Información sobre el texto

Título del texto editado:
La lengua castellana
Autor del texto editado:
Ochoa, Eugenio de (1815-1872)
Título de la obra:
El Artista, tomo II, (1835)
Autor de la obra:
VV. AA.
Edición:
Madrid: Imprenta de I. Sancha, 1835


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La lengua castellana.


Sostienen algunos que ha llegado ya nuestra lengua al colmo de la perfección y que sería un verdadero delito introducir en ella la menor mudanza. Hermosa en efecto, hermosa como la que más, con su pompa oriental, con sus frases sonoras y retumbantes, con su rica y variada armonía la lengua de Cervantes y de Herrera; y tanto lo es, que bien tuvo razón Carlos I para calificarla de la más digna de llegar al trono del Hacedor. Pero para los que no creemos en la perfectibilidad de las lenguas, como en la de ninguna obra humana, mucho le falta todavía al dulce idioma castellano para elevarse a la altura a que sin duda habría llegado sino estuviera tan generalizada la creencia, absurda a nuestro parecer, de que no admite ya ninguna especie de mejoras la lengua en que escribieron Fr. Luis de Granada y Jovellanos.

Repetimos, y no nos cansaremos de repetirlo una y mil veces, que la lengua castellana es a nuestro parecer la reina de las lenguas vivas por su naturaleza gloriosa y robusta al mismo tiempo. Suave en ciertos casos como el idioma italiano, enérgica en otros como el alemán o el inglés, llena de pompa y majestad, de giros orientales y latinos, severa, exacta, religiosa, ya se presta admirablemente en Mariana al tono grave de la historia, ya en Calderón a la sublimidad de la poesía, ya en Villegas a la italiana dulzura del idilio, ya en Quevedo a la mordacidad picaresca de la sátira. ¿Qué puede pues pedírsele a una lengua que tales partes reúne en tan alto grado, dirán algunos? Y nosotros responderemos que puede pedírsele lo que a todas las cosas humanas: mejoras, tendencia a la perfección, ya que no sea posible aspirar a la perfección misma. Siendo las lenguas la expresión más exacta del estado social, claro está que no llegarán aquellas a la perfección hasta que haya llegado este a ella: y como le falta mucha para alcanzarla a nuestro estado social, evidente nos parece que otro tanto le falta a nuestro hermoso idioma para conseguir el mismo beneficio.

Nuevas ideas exigen nuevas voces con que expresarlas; antiguas costumbres olvidadas por largos años y resucitadas en el día, exigen la resurrección de las antiguas palabras con que expresaban nuestros mayores aquellas venerables costumbres; y las grandes mudanzas introducidas en nuestros usos y en nuestras ideas por las revoluciones políticas y sociales, hijas del tiempo y de la civilización, reclaman imperiosamente fundamentales modificaciones en el lenguaje que, siendo como antes dijimos la expresión más exacta del estado social, debe variar necesariamente a medida que éste varía. No se nos oculta que el espíritu de rutina a la mala fe pueden dar un sentido vicioso a nuestras palabras, atribuyéndonos locos y ridículos deseos de que abandonemos por otra nuestra lengua patria; pero nosotros apelamos a todas las personas sensatas, quienes convendrán sin duda en que, si lo que decimos no es acertado, carece a lo menos del carácter estúpido a antipatriótico que quisieran atribuirlo los partidarios del statu quo absoluto.

Una de las primeras reformas que a nuestro parecer reclama la lengua, es la abolición del estilo perifraseado, hueco de ideas y abundoso en palabras que ha introducido en nuestros escritores la larga esclavitud en que durante siglos enteros gimió encadenada la lozana imaginación de los españoles. No permitiéndoles el rigor de la censura llamar a cada cosa por su nombre, tuvieron que recurrir los escritores para explicar su pensamiento a los más artificiosos circunloquios; y a fin de dorar la píldora, por decirlo así, lo mejor posible, fue preciso redondearlos, pulirlos, engalanarlos con el objeto evidente de que pudiera pasar alguna que otra idea solapadamente tan arrebozada entre un inmenso cúmulo de palabras que, o no reparara en ella el poder u obtuviera merced para su audacia el prestigio de la armonía. Otro tanto sucedió a los poetas, por lo que casi todos tuvieron que refugiarse en el estilo amatorio y prodigar piropos y ternezas a sus pastoras ya que no les era permitido acercar sus labios a las dos inagotables fuentes de poesía, la filosofía y el patriotismo. Pero la libertad civil y política introducida en nuestras leyes y nuestras costumbres no comporta ya aquel estilo contemporizador y diplomático, antes bien exige un lenguaje severo, exacto y tan filosófico, que nunca pueda una palabra, tomada en diferentes acepciones, proyectar la más leve sombra que oscurezca el pensamiento. Necesitamos en el día un lenguaje incisivo, claro y que envuelva la idea en el menor número de palabras posible; lejos de desleír esta basta el punto de desfigurarla dejándola tan pálida y enervada que nada quiera decir, o de hacer que gire la frase lentamente en torno de ella como una nube de incienso sobre las gradas del altar, debemos si es preciso sacrificar alguna parte de su pompa real en beneficio de la energía en la expresión, de la claridad en el pensamiento.

No necesitamos para lograrlo introducir en nuestra lengua giros extranjeros, sino devolverla su antiguo carácter, amoldar con nuestro pulido estilo moderno el estilo sobrio, austero de nuestros primitivos escritores. Ni es esto decir que renunciemos a la moderna cultura del lenguaje por el dialecto informe de nuestros mayores, dialecto bajo cuya superficie se ven tan claramente las palabras griegas y latinas como las venas y los nervios en un cuerpo desollado; pero entre el fango fecundo de aquel dialecto, hallaremos inmensos recursos para la indispensable restauración de nuestra lengua actual y acaso el remedio inmediato de sus males. La mancha que hace una mora madura se limpia con el roce de una mora verde. En este ayuntamiento de la lengua antigua con la moderna, nadie ganaría tanto como los poetas, bien lo conocen ellos. Por eso no tendrán disculpa si esperan a que haga la Academia esta reforma: siempre la autoridad es poco amiga de hacer concesiones. Háganla ellos mismos lentamente, con arreglo a las más rigurosas leyes gramaticales: esta es una condición esencial en toda reforma de la lengua, porque no hay que alucinarse, es menester reformar, pero no destruir.

En otros artículos hablaremos de las mejoras que, a nuestro parecer, reclama la gramática castellana y de lo útil que sería introducir en nuestro lenguaje actual muchas palabras y terminaciones antiguas.

E. DE O.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera