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Título del texto editado:
Romanticismo
Autor del texto editado:
Monteggia, Luigi
Título de la obra:
El Europeo: periódico de ciencias, artes y literatura, año I, número 2
Autor de la obra:
Edición:
Barcelona: Imprenta de José Torner, calle de Capellans, 1823


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ROMANTICISMO


Al solo nombre de Romanticismo se recuerdan las infinitas disputas que tienen dividida toda la república literaria. Nuestro intento no es mezclarnos en ellas, sino decir algo sobre la significación y máximas fundamentales de este sistema de literatura.

La lengua romanza (que es la que se hablaba en Europa mientras se iba perdiendo el uso de la latina y formándose las modernas) fue la que dio nombre a las poesías que se llamaron románticas. La esencia del romanticismo no consiste sin embargo en la tal lengua de que ha derivado el nombre, sino en los elementos poéticos que componen el estilo, en la elección de los argumentos y en el modo de tratarlos por lo que toca a la marcha; tres puntos que serán el objeto de este artículo.

Estilo


Las costumbres y la religión de los antiguos, en particular de los griegos, eran un pábulo continuo para la fantasía, por lo que los poetas entonces todo lo pintaban a la imaginación con caracteres vivos y personales. No hacían la descripción de un bosque, de un río, de un fenómeno de la naturaleza (observa Chateaubriand en el Genio del Cristianismo ) sin poner ninfas, sátiros y dioses que presidiesen al objeto que querían representar. La mitología era, pues, para ellos un elemento poético omnipotente que todo lo animaba, razón por la que las poesías griegas interesan tanto con los alegres cuadros que ofrecen a la fantasía. No dejaba, sin embargo, la poesía de ser un retrato fiel de las costumbres, pues tanto como los poetas eran vivaces los pueblos de aquellos tiempos, y siempre las canciones y los himnos eran la interpretación de lo que habrían expresado más groseramente las palabras del vulgo. Las producciones de los verdaderos poetas se distinguen en que son el espejo de los caracteres de los tiempos en que fueron escritas.

Después del establecimiento del cristianismo, las ideas religiosas empezaron a interesar el espíritu más que la fantasía, y las imágenes de las costumbres debían ser más patéticas. A esta causa añadiremos otra, y es la invasión del mediodía de Europa efectuada por los habitantes del Norte, llevando consigo las lúgubres ideas de los climas septentrionales y el gusto por las melancólicas canciones de los bardos y de los druidas, recreo de los hijos del terrible Odino cuando descansaban de los combates libando a las vírgenes de Escandinavia en medio de los convites y de la música. Posteriormente, las costumbres caballerescas que trajeron los moros acabaron con despertar en los ánimos de los valientes los interesantes impulsos del sentimiento con que obsequiaban a las damas, poniendo en los escudos por emblema del honor: Dios, la patria y amor. En tales épocas, ¿cómo podían ser agradables las poesías mitológicas? Lo que en tiempo de los griegos y de los romanos era bello, religioso y penetrante, habría sido entonces oscuro, pesado y de ninguna aceptación. Por eso los verdaderos poetas de aquellos tiempos son los trovadores que cantan los torneos, las aventuras de amor, las magias y los milagros. La erudición de algunos pocos conservó el gusto por las poesías antiguas, y a ellos debemos que no se hayan perdido para nosotros. Parece, sin embargo, que estos hombres ilustrados, para oponerse a la ignorancia y a la barbarie hayan caído en el otro extremo de venerar demasiado los modelos antiguos; por lo que ya nada sabían pintar sino con los colores de la mitología, sin reflexionar que lo que estaba bien a los griegos no conviene tal vez para nosotros, cuando se toma por resorte principal de la poesía. En esto consiste una de las principales desavenencias entre los románticos y los clasicistas; que los segundos todo lo quieren según los antiguos, y los primeros pretenden imitarlos más filosóficamente, es decir, haciendo lo que hicieron ellos: servirse por elementos poéticos de las imágenes que son más análogas a las costumbres de los tiempos en que escriben; porque de otro modo la poesía no es más que un juego de palabras. En efecto, todos los autores clásicos verdaderos dejan en sus obras el color de las épocas en que vivieron, y en este sentido son románticos por sus tiempos Homero, Píndaro, Virgilio, etc., y lo son entre los modernos Dante, Camoens, Shakespeare, Calderón, Schiller y Byron. El carácter principal del estilo de los románticos propiamente dichos (que son los modernos después de la lengua romanza), consiste en un colorido sencillo, melancólico, sentimental, que más interesa el ánimo que la fantasía. Quien haya leído El corsario y El peregrino, de lord Byron; el Atala y el Renato, de Chateaubriand; el Carmañola, de Manzoni; la Maria Stuard, de Schiller, tendrá una idea más adecuada del estilo romántico de lo que podamos dar nosotros hablando en abstracto. Un escollo de este estilo es el que las ideas tristes se vuelvan demasiado terribles y fantásticas, como las de Manfredi, de lord Byron; entonces la poesía se convierte otra vez en un juego de palabras, y cesa de interesar a la mente y al corazón.

Argumento


Siendo el objeto principal de los románticos interesar con cuadros que tengan analogía con las costumbres de sus tiempos, lo que es también más útil por la ventaja que puede proporcionar el ejemplo de acontecimientos de la misma clase que los que nos ocurren en sociedad, los argumentos románticos deben, a preferencia, tomarse de la historia moderna o bien de la Edad Media. Los argumentos antiguos, y en particular los griegos y los romanos, no tienen para nosotros un interés tan inmediato como los de las Cruzadas, del descubrimiento del Nuevo Mundo y de las revoluciones modernas. A más de que tanto han escrito ya los poetas sobre asuntos griegos y romanos que el interés que inspiran semejantes obras es más de convención que de naturaleza, como es el que excitan los lances de la verdadera poesía, cuando no es dictada por las solas reglas de imitación, sino por el genio y el sentimiento. La historia de la edad baja y la moderna ofrecen una infinidad de argumentos que todavía no fueron tratados y que tienen mucha más relación con las costumbres de la edad presente, y a tales argumentos se acomoda muy bien el estilo de los poetas románticos. Un héroe (dicen ellos) que nada conserva de las pasiones humanas, cuyas ideas, cuyas aventuras no se pueden comparar con las de nuestra vida para conocer si son verosímiles y bien expresadas, es mucho más fácil de retratar; porque allí todo está al arbitrio del poeta, de lo que lo son las vicisitudes de un hombre, en las que todos podemos ver las propias como en un espejo y juzgar en consecuencia más exactamente sobre el mérito del poeta. Los clasicistas no conocen de los caracteres griegos y romanos sino lo que trae la Historia, muchas veces exagerada y siempre imperfecta, de aquellos tiempos; no pueden, por tanto, pintar a sus protagonistas sino con colores generales y más como se los figuran ellos que como verdaderamente fueron. Para darles mayor realce los ponen más allá de los sentimientos modernos, sin contentarse con representar hombres valientes que arrostran cualquier peligro y dándolos a conocer como si apetecieran la muerte en lugar de evitarla, como si ninguna desgracia los conmoviese, como si nada fuese imposible para ellos. Los espectadores modernos no toman interés en estas composiciones, porque ven allí personajes de una naturaleza distinta de la nuestra, y como no pueden hacer comparación de aquellas aventuras con las propias, se quedan admiradores de bellezas, que juzgan grandes porque no las conocen, pero que, sin embargo, no llegan a conmoverlos. Los eruditos, entre tanto, los que se han acostumbrado desde la infancia a las bellezas de convención aprendidas en las escuelas y en los autores clasicistas, gustan de un placer que es más el resultado de un cálculo que del entusiasmo de las pasiones. Cuando los argumentos románticos, al contrario, son manejados por un verdadero poeta, ¿quién es el hombre que no se halle arrebatado al verlos representar? Las virtudes y los delitos, las dichas y las desgracias, nos recuerdan las circunstancias de nuestra vida y hasta los clasicistas no pueden contener las lágrimas, entre tanto que con las palabras critican el uso de tales argumentos, que forman la delicia de los románticos. También los asuntos antiguos pueden servir a los poetas románticos, con tal que sepan tratarlos románticamente, es decir, no con los colores y los resortes de convención que se enseñan en las escuelas, sino con aquellos que dicta a pocos el genio y que nos dejan conocer también en los héroes de la antigüedad a hombres como nosotros. Modelo de esto sean los mismos poetas antiguos, los clásicos y no los clasicistas. El Edipo de Sófocles no se avergüenza de confesar que le duele el abandonar la vida, y nos interesa entonces más que otros, a quienes la muerte no arranca tampoco un solo lamento, como en general los héroes de las tragedias francesas. En cuanto a los modernos pondremos, por ejemplo, la sola tragedia de Shakespeare titulada La muerte de César, que basta para persuadir de la inmensa distancia que media entre los poetas hijos de las escuelas, que todo lo han aprendido por las reglas aristotélicas, a los inmortales hijos del genio, que todo lo sacan de la naturaleza y del corazón.

Marcha


Tocante a las poesías líricas, la diferencia entre los clasicistas y los románticos sólo consiste en que los últimos son más libres en la colocación de sus pensamientos y en la aplicación de los metros, esmerándose en hacer de modo que la forma de los poemas sea dependiente de los lances de las pasiones, en lugar de sujetarlas a demasiada regularidad, como tal vez por sobrado escrúpulo lo practican los clasicistas. Hablando empero de la epopeya y de las composiciones dramáticas, las opiniones son mucho más divergentes. Los clasicistas son muy rigurosos observadores de las tres unidades de acción, de lugar y de tiempo, mientras los románticos no reconocen más que una sola unidad, que es la de interés, y las razones principales en que apoyan sus opiniones son las siguientes: como es imposible (dicen ellos), lograr una ilusión perfecta en los poemas y en los dramas, de modo que la acción no necesite más tiempo para ejecutarse de lo que se consume presenciándola; por eso, ya que debemos hacer una abstracción, tanto vale hacerla por un mes o por un año como por veinticuatro horas. Del mismo modo con que leemos la historia de varios tiempos y vemos cuadros de acciones de distintas épocas y nos interesan, también han de interesarnos representaciones que no sean compasadas en un término de convención, que tampoco es exacto por dos razones: la una porque la representación de un drama no necesita más que tres o cuatro horas, por lo que ya es un esfuerzo de la imaginación el alargarlo hasta veinticuatro, y no se debería permitir, queriendo lograr una ilusión perfecta; la otra es que muchas veces una acción dramática representada a lo clasicista es tal, que en la realidad necesitaría por su desenlace más de una semana, y que, sin embargo, en el teatro empieza y se concluye en el término prefijado por las reglas de Aristóteles, y tiene cuidado el poeta de indicar a los espectadores las horas que consumen, a fin de que no se equivoquen, juzgando sólo por las probabilidades de sociedad. En efecto, ¡cuántas veces no ocurre oír un actor que promete empeñarse en un asunto y haberlo concluido antes del día siguiente, asunto que en los cálculos de los verosímiles necesitaría tal vez un mes para llegar a su término! Como, por ejemplo, un matrimonio, que en el teatro suele efectuarse por la noche entre dos que se vieron por la mañana, tuvieron que superar dificultades inmensas a mediodía, y al cabo de las veinticuatro horas fueron felices. Los románticos, como ven que la ilusión perfecta por lo que hace al tiempo es imposible lograrla, tampoco se cuidan de colocarse inútilmente en la cama de Procusto, porque lo hicieron los antiguos. Un argumento preferente para ellos es que cuando un vaso está lleno de agua ya no coge ni otro vaso, pero ni tampoco una gota. De esto deducen ellos: o la unidad de tiempo ha de limitarse exactamente a la representación de los dramas o no ha de haber ninguna. Este último partido siguen los románticos, porque más quieren contentar los ánimos de los espectadores que el cálculo de los eruditos. En efecto, lo que interesa al público es el manejo de la acción y no el tiempo; y no sabemos si atribuir al bueno o al corrompido gusto el que en todos los teatros modernos donde se ejecutan piezas románticas no dejan de tener una acogida la más lisonjera para sus autores y partidarios.

La unidad de lugar trae su origen de que, como los antiguos eran nuevos en el mecanismo de los teatros, por eso no conocían todavía el artificio de mudar las decoraciones, como lo hacemos nosotros. Los poetas se hallaban, pues, en la precisión de arreglarlo de modo que todos los incidentes del drama acaeciesen en el mismo lugar. Lo que en los antiguos era un atraso (dicen los románticos), ha servido de regla a los ciegos imitadores de todo lo que proviene de ellos. Consecuencia de este error son las inverosimilitudes con que se ve prepararse una conspiración en el gabinete del mismo monarca que ha de ser la víctima, intrigas de amor en el mismo aposento, donde más fácil es el descubrirlas y otras incongruencias por este estilo. Los románticos han examinado que más chocaban al público estas inverosimilitudes que no el mudar de escenas. También los clasicistas se concedieron en este punto algunas mudanzas, pero limitaron esta libertad al mismo palacio, o a lo más a una sola ciudad, límite que no observan los románticos, juzgándole como la opinión de algunos, y no como una regla necesaria sacada de la naturaleza; y contestan a los clasicistas con las mismas razones que hemos indicado hablando de la unidad de tiempo, es decir, que cuando la ilusión no ha de ser exactamente como si la acción fuese presente, los límites han de quedar a discreción del poeta, que no ha de hallarse estorbado en dar un desahogo a las producciones de su genio por impedimentos hijos de las reglas escolásticas y no de la razón; que los clasicistas tampoco reparan que con la sola división de los actos ya cesan las unidades de lugar y de tiempo, y que las transacciones hechas por ellos mismos sobre estos dos puntos denotan más una obstinación en pretender que de todos modos son necesarias estas dos reglas que una razón suficiente en apoyo de sus opiniones. El efecto es que los espectadores ven pasar a Otelo de Venecia a Cipro, y no dejan por eso de interesarse en sus amores y en la muerte de la desdichada Desdémona; y por el mismo principio verían al padre Las Casas abogar por la causa de la Humanidad en Madrid, y después pasar como ángel de consolación a las Américas; y sus ánimos quedarían conmovidos sin reparar el esfuerzo de imaginación que se figuran los clasicistas, ni quedar disgustados de una libertad del poeta que les habría proporcionado sensaciones deliciosas. El hecho es que los hombres clásicos de todos los tiempos y de todas las naciones escriben lo que les dicta el genio, y después vienen los eruditos y sacan reglas de aquellas obras, pretendiendo que todos deban conformarse a ellas, y de aquí las doctrinas de las escuelas, donde más se explican los clásicos por las formas que por el sabor de sus bellezas filosóficas. Imitar a los clásicos en los lances de las pasiones, en la moral de sus obras, en los rasgos de la imaginación, esto es lo que pretenden proponerse los románticos; imitarlos en cualidades secundarias de que ni siquiera ellos tal vez harían caso, esto es lo que se proponen los clasicistas, según la opinión de sus contrarios.

Nos quedaría que hablar de la unidad de interés, que consiste en hacer que la acción o las acciones que se representan tengan un objeto solo, en el que esté siempre interesado el espectador desde el principio de la representación hasta su desenlace, y del que no le distraigan demasiado los incidentes accesorios; mas como este punto daría margen a una infinidad de observaciones, nos limitaremos a decir que los románticos siguen religiosamente esta sola unidad, porque la juzgan la más filosófica; y para los que quieran profundizar más las ideas románticas de lo que hemos podido hacer en este artículo, concluiremos con aconsejar la lectura de las obras de Schlegel, Sismondi, Manzoni, y de lo que han dejado escrito sobre este particular los redactores del Conciliatore de Milán en Lombardía.

L. M.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera