Información sobre el texto

Título del texto editado:
Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas
Autor del texto editado:
López Soler, Ramón, 1806-1836
Título de la obra:
El Europeo: periódico de ciencias, artes y literatura, año I, número 7.
Autor de la obra:
Edición:
Barcelona: Imprenta de José Torner, calle de Capellans, 1823


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ANÁLISIS DE LA CUESTIÓN AGITADA ENTRE ROMÁNTICOS Y CLASICISTAS


Sin embargo de que, cuando manifestábamos en uno de nuestros números los principales caracteres que distinguen al estilo romántico, quisimos prescindir de la cuestión que hace algunos años se sostiene entre románticos y clasicistas, séanos permitido entrar a la vez en tan gloriosa contienda, y no ya por un espíritu de partido, sino con el objeto de conciliar, si es posible, a los contrincantes. Para ello daremos a conocer las bellezas que más sobresalen en el lenguaje de los homéridas y las que más recomiendan el de los osiánicos. En caso que no podamos debidamente analizarlas, indicaremos, a lo menos, los principios de donde dimanan. Tal vez habremos de confundir en este análisis la naturaleza con el arte y el hombre medio salvaje con el hombre de la sociedad, y si no acertamos en el medio de poner en su verdadero punto de vista estos objetos, y si es débil nuestra elocuencia para entrar en una lid tan famosa agitada entre los primeros ingenios de la Europa, suplicamos a nuestros lectores que no tanto vean en nuestro arrojo un impulso de vanagloria como un espíritu de celo y de verdad.

Tres grandes circunstancias influyen sobremanera en las producciones poéticas: la religión, las costumbres y la naturaleza. Colocado el poeta entre estos tres objetos, toma de ellos los necesarios tintes para el colorido de sus poemas y en justa retribución ennoblece al primero, corrige al segundo y da más realce al tercero, poniendo como en movimiento su muda elocuencia y despertando por este medio un desconocido interés entre la naturaleza y el corazón. Sentado este principio, no extrañaremos, por cierto, la diferencia que se nota en algunas composiciones escritas en diverso clima, en diversas épocas y entre pueblos de bien opuestas costumbres; no admiraremos, sin duda, que los siglos de oro de la literatura moderna adoptasen para la marcha y el estilo de los poemas un sistema algo semejante al de Virgilio y Homero, y que hallasen medios más análogos a excitar la admiración de los pueblos y a mover su interés en cuanto que eran más relativos a sus usos y a sus ideas religiosas. En vano se intentaría persuadir al hombre si de antemano no se le conociese bien. La moral y la elocuencia, tan unidas como el pensamiento y la palabra, conspiran juntas al bien de la especie humana, y ¡ay de los siglos en que se rompe su provechoso trato y dejan de marchar de acuerdo!; la moral no tiene armas para perseguir al vicio, y la elocuencia recurre a los sofismas porque carece de solidez: la una es débil y la otra falsa, pero a veces esta falsedad deslumbra e introduce torcidos principios en filosofía y falta total de buen gusto en literatura.

¿Quién ignora la notable mudanza que ocasionó la aparición del cristianismo en la sociedad humana? ¿Quién ignora que la moral del evangelio suavizó la ferocidad de los pueblos y les fue inclinando a tiernos y melancólicos sentimientos? Los dioses de Homero habían creado naciones belicosas y brillantes, que temían y no amaban a la divinidad y a la cual atribuían vergonzosas debilidades; pero el Dios de los cristianos había de formar pueblos menos entusiastas y más recogidos, menos brillantes y más melancólicos, más pundonorosos y menos ligeros. Insensiblemente fueron cambiando las costumbres, se olvidaron las antiguas leyes y se acogieron los hombres a la religión, como la única que en su ignorancia y abandono podía suministrarles algún consuelo. Aquellos bárbaros, que habían venido de los climas septentrionales para dominar a la Europa, ya pacíficos señores de ella, doblaron también la cerviz al cristianismo y, tan sencillos como sus vasallos, dieron cabida a una multitud de ideas tímidas y supersticiosas, que iban creciendo con los progresos de la religión cristiana, y empezaba una revolución moral cuya influencia se dio bien a conocer dentro de algunos siglos. Por manera que, cuando más adelantada la sociedad, se despertó el gusto a las ciencias y la afición a la lectura, los escritores que trataron de doctrinar al pueblo deleitando su imaginación, se hallaron en una posición muy distinta de en la que se encontraran los antiguos escritores de la Grecia con nueva religión, otras leyes y diferentes costumbres.

He aquí el origen del romanticismo. El esplendoroso aparato de las cruzadas, las virtudes y el pundonor de los caballeros en unión con sus galantes y maravillosas aventuras dieron vasto campo a las descripciones en la parte humana, para explicarnos así de los poemas; pero para su parte metafísica y sublime se recurrió a la religión, tomando de ella un colorido lúgubre y sentimental, que daba cierto valor a los personajes y un aire de nobleza a los acaecimientos y, en general, alto grado de terneza e interés a las composiciones. Como si la religión cristiana hubiese desarrollado nuestro principio moral, haciéndonos perceptibles por este medio de más blandas y delicadas bellezas, y como si realmente, a fuerza de enternecer al corazón, hubiese hecho más perspicaces a los sentidos, ello es cierto que las producciones de aquella edad verdaderamente poética tienen un mérito desconocido de los griegos y romanos, cual es el de hacernos sentir sin arte ni esfuerzo alguno las más dulces sensaciones. A través de una lengua aún no fijada, de desaliñadas cláusulas y de irregulares pinceladas, se trasluce un espíritu de candor y de ternura y unos arrebatos de la fantasía tan nuevos y tan felices, que a pesar de nuestra corrupción y vanagloria nos ponen en la necesidad vergonzosa de admirarles. Y en balde fatigaremos a la imaginación y engalanaremos con pomposas descripciones nuestros escritos si no acertamos con aquel lenguaje que arrebata al espíritu y le atrae sin la menor violencia a las agradables emociones de la compasión.

No hay duda en que la relación de un suceso trágico puede producir en nosotros dos sensaciones muy distintas. Cuando el poeta no nos ponga sino de manifiesto el dolor puramente físico, cuando a imitación de los griegos nos pinte a Andrómaca buscando frenéticamente el cadáver de Héctor y precipitándose desesperadamente sobre él; nos interesará, es verdad, pero a costa de un sentimiento terrible que nos hace estremecer, porque se dirige más a los sentidos que al corazón y, en consecuencia, que más agita nuestro cuerpo, que conmueve a nuestro espíritu. Si, empero, en lugar de irritar a nuestros nervios procura ablandarlos por medio de cuadros más delicados y melancólicos; si se propone excitar en nosotros sentimientos de amor, de suavidad y de ternura, presentándonos situaciones patéticas en las que más lleguen a interesarnos los delirios y la profunda tristeza del alma que los furiosos arrebatos del cuerpo; probaremos cierto placer en el interés que nos cause y derramaremos tal vez lágrimas dulcísimas de sublime compasión. Esta es la principal cualidad que distingue a los románticos de los clasicistas, y unos y otros dan a conocer en esto la religión que profesaban, las costumbres de sus épocas y aun la naturaleza que describían. Los antiguos, menos espiritualizados que los cristianos, porque su religión era un tejido de fábulas groseras, nos presentan grandes calamidades y trágicos acontecimientos: dondequiera muertes; dondequiera batallas; dondequiera furor y sangre; ponen en acción las pasiones más violentas; se detienen en los combates de cuerpo a cuerpo y no en la lucha de sentimiento a sentimiento, y de este modo, horrorizando al alma sin enternecerla, y despertando en ella movimientos más bien de admiración que de interés, no nos causan una impresión tan profunda como los románticos, cuando insinuándose con particular delicadeza se introducen como lentamente y sin sentirlo hasta los senos más recónditos del corazón. Los clasicistas violentan la situación del alma, los románticos la desvían, pero muy suavemente, de su temple natural; el lenguaje de aquéllos es más magnífico, el de éstos más penetrante; los primeros tienen por base las pasiones y hablan al mundo físico; los segundos tienen por base el sentimiento y hablan al mundo moral.

No queda duda en que la religión cristiana fuese la principal y primera causa de esta notable revolución, veamos ahora cómo la naturaleza y las costumbres también contribuyeron a ella. Homero y Virgilio escribieron en un país donde la naturaleza despliega una riqueza y magnificencia superiores a toda descripción; arrebatados a la vista de tantas y tan grandiosas perfecciones, sobrecogida del pasmo su imaginación ante objetos, al parecer, inmensos y en realidad magníficos, así como halagados sus sentidos por el aroma de las flores y la respiración de un aire puro, ligeramente impregnado en sus esencias, nada tiene de extraño que nos diesen sus inmortales versos la idea de una naturaleza tan varia como hermosa, y en la que brillasen sin confundirse las innumerables bellezas de la creación. Pero ésta no es quizás la naturaleza más poética; es, por decirlo así, la naturaleza del hombre físico, la del naturalista, en una palabra; y si bien deleita sobremanera a la fantasía, convida, sin embargo, más al raciocinio que a la abstracción, porque más que a la imaginación es relativa al entendimiento. Se nos manifiesta con una simetría casi matemática y como invariable en su posición por lo que deja a nuestro espíritu en demasiada tranquilidad; preséntanos doquiera objetos que describir, propiedades que reconocer y fenómenos que explicar, y la imaginación se va resfriando en medio de nuestro inalterable sosiego, y el entendimiento nos inclina a filosofar y a correr tras el hallazgo de importantes y científicas verdades.

Y en esta naturaleza debemos advertir otra de las causas por las que los poetas griegos y latinos fueron más preceptistas y, de consiguiente, más regulares que los románticos, sin que acertaran como ellos en el verdadero modo de excitar en los lectores una apacible sensibilidad. La naturaleza de los románticos es más confusa, más lúgubre y más melancólica; más análoga a la incertidumbre de nuestros afectos y al combate de las pasiones; no nos ofrece sino tempestades, noches en las que apenas se trasluce una luna amarillenta y las olas del mar agitado estrellándose al pie de un sepulcro, de algún silencioso monasterio o de un antiguo y solitario castillo. Sobre estas escenas aparecen los héroes y sus almas tiernas y enérgicas movidas de sus propias desgracias y de los sentimientos que les inspira un cuadro tan sublime cuanto terrorífico y patético; se abandonan a los delirios de la fantasía y a las ilusiones, tal vez, de una ligerísima esperanza.

Si del análisis de la naturaleza pasamos al de las costumbres, hallaremos en las de los pueblos que prestan sus argumentos al género romántico una multitud de circunstancias que favorecen unidas la armonía del conjunto. No es menester sino figurarnos a la Europa bajo la dominación feudal y pugnando por lanzar a los mahometanos de la Palestina. Fieles los pueblos a su Dios y a su rey, admiradores de los héroes, sobrios, sencillos, supersticiosos y crédulos corrían del campo de batalla al campo de la labranza y araban sin desceñirse la espada. Sin otros placeres que los que permitía una religión como la cristiana, su mayor anhelo era asistir a los más célebres torneos y oír luego de los trovadores los gloriosos hechos de los paladines. Allí, arrebatados de sorpresa a la vista de tantos escuderos, pajes, heraldos y palafreneros; distraídos tras tan vistosos penachos; ocupados en descifrar los emblemas, empresas y amorosas cifras; atentos a los arranques, a los encuentros, a las revueltas y desvíos; agitados por los choques, peligros, atropellamientos y caídas; alzaban al cielo gritos de aplauso y de dolor, palpitando sus pechos del entusiasmo y vitoreando al mismo tiempo que el caballero a la dama por quien confesaba haber vencido.

Las costumbres griegas y romanas no son, por cierto, tan poéticas. Los juegos olímpicos eran brillantes, pero feroces, y los combates de los gladiadores brutales y sanguinarios. No podemos ni de mucho comparar los primeros a los torneos de la Edad Media, dirigidos por los más poderosos incentivos del corazón humano: el amor y la gloria, y en los que los actores eran o reyes o héroes. No nos cansemos: faltaba a los antiguos una religión como la nuestra que desarrollase los delicados sentimientos del alma y la diese por este medio más extensión: ¿qué son sus náyades, sus sátiros, sus ninfas y sus temerarios guerreros en comparación del silencio del claustro, de la virgen cristiana encerrada en él, de los lóbregos castillos, del pundonor, de la religiosa piedad y valentía de los aventureros?

Hemos examinado hasta aquí las causas que concurrieron a la natural formación de los dos géneros, clásico y romántico; nos reservamos para el número inmediato tentar la reconciliación de las diferencias entre los partidarios de uno y otro sistema.

L.S.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera