Información sobre el texto

Título del texto editado:
Discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Edipo tirano. Tragedia de Sófocles, traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna. Por don Pedro Estala, presbítero
Autor de la obra:
Estala, Pedro (1757-1815)
Edición:
Madrid: Imprenta de Sancha, 1793


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Antes de pasar adelante, debo responder a las objeciones que se hacen contra la música en el drama. La causa de negar muchos que la tragedia antigua se cantase enteramente, es porque no se puede persuadir que unos hombres de gusto tan exquisito adoptasen una cosa que les parece destruye toda la verosimilitud, y no cesan de repetir que el canto es un absurdo intolerable, que nadie habla cantando y otras objeciones de esta naturaleza. ¿Pero es posible que estas dificultades se escapasen a la sagaz penetración de un Aristóteles, de un Horacio, de un Quintiliano, y de otros críticos de la antigüedad, en los cuales no se halla la menor objeción contra el canto dramático, antes lo recomiendan sobremanera? ¿Pero cómo había de ocurrirles semejantes dificultades, cuando estas son hijas de la más profunda ignorancia? El canto es inverosímil en el drama: y ¿por qué? Porque ninguna nación habla cantando. Esto es absolutamente falso, pues como ya he dicho, el habla de los griegos y romanos era un verdadero canto. Además, todos los que hablan en público tienen por necesidad que adoptar una especie de canto, porque debiendo elevar la voz considerablemente para ser oídos, y no pudiendo mantenerla en un mismo todo, ya por no fastidiar con la monotonía, y ya porque sería imposible continuar por mucho tiempo sobre un mismo punto, necesitan hacer varias inflexiones con la voz, y esto ya es una especie de canto. Los predicadores, los oradores, cada uno adopta su canto particular; los que van por las calles vendiendo alguna cosa se ven precisados a usar de ciertos cantos arbitrarios. Siendo, pues, preciso que los que han de hablar a una gran muchedumbre canten de algún modo, los griegos quisieron fijar esta arbitrariedad acompañando con las flautas al que hablaba, para que sus tonos expresasen los afectos que inspiraba el verso. Esta es una de las razones que hacen verosímil el canto dramático. Mas para demostrar con más claridad esta doctrina, y para refutar de antemano otras muchas preocupaciones que se han introducido en la dramática, es preciso remontar al origen de todas ellas, con lo que excusaremos repeticiones.

Después de la restauración de las letras en Europa, hallo que han sido muy pocos los que han conocido la naturaleza de las artes de imitación. No hay cosa más común en la mayor parte de los escritores que exigir de ellas no la semejanza de la verdad, sino la verdad misma: a fuerza de analizar, y de querer reducir las imitaciones a los originales, aniquilan las bellas artes. ¿Y qué ha resultado de este principio tan absurdo? De él ha nacido aquella voz insensata y quimérica de la ilusión. Se pretende hallar ilusión en la pintura, ilusión en la escultura y mil ilusiones en la dramática. ¿Pero cuándo las bellas artes han pretendido, ni pueden prometer, causar esta ilusión? Ellas únicamente se reducen a hacer una convención tácita con el alma, y con los sentidos que afectan, la cual consiste en pedir ciertas licencias, mediante las cuales prometen y producen ciertos placeres, que sin aquellos postulados concedidos serían imposibles. Un pintor jamás ha pretendido causar ilusión: si este fuese su fin, en vez de extender los colores sobre una superficie plana, los emplearía en dar colorido a bultos, que representasen al vivo los objetos que pretende imitar. Un escultor, si quisiese aspirar a causar ilusión, sería muy necio en fatigarse sobre un mármol: escogería la materia más dócil al cincel, y con el colorido y otros adornos podría hacer pasar por objeto real su imitación. ¿Pero quién sería tan insensato que prefiriese una figura de cera con colorido y ojos de cristal a una estatua de mármol o de bronce? Ahora bien, una estatua con el colorido natural causa más ilusión que una de mármol o de bronce y, sin embargo, estas tienen un mérito muy superior a aquellas y causan incomparablemente mayor placer; luego es preciso confesar que este placer no procede de la quimérica ilusión, sino de otro principio muy distinto.

Este es el ver la destreza del artífice, que en la materia más ajena e impropia ha sabido vencer todas las dificultades, para darnos la mayor semejanza, que en aquella materia es posible, de un objeto que ya conocemos, y que quizá despreciamos, o nos causa horror en su estado natural y verdadero. Concededme, dice tácitamente la escultura, que este color de la materia represente el colorido natural de las carnes, la brillantez de los ojos, y las demás cosas, que yo no puedo sacar de la materia misma; y si esto me concedéis, yo os haré ver en la dureza de un mármol la belleza y suavidad de las formas, las actitudes más naturales, en suma todo lo que en una piedra se puede imitar. Esto solo promete, esto cumple y con esto se da por satisfecho el espectador, sin exigir imposibles. Si por un capricho, a esta estatua de mármol que suponemos se diese el colorido natural y se la pusiesen ojos de cristal, la semejanza se aumentaría y quizá llegaría a causar ilusión por un instante, pero la estatua perdería todo su mérito. Así que es una quimera la tal ilusión: ella no puede ni debe tener lugar en las artes de imitación; comprobemos estas dos proposiciones en la dramática.

Ningún espectador sensato puede padecer ilusión ni por un momento en el teatro. Sabe que ha ido a ver una representación, no un hecho verdadero. Lo material del edificio, los mismos espectadores le están continuamente advirtiendo esta verdad. Ve que lo que le dicen es una ciudad, jardín, o templo, no son más que unos lienzos pintados. Conoce a los actores, los oye hablar en verso, y en español, siendo así que representan a personas extranjeras. Ve que se aplaude a tal actor, porque imita bien el carácter que representa. Él mismo acompaña los aplausos, y sabe que aplaude no a Fedra, porque declara su torpe amor a Hipólito, que esto sería un extremo de locura y perversidad, sino a tal actriz, porque se reviste perfectamente de los afectos, que debió tener en tal lance aquella reina. En suma, son tantas las circunstancias, indispensables en el teatro, que destruyen la ilusión, que nadie puede padecerla, a no tener su cabeza como la de aquel loco, de quien cuenta Horacio, que en el teatro vacío creía que asistía a representaciones teatrales. Esta es una verdad de hecho, y para convenir en ella, basta que no nos hagamos ilusión a nosotros mismos y confesemos de buena fe lo que experimentamos en el teatro.

No es menos cierto, que aunque fuese posible la ilusión, debía desterrarse del teatro, porque en tal hipótesis, no sería una diversión, sino un tormento. En el teatro se representan comedias o tragedias. Aquellas han de imitar un carácter ridículo o una acción particular tumultuosa. ¿Y quién tendría placer en oír las sandeces y despropósitos de un ridículo, si creyese que era verdad la representación? El objeto de estas comedias ¿no es el desterrar de la sociedad esta especie de insectos, por lo fastidiosos e insufribles que se hacen? ¿Pues quién pagaría por ir a ver un objeto, de quien todos huyen a cualquier precio? Y si las comedias eran de la otra clase, no sé quién podría divertirse en ver (teniéndolos por verdaderos) los peligros de un infeliz amante, o los trabajos de una familia desgraciada.

Pero lo que sería absolutamente insufrible en la mencionada suposición, sería la representación de una tragedia. ¿Qué placer podría tener aun el corazón más insensible en ver la virtud perseguida, o perecer un héroe, víctima de la iniquidad? Si todo hombre sensible huye de los espectáculos dolorosos y de las ejecuciones criminales, ¿cómo habría quien tuviese su diversión en ver muertes y desgracias en el teatro, si las creyese verdaderas? Dirán a esto que, si se verificase la ilusión, causaría la tragedia más terror y compasión; pero más adelante veremos que el fin de la tragedia moderna no es purgar el ánimo de estas pasiones, como la antigua; y si nos fuese saludable esta insensibilidad adquirida por la ilusión, era escusada la tragedia, pues mejor y a menos costa la conseguiríamos asistiendo a los suplicios de los criminales.

¿Pero no vemos, objetarán, que las representaciones trágicas bien ejecutadas nos hacen derramar lágrimas? ¿Pues de dónde puede proceder este efecto sino de la ilusión que padecemos? Esta es la grande objeción, a que se cree no hay respuesta; pero no tiene más fundamento que la falta de reflexión. No hay duda que en el teatro experimentamos todos los afectos que quiso inspirar el poeta cuando el actor se reviste de ellos con la propiedad debida. ¿Pero cuál es el origen de las afecciones internas que allí padecemos? Nuestra propia sensibilidad. La naturaleza, que nos formó con todas las cualidades necesarias para vivir en sociedad, nos dio entre otras la sensibilidad 8 que nos inclinase a la compasión. El origen de esta sensibilidad es el amor de nosotros mismos, el cual hace que, reconociéndonos por unos seres débiles, y sujetos a infinitos males morales y físicos, nos condolamos de los males ajenos por el temor de que algún día podemos padecerlos. De aquí es, que cuando vemos a algún semejante nuestro padecer, nos compadecemos, y esta compasión es proporcionada a la posibilidad que haya de vernos nosotros en iguales desgracias. Para que se produzca en nosotros este afecto, no es necesario que hagamos profundas reflexiones sobre nosotros mismos: nuestro sentimiento propio naturalmente se anticipa a toda consideración, haciendo que sintamos antes de poder reflexionar. Este, pues, es el verdadero origen de los afectos que experimentamos en el teatro. Tenemos la mayor evidencia de que el suceso que se nos representa, es fingido; pero al oír la imitación de un semejante nuestro oprimido de la desgracia, nuestra sensibilidad se conmueve involuntariamente. Nos olvidamos por un momento de que la acción es fingida, volvemos la reflexión sobre nosotros mismos, se nos excitan las ideas de los males reales, que hemos padecido o que podemos padecer, y nuestro corazón sigue maquinalmente el impulso de la pasión que le agita. Todo esto sucede en un momento, y es necesaria mucha reflexión para que el hombre pueda después analizar sus sentimientos y darse razón a sí mismo de lo que ha experimentado. Pero si, depuesta toda preocupación, cada uno de nosotros quiere tomarse cuenta de lo que ha pasado en su interior en semejantes ocasiones, hallará ser cierto cuanto llevo observado, lo cual he deducido de mi propia experiencia y del conocimiento del corazón humano. Por esta causa nos son tan dulces las lágrimas que derramamos en el teatro, porque hacen honor a la sensibilidad de nuestro corazón y esto nos causa una justa complacencia; lo cual no sucedería si fuesen efecto de la ilusión, antes nos avergonzaríamos de que el poeta y el actor nos hubiesen engañado en tanto extremo que nos hiciesen mostrar nuestra debilidad e ignorancia. El hombre es naturalmente altivo, tiene a mengua ser inducido en error; y siempre que padece algún engaño, aunque sea leve, se corre y avergüenza, como vemos por experiencia cuando se da un susto falso a alguno, que le obligue a dar muestras de temor. Y si los afectos que experimentamos en el teatro procediesen de la ilusión, solamente se verificarían en la primera representación; pero vemos que lo mismo nos sucede por más veces que oigamos repetir un drama, y regularmente más nos conmueve la segunda y demás representaciones, que la primera. Me parece que nada hay de sistemático en estas reflexiones, y no dudo que convendrán conmigo todos los que de buena fe quieran examinar su propio corazón.

En suma, la imitación es el principio de las bellas artes. La imitación es absolutamente distinta de la verdad; por consiguiente, no aspiran, ni deben, ni pueden aspirar a causar ilusión. De aquí deduzco, que la tal ilusión es una quimera, un parto monstruoso de la más profunda ignorancia de los principios, un absurdo de que no se halla rastro en toda la antigüedad y un manantial fecundo de errores.

Me he detenido más de lo que quisiera en demostrar la falsedad de la ilusión; pero me ha sido indispensable establecer esta verdad, para refutar sólidamente las objeciones que se hacen contra el canto dramático, y para impugnar otros errores, que se derivan del mismo principio, los cuales tocaremos en la serie de este discurso.

De las razones que he alegado se deduce que la dramática no pretende causar ilusión; que, para que haya teatro, es preciso conceder varias licencias, las cuales están establecidas por una tácita convención entre el teatro y los espectadores, desde el principio del teatro. Es preciso conceder que aquel proscenio, aquellos telones y bastidores son tal ciudad, palacio, jardín etc.; que estos hablen en español, francés, italiano, según el país en que representan; que todos aquellos lances, que han sucedido, y debieron suceder en varios tiempos y lugares, se ejecuten en un lugar y tiempo determinado, etc. Una de estas convenciones teatrales es el verso, adoptado por todas las naciones sabias, y solamente reprobado por algunos criticastros modernos, que pretenden sujetar las artes del ingenio e imaginación al rigor lógico. Según este no hay duda, que es inverosímil el verso en el teatro; pero como el habla numerosa, reducida a ciertas leyes rítmicas, más culta y elevada que la familiar, causa mayor placer que la prosa, y contribuye más bien para excitar los afectos, de aquí es que desde el origen de la dramática se adoptó el metro, sin que ninguno de los antiguos cayese en el absurdo de censurar esta falta de verosimilitud. Si por ser inverosímil en rigor lógico que los personajes dramáticos hablen en verso se hubiese de desterrar del teatro, por la misma razón se debía proscribir de todas las especies de poesía; pues es igualmente inverosímil que Eneas, los pastores y Horacio hablen de repente en verso.

Lo mismo se debe decir del canto, y con mayor razón según lo que dejamos dicho de la necesidad que hay de que adopte una especie de canto el que haya de hablar en público. Pero además, como la música es la cosa más eficaz para excitar los afectos, todos los pueblos del mundo la han adoptado muy desde los principios por un impulso natural. Pudiera dudarse si el canto y la música son naturales al hombre, porque pudieran muy bien haber pasado de unos pueblos a otros; pero al ver que se hallaron en la América, y que el capitán Cook las ha encontrado en Otaiti, y en todas las islas del mar del Sur, los cuales pueblos ninguna comunicación tenían con otras gentes, es preciso confesar que la naturaleza, haciendo al hombre animal imitador, le dio un principio fecundo para procurarse infinitos placeres, imitando con el canto, con la danza y con la palabra todos los objetos del mundo físico y moral. Por esa causa en la tragedia griega se hallaban reunidas la música, la poesía, y la danza, para producir el mayor placer de que es capaz el hombre.

Pero no se crea que la danza pantomímica de los antiguos fuese como nuestros bailes, en que solo se busca y admira la agilidad de los bailarines. El diálogo de Luciano sobre la danza bastaría para darnos una idea de ellos, prescindiendo de otras muchas autoridades que omito, por no ser prolijo. Lo mismo digo del canto: el moderno por la mayor parte es vicioso. En esta parte convengo con los que reprenden las muchas impropiedades del melodrama moderno: es un absurdo que un hombre agitado de una pasión vehemente, o en peligro de muerte, se ponga muy despacio a cantar una aria insignificante con muchos trinados y juguetes de garganta, estropeando los afectos, para lucir su voz. Es ridículamente fastidioso aquel recitado monótono, que igualmente se adapta a lo serio, a lo jocoso, a lo patético, a lo terrible. Pero esto nada prueba contra el canto dramático. El de los antiguos producía los efectos más prodigiosos, como saben todos los eruditos. En la música moderna vemos composiciones que arrancan las lágrimas de todo corazón sensible y excitan todos los afectos que intentó el músico filósofo. De mí sé decir que ninguna cosa me afecta tanto como la música, y seguramente no envidio la constitución física ni moral de los que son insensibles al canto y prefieren a él la representación declamatoria de los dramas modernos.

Prosiguiendo la enumeración de las diferencias entre la tragedia antigua y la moderna, hallamos que el coro es una de las circunstancias que más las distinguen. Para cuya inteligencia es necesario advertir que el coro griego tenía tres oficios distintos: primero, el cantar en los intervalos o pausas de la acción; segundo, el asistir a toda la acción, sin desamparar nunca el teatro; tercero, el acompañar en el diverbio a los actores, alternando con ellos en el diálogo. Sobre el primer oficio parece que no hay dificultad alguna entre los eruditos; pero los dos últimos, aunque tan evidentes como el primero, son muy poco reconocidos. El coro imitaba al concurso, que era regular hubiese asistido a la acción, la cual siempre se suponía que pasaba en público, y así unas veces se componía de la gente del pueblo, como en el Edipo, otras de mujeres, como en las Troyanas etc. Supuesto este principio, el coro jamás abandonaba el teatro, porque siempre había la misma necesidad, y por la gran comodidad que daba al poeta para hacer retirar sus personajes sin dejar vacía la escena. Pero tenía al mismo tiempo muchos inconvenientes, y el mayor de todos era la inverosimilitud de que Fedra, Medea y otros personajes maquinasen sus maldades en presencia de tantos testigos, que escuchaban todos sus discursos y contestaban a ellos. Esto no lo hacían todos a una voz, sino solo el corifeo, que llevaba la voz de todo el coro, como se evidencia por la autoridad de Horacio: actoris partes chorus officiumque virile defendat: 9 en donde expresa el tercer oficio que hemos señalado al coro. Esto mismo se convence por la lectura de las tragedias griegas y, omitiendo infinitas autoridades en comprobación de esta verdad, solo citaré el coro de Edipo, en que alternando este con el coro, le llama hombre bueno, 10 como que dirige la palabra a uno solo. El coro cantante, que es el primer oficio que señalamos, mezclaba sus canciones según al poeta le parecía conveniente, no en los intermedios de los actos, como se cree comúnmente. En prueba de lo cual es necesario advertir que los griegos no conocieron ni practicaron la división del drama en actos ni escenas; esta fue obra muy posterior de los gramáticos latinos. Proponiéndose estos por única guía la regla arbitraria de Horacio sobre los cinco actos, y creyendo que siempre que canta el coro hay acto distinto, hicieron una división irrisible de las tragedias griegas. Pero todo este trabajo es pueril e inútil, pues no hubo tal distinción de escenas ni de actos; el drama una vez empezado seguía sin la menor interrupción, y el coro cantaba cuando al poeta le parecía oportuno y conveniente.

Otro de los caracteres de la tragedia griega era la sencillez en su conducta, la cual ha parecido a muchos críticos pobreza de ingenio en los griegos, teniendo por frías e insufribles aquellas tragedias, en que no se ve la multitud de incidentes que en las modernas. Pero como los griegos no aspiraban a dar en sus tragedias una mera diversión a los espectadores, sino grandes lecciones de moral y de política; preferían aquella sencillez que ahora nos desagrada tanto, porque era el medio más propio de fijar en los ánimos las ideas que en aquellas tragedias se habían propuesto. Es cierto que si ahora se representase, no digo el Filoctetes, sino el Edipo Tirano, fastidiaría a nuestros auditorios por su sencillez; pero la diferencia de religión, de gobierno, de costumbres es la causa de este distinto modo de pensar. Además, como toda la tragedia griega se cantaba, la música daría el mayor realce a lo que ahora nos parece frío; y realmente en el melodrama moderno se experimenta que las óperas más complicadas de incidentes no son precisamente las que más agradan, sino las que tienen mejores escenas capaces de una gran música. Aquellas, sí, agradan más en la lectura, pero estas en el teatro: estos son los principios por donde hemos de hacer juicio de la sencillez de las tragedias griegas.

No se debe pasar en silencio la diferencia en el estilo y lenguaje de la tragedia antigua y moderna. El de esta, aunque es elevado y noble, jamás sale de los términos de una prosa magnífica rimada. El de la griega era casi lírico, permitiéndose todas las licencias poéticas en la versificación, todo género de figuras, de imágenes, de símiles, comparaciones y demás adornos del estilo poético. Ninguna inverosimilitud hallaban en esto, porque como todos sus personajes eran héroes, era muy natural que les correspondiese un estilo análogo a sus circunstancias. Los personajes de la tragedia moderna, por más elevados que sean, siempre son hombres, y no podríamos sufrir que nos hablasen un lenguaje distinto del humano.

Paso en silencio otras diferencias menos considerables, como eran el aparato escénico, las máscaras, la cualidad, número y circunstancias de los actores, pues estas no pueden constituir una diferencia bastante esencial; y paso ya a examinar la tragedia moderna, pero antes de entrar en este cotejo, conviene determinar, qué es lo que entendemos por tragedia moderna.





8.  Format enim natura prius nos intus ad omnem / fortunarum habitum: iuvat aut impellit ad iram, / aut ad humum moerore gravi deducit et angit. Horat. Ad Pisones
9.  Horat. Epist. Ad Pisones. Este pasaje ha sido muy mal entendido por la mayor parte de los comentadores, por no comprender la fuerza de aquel defendat, que quiere decir ejecute, represente. Hay aquí un grecismo muy común en Horacio, pues cuando una voz griega equivalía a dos latinas, daba a cualquiera de ellas la misma significación que a la griega: αγοrιξομαι significa agere y defendere, y dio a esta última la significación de la primera agere.
10. Ὀρᾶς ἵν ἥκεις ἀγαθὸς ὤν γνώμην ἀνὴρ, / Τοὐμὸν παριεὶς καὶ καταμβλύνων κέαρ.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera