen la menor probabilidad.

Siendo pues preciso, que Edipo tuviese alguna culpa, yo no le hallo otra que la que el mismo Sófocles le señala en el título, esto es, ser tirano. Es verdad, que en ninguna religión, ni por razón alguna se ha considerado jamás por delito moral este poder, pero el poeta lo consideró por un delito político; y para hacer odiosa y execrable la monarquía, constituye esta en la persona del príncipe más justo, haciéndole objeto de la cólera de los dioses, para dar este documento tácito: «Ved cuan odiosa será la tiranía, cuando los dioses la castigan tan terriblemente, aun en un virtuoso».

El mismo espíritu, aunque no con tanta claridad como en esta, se advierte en todas las tragedias griegas: siempre vemos las casas reales llenas de sangre y atrocidades. La descendencia de Atreo, la de Minos, la de Príamo, eran como los únicos almacenes de asuntos trágicos. Pero además de este objeto general, se advierte en algunas tragedias un objeto político particular; por ejemplo, el Edipo Coloneo se dirige a manifestar la causa de ser los atenienses superiores a los tebanos, por tener en la ática el sepulcro de Edipo, fatal a Tebas aun después de muerto. La fábula de Medea sabemos se inventó, a petición de los corintios, para librar a aquella ciudad de la nota de haber maltratado a aquella infeliz princesa, y haberla muerto sus hijos: las escasas noticias que tenemos de la historia griega del tiempo fabuloso, nos oculta el motivo particular de otras tragedias. En las de Séneca, que fue un buen imitador de los griegos, vemos claramente expresado el objeto político general, que hemos probado tenían las tragedias griegas, como también su objeto moral, 1 que vamos a considerar.

Este era hacer insensibles los ánimos a aquellas desgracias fatales, que no se pueden evitar con el terror ni el sentimiento. En todas las tragedias griegas se ve que la necesidad fatal es el único medio y móvil para conseguir sus fines: en todas el hado es superior a la humana prudencia. Antes de nacer Edipo, ya los dioses anuncian que ha de matar a su padre y se ha de casar con su madre; los medios que se emplean para evitar el cumplimiento del hado sirven precisamente para lo contrario. Todo es fatalidad en la tragedia griega y en esto no hay la menor excepción. El fin de proponer esta doctrina era para que todos se sometiesen con resignación a los decretos de los hados y se mostrasen insensibles a estas desgracias inevitables. La lección moral que se deduce de todas las tragedias griegas es esta: «Aprended, mortales, a temer a los dioses; estad prevenidos para todo género de calamidades. Los hados ya han pronunciado su decreto sobre vosotros: todo vuestro terror y compasión de nada sirve, sino para haceros más desdichados». Esta amarga doctrina se disimula a veces en la tragedia griega, substituyendo otras sentencias morales que no causen tanta desesperación, como vemos en el Edipo Tirano, que termina con la máxima de Solón , que a nadie se tenga por feliz hasta la muerte; pero esta es una consecuencia indirecta: la que naturalmente se deduce es que el hombre es juguete de los hados y que esta necesidad es insuperable.

Para conseguir mejor que esta persuasión se fijase en los ánimos, procuraron dar al espectáculo trágico todo el aspecto del horror: por esta causa se preferían las acciones más sangrientas y de una fatalidad patente. En este principio se fundaba aquella regla principalísima en la tragedia antigua, y de ningún uso en la moderna, que el protagonista no fuese en extremo virtuoso ni vicioso; porque siendo lo primero, su desgracia causaría no terror ni compasión, sino horror, desesperación y odio contra los dioses; si lo segundo, produciría aquella complacencia, que causa el castigo de los malos en todos los que aman la justifica, y se creería que el hado solamente es riguroso para los malvados, contra lo que se intentaba persuadir en todo el drama. Era pues necesario, que el protagonista, aunque fuese virtuoso en el fondo, tuviese algunas debilidades y defectos, es decir, que se pareciese al común de los hombres, entre los cuales se ve por lo regular esta mezcla de virtud y vicio, para que todos temiesen iguales efectos del hado.

De este principio se deducía también la regla de que el éxito de la tragedia fuese infeliz; pues aunque el feliz no estaba enteramente excluido, pero se tenía por más perfecta la que acababa en desgracias y muertes. La razón de esto es evidente: porque teniendo éxito feliz la tragedia, aunque en todo su discurso hubiese causado el mayor terror y compasión, al cabo se perdía todo el fruto del drama, pues con la alegría de la conclusión se disiparía el saludable terror que se pretendía infundir. De este modo aspiraba la tragedia antigua a purgar los ánimos del terror y compasión por medio de estas mismas pasiones, es decir, que acostumbrándose a ver imitadas aquellas desgracias, se hacían insensibles a las verdaderas, bien así como los soldados y gentes acostumbradas a ver derramar sangre, los cirujanos habituados a operaciones dolorosas, y los verdugos a ejecuciones capitales miran con la mayor indiferencia estos objetos, que causan terror y compasión a todo hombre sensible. En suma, si se reflexiona atentamente cada una de las reglas, que Aristóteles dedujo de la práctica de los buenos trágicos, hallaremos que todas se dirigen a alguno de los dos objetos, o el político o el moral. Pasemos a otras observaciones sobre los caracteres distintivos de la tragedia antigua.

El teatro antiguo era un objeto de religión: esta es una verdad en que convienen los mejores eruditos; y aun el docto Mathei pretende en su Filosofía de la Música, que la tragedia y la comedia eran para los griegos lo mismo que para nosotros los sermones doctrinales, y los panegíricos. No es de mi asunto establecer si los griegos concurrían al teatro con el mismo espíritu que nosotros a estas religiosas instrucciones; lo que no admite duda es que el concurrir al teatro se consideraba como un acto de religión y que los autores dramáticos tenían todo el honor que correspondía al alto carácter de ser maestros de la moral, de la política, y de la religión. 2

Una religión tan absurda como la gentílica, en que los dioses habían dado repetidos ejemplos de los vicios más torpes y de las más atroces maldades, no pudiera haber subsistido en unas repúblicas tan sabias y cuyo gobierno debía fundarse en la virtud si los hombres no hubieran tenido otros frenos. Uno de estos eran las leyes, y otro el teatro, donde se enseñaban las virtudes políticas y morales: de manera que, a pesar de unos dogmas tan absurdos y escandalosos, las costumbres de los griegos pueden servir de ejemplo. No se puede negar, que contribuían mucho a estos buenos efectos las sabias leyes y los documentos de los filósofos; pero los dramáticos, educados en las escuelas de estos y penetrados del espíritu de las leyes, sabían infundir el amor a la virtud y a la república con sus diálogos dramáticos y con los ejemplos que ofrecían en espectáculo, los cuales son mucho más eficaces que todos los discursos. 3

Que el asistir al teatro fuese un acto de religión, consta por muchas autoridades: sabemos que en la escena antigua había dos aras a los dos lados del proscenio, la de la derecha consagrada a Baco, y la de la izquierda al Dios en cuyo honor se hacían los juegos.

Cuando los romanos se vieron afligidos de la peste, en que murió el dictador Camilo, el oráculo les mandó que, para aplacar la cólera de los dioses, hiciesen juegos escénicos, y esta fue la época de la introducción del teatro en Roma: por consiguiente el teatro era un acto de religión. Y que esto sea cierto se evidencia por las declamaciones de los SS. PP. de la iglesia contra los espectáculos teatrales, a los cuales llaman pompas de satanás, y afirmaban que todo cristiano en el hecho mismo de asistir al teatro idolatraba. En estas celosas invectivas nada había de exageración; pues prescindiendo de las torpezas de los mimos y pantomimos, el asistir a la representación de un drama, que ahora puede ser cosa indiferente, era entonces un acto de idolatría.

Los dramas antiguos se cantaban enteramente: esta es otra circunstancia característica del teatro antiguo, la que solo podrán negar los que nada hayan visto de la antigüedad, o no hayan reflexionado sobre los innumerables pasajes que demuestran esta verdad con la mayor evidencia. Es cierto que no podemos formar idea clara de aquella música que, lejos de destruir la verosimilitud y el efecto del verso como la del melodrama moderno, contribuía prodigiosamente a excitar los más vehementes afectos. ¿Pero quién no sabe que la música antigua se ha perdido del todo, igualmente que aquella fina pronunciación de las lenguas griegas y latina, en que se notaba la cuantidad y el tono de cada sílaba? El habla familiar de los griegos y romanos era una especie de canto, pues se distinguía con ella el tiempo y el tono: el poeta, que era también músico, anotaba esta variedad de elevaciones de la voz para expresar más bien los afectos. Por un pasaje de Dionisio de Halicarnaso sabemos que la pronunciación antigua estaba comprendida en una quinta: por consiguiente, la habilidad del poeta músico debía consistir en fijar la variedad de los puntos intermedios, no dejándolo al arbitrio del actor, sino prescribiendo el tono propio de cada sílaba, para que produjesen los afectos convenientes.

Los que siguen la opinión de que la tragedia griega no se cantaba, viendo los infinitos pasajes en que se hace mención del canto dramático, pretenden que esto se debe entender no del diverbio, sino del chorico, esto es, que el coro se cantaba, pero las escenas se declamaban como entre nosotros. Este efugio es puramente arbitrario, sin que tenga más fundamento que la ignorancia. El coro, a la verdad, se cantaba con una música más artificiosa que la del diverbio, pero esto no prueba que este no se cantase; así como el ser la música de las arias modernas más artificiosa que la del recitado, no quita que este sea verdadero canto. Mas para que no quede la menor duda en este punto, referiré varias autoridades, que no se pueden tergiversar.

Por una escena de las Ranas de Aristófanes se demuestra, que toda la tragedia antigua se cantaba. En ella hace este cómico un paralelo entre Esquilo y Eurípides, motejando a este de afeminado en sus números, y alabando los de aquel, porque tenían el aire marcial de la batalla de Maratón. Para probar esto, cita versos de las escenas de uno y otro, acompañando los de Esquilo con un tarara como de trompera, que repite después de cada verso, y en los de Eurípides hace sobre las vocales varios trinados, como quien gorjea con ellas.

Aristóteles cuenta la música entre las partes de cualidad de la tragedia, y debiendo esta, como las demás, reinar por todo el drama, es un absurdo quererla limitar a solo el coro.

De todo el diálogo De Saltatione de Luciano se infiere, que toda la tragedia se cantaba, especialmente de aquel pasaje en que se queja de que la música de su tiempo era muy afeminada, diciendo «que esta sería menos monstruosa en las personas de Hécuba y de Andrómaca; pero que en la de Hércules era insufrible». 4 Hécuba, Andrómaca y Hércules no eran el coro, luego las escenas se cantaban.

Suetonio refiere de Nerón 5 que había cantado las tragedias de Canace, de Orestes, de Edipo y de Hércules; luego, haciendo de protagonista, como dice expresamente Suetonio, Nerón cantó las escenas, no el coro.

Cicerón en las Tusculanas, después de haber citados unos versos trágicos, añade: «no comprendo cómo pueda estar lleno de temor quien canta al son de la flauta tan buenos septenarios»: 6 los versos septenarios no eran del coro, por consiguiente se cantaban las escenas.

El mismo Aristóteles pregunta en sus 7 problemas ¿por qué razón los tonos hipodorio e hipofrigio se usaban en las escenas y no en el coro? Y responde que estos dos tonos son muy propios para expresar las pasiones agitadas; pero que no tienen aquella melodía, que se requiere en los coros.

Son tan decisivas estas autoridades, que me parece superfluo acumular otras infinitas, para probar que la tragedia antigua se cantaba enteramente. El erudito Mathei demuestra esta verdad con la mayor evidencia en su tratado sobre el modo de traducir las tragedias griegas, y aun pretende que la tragedia antigua era una verdadera ópera seria. Yo no repruebo esta opinión, siempre que por ópera seria entienda una tragedia toda en música, pero sin las inverosimilitudes y reglas arbitrarias que se practican en el melodrama moderno.





1.  Non capit unquam / Magnos motus humilis tecti / Plebeia domus: circa regna tonat in Hipolyto. / Nunquam placidam sceptra quietem / Certumve sui tenueve diem. Véase todo este coro del acto primero de Agamenón. Véase también el coro del acto quinto del Edipo del mismo. Todas las tragedias de Séneca están llenas del fatalismo más declarado, y no era precisamente por ser estoico, sino porque veía que este era el espíritu de la tragedia griega que imitaba.
2. En Aristófanes vemos, que los dramáticos eran llamados διδασχαλοι, esto es, maestros; y de un verso de Horacio en su carta a los Pisones se infiere que la voz propia para expresar su oficio era el enseñar, pues dice Vel qui praetextas, vel qui docuere togatas. Aquí el docuere no está por causa del verbo, pues sin perder nada de la harmonía ni del metro, pudiera decir scripsere. En una palabra, los poetas eran los teólogos de la religión gentílica, la parte dogmática era propia de los épicos y líricos, la moral pertenecía a los dramáticos.
3.  Segnius irritant ánimos demissa per aurem, / Quam quae sunt oculis subiecta fidelibus, et quam / Ipse sibi tradit spectator. Horat. Ad Pisones.
4. Lucian. De Saltatione.
5.  Inter cetera cantavit Canacem parturientem, Orestem matricidam, Oedipum excaecatum, Herculem insanum. Suet. In Nerone.
6.  Non intelligo quid metuat, cum tam bonos septenarios fundat ad tibiam. Cic. Tusc. Lib. I. n. 44
7. Arist. Problem. sect. 19. n. 30. tom. 4

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera