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Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (V)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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Pasemos al poema épico que es el que por su naturaleza más se arrima a la novela. Divídese la epopeya en heroica y jocosa, como el drama en trágico y cómico. Pérdida dolorosa para la literatura es la del Margites en que nos había dejado Homero el modelo del segundo género, como en la Ilíada y en la Odisea el del primero, puesto que la Odisea más puede mirarse en mi entender como un género medio, como el de las comedias togadas de los romanos, o el de los dramas patéticos de los franceses. De la epopeya seria castellana en dos palabras concluiremos: ni la Austriada de Rufo, ni la Araucana de Ercilla, ni otros trescientos poemas calificados de epopeyas por sus autores tienen el menor viso de tales; y si los otros ramos de literatura no se hubieran cultivado con más fruto en España, en un renglón se habría concluido este discurso. Lo mismo digo del género mixto, que se puede llamar epopeya novelesca, en que se ejercitaron con acierto Bernardo Taso, padre de Torquato, y otros italianos, y que encumbró hasta el último ápice de perfección el divino Ariosto. El Bernardo de Valbuena es un cuento disparatado, sin poesía, sin imaginación, sin arte; el autor tenía presente el dechado del Ariosto, y su heroína la ha llamado Arcangélica, a imitación de Angélica, mas aunque la hubiera llamado Serafina, no dejara ella de ser el más insulso personaje que dable sea. Con suma atención he leído este poema que había oído alabar mucho, siendo mozo, sin poder nunca haberle a las manos, y el único fruto que después de leído y releído de él he sacado, es poder aconsejar a mis lectores que no se prueben a sufrir los ratos de inaguantable fastidio que me ha causado.

La Mosquea y La Gatomaquia son imitaciones más felices de la Batracomyomaquia que con nombre de Homero corre: la última menos cargada de incidentes y lances me parece sacar muchas ventajas a la primera. Un juicioso crítico dice con razón que tábanos, mosquitos, y otros asquerosos insectos no pueden ser actores de una epopeya jocosa, porque la idea de estos animales levanta el estómago, y que lo que es sucio no puede presentarse a la imaginación sin provocar a indignación y asco a los lectores. Lope de Vega supo zafarse de este inconveniente: Marramaquiz y Mizifuf, Zapaquilda y Micilda nada ofrecen de repugnante; el denuedo y la arrogancia del primero recuerdan no sin gloria del poeta el arrojo de Aquiles, y la incontrastable furia de Rodomonte. La versificación es siempre fluida, poético el estilo sin pecar de culto ni conceptuoso; donoso sin chocarrería, y dotado de la increíble facilidad que en todas las obras de Lope resplandece, y que se puede mirar como característica de este escritor. Lejos de poner en boca de héroes verdaderos razones de juglares, lejos de convertir en burlescas caricaturas propias de Purchinela las atrevidas imágenes del ingenio, como hace Quevedo en su poema jocoso de Orlando, atribuye con más acierto Lope a su Marramaquiz el terrible arrojo de Aquiles, y a Mizifuf la noble generosidad de Héctor. Así la primera de estas composiciones repugna a quien tiene acendrado el gusto con la lectura de los buenos modelos, y la segunda es una de las obras que, como El Cubo robado de Tassoni o el Facistol de Boileau, se leen con satisfacción una y veinte veces.

El poema dramático es hijo de la epopeya, tanto que los griegos reputaron a Homero por padre de su teatro. En este género de composiciones somos los españoles, si a la muchedumbre de comedias, tragedias, tragicomedias, autos sacramentales, etc. atendemos, muy más ricos que todas las demás naciones juntas de Europa. Si el mérito de estas composiciones miramos, todavía ocupa nuestra escena un lugar muy eminente en la moderna historia literaria, puesto que ninguna de nuestras antiguas comedias sea, no digo yo perfecta, mas ni siquiera arreglada al arte, quiero decir a aquella pureza de formas que nos han dejado los griegos vinculada en los ejemplos de sus poetas, y en los preceptos de sus críticos. No es nuestro ánimo escribir aquí la historia de nuestro teatro; acaso, si gozamos más larga vida, desempeñaremos esta tarea en una obra que tenemos meditada: el plan de este discurso preliminar no nos permite más que algunas reflexiones hijas del estudio de nuestros poetas dramáticos, y que son los últimos resultados de nuestras meditaciones en esta materia. Consideren nuestros lectores lo que vamos a decir, como aquellas proposiciones de óptica, de mecánica, o astronomía, donde da un autor las resultas de sus arduos y prolijos cálculos, sin corroborarlas con las demostraciones en que las funda, y que suponen la resolución de dificultosas ecuaciones diferenciales, y el uso más expedito del cálculo integral. Tan pingüe es la materia, que por más que abreviarla queramos, no podremos menos de extendernos un poco.

Ni La Celestina, ni las obras que a su imitación luego se hicieron, tuvieron influjo notable en la forma de nuestro teatro, y las que el actor y autor Lope de Rueda representaba, bien se pueden comparar a las que declamaba Tespis cuando estaba en su cuna el teatro griego. Como no nos proponemos escribir la historia del teatro español, no diremos por qué serie de sucesos a las composiciones dramáticas de Naharro, muy menos distantes de la verdadera comedia de los antiguos que las posteriores, se sucedieron, andando los tiempos, las de Calderón y Solís; que no se trata en esta portada del edificio de nuestra literatura de seguir escrupulosamente y día por día las épocas, mas sí de hacer ver como el estado político de la nación ha influido en el literario, y el puesto que en cada género de literatura compete a nuestra España entre las naciones cultas de la moderna Europa.

Ya en tiempo de Naharro eran nuestros frailes los más torpes y más disolutos de los mortales. Cuando introduce este poeta a un infame, sordo al honor, a los gritos de la conciencia, encenagado en el lodazal de los más hediondos vicios, pinta un fraile, porque en la frailería se ha encontrado en todos tiempos en España cuanto arroja más soez la escoria del linaje humano. Las comedias de Naharro se imprimieron sin contradicción en España (me parece que fue en Sevilla) a principios del siglo XVI, pero en breve cortó la inquisición los vuelos a los poetas cómicos; y si permitió representar frailes en las tablas, fue pintándolos como dechados de santidad. Y no se ha de creer que la comedia del Diablo Predicador, en que con nombre de Fray Obediente Forzado se introduce a Lucifer en hábito de fraile francisco, predicando a los mundanos que den limosna a los religiosos de su orden, se haya compuesto con ánimo de satirizar la frailería, como se piensan muchos: muy lejos de eso; el objeto que se propuso el poeta fue poner palpable la santidad de la regla, y el mérito que las dádivas que a la religión de San Francisco se hacían tenían para con Dios, pues forzaba su omnipotencia al demonio mismo a que exhortara a los humanos a obra tan benemérita, en pena de haber endurecido los corazones de los fieles, induciéndolos a que negasen sus socorros a los hijos del seráfico patriarca. Permítaseme observar que no es de críticos prudentes atribuir a los escritores de otro siglo las ideas del presente, a los de un pueblo ignorante y supersticioso las de una nación culta y filósofa, las de un sabio académico a un zafio predicador o a un estúpido coplero. Sermones he oído y leído yo tan atestados de blasfemias y de indignidades tan extravagantes acerca de Dios, de Jesucristo y sus santos, que parece increíble que no hayan sido compuestos por un enemigo irreconciliable de toda religión, no ya del cristianismo, con el fin de ridiculizar y hacer odioso todo culto de un ser sobrenatural. Esto no quita que sea para mí cosa demostrada que los tales sermones están escritos sin malicia, y que sus autores creían, si no contribuir a la gloria de Dios, a lo menos no hablar en desdoro de la divinidad. Uno de ellos empieza su plática proponiendo a sus oyentes un casamiento, elogiando sin tasa a la novia, pintándola rica, hermosa, bien quista de los grandes de la tierra, ornada de todas las prendas, dotes y gracias; un solo defecto se le puede achacar, que es hija del diablo; la novia es la mentira… Mas no veo que sin pensar de la escena he pasado a tratar del púlpito; atajemos esta digresión, procedida acaso de la analogía entre predicadores y comediantes.

Difícil cosa es deslindar qué diferencia de comedias a tragedias hacían nuestros autores dramáticos, ni por qué Lope de Vega llamó comedias unas de sus composiciones teatrales, y tragedias otras. Cristóbal de Mesa, Lupercio Argensola el autor de Nise lastimosa y Nise laureada, etc. compusieron tragedias que más o menos se acercaron a las griegas, mas las que llamó así Lope en nada se parecen a las de Sófocles y Eurípides. De suerte que no siendo posible formarse idea de lo que en la mente de nuestros poetas constituía la distinción, o más bien pudiendo afirmar, como cosa averiguada, que no distinguían las composiciones cómicas de las tragedias; tampoco las distinguiré yo tratando de las producciones dramáticas españolas de la décima-séptima centuria.

Si la fluidez de la versificación más fácil, si una elocución tan natural, puesto que sujeta a las dificultosas reglas de las quintillas en consonante, que parece que en la más libre prosa no era dable encontrar más adecuadas y propias expresiones, si la abundancia unida con la pureza y tersura del más castizo castellano bastaran para constituir el estilo propio de la comedia, nada faltaría en esta parte a Lope de Vega. Añádanse a estas dotes ya tan apreciables caracteres delineados a veces con felicidad, cual el de la Melindrosa en Los Melindres de Belisa, el de la Buscona en El Anzuelo de Fenisa, el del Marido disoluto en La Bella mal maridada, el del Desconfiado en la comedia de este nombre, el de la Celosa sin amor, y por mera vanidad en El Perro del hortelano, etc. y crecerá más la idea del relevante mérito de nuestro fecundo autor. Sin ser tan intrincados los lances de las comedias de Lope como los de Calderón, lo son bastante para excitar poderosamente la atención, y por lo común son los desenlaces más verisímiles, y más naturales las catástrofes.

Adolecen casi todos nuestros poetas dramáticos del defecto capital de no retratar nunca un carácter verdaderamente virtuoso; no porque sigan el juicioso precepto de Aristóteles que quiere que los actores no sean exentos de flaquezas para excitar los afectos de compasión y terror, mas sí porque ninguno de ellos tenía cabal y exacta idea de la virtud moral. En el siglo décimo-séptimo ya habían producido todas sus perniciosas consecuencias la inquisición y el despotismo que por espacio de doscientos años se habían enseñoreado de la nación y el tribunal de la fe más particularmente no se ceñía a castigar a los doctos, y a sofocar el saber, mas también amparaba y propagaba manifiestamente y sin rebozo las máximas de los moralistas de la escuela del probabilismo, y a escondidas y so-capa la horrenda disolución de los molinosistas. La inquisición es ciertamente la más villana, la más infame, la más execrable institución, que la lamentable historia de los horrores y torpezas de los pasados y presentes siglos ofrece; tal es empero el respeto que a la verdad profeso, que ni aun este tribunal será nunca el Manco de una calumnia de mi boca o de mi pluma. Dispuesto estoy a sustentar la verdad de lo que acabo de afirmar, es a saber que a la inquisición sola debe la España el oscuro quietismo que con nombre de molinosismo es en la nación tan general, que tiene inficionados los confesonarios, y desde ellos ha cundido en las familias, donde ha hecho espantosos estragos, desarraigando toda idea de sana moral en los ánimos en que se ha asentado, y aflojando los vínculos del pudor aun en aquellos donde no ha tenido cabida.

Consecuencia natural de tan equivocadas ideas acerca de la esencia de la virtud, es que aquellos que presenta visiblemente el poeta como dechados de ella, cometen acciones execrables según las máximas de la sana moral. En La Estrella de Sevilla Sancho Ortiz de las Roelas quita la vida a su mejor amigo que iba a ser su cuñado, solo porque se lo manda el Rey, y luego se deja condenar a muerte por no querer descubrir que este le había mandado tan culpada acción. Ni el más leve remordimiento embate el alma de Sancho; siente a par de muerte el habérsela dado a su amigo, al hermano de su amada, se lamenta, sí, mas no se arrepiente. Tan incomprensible conducta procede de la fatal máxima, ya entonces universalmente acreditada, de que es el Rey dueño absoluto de la hacienda y vida de sus vasallos, y que honran sus preceptos a aquel a quien da el cargo de que se las quite a otro. Esta opinión tan diametralmente opuesta a las primeras nociones de moral parecía tan inconcusa en la nación, que el célebre secretario de Felipe segundo, Antonio Pérez, hizo asesinar a Escobedo por mandado del monarca, y confiesa en sus cartas este abominable delito como la cosa más natural y menos digna de vituperio. A cada paso se lavan con sangre derramada a traición los agravios recibidos; las más despiadadas crueldades son materia de encomio cuando se ejercitan contra los enemigos del Rey y de la fe católica. Más descabellada es la moral de las comedias de santos; aquí San Isidro pasa los días en la iglesia en vez de hacer la labor que le tiene encomendada su amo, y su ángel de guarda conduce por él el arado, y labra la tierra. Más allá un padre que teme que los Moros que van a entrar en Madrid roben el honor a sus hijas, las degüella todas por vía de precaución, sale a la batalla, vuelve vencedor, y las encuentra resucitadas por el poder de Nuestra Señora de Atocha. La tornera de un convento se huye de él con su amante, encomienda al irse las llaves a una imagen de la Virgen, vuelve arrepentida al cabo de largos años, y se encuentra con la Virgen que ha tomado su figura, ha desempeñado su ministerio, y nadie ha advertido su ausencia. Así si miramos como escuela de moral la escena, apenas se hallará otra que más influya para estragar un pueblo que la española.

Dejando aparte defecto tan clásico, no puede negarse que muchas de nuestras comedias excitan sobremanera la conmiseración, más a la verdad por lo patético de las situaciones que por lo natural de las expresiones de los interlocutores; que hemos de confesar que si en los lances cómicos, y en los coloquios en que no se trata de exhalar quejas que el dolor arranca, son a veces nuestros poetas dechados de naturalidad, se dejan casi siempre llevar de la manía de ser conceptuosos cuando debieran ser afectuosos y tiernos. La dama de Sancho Ortiz, forzada a demandar justicia al Rey contra el matador de su hermano, a quien adora, y desempeñando esta tremenda obligación, cohechando luego al alcaide de la cárcel que encierra a su amante, y ofreciéndole medios para la fuga que este desecha, es visiblemente el modelo que imitó Corneille en su Ximena; y si los franceses sus contemporáneos hubieran sido más versados en nuestra literatura, con más razón le hubieran achacado ser plagiario de Lope de Vega que de Guillén de Castro. No obstante, aun en la elocución Lope, indisputablemente superior como versificante a todos los poetas dramáticos españoles, adolece menos de la manía de sustituir conceptos y agudezas a patéticos y tiernos lamentos que Calderón y Moreto .

Cuando Lope ha representado sucesos de los pasados tiempos, o de pueblos extraños, casi nunca ha hecho otra cosa que bautizar con nombres griegos, romanos, húngaros, polacos, o godos, a los españoles del tiempo de Felipe segundo y Felipe tercero. No es empero tan general este defecto en él, que no retrate muchas veces con sumo acierto las verdaderas costumbres de otros países, y hasta de naciones salvajes. Citaré en prueba la feliz ocurrencia del Guanche que, comisionado para llevar unas frutas al gobernador español, habiéndose comido en camino la mitad, niega el hurto; reconvenido por una carta que llevaba en que se expresaba todo cuanto se le había dado, se figura que el papel ha sido su acusador, y queriendo en otra segunda ocasión repetir el hurto entierra la carta para que no le vea, y sacándola luego muy satisfecho con su precaución, no sabe cómo explicar que le arguyan por ella de robo.

No es cierto, como lo han afirmado algunos modernos críticos, que adolezcan nuestras comedias del vicio de la uniformidad, que sean todas ellas parecidas, y que mudados los nombres se encuentre idéntico el enredo en todas. En Lope, en Moreto, en Solís, en Cañizares y aun en Tirso de Molina hay caracteres delineados con verdad y valentía; en las más de las comedias de figurón se retrata, a veces con suma felicidad, un carácter cómico; la credulidad risible de un escolar majadero en El Hechizado por fuerza; la astucia, y si me es permitido usar de una voz, aunque baja, expresiva, las marrullerías de un hacendado sagaz y astuto en medio de los más arduos lances en que le ponen los disturbios civiles, en Yo me entiendo, y Dios me entiende; las locuras de una vieja beata, retrechera, y aficionada a cortejos en La Tía y la Sobrina, etc. En las comedias que llamamos de capa y espada, es cierto que casi siempre pende el enredo de mujeres tapadas, hombres disfrazados, citas nocturnas, escondites, y pendencias, que se concluyen con una o muchas bodas de repente. Mas este defecto más es consecuencia necesaria de los estilos y costumbres del tiempo, que argumento de esterilidad de ingenio de los autores dramáticos. Calderón es el que más ha usado y abusado de estos medios, y en todo su teatro no hay una comedia que pinte un carácter teatral, como no sea la del Garrote más bien dado, parto de un ingenio capaz de encumbrarse a las más altas regiones de la poesía dramática. ¡Lastimosa suerte, que un talento capaz de las combinaciones que para imaginar los caracteres del Capitán y el Alcalde de Zalamea se requieren, haya malgastado su tiempo en extravagancias, como La Banda y la Flor, Auristela y Risidante, Las manos blancas no ofenden, y otras no menos desatinadas producciones!

Todavía es innegable que la contextura de lo que califican nuestros antiguos poetas de comedia famosa es tal que debía costar pocos afanes y vigilias su fábrica. Las más de las de capa y espada son lances inconexos sucedidos casi siempre en épocas muy diferentes, y en diversos países; sin más unidad de acción y de interés que de tiempo y lugar; cuatro conceptos enjergados en malas coplas de asonantes, Clicie enamorada del Sol, la Rosa reina del caduco imperio de las flores, el fénix que de sus propias cenizas, hijo y padre de sí mismo, renace, y otra cáfila de insulsos disparates. La mar es «el bruto salado», el arroyo «sierpe de plata, el concierto de las aves «capilla de alados músicos», un león el bárbaro rey del valle»; finalmente todos los epítetos están con igual desacierto aplicados.

Con tantos y tan esenciales desvaríos, que más que en ningún otro son frecuentes en Calderón, las antiguas comedias, y más especialmente las de este poeta producen en los lectores el efecto de que una vez empezadas es imposible abandonar su lectura. No son causa los chistes de los que llaman Graciosos, casi siempre insípidos, y privados hasta de aquella sal andaluza que en los dichos de los suyos derramó a manos llenas Moreto; mucho menos lo patético de los razonamientos cuando persigue la adversidad a los actores, que casi siempre prorrumpen entonces en miserables equívocos, o pueriles conceptos; tampoco la magnanimidad y nobleza de sus generosos pechos, porque ni tenía Calderón ideas más puras de lo que constituye la verdadera virtud y el heroísmo que sus coetáneos, ni son más dignos de aprecio los héroes de sus comedias. Otra es la causa, y no importa menos el deslindarla para nuestra historia política que literaria.

Eran los españoles del siglo de Felipe IV tan estragados en sus costumbres, como militares y valientes; acostumbrados a lidiar con los estorbos que más insuperables parecían, y a vencerlos, se había tornado en propiedad característica de su índole un tesón inflexible, y el poco vigor de la fuerza represiva de los privados delitos hacia comunes las venganzas que convertía la invencible entereza de los moradores en implacables enemistades y rencores. El asesinato del ofensor, aun cometido a manos asalariadas por el ofendido, en vez de deshonrar a este lavaba su afrenta, con tal que no manifestase un ánimo apocado, y supiese con denodado pecho arrostrar los riesgos que de la ejecución de su venganza eran necesaria consecuencia, en un país donde era hereditario el encono, y borrón el olvido de las injurias recibidas. Cuando semejante carácter es común en los nacionales, ofrece no sé cuál grandeza que pasma a quien en acción le contempla. En un pueblo donde los habitadores suplen con su energía la insuficiencia de la ley, y se sustituyen a la impotente magistratura, la tremenda potestad que se han arrogado infunde cierto pavor que se enseñorea de la imaginación, y les tributamos mal que nos pese un involuntario acatamiento. Así sucede con los más de los galanes de Calderón; más escrupulosos, menos vengativos, más obedientes a las leyes, excitarían menos atención sus acciones, que sin ser dignas de admiración nos pasman por extrañas, y sin movernos a lástima excitan poderosamente nuestra curiosidad. Atraviesa el espectador o el lector vivamente conmovido una intrincada maleza de sandeces y desatinos por llegar a la meta que desde lejos columbra, y tan clavados en ella tiene los ojos, tan absorto el pensamiento, que apenas distingue lo fragoso y erizado de los senderos por donde el autor le arrastra.

Si cuando los tudescos defensores del romantismo o novelería dijeron que cada pueblo debía cultivar una literatura peculiar y privativa, se hubieran ceñido a decir que cada nación debe pintar sus propias costumbres, y ornarlas con los arreos que más a la índole de su idioma, a las inclinaciones, estilos y costumbres de los nacionales se adaptan, hubieran profesado una máxima de inconcusa verdad. Mas lo descabellado de su proposición se cifra en que han supuesto que hay en cada país reglas diferentes y a veces diametralmente opuestas, que constituyen los preceptos de cada género de composición y poema; aserción no menos disparatada que si dijeran que las proporciones de los modelos de la escultura griega debían ser desatendidas por los modernos escultores. Las leyes de la epopeya y el drama las mismas son hoy que en tiempo de Homero y Sófocles fueron, y que serán en todos los siglos; y no porque las hayan quebrantado Lucano y Estacio, ni porque las haya violado Esquilo, pierden su fuerza, que no son los yerros de los antiguos de más autoridad contra la razón que los de los modernos. Obró pues Calderón, y obraron los demás ingenios cómicos españoles con sumo acierto retratando las costumbres del siglo y el pueblo en que escribían, especialmente cuando no disfrazaban (yerro descomunal que casi siempre cometían) con nombres de griegos y romanos a sus paisanos y contemporáneos; pero se descarriaron del buen camino cuando hollaron bajo sus plantas cuantas reglas de composición dramática de los preceptos y ejemplos de los antiguos, del uso de la sana razón, de la observación de la naturaleza eran dimanadas. No son las reglas carriles por donde ha de dirigirse perpetuamente el que pretenda lanzarse en la carrera de las letras; son sí antorchas que le alumbran, para que no se despeñe en barrancos y precipicios. La más puntual y rigorosa observancia de las reglas del arte hermosura ninguna ni poética ni oratoria engendra, más enseña a enmendar los desaciertos, y borrar las disformidades. A elogio ninguno es acreedor quien a no quebrantarlas se ciñe, si al mismo tiempo no le dicta su ingenio hermosos pensamientos, osadas y naturales figuras, y todo cuanto las dotes de una obra literaria constituye. Podrá decir: «evité los yerros, mas no merecí prez y loa»; y no pocas veces la empalagosa y nunca desmentida medianía de un autor arreglado al arte, y pobre de ingenio, es más fastidiosa que los desvaríos más desatinados de un ingenioso loco.

En La Vida es sueño de Calderón, y en otras composiciones dramáticas de este poeta y de Moreto se nota una filosofía algo menos circunspecta; un poco más de desprendimiento de las más soeces y villanas supersticiones que en las de los autores que bajo el reinado de Felipe tercero escribían. Más absoluto; más altivo, más avasallador el Conde-duque que el duque de Lerma, fue menos mezquino en sus ideas, menos supersticioso, menos esclavo de la ralea frailesca. La ignorancia de Felipe cuarto, menos supina que la de su devoto y estúpido padre, se maridaba en aquel con una disolución de costumbres, que mal podía con el fervor de la religión avenirse. En las escenas de las monjas de San Plácido, por las cuales el autor de la nueva historia de la inquisición, el señor Llorente, pasa como por cima de ascuas, sin duda porque lo escandaloso que para ser puntual había de ser su cuento, desdice de su profesión de sacerdote, representó el monarca uno de los principales papeles. Las anécdotas del siglo XVII han conservado la memoria de las comedias de repente que en el cuarto del rey se representaban, sacadas casi siempre de historias de la Escritura tratadas a lo burlesco, en las cuales hacían papel los más ilustres ingenios de aquella época, y el mismo rey, y en que llegaba la befa de los más sagrados misterios a tanto, que ordenado Calderón de sacerdote se abstuvo por escrúpulos de seguir participando de ellas. La respuesta que en una de estas farsas dio el que hacía de Eterno Padre al que figuraba el primer hombre y que había dicho una prolija relación, bastará para que se formen nuestros lectores idea del desacato con que era la religión tratada en estas concurrencias:

Por Cristo crucificado
que, como soy pecador,
me pesa de haber criado
un Adán tan hablador.


En la comedia del Mariscal de Biron del doctor Juan Pérez de Montalbán, pone este en boca de su protagonista ideas acerca del suicidio y del temor de la muerte, más propias de un estoico criado en el pórtico de Atenas que de un católico español educado en la escuela de Santo Tomás, Suárez, o Escoto. Quiso la fatal estrella de España que pereciera antes de su desarrollo este informe embrión de libertad de pensar; la rebelión de Portugal, donde no cesó la inquisición de tramar conspiraciones en favor del rey de España, y más que todo la imponderable estolidez y la flaqueza de Carlos segundo, con quien pudo tanto la frailería que se llegó a persuadir que estaba endemoniado, y a sujetarse a que le conjuraran como energúmeno, restituyó a la inquisición todo su pestilente influjo. ¡Época funesta para España, que solo con la actual puede ser comparada!

A la época de Felipe cuarto pertenece también Moreto, el cual, si es su versificación menos fluida, menos armoniosa que la de Calderón, y sobre todo la de Lope, sus planes muy mejor hilados, el desenlace de sus enredos muy más sencillo y natural, los donaires de sus graciosos más festivos, las costumbres del país y del siglo con más propiedad y viveza retratadas, y más que todo los caracteres de los interlocutores dibujados con más maestro pincel, coloridos con más valientes rasgos, y más constantes consigo propios, le constituyen sin disputa el primero de nuestros ingenios cómicos. En las comedias de Moreto es la acción más una, menos repugnantes las irregularidades, menos monstruosos y extravagantes los yerros contra el arte. En poco está que en muchas de sus comedias se sujete a las tres unidades con todo rigor. Si no es su elocución tan fluida como la de Lope, ni tan poética como la de Calderón, campea casi siempre en ella tanta naturalidad, que merece estudiarse como el más perfecto dechado de diálogo, menos en aquellos trozos que se dejó arrastrar de la manía del concepto, dolencia universal de su siglo. Quítese la impertinente comparación del pez, el hilo, y la caña, y díganme si puede darse modelo más acabado que el coloquio de Diana y su amante en el baile, en la escena del Desdén con el desdén. ¡Cuántos trozos con no menos verdad y naturalidad escritos en La Tía y la Sobrina! ¡cuántos en El Estudiante Pantoja!

El Mariscal de Biron de Montalbán, y el Villano del Danubio son dos comedias de aquel siglo en extremo notables, más porque una y otra están llenas de reflexiones hijas de una filosofía muy rara en los escritores coetáneos, que como producciones del arte. La primera respira el desprecio de la muerte unido al miedo de la infamia, afecto que nunca en los ánimos hidalgos muere. En la segunda el Villano afea delante del senado de Roma los excesos y horrores que con los vencidos los Romanos cometen, con una energía propia del esforzado y generoso pecho de un republicano; valentía que eso más merece loarse que no era dificultoso reparar en alusiones que se equivocaban con las crueldades que con los flamencos habían ejercitado los españoles. Sea como fuere, el razonamiento del villano es un trozo de tan alta elocuencia que con el más sublime de Corneille en este género puede cotejarse, sin temor de que de tan alta comparación salga deslucido.

A Calderón y Moreto sucedió Solís, que puesto que escritor de tan relevantes prendas en prosa no manejó sin primor el verso en sus comedias. El Amor al uso es la mejor de todas ellas; retrato natural de las tretas del galanteo en los pueblos modernos, le asiste la preciosa propiedad de pintar las cosas como ellas son, y no como las fingen novelescos y mentidos convenios. El amor en los pueblos de Europa rara vez es otra cosa que el ansia de gozos, en pos de los cuales corren ambos sexos a porfía, disfrazando el uno con nombre de recato, y de pasión el otro la corta escaramuza que al seguro vencimiento de aquel y al fácil triunfo de este antecede. No pretendo yo satirizar por esta observación las costumbres de los europeos modernos; la facilidad de satisfacer gustos vedados a los antiguos griegos y a los orientales de nuestro tiempo pende de la organización de nuestro estado social, a todas luces más perfecta que la de aquellos y estos. Mas no por eso es cosa menos risible ver en casi todas nuestras novelas los estorbos insuperables que a la satisfacción de sus amantes ponen sus damas, casi siempre prendadas de ellos, y que lidian contra los impulsos de su propio corazón, y la porfía de sus enamorados con más valor y constancia que con el descomedido Tarquino la casta Lucrecia.

Quodcumque ostendis mihi sic, incredulus odi.


Así es que nadie puede leer o ver esta comedia de Solís sin quedar prendado del desenfado y las gracias de cada una de las tres damas que en ella hablan, y creo que a las mujeres les sucede lo mismo con los galanes. La constancia de Isabel en La más constante mujer, dote podrá ser muy apreciable, mas lo cierto es que nunca envidié yo su amada a don Carlos, ni hubiera dado un paso por derrocar su fastidiosa cuanto loable firmeza. La Gitanilla de Madrid, puesto que sacada de la excelente novela con el mismo título de nuestro incomparable Cervantes, ofrece lances verdaderamente dramáticos, y el carácter de Preciosa es uno de los más extraños y mejor desempeñados de nuestro teatro. Exceptuando en los Triunfos de amor y fortuna, que más bien es ópera o zarzuela, que comedia, el juicioso Solís se ha preservado de los desatinos tan comunes en Calderón.

Las comedias de figurón que en tiempo de Felipe V hizo de moda Cañizares, se acercan mucho más a las de Plauto, Terencio y Moliere, que las de ninguno de sus predecesores. La comedia chistosa será siempre la que por antonomasia merezca este nombre; no porque no conocieran los antiguos la seria de los modernos, y aun acaso el drama, que la definición que de las togadas nos han dejado no se aviene mal con la contextura de lo que en estos últimos tiempos han llamado drama los franceses, mas sí porque es muy más arduo empeño ridiculizar sin vicio y ser chistoso sin pecar en juglar, acerar el odio contra la perversidad moviendo a risa el malo ora de él propio, ora de los que engaña, poner patentes a los ojos de los espectadores, con ejemplos sacados de la vida común, las malas consecuencias que trae el vicio, y las buenas que acarrea la virtud; no aquella ascética que so pena de muerte eterna predican los histriones de sayal y capilla, mas sí la que so pena de odio y desprecio de sus conciudadanos está obligado a practicar quien vive en sociedad humana; enseñar y reprender, sin cesar de entretener y deleitar; más arduo, repito, es este empeño, que arrancar algunos llantos con lances extraños o inverisímiles, poner en tosca prosa, o en desaliñados y prosaicos versos luengas y aburridoras pláticas, condenar a muerte en el teatro a un reo, hacer que le venga luego el perdón, y llenar el intervalo con comentarios ora de Bobadilla, ora de Becaria.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera