Es común opinión de los griegos que esta
poesía
mélica se llamó
elegidia,
porque, como escribe
Misimblo,
se juntaban en Lesbos las musas a las celebraciones funerales, y allí solían lamentar.
Calino,
poeta élego, a quien nombra
Calinoo,
el intérprete griego de Nicandro, según piensa Mauro
Terenciano,
fue autor del verso elegíaco; aunque quieren otros que sea autor Teocles Naxio o
Eritreo,
el cual estando fuera de juicio cantó llorosamente estos versos. Y la sentencia de estos es la de
Suidas,
que afirma que cantó aquel género de versos estando furioso. Otros, que Midas
Frigio,
en las honras, que hacía a su madre, procurando ponella en el número de los dioses. Algunos son de parecer que
Terpandro
fuese el primero que halló esta poesía, y
Plutarco
atribuye en la
Música
la invención a Polinesto
Colofonio.
Por estas diferencias de opiniones dice
Horacio
que no se sabe el autor. Llamáronse estos versos
élegos
de la conmiseración de los
amantes.
‘Eλελεύ
es voz trágica, y con ello piensa
Escalígero
en la
Idea,
que usaron los antiguos quejarse en las puertas de sus amigas; y alcanzando su voto, como si se mostrasen agradecidos a aquel semejante verso y canto, celebraron aquella más próspera fortuna.
‘Eλεόϛ
es ave nocturna en
Aristóteles,
Libro
8,
capítulo
3, de la
Historia,
que la dicen
ulula
los latinos, y Teodoro
Gaza,
aluco,
voz traída de
alocco,
así llamada en vulgar italiano. Mas Pomponio
Gaurico
en las
Vidas de los poetas griegos,
no quiere que tenga nombre la elegía de
έλείν,
que es
acuitarse
y
estar miserable,
sino de
έλεγειάν,
que significaba en los antiguos griegos
enfurecerse
y
loquear.
El primer uso de ella fue, como se ha dicho, en las muertes; y es testimonio el lugar de
Ovidio,
donde lamenta la muerte de Tibulo, que dice así:
Flebilis
indignos elegeïa solve capillos,
ah nimis ex vero nunc tibi nomen erit.
Después se trasladó a los
amores
no sin razón, porque hay en ellos quejas casi continas y verdadera muerte, y así escribe el mismo
Ovidio
en el I del
Remedio de Amor:
blanda
pharetratos elegeïa cantet amores.
Y
Safo
a Faón:
flendus
amor meus est, elegeïa flebile carmen.
De ahí se dedució a otras muchas cosas diferentes, y así vuelve del dolor a tratar de la alegría, como se ve en
Propercio:
O me felicem...
Conviene
que la elegía sea
cándida,
blanda, tierna, suave, delicada, tersa, clara, y si con esto se puede declarar, noble, congojosa en los afectos, y que los mueva en toda parte, ni muy hinchada, ni muy humilde, no
obscura
con exquisitas sentencias y fábulas muy buscadas; que tenga frecuente conmiseración, quejas, exclamaciones, apóstrofos, prosopopeyas, escursos o parébases. El ornato de ella ha de ser más
limpio
y reluciente, que peinado y compuesto curiosamente. Y porque los escritores de versos
amorosos
o esperan, o desesperan, o deshacen sus pensamientos e inducen otros nuevos y los mudan y pervierten, o ruegan, o se quejan, o alegran, o alaban la hermosura de su dama, o explican su propia vida, y cuentan sus fortunas con los demás sentimientos del ánimo, que ellos declaran en varias ocasiones, conviniendo que este género de poesía sea mixto, que ahora habla el poeta, ahora introduce otra persona, es
necesario
que sea vario el estilo. Y de aquí procede en parte la diversidad de formas del decir, pareciendo unos más fáciles y blandos, otros más compuestos y
elegantes,
otros según la materia sujeta, o
claros
o menos regalados y oscuros. Y en un mismo elegíaco se puede considerar esta diferencia; y por esto no se deben juzgar todos por un ejemplo, ni ser comprendidos en el rigor de una misma censura. Porque como después de la felice y gloriosa edad de Augusto perdiese la poesía parte de su simplicidad y pureza, y entrase después en Italia la bárbara, pero belicosa nación de los godos, y destruyendo los sagrados despojos de la venerada antigüedad, sin perdonar a la memoria de los varones esclarecidos, como si a ellos solos tocara la venganza de todas las gentes sujetas al yugo del Imperio Romano, se mostrasen no menos crueles enemigos de las disciplinas y estudios nobles que de la grandeza y majestad del nombre latino, fue poco a poco
oscureciendo
y desvaneciéndose en la sombra de la ignorancia la elocuencia y la poesía con las demás artes y ciencias que ilustran el ánimo del hombre y lo apartan de la confusión del vulgo, y si quedó alguna pequeña reliquia de erudición, parecía en ella el mismo trato y corrompido
estilo
que trajo la gente vencedora. La cual metió en Italia y en
España
de la mezcla de su lengua y de la romana los dos idiomas italiano y español, que andan tan conformes y hermanados que parecen uno solo. Y así se halló en cada nación, apartada de la
pureza
y castidad antigua, aquella elación de palabras y conceptos traídos de lejos y en todo casi diferentes del uso común. Y tanto pensaban que escribía uno mejor, cuanto tenía menos del común sentido de los otros; hasta que los buenos
escritores
de Italia con severo juicio y con el ejemplo de los
antiguos,
favorecidos del regalo de su lengua, formaron un estado en la poesía vulgar, del cual casi sale ninguno. Pero no por eso, si se considera el respeto de la edad antigua, dejan de ser algo
afectados
en la diversidad de sentimientos exquisitos y en la grandeza y hermosura de la lengua con que los visten. Y es más tolerable en ellos, por decirlo así con parecer concorde a los
imitadores
de la poesía latina, que en los mismos latinos, si lo usasen; porque la elegía vulgar abraza en cierto modo el verso lírico y los epigramas, pero no de suerte que, aunque se mezcle, no se halle y conozca la diferencia. Los españoles, cuya lengua (sea lícito decir sin ofensa ajena lo que es manifiesto) es sin alguna comparación más
grave
y de mayor espíritu y magnificencia que todas las que más se estiman de las vulgares, aunque la
envidia
les calumnie y publique que reconocen algo en sí de lo que dijo
Tulio
de los poetas cordobeses, con la vehemencia y agudeza natural y con el espíritu latino junto al suyo, se levantan algunas veces más que lo que requiere la elegía. Y como el lenguaje común pida más ornamento y compostura y no se contente con la sutilidad y
pureza
y elegancia sola de los latinos, forzosamente el poeta español ha de alzar mayor vuelo, y
hermosear
sus escritos variamente con flores y figuras. Y no sólo mostrar en ellos carne y sangre, pero niervos, para que se juzgue la fuerza con el color que tiene, y no satisfacerse diciendo comúnmente conceptos comunes para agradar a la rudeza de la
multitud.
Y así no es falta tener el estilo
levantado,
como no sea
túmido,
que es cuando uno emprende grandes cosas y no las acaba. Y este tumor o hinchazón se engendra de las sentencias o de la oración. Y sin duda alguna es muy difícil decir nueva y ornadamente las cosas comunes; y así la mayor fuerza de la elocución consiste en hacer nuevo lo que no es, y por esta causa dijo
Horacio:
Ex
noto fictum carmen sequar, ut sibi quivis
speret idem, sudet multum frustraque laboret
ausus idem: tamtum series iuncturaque pollet,
tamtum de medio sumtis accedit honoris.
Para esto conviene juicio cierto y buen oído que conozca por ejercicio y arte la fuerza de las
palabras,
que no sean humildes, hinchadas, tardas, lujuriosas, tristes, demasiadas, flojas y sin sonido, sino propias, altas, graves, llenas, alegres, severas, grandes y sonantes. Y las propias, que sean generosas que parezca que nacieron en las cosas que significan y crecieron en ellas, y las traslativas, modestas y templadas, no atrevidas y duras. Y es clarísima cosa que toda la excelencia de la poesía consista en el
ornato
de la elocución, que es en la variedad de la lengua y términos de hablar y grandeza y propiedad de los vocablos escogidos y significantes con que las cosas comunes se hacen nuevas, y las humildes se levantan, y las altas se tiemplan, para no exceder según la economía y
decoro
de las cosas que se tratan. Y con esta se aventajan los buenos escritores entre los que escriben sin algún cuidado y elección, llevados de sola fuerza de
ingenio.
Y la fuerza de la variedad y nobleza y hermosura de la elocución sola es la que hace aquella
suavidad
de los versos que tan regaladamente hieren las orejas que los oyen, que ninguna armonía es más agradable y deleitosa. Y bien se deja ver que por la fuerza de la elocución
virgiliana
halagan sus versos con tanta suavidad y dulzura a quien los escucha, lo que no se siente en los otros heroicos latinos, los cuales, aunque sean bien compuestos y cuidadosos, no se llegan y apropian al sentido de quien los lee, porque les falta la pureza de la frasis, que es elocución en la habla latina; y no labraron la oración con aquel singular artificio de Virgilio, y así escribe prudentemente
Horacio:
Non
satis est pulcra esse poemata, dulcia sunto
et quocumque volent animum auditoris agunto.
Entendiendo
lo primero por el
ornamento,
o de las figuras u otras cosas semejantes con que se visten los pensamientos, y lo último por la conmoción de los afectos; porque las palabras suaves, llenas de afecto traen consigo la dulzura. Pero así como nace aquella agradable y hermosa belleza, que embebece y ceba los ojos dulcemente, de la elección de buenos colores que, colocados en lugares convenientes, hacen escogida proporción de miembros, así del considerado escogimiento de voces, para explicar la naturaleza de las cosas (que esto es imitar las diferencias sustanciales de las cosas) procede aquella suave
hermosura
que suspende y arrebata nuestros ánimos con maravillosa violencia. Y no solo es necesario el escogimiento de las palabras en los versos, pero mucho más la composición, para que se constituya de ella un hermoso cuerpo, como si fuese animado. Porque ponen los
retóricos
dos principales partes de la elocución; una en la elección de las voces, otra en la composición o conveniente colocación de ellas. Y casi toda la alabanza consiste en la contextura y en los conjuntos que ligan y enlazan unas dicciones con otras. Todos los que vivieron en la edad de Tulio y gozaron de aquel dichosísimo tiempo en que floreció la elocuencia más que lo que pareció ser posible al ingenio y fuerzas de los hombres, usaron comúnmente de las mismas palabras que
Cicerón;
mas él tiene una estructura y frasis propia, grandísimamente diferente y distante y aventajada de todas. Y lo mismo se puede juzgar en los poetas que en los oradores, y en nuestra lengua, que en la
romana
antigua. Y no piense alguno que está el lenguaje español en su última perfección, y que ya no se puede hallar más
ornato
de elocución y variedad. Porque aunque ahora lo vemos en la más levantada cumbre que jamás se ha visto y que antes amenaza declinación que crecimiento, no están tan acabados los
ingenios
españoles que no puedan descubrir lo que hasta ahora ha estado escondido a los de la edad pasada y de esta presente; porque en tanto que vive la lengua y se trata, no se puede decir que ha hecho curso; porque siempre se alienta a pasar y dejar atrás lo que antes era estimado. Y cuando fuera posible persuadirse alguno que había llegado al supremo grado de su grandeza, era flaqueza indigna de ánimos generosos desmayar, imposibilitándose con aquella desesperación de merecer la gloria debida al trabajo y perseverancia de la nobleza de estos
estudios.
Pues sabemos que en los simulacros de Fidias, que en aquel género fueron los más
excelentes
y acabados de la antigüedad, pudieron, los que vinieron después, imaginar más hermosas cosas y más perfectas; así debemos buscar en la elocución poética, no satisfaciéndonos con lo extremado que vemos y admiramos, sino procurando con el entendimiento modos
nuevos
y llenos de hermosura. Y como aquel grande artífice, cuando labra la figura de Júpiter, o la de Minerva, no contemplaba otro de quien imitase y trajese la semejanza, pero tenía en su entendimiento impresa una forma o idea maravillosísima de
hermosura,
en quien mirando atento, enderezaba la mano y el artificio a la semejanza de ella, así conviene que siga el poeta la idea del entendimiento, formada de lo más aventajado que puede alcanzar la
imaginación,
para imitar de ella lo más hermoso y excelente. Volviendo, pues, a lo primero, no son indignas de ser leídas y estimadas las elegías y sonetos cuyos intentos son comunes, sino las que son humildes y vulgares, porque no es grandeza del poeta huir los conceptos comunes, pero sí cuando los dice no comúnmente. Y cuanto es más común, siendo tratado con novedad, tanto es de mayor espíritu, y, si se puede decir, más divino. Esto es lo que pretendió
Petrarca,
y por qué
resplandecen
más sus obras; que todo es generoso y
alto
y grave y felice y magnífico y lleno de espíritu y flores y hermosura, y cuidadoso del ornamento y composición de la lengua, sin procurar los sentimientos remotos del común juicio de los hombres. Mas pues el poeta tiene por fin decir compuestamente para admirar, y no intenta sino decir admirablemente, y ninguna cosa sino la muy excelente causa admiración, bien podremos enriquecer los conceptos
amorosos
en alguna manera de aquella maravilla que quieren los antiguos maestros de escribir bien que tenga la poesía; que si no es excelente, no la puede engendrar, y de ella procede la jocundidad. Verdad es que el número mueve y deleita y causa la admiración; pero nace el número de la frasis. Porque sigue el número poético a la estructura del verso, y esta consta de las dicciones. Y es el primer loor suyo parir variedad, de que es muy estudiosa la naturaleza misma. ¿Qué cosa hay más sin
arte
y sin juicio, y que con más importuna molestia canse las orejas, que oyen, que trabar sílabas y palabras siempre con un sonido y tenor? Mas poniendo ya fin a esto, que la
ignorancia
de algunos hombres ha sido ocasión que se tratase en este lugar no bien conveniente, volvamos a seguir el hilo comenzado de lo que pertenece a la elegía, dando alguna noticia de los más perfectos escritores de ella.
Florecieron entre los más ilustres griegos Minermo, que unos dijeron que era natural de Colofón, otros de Esmirna, y otros de Astipalea; este, por la suavidad de sus versos, fue llamado Ligiastades; y Filetas de la isla Coo, hoy dicha Lango; y Calímaco
Cireneo,
a quien da
Quintiliano
el primer lugar, y el segundo a Filetas. De estos, sacando algunos fragmentos, casi no hay más memoria que la que nos quisieron dejar los escritos ajenos; pero en la lengua
latina
hubo algunos que contendieron con los antiguos griegos y osaron meterse en su invención con tanta felicidad que hicieron propia del Lacio aquella musa transmarina. Entre ellos fue uno Cornelio
Galo,
de quien no tenemos alguna pequeña noticia, porque el que se vende con su título y quiere lugar entre los poetas latinos que merecen este nombre no es aquel Cornelio tan
estimado
de
Virgilio
y de los hombres doctos de
aquel
tiempo. Y cierto que me hace admiración Julio César Escalígero en su
Libro 6,
que siendo tan cuidadoso, y preciándose tanto de su censura, no viese tan conocido
engaño;
antes, culpando su dureza, dijo que aderezó y templó la asperidad de los números con la
gracia
y festividad de las sentencias. Y si él en otras muchas cosas de este género no hubiera dado muestra del grande conocimiento que tiene, se
pudiera
decir que alabó lo que estimó por bueno; pero yo pienso, que él no paró atentamente en aquellos versos, porque juzgara de otra suerte. Y confirma mi opinión, lo que dice en la
Apología
escrita por la lengua latina Francisco Florido
Sabino,
que deseaba que los escritos de Cornelio Galo, aunque parecieron duros a Quintiliano, no se hubieran perdido del todo, porque los que venían debajo su nombre ninguna cosa tenían
menos
que la elegancia y gracia y lepor antiguo, como podía conocer quien estuviese ejercitado en la lección de los buenos poetas leyendo los cuatro versos primeros de su obra.
No sé si sufrirán los amigos del regalo y donaires de
Ovidio
que no se le dé el primer lugar en esta poesía, porque dejando aparte el artificioso y ornatísimo libro de las
Transformaciones,
y que es ingeniosísimo y maravillosamente latino y
elegante,
y más rico de conceptos que todos los elegíacos romanos, y más hermoso, y que tiene mayor copia de bellos espíritus y de milagros poéticos y
amorosos;
y que en los
Amores
dice muchas cosas agudas y muchas cultas, dice muchas lascivas, lujuriantes y derramadas, y no se aparta mucho del uso de los amores, ni se levanta a gozos espirituales, ni a perfección de amantes; y, así como en la vida y costumbres, es sin niervos en la oración y palabras; algunas veces se deja caer mucho, y es sin
cuidado
del número y del escogimiento de las palabras, diciendo todo lo que le viene a la boca. Y aunque no le faltó ingenio para refrenar la licencia de sus versos, faltóle ánimo: porque afirmaba que era más hermoso el rostro que tenía un lunar. Pero confesando que sus epístolas son polidísimas entre todos sus libros, porque las sentencias son
ilustres
y la facilidad compuesta y los números poéticos, y que él es
erudito
y vario y que en fertilidad de palabras y en aquella felice copia, aun hasta en las cosas más pequeñas, es insuperable, y semejante a un floridísimo prado, en quien parece que está riendo todo cuanto hay, y que espira, como si naciese sin algún cuidado y trabajo, sino de sola la fecundidad de
naturaleza,
con todo esto aunque él venza en ingenio a los que le ocupan el lugar en la elegía, ellos le exceden con el ornato de su oración y con el cuidado, los cuales son
Tibulo
y Propercio. Pero ambos han estado hasta ahora tan iguales en el grado que ninguno de los antiguos osó determinar quién era superior, aunque en nuestra edad se ha usado de más licencia. Resplandecen en cada uno tales virtudes propias que condenan de temerario al que se atreve a dar el juicio por alguno.
Tibulo, según la opinión de los que saben, tiene suma elegancia de elocución y propiedad, y en la
mediocridad
elegíaca excede a todos, y no siendo tan recogido como Propercio, ni tan derramado como Ovidio, sigue un medio templado de ambos con hermosura; porque por ventura le conceden algunos el primer lugar. En la cultura y candor y gracia y hermosura y suavidad de los versos sin comparación alguna es
mejor
que cuantos tuvieron nombre de poetas élegos en la lengua latina. Es escogidísimo y facilísimo, aderezando y componiendo tan blandamente los números, que no pueden caer más concinos. Es tersísimo, pulido y elegante, y con nativa y no corrompida entereza y puridad del sermón romano, que muestra claro ser nacido y criado en medio de Roma; y así todo casi lo que escribe, parece a su nobleza y patria. Y apena se ven en él mezcladas las figuras de hablar peregrinas o griegas. Y siendo dulcísimo, es más regalado y tierno y delicado que Propercio, y deleita más, escribiendo más simplemente lo que pensó; y así se descubre en él más
naturaleza.
Imitó mejor aquellos varios movimientos del ánimo incierto y trabajado, con que se fatigan y atormentan los que
aman,
y por esto es excelente en exprimir afectos; aunque lo culpan de lascivo, porque su amor fue muy vulgar, y de conceptos comunes, y condenan su languideza y desmayo, y rigurosamente se ofenden con su semejanza diciendo que es uniforme casi todo y que con dificultad se aparta de sí mismo, y que se concluye casi en un mismo círculo. Propercio tiene grande
copia
de erudición poética y variedad, y como más
oscuro
y lleno de historias y fábulas, es más incitado y contino en mover los afectos, de los cuales es excelente pintor. Y se levanta muchas veces tanto, que parece más toroso y robusto que lo que conviene a los regalos de
amor
y blanduras de la elegía. Pero esto, como dice bien Pierio
Valeriano,
Te
quoque grandiloquum, ac elegum supraire Properti,
invideant potius, quam damnent…
Muchas veces, o por la dificultad de lo que trata o por el número un poco más áspero parece más hórrido. En el
resplandor
y limpieza de las palabras y versos es venusto y venerable, con la gravedad de las sentencias y en una graciosa novedad de algunos versos. Es fácil, cándido y verdaderamente elegíaco, y más terso por opinión de
Escalígero
que lo que pensaron los críticos; porque tiene mucho ornato y limpieza y cultura y elegancia y viveza, aunque se ve en él mucho del estilo peregrino, que la forma y el carácter del decir demuestra que es muy versado en los escritos de los poetas
griegos.
Y como más nervoso y de mayor espíritu y cuidado que Tibulo, admira más; y así pensó más diligentemente lo que escribió, mostrando más industria y
trabajo,
pero amontona muchas fábulas, que ya en este tiempo no parecen bien y nunca sabe apartarse de ellas, que es pobreza de conceptos, los cuales tuvo harto
vulgares.
Más propio es y mejor decir ahora en lugar de las fábulas sentencias dulces, y que tengan luz y viveza, no flojas y desmayadas, no afectadas y curiosas ni tan frecuentes que engendren fastidio como las de las epístolas de
Séneca.
Y no se puede dejar de confesar, siendo igual con Tibulo, que no sea digno de más alabanza, por ser el primero que enriqueció la lengua latina con la elegía, diciendo:
Primus ego ingredior puro de fonte sacerdos,
Itala per Graios orgia ferre modos.
Y esto hizo tan elegante y copiosamente que ninguna cosa pudieron añadir a sus invenciones los que vinieron después. Y conociendo esto de sí, osó llamarse Calímaco Romano:
ut nostris tumefacta superbiat Umbria libris,
Umbria Romani patria Callimachi.
Y de esto entendió mal Blondo Flavio y Leandro Alberto, que lo sigue, que Calímaco fuese del ducado de Espoleto. Después de estos ningunos escritos han quedado en la memoria de los hombres que merezcan igualarse con los de Baltasar Castellón y del Molsa, y de Marco Antonio Flaminio, y otros algunos de su tiempo. Porque el
Castellón
dejó por prendas y arra de su ingenio algunas
elegías
dulcísimas y
elegantes
y tersas y graciosísimas, y que no reconocen deuda a las antiguas. El Molsa es digno de numerarse entre los poetas rarísimos por la felicidad de sus versos, que sin controversia exceden a todos los de Italia, y en él se halla la verdadera imagen de Tibulo, a cuya semejanza labró más castigadamente los versos que todos los de su edad.
Flaminio
es muy dulce y regalado y suave y purísimo y candidísimo entre todos.
Los italianos
imitaron
a los latinos en los
tercetos,
que son dichosamente traídos de la elegía. Los cuales, porque se responden en la terminación de cada tercer verso, donde acaban el sentido con la cláusula, tomaron por nombre
tercia rima
y
cadena,
porque ata un verso con otro. Halló este número
Dante
el primero por ventura de todos, porque antes de él no está en memoria quien lo supiese, para representar en aquel género de verso el heroico
latino.
Y porque se divide en capítulos le dieron aquel apellido los vulgares, como la
Comedia
de Dante y los
Triunfos
de Petrarca. Aunque nos sirve mucho este género de metro para escribir elegías y cosas
amatorias
y epístolas y sátiras, y es muy acomodado para tratar historia. En estas elegías o tercetos vulgares se
requiere
acabado el sentimiento en el fin del terceto, y donde no acaba, si no se suspende con juicio y cuidado, viene a ser el poema áspero y duro, y con poca o ninguna gracia. Y esto es traído de la elegía latina, que no puede no acabar la sentencia en el pentámetro, si no es con
cuidado
y artificio.