Información sobre el texto

Título del texto editado:
Segunda parte de La Filomena
Autor del texto editado:
Vega, Lope de (1562-1635)
Título de la obra:
La Filomena con otras diversas rimas, prosas y versos
Autor de la obra:
Vega, Lope de (1562-1635)
Edición:
Madrid: en casa de la viuda de Alonso Martín, 1621


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Segunda parte de La Filomena

A la ilustrísima señora doña Leonor Pimentel.

Canté, clara Leonor, la dulce historia
de Filomena viva; agora en muerte
―si muerte puede ser en tanta gloria―
vos permitid que en su desdicha acierte.
No penséis que hay batalla sin vitoria,
sin enemigos resistencia fuerte;
mas queda que llorar a Filomena,
que no hay estado sin pensión de pena.

Dichosa el ave cuyo infame canto
no pone al cazador dulce codicia,
porque si canta y es al mundo espanto,
allí pone más fuerza su malicia,
que aunque es verdad que aquel respeto santo
a la virtud se debe de justicia,
como el alma no es gracia que se hereda,
no hay hombre que ventaja sufrir pueda.

Estando Filomena agradecida
al cielo, que le dio dulce garganta
para contar la historia que, advertida,
no menos que su voz al mundo espanta,
soberbio un tordo, negra piel vestida,
las alas viles a intentar levanta
ser Faetón de su sol en desafío;
vos juzgaréis, Leonor, su desvarío,

que, puesto que contiene su contienda
lo que suelen llamar filosofía
y de mi dulce musa se pretenda
clara, distinta y fácil armonía,
que ingenio tan feliz la comprehenda
será disculpa del amor y mía;
quien no la tenga, no me escuche, en tanto
que a más heroico fin la voz levanto.

No es todo para todos; vos, divina
entre humanos ingenios, dad oído
al tordo, que la voz fingida inclina
a Filomena, a quien inquieta el nido.
Sed vos Apolo, en tanto que declina,
puesto que aurora sois, que yo, atrevido
más al amor que al rudo entendimiento,
cantar más alto que hasta agora intento

a vos, señora, pues, a la armonía
de vuestro raro ingenio, a la excelencia
con que os llama su nombre el mismo Apolo,
a quien mi inculta musa, que ser mía
bastaba por disculpa
pero, por no temer un yerro solo,
confiesa que debiera, en tanta culpa,
y más siendo de ingenios competencia,
consagraros a vos de polo a polo
cuanto excelente fuera,
si hubiera ley que obligación pusiera
a lo que no es posible,
y así, divina luz, claro imposible,
a quien mi tosco y rudo entendimiento
promete celebrar en solo indicio
de humilde sacrificio,
en tanto que el primero movimiento
―que esto puede la pluma,
puesto que eternos mármoles consuma―
alterare los orbes inferiores,
dando veloz desvelo
a los ojos flamígeros del cielo
ofrece mi rudeza, que a mayores
estilos no se atreve,
una fábula sola;
a vos, que tanto, agradecido, debe
mi amor bien empleado, amor fundado
en los méritos más que en las estrellas.
¡Oh, fenis española,
que merecéis por vos, más que por ellas,
la verde laureola
con que la frente ornastes,
cuyos zafiros altos igualastes
con arte, voz, espíritu y cuidado!,
oíd la competencia,
pues la desdicha oístes,
de Filomena, ruiseñor agora;
veréis la envidia de su infusa ciencia
en pájaros que apenas conocistes,
que más cantan de noche que al aurora.
Oíd la voz sonora,
dulcísima y süave
del ave que en la verde primavera
escucha el soto, el valle y la ribera.
Oíd, sibila, vos; oíd, señora;
seréis jüez en tanta diferencia
mientras la noche teme su presencia,
que con tal distinción orna y colora
cristales, plantas, flores,
aduerme celos y despierta amores.
Oíd, Leonor, el son; oíd el ave,
no en verso forastero oculto y grave,
con nudos como pino;
no feroz, no enigmático, mas puro,
suelto de la prisión de sus tiranos,
que, de erizado, impenetrable y duro,
cansa por deleitar, hiere las manos.

Crïose un tordo negro y no lustroso,
de plumas de otras aves envidioso,
al son de la mecánica armonía,
de quien jamás perdió la consonancia,
si bien le despreció con arrogancia,
con ser propio Quirón de tal Aquiles;
y así, con engañada fantasía,
acuchillando el aire las sutiles
alas, pasó de Tetis las espumas
y fue a mudar las plumas
desde las pajas de su pobre nido
a la academia ilustre que ha tenido
mayor nombre en el mundo,
y allí, Platón segundo
—perdone la ironía—,
que Pitágoras no, pues no sabía
callar sus propias faltas,
cuanto más las ajenas,
el número añadió por las almenas
de aquellos edificios,
a cuyos frontispicios
Grecia humilló sus célebres liceos.
Diole su lengua la divina escuela,
por los menos principios y deseos,
que es imposible al de Etïopia el baño,
y allí, después, con presunción y engaño
―así entre garzas cuervo infausto vuela—,
entre fénices rojos, amarillos,
blancos, azules, verdes,
―¡oh, vana presunción, a cuántos pierdes!―.
enseñaba ignorantes pajarillos
y, para hacer a los mayores mengua,
decía que en secreto
les daba los escritos de esta lengua,
porque ignoraban todos su dialeto,
y de lo que ignoraba,
que es propio de ignorantes, blasonaba;
y astuto, mas no sabio, como Ulises,
a cuestas su soberbia por Anquises
y por penates bárbara poesía,
que ni en latín ni en español sabía,
salió de las escuelas
y, pensando valerse de cautelas,
entre pájaros legos cortesanos,
en cuya condición se prometía
poder solicitar aplausos vanos,
llegó a las puertas áulicas un día.
Luego se le ofreció la protentosa
fábrica de ignorantes —que la fama
diciendo mal presumen que se adquiere—
y, tiñendo la pluma latinosa
en el ajeno honor, lució la llama
al torno de la débil mariposa,
Ícaro de su luz, sol en que muere,
quedando más ardiente y vitoriosa
que el invidioso ciego
de añadir combustible sirve al fuego.

Estaba en este tiempo Filomena
en una selva amena
trinando la garganta
con tan süaves puntos y redobles
que la escuchaban álamos y robles
y el alma de la más ingrata planta:
ya con la lidiamista entristecía
del valle los pastores,
ya con dórica voz los componía
y el aire hallaba sueño entre las flores
bastante a sosegar el agua estigia,
ya con música frigia
―como a Alejandro el dulce Timoteo―
más que el bronce animado
y el parche a pausas en el centro herido
intrépido furor daba al oído
y a las armas el plectro delicado.
No la historia cantaba de Tereo,
cuando con oro letras escribía
a la venganza, en que el agravio para,
sino del cielo el ínclito trofeo,
que el Antártico polo le ofrecía,
con sangre viva calentando el ara.
La Envidia, que declara
presto su inclinación, al miserable
tordo infestó de suerte
que, esforzando la voz para su muerte,
desafïó la dulce Filomena,
con risa de los dioses, que al notable
espectáculo nuevo
de Marsias y de Febo,
de Aragne y Palas, a la selva amena
con verdes lauros y sagradas vestes
bajaron de los cóncavos celestes
y a las estrellas igualó su arena.
Los Pílades y Orestes
que trajo el tordo fueron la abubilla
y el ave infelicísima a Castilla;
mas trajo Filomena
la que pronosticaba imperio en Roma
(ave cesárea, de esmeraldas llena
la frente, más serena
que el iris, que del sol colores toma,
o esprimiendo la imagen de la luna
y siendo desde lejos
espejo circular de sus reflejos)
y el gallo más valiente
que en la palestra coronó la frente
y que Marte pudiera,
no el carro, honrar con él su quinta esfera;
y haciéndole una peña dulce sombra,
traída por reliquias del Parnaso,
y una ciudad que nunca tuvo miedo,
que la firmeza nombra
alta imperial Toledo,
propuso el nuevo caso,
pidiendo grata audiencia,
a tanta celestial circunferencia,
donde era el tordo un punto
indivisible, aunque a la envidia junto.

«Sacros planetas —Filomena dijo—,
que dejando la máquina conforme
para la producción de efectos varios
y aquel asiento en las estrellas fijo
con que queréis que al uno el otro informe
para medios que son tan necesarios
venís a ver el fin de dos contrarios;
vosotras, altas, imperiales aves,
y las que con sonora melodía
también tenéis preceptos de poesía,
que disponéis en números süaves;
peñas, árboles altos,
ni de hojas verdes ni de ramas faltos,
oíd mi voz, y escuche al tordo Midas,
pues nacen cañas que, del viento heridas,
descubren las orejas en castigo;
vergüenza es ver tan flaco el enemigo,
pero veréis que en este dulce canto
su inútil voz condeno a eterno llanto.

»Erige el hombre al cielo la cabeza,
porque cualquiera obra tal figura
cual es más apta al movimiento tiene;
al cielo adorna circular belleza,
piramidal al fuego, que a la pura
llama inmortal eternamente viene;
esta, con la diamétrica, conviene
al hombre, a quien el corazón anima,
en la mitad del pecho colocado;
por eso el sol asiste a los planetas
donde cual centro luz igual imprima
y, siendo de Pitágoras llamado
“gran animal” el cielo, en sus perfetas
partes por corazón el sol dispuso
(aunque Platón le puso
sobre el orbe argentado de la luna,
respeto de que Venus le eclipsara,
como la bella Cintia, vez alguna
que entre la tierra y él se interpolara),
que es ver su hermosa fábrica vestida
de figuras, si bien imaginarias:
el carro de Erictonio en trece estrellas,
la nave, aunque sin vientos, impelida
por el celeste campo a partes varias,
y, en el camino universal febeo,
las deidades que huyeron de Tifeo.

»Es una luz el claro entendimiento
que Dios al alma infunde;
no es de saber al hombre lo infinito:
Platón excluye al arte en su argumento,
sin que de ellos permita disciplina.
Nada es sin causa alguna en que se funde;
todo tiene su número perscrito,
con el cual se termina.
Es sustancia sensible y animada
el animal; al hábito no puede
hallar la privación fácil entrada;
la corporal acción, en lo que es, mueve;
el alma no, porque es fuerza que quede
inmovible en sus actos, que no ocupa
lugar el alma, que el lugar es cuerpo
y otro ocuparle debe,
y el alma no, como la esfera última,
que de todo lugar se desocupa;
quien no lleva temor, camina en cuerpo;
nadie en las horas sabe la penúltima.
Llamó la natural filosofía
dilatación del claro sol al día.

»Quien difine la ciencia en algún modo,
difine la ignorancia;
quien de las cosas improbables quiere
sacar la conclusión va errado en todo.
No ha de usar silogismo a lo imposible
el que disputa, ni se da en distancia
debida proporción, si es infinita.
La enunciación cualquiera parte adquiere
de la contradición; inacesible
es al hombre la ciencia circunscrita
en la eterna deidad, que es en lo oculto
creer y no entender el mejor culto.
Quien la naturaleza considera
de alguna cosa, así también debría
los accidentes de ella.
La forma es fin de la materia, y ella
también el fundamento
para la sucesión de formas varias.
Medir el movimiento
es del tiempo la esencia;
con las cosas contrarias
las contrarias se curan;
las violentas no duran.
Si los cielos tuvieran existencia,
tuviera nuestro ser ser transmutable,
mas nunca el orden rompe.
Por calor natural lo generable
vive, y por el extraño se corrompe.
El ánima es principio, por quien vive,
siente, entiende y se mueve,
por las partes que debe,
de quien virtud recibe
todo animal, y un acto
del orgánico y físico
cuerpo que en su potencia vida tiene;
siempre es más sabio el de más blando tacto.
Tratan cerca de un mismo
género el metafísico,
dialéctico y sofista,
por más que todo fuerte silogismo
a la verdad resista.
Perpetuo y corruptible no se miden,
y así de otras potencias se dividen
nuestros entendimientos, siempre abstractos,
del cuerpo. Las potencias
se distinguen por actos, y los actos
por objetos de tantas diferencias.
Repercusión del aire que respira
a la arteria es la voz, y las colores
son causa que las cosas sean visibles;
a eternidad de permansión aspira
todo ente natural; los resplandores
del sol de día las estrellas ciegan;
las especies que son inteligibles
son el lugar del alma intelectiva;
siempre a mover los apetitos llegan
debajo de razón del bien que priva,
o ya existente o aparente sea.
Nunca naturaleza sin los medios
de opuesto a opuesto va, que es repugnancia,
ni hay cuerpo que del alma sea substancia.
El principio primero en una ciencia
ha de ser firme en ella y conocido.
Hay esta diferencia
del lógico al filósofo: que el lógico
demonstrativamente
sabe lo que el filósofo ha sabido
con argumento firme y analógico,
clara y probablemente.
Las cosas que tenemos conocidas
acerca de nosotros [son] aquellas
que la naturaleza comprehende,
pocas, y siempre son mal entendidas,
aunque se estudie en ellas.
De tres maneras la amistad se entiende:
honesta, delectable y provechosa.
De la mujer hermosa,
que siempre reverencio,
el mayor ornamento es el silencio.
Mas, ¿dónde me ha llevado,
por la diversidad de estas sentencias,
deseo de cantar, si os he cansado
eslabonando tantas diferencias?
¡Cuánto mejor me fuera
que con himnos homéricos
eternas gracias y alabanzas diera
―deidades inmortales,
que dejáis para oírme
los círculos esféricos
de vuestro reino firme―,
a tanta inclinación a mi justicia,
conociendo del tordo la malicia,
o, ya que mi rudeza se acobarda,
loara los ingenios peregrinos
que aquí me apadrinaron!
Mas ¿qué diré del águila gallarda
que imprime en los del sol rayos divinos,
si sus alas de sombra coronaron
mi inocencia, a dos líneas retirada:
callar y obedecer a la fortuna?
¿Qué diré de aquel gallo que pudiera
formar espanto al animal que tiene
más breve el corazón por la abrasada
furia, que a dilación mayor repuna,
cuanto más al que nace en la ribera
del sardo mar o por los montes viene
del arcadio Partenio,
en cuya odiosa voz se ve su ingenio?
¿Qué diré de la peña del Parnaso,
archivo de Esculapio, que entre peñas,
bañado de las aguas del Pegaso,
depositó su médico tesoro,
con quien fueran pirámides pequeñas
y sin valor, aunque le diera el oro,
las que guardaron tantas diferencias
que a las artes y ciencias
que el protoplasto reservó al incendio
de tantas iras y celestes fraguas
sirvieron de defensa y de compendio,
y de nave a la fiera
inundación de las futuras aguas?

»Mas, ¡oh, Toledo!, tú, ciudad primera
en la corona de la madre España,
¡salve!, lustre y honor de la ribera
del Tajo, por quien osa Manzanares,
ceñido de mastranto y espadaña,
entrar en competencia con los mares
donde nace el coral y desafía
sus perlas con su arena,
y la sangre de Tiro con las rubias
que en sus corrientes saludables cría,
que apenas ven la margen sin las lluvias,
y, con alguna cándida sirena,
el más fuerte delfín, la mayor foca,
y el caballo del mar celeste, a veces,
con plateados peces;
¡salve!, y a tu dorada pluma y boca
rindan la lengua griega y la latina
los Píndaros, los Enios.
A todos, pues, ¡oh, ingenios,
dignos de eterna, inextinguible fama,
la ingrata para amor, gloriosa rama,
ciña de verdes y triunfales hojas!
Y tú, que de mi dulce voz te enojas,
¡oh, ave para mí negra y infausta!,
la garganta, inexhausta
de maldecir a quien jamás te ofende,
en tus pequeños músculos estiende
y advierte que, presentes las deidades,
no has de mentir, sino cantar verdades,
y perdona el apóstrofe forzoso,
¡oh, tú, negro cantor, si no agorero!,
que para responder descansar quiero.

»Este, escuchad, ¡oh, numes celestiales!;
este es aquel que a Filomena infama;
este es aquel que en desafíos tales
al estudio inmortal niega la fama;
este es aquel gramático y retórico
—no por usar de término anafórico—;
este escuchad agora,
aunque porque callé se va la aurora,
que con mi dulce canto
suele enjugar las perlas de su llanto,
suspensa en mis memorias,
y, de Troya olvidando las historias,
esconderse en las flores,
que le dieron por lágrimas colores».

Así cantó la dulce Filomena
y así, Leonor ilustre, engrandecía
la juventud del águila que baña
las alas en la fuente de Helicona:
así al francés Simón, por quien la arena
de Manzanares oro y perlas cría,
después que honró su docta pluma a España;
y así del doctor Peña la corona,
con que Apolo filósofo laurea
su digna frente, en quien mirar desea
el árbol fugitivo,
tan amoroso ya cuanto era esquivo;
y así del gran Tribaldos de Toledo
el nombre, que a los tiempos causa miedo,
pues quedaran vencidos:
él inmortal sobre mayor esfera
y ellos entonces de correr corridos
(mas oye, pues me llama
con nuevo aliento Apolo,
si bien tu nombre solo
pudiera darme fama).

Apenas enlazó su dulce pico
mudo silencio y suspiró en los ecos
la voz enamorada de Narciso,
cuando en aplauso el prado, entonces rico
de la copia de Flora, y los más secos
remotos valles dieron dulce aviso
de la futura gloria al pretendiente;
liberal, una fuente
la margen excedió, de cuya risa
la hierba hurtó cristal, perlas las flores,
que luego en sus colores
camaleones fueron.
El tordo entonces, con la voz remisa
—que no le obedecieron
valles, fuentes y prados—,
desató la garganta a los templados
vientos, que algunos de su parte había
—pero no es sabio quien del viento fía—,
y, mirando risueño la abubilla,
que estaba ya cobarde y amarilla,
aunque el eco se hacía mudo y sordo,
dijo con voz retórica de tordo:

«Las partes son de la oración, senado
amplísimo, ilustrísimo,
ocho, según Antonio las describe:
nombre, pronombre, ecétera; mas, dado
que fue varón doctísimo,
en cuyos libros su memoria vive,
prolijo y nimio escribe,
mas a personas de tan altos méritos
no quiero hablar de género y pretéritos,
pero decir que son de la doctrina
las letras fundamento
en la lengua caldea,
en la sagrada hebrea,
la griega y la latina.
De la caldea fue inventor primero
Abrahán; de la hebrea, Moisés santo,
si bien antes tenían los hebreos
las letras de Fenicia;
y de ella, de Agenor el heredero
a Grecia trajo la que estiman tanto;
de los egipcios mereció trofeos
Isis, su reina, y con igual codicia
las latinas halló Carmenta sabia;
el uso de las cuales por el mundo
fue universal, exceptas las naciones
bárbaras, cuyo error su lumbre agravia.
De su composición fue autor segundo
Donato, Servio y, con Prisciano, Ognicio,
Diomedes y Roberto.
Trata de la Gramática el oficio
de las letras latinas lo más cierto;
de la oración las partes,
sílabas, pies, acento, ortografía,
que importa a tantas artes;
de la etimología,
del metaplasmo, tema y barbarismo,
de la fábula, historia, verso y prosa.
Afirman los autores,
y lo apruebo yo mismo,
que de todas las lenguas, las mejores
son la hebrea, la griega y la latina.
De aquestas tres prefiero
a la griega, en razón de su dulzura,
y ser la más sonora, hermosa y pura.
Divídese ―aunque agora peregrina
de aquel valor primero―
en jónica, en común, ática, dórica
y eólica; la nuestra, en la romana,
latina, mista y presta.
Halló Jano la presta y su teórica,
antiguo rey de Italia; y la latina
―abrasada la máquina troyana―,
el rey Latino, y dícese que en esta
fueron escritas de Solón las leyes.
La romana, después que de los reyes
Roma triunfó con libertad divina,
en quien fueron famosos Plauto y Enio,
Virgilio, Nevio, Horacio, Hortensio, Ovidio,
aunque no los envidio
con mi divino ingenio,
ni a Catón, Cicerón y Quintiliano.
Dilatado el romano
imperio, entró la mista,
que en Italia y España confundieron,
cuando juntas se vieron
con tantos barbarismos,
impropia locución y solecismos.
Por tanto, a la gramática se debe
que allí no se acabase,
cuyo cuidado quiere que no pase
la línea a quien el bárbaro se atreve.
En la pronunciación el son y acento
muestra, en efeto, el modo y fundamento
de la composición, con diligencia,
y la separación de las vocales,
líquidas, mudas, consonantes, ciencia
que en números iguales
enseña cómo el verbo rige el nombre,
en qué modos conviene
con él también y en cuántos
con el antecedente y relativo
su conveniencia tiene;
asimismo, el activo y el pasivo,
neutro, común y deponente; trata
del nombre y el pronombre,
y a mil diversidades se dilata.
Esta es la fuente original perene;
de su líquida plata
bebieron los primeros rudimentos
cuantos tienen asientos
en el templo glorioso de la Fama,
a quien sacro laurel la frente enrama.
Mas, ¿cómo os canso yo?, ¿cómo os fastidio?
Pasemos a materias levantadas:
¿qué sentís de Virgilio?, ¿qué de Ovidio
y las odas de Horacio celebradas?
Pero leed a Higinio y a Macrobio,
contra algunos poetas más airado
que contra España el Jovio.
¡Qué duro es Silio!; Estacio, ¡qué cansado!;
Lucano, historiador más que poeta;
¡qué libre Juvenal!; Marcial, lascivo;
¿qué diré de Propercio, de Tibulo,
que hicieron con Catulo
impreso triunvirato?;
¿qué del Cartaginés?; ¿qué de Lucrecio?;
¿qué del trágico Séneca, que precio
por no mostrarme a nuestra patria ingrato?
Y pasaré en silencio
a Dámaso, Juvenco y a Prudencio,
y por santo a Orïencio,
mas no perdonaré a Nemesïano,
Ausonio y Claudïano.
De los griegos no quiero decir nada,
que apenas sé leer la lengua griega
y es hablar del color la vista ciega,
pero en Quinto Calabrio fue excusada
la imitación, con que arrogante vino
a seguir la deidad del Venusino,
pues fue soberbio y loco,
y en traducirle el Valereo Jodoco.
Perdono entre modernos a Pontano,
Tarcañota, Segundo, Angerïano,
Petrarca, los Estrozas y Vulteyo,
Filelfo y Sanazaro, y tanta copia
del estilo plebeyo,
gente cansada, bárbara y impropia.
Pues, ¿qué, si hablara acaso
de la lengua vulgar entre españoles,
nubes en quien los otros fueran soles,
Boscán, Mendoza, Herrera y Garcilaso,
sin otros de menores jerarquías?
Primero el sol las puertas del ocaso
―última parte de los breves días―
bañara en oro y púrpura sangrienta.
¿Qué es ver tanto inorante que comenta,
sin entender, el alma de Virgilio?
¡Oh, musas, dadme vuestro sacro auxilio!
Pero será materia indigna al canto
de un ave como yo, de ciencia llena;
porque, si en voz me gana Filomena,
yo a ella en la teórica, que tanto
estiman las escuelas de los sabios,
que de naturaleza los agravios
supo el arte vencer y, al fin, me espanto
que Tulio la engrandezca
y al arte la anteponga y desvanezca,
sabiendo que Aristóteles decía
―padre de la mejor filosofía―
que en el nacer ninguno
merece o desmerece:
tal es el natural sin arte alguno.
El arte sí que adorna y enriquece:
él da luz al diamante
y perfección al oro.
Naturalmente Filomena canta,
siempre trágica amante;
yo, con arte aprendido
que a quien me escucha espanta,
pues hablo en lo que ignoro,
dándome grato oído,
admirados de ver que, tan pequeño,
intrépido me arroje
y que a los dioses de la tierra enoje.
Mas, como el alma es de esta casa el dueño
y la virtud unida
más fuerte viene a ser que dilatada,
y con el arte la región vencida
del aire fue de Dédalo pisada,
yo sé muy bien que puedo,
no digo ser Tifonte,
pero poner a las estrellas miedo
y, sin temer la pena de Faetonte,
volar de este horizonte
a la casa del sol y, en breves alas
―si ser tu ave, ¡oh, Jove!, me concedes―,
llevar a Ganimedes
a las doradas salas,
que el águila, conmigo,
es tórtola cobarde
y el gallo, mi enemigo,
cantor entre mujeres,
franco en la rubia Ceres,
entre quien hace alarde
de las pintadas plumas,
pues peñas son espumas,
y Toledos aldeas.
Presto ―como de márgenes leteas―
saldrá de mi museo
mi lámpara en tinieblas,
que quitará las nieblas
a los ojos del vulgo y al deseo.
Veréis allí lugares declarados,
hasta agora tan mal interpretados,
y que a Gelio y Turnebo
faltó la luz de Febo;
de Lambino y Durancio
y Lipso veréis presto
que todo fue cansancio;
yo soy a todos un divino opuesto.
Mirad aqueste pico y esta cara,
este negro lustroso.
¡Oh, dioses!, ¿cuál me escoge por su ave,
si quiere ser dichoso?
Que aquí mi dulce voz cansada para,
porque, si replicare, como muestra,
pueda volver más fuerte a la palestra».

Dijo, desvanecida, el ave impura,
funesta a nuestros ojos,
que teme engaños de la sombra escura
quien causa envidias y sospecha enojos.
No se movió la selva; solamente
le murmuró la fuente
y, esparcido, el ganado
que bajaba un pastor del monte al prado
dio groseros balidos;
los pájaros se fueron de sus nidos
silbando al orador y los oyentes
arrugaron las frentes,
al satírico tordo aborreciendo.
Filomena dulcísima, creyendo
que más información era importante,
solicitó el silencio circunstante
y, templando la voz con el süave
céfiro que en las aguas sumergía
las varias plumas que vistió aquel día,
movió la lengua en dulce acento y grave,
de suerte que a escucharla parecía,
por verla tan sonora,
que, bajando otra vez, la blanca aurora
purpúrea comenzaba a sonrojarse;
las flores, que la vieron duplicarse,
a sus plantas las hojas previnieron
por volver a bañarse
y, en vez del blando aljófar aparente,
el engaño bebieron.
Enmudeció la fuente,
que —dejando la margen que tenía,
las guijas, trastes ya de su armonía,
y menudas arenas,
de polvos de oro llenas—
dilató su cristal por todo el prado,
mirándole de flores esmaltado
por un espejo trasparente el cielo;
como pintura que, en lugar de velo,
por los cristales muestra las colores,
así, debajo de las aguas, flores.
Escucha, pues, Leonor, el dulce canto,
ya parte de tu honor, que estimo en tanto,
que, si la protección toca a los sabios,
reciben como propios los agravios.
¡Oh, pues, premia mi amor, que el tuyo solo
tiene más precio que el laurel de Apolo!

«Senado ilustre y claro
—dijo el ave amorosa,
templando el pico en la primera rosa—,
si con largo y retórico proemio
solicitar adulación quisiera,
en este siglo avaro
de la divina Astrea,
que con doradas alas
se fue a juzgar a las etéreas salas,
huyendo la Mentira atroz y fea,
temiera el justo premio,
que, entre deidades, culpa mortal fuera
y indigno agravio en el terreno gremio,
y, ansí, pienso que puedo
con breve exordio prevenir el miedo.»

Después que oí la voz de mi enemigo,
la materia que trata,
a lo que llega su arrogante ingenio,
la condición con que al mayor amigo
más venenoso mata,
y que la envidia fue su propio genio,
ni quiero que Cilenio
me influya, dicte y mueva,
ni que dulce Hipocrene
bañe de ambrosia pura
mis labios, ni volver con fuerza nueva
a la palestra dura,
donde a cantar sus inorancias viene.
¡Oh, mísero gramático,
solo en acentos y oraciones prático!
¡Y aun pluguiera a los dioses soberanos
que oraciones y acentos
supiera entre arrogancias espumosas!
Todo es obstentación y engaños vanos,
entre inorantes a su lengua atentos;
no aquí, donde las aves más famosas
común han hecho el fenis en España,
que en las fuentes del sol las alas baña.

»Afrenta al vencedor el vil sujeto,
pero, por mi modestia, que, en efeto,
nunca yo la perdí (ni en la tragedia
del infame Tereo
mi prudencia indignó su mal deseo,
que el sufrimiento la mitad remedia
de un trágico suceso,
que suele la venganza doblar tanto),
comenzaré mi canto,
defensa de otros que canté en distintas
selvas, si no fue llanto,
ya en dilatadas voces, ya en sucintas,
del arcadio Ladón y el Erimanto,
del Tajo y del humilde Manzanares,
y en las riberas fértiles sagradas,
de cedro y terebinto coronadas,
del río que venera los altares
de la cuna del sol que al sol dio vida,
y de su muerte la postrera cama.
¡Oíd, dioses, oíd!, que mi ofendida
sonora voz a la palestra os llama;
mi voz, que, de mi patria aborrecida,
no en todas, en algunas intenciones,
halló lugar en bárbaras naciones.

»Apenas en mi nido,
que de pajas torcidas fabricaba
mi padre, de los montes procedido
donde Pelayo a España restauraba
del africano fiero
―¡oh, amor, de la tragedia autor primero!―,
de plumas vi cubierto el blanco pecho,
a sus puntas humor comunicando,
y, siendo ya deshecho,
nuevas alas el céfiro cortando,
mostrarme tantas tierras,
ciudades altas y nevadas sierras;
cuando con dulce canto,
aprendido de tantos ruiseñores
que con varias colores,
ceñidos de laurel y rojo acanto,
enseñaban los tiernos pajarillos,
di muestras de llegar al palio santo.
Pero, antes de esta edad, en la más tierna,
cuando la sangre a la razón gobierna
y a los cantores grillos
cárceles fabricaba,
cogidos en los trigos,
versos sin forma en embrïón brotaba,
y cuando a los pintados colorines
con los nuevos amigos
la liga cautelosa les ponía,
y el alba de claveles y jazmines
la frente componía,
yo mis versos también, con viva fuerza,
a quien sin arte el natural esfuerza;
mas luego que con él, y que tenía
en la filosofía
seguro el fundamento
—que sin ella mil ciegos van a tiento
diciendo desatinos—,
canté mejores versos,
imitando los griegos y latinos.
Y cuando ya los vi puros y tersos,
dándome aliento juveniles años,
canté de amor las iras,
verdades y mentiras,
y, entre tantos engaños,
Rimas llamé también sus desengaños.

»Mas ya la primavera
animaba los árboles desnudos
con verdes almas por los troncos rudos,
las aves daban música a las flores
y una fuente parlera
a la noche contaba sus amores,
cuando ninfa crüel, que yo quería,
de aquella verde selva
―Eco el amor la vuelva―,
otro pájaro amó, grande y lustroso
―yo pienso que oropéndola sería―,
del bosque a Manzanares toldo umbroso,
más rico de vestidos y colores,
pero no de tan dulce melodía,
aunque cantaba en oro sus amores.
Elisa se llamaba
la ninfa, y era tan hermosa y bella
que el sol se la llevó para su estrella;
esta, porque yo quise
vengarme amando a Nise
(Nise, que me adoraba
y a quien cantar solía
luego que amanecía
el alba entre sus ojos),
mandó, por dar venganza a sus enojos,
a un cazador que en lazos me prendiese.
Prendiome, y de mi libre patrio nido
despojome atrevido,
sin que yo le ofendiese,
y en su cárcel me tuvo tiempo largo,
que a los presos jamás parece breve,
y con injusto cargo
―así tal vez a los jüeces mueve
ira, amor y codicia―
desterrome de selvas y de prados,
disfrazada en justicia,
la venganza amorosa.
Yo entonces de pastores y ganados
despedime llorosa,
y ellos también lloraron,
mayormente una vez que me escucharon
estas tristes canciones,
con más suspiros y almas que razones:

“Sola esta vez quisiera,
dulce instrumento mío, me ayudaras,
por ser la postrimera,
y que después colgado te quedaras
de aqueste sauce verde,
donde mi alma llora el bien que pierde”.

»Contra la selva Calidonia entonces
iba la armada del monarca hispano.
Seguí las gavias y banderas rojas,
sin espantarme tronadores bronces,
fuerte invención del alemán Vulcano,
supuesto que pasé varias congojas.
Allí canté de Angélica y Medoro
desde el Catay a España la venida,
sin que los ecos del metal sonoro
y de las armas el furioso estruendo
perturbasen mi Euterpe,
sirviendo el mar de arroyo sonoroso,
como en los prados fértiles corriendo,
que se transforma en cristalina sierpe;
y, para dar aliento más famoso
al estilo amoroso,
con dulces locuciones y colores
la pólvora dio olor, las jarcias, flores,
las velas, verdes toldos y doseles,
y los desnudos árboles, laureles.
Volví desde los blancos albïones
a la torre famosa del tebano,
donde puso el romano
eternas inscripciones,
y, desde allí, a las selvas y montañas
por donde, manso y ledo,
el Tajo celebrado,
dormido entre mastranzos y espadañas,
pretina de cristal ciñe a Toledo,
por sus ingenios fértiles dorado
más que por sus arenas,
retratando en sus aguas sus almenas.
“Salve —dije— a la cuna
del noble Garcilaso,
honor de España (a quien crüel fortuna
quitó la vida; ¡oh, lamentable caso
que villanos le diesen muerte fiera
a quien la envidia perdonar quisiera!);
y tú, Gregorio Hernández —dije luego—,
que a Virgilio nos diste castellano,
aunque a pesar de la mejor sirena,
en tus sacras cenizas arde el fuego
de tu memoria, que deshace en vano
olvido injusto de la gloria ajena,
que de tu culta vena
no puede eternamente
dejar de estar España agradecida,
ni tu patria de darte inmortal vida.
¡Oh, tú, Pedro Liñán, que injustamente
quiere el Ebro usurparte,
como Calabria a Títiro divino,
preciado de tu origen, para darte
lo que de ti recibe!
Pero responde el Tajo cristalino
que por tus versos vive
y que te vio nacer desde sus ruedas,
donde devana eternamente plata.
Tú, pues, que al docto Sanazaro heredas
―no sé si diga que es tu patria ingrata―,
¡oh, Francisco Gutiérrez!, vive, y viva
la corona de flores
que entre laurel y oliva
musas latinas a tu frente ofrecen,
pues, si las hay mayores,
mayores tus virtudes las merecen”.
Dije en los altos montes, y los sotos
y valles más remotos
se alegraron de verme,
y el Tajo, donde duerme
con sueño más profundo,
surtiendo plata y perlas,
el parabién me daba;
la Envidia me miraba
―monstro el mayor del mundo―,
pesándole de verlas,
con ojos retorcidos.
Yo, siempre con modestia
sufriendo su molestia,
alegré los pastores bien nacidos
y fui favorecida,
cuando más perseguida,
de aquel a quien el Tormes
humilla entre pizarras
el arrogante pecho,
que ciñen sauces y intricadas parras,
y, del valor divino satisfecho
y las hazañas a la luz conformes
de aquel Alba primera
que ya es planeta de la quinta esfera,
paga tributos fértiles y opimos:
Ceres en blanco pan, Baco en racimos.
Canté versos bucólicos
con pastoril zampoña, melancólicos,
que siempre tiene amor los fines trágicos,
todo celos, temor y encantos mágicos.
Allí cubrí con áspera corteza
príncipes generosos,
almas nacidas en los ricos paños
de la mayor nobleza,
iguales a los reyes poderosos,
que no villanos bárbaros y extraños.
Así pienso que fueron los Edilios
de Teócrito griego,
fundados en amor, si noble, ciego,
cuya invención se debe a los concilios
de aquellos labradores,
músicos de las aras de Dïana
—si ya no son de Orestes los cantores—
tindárida, la diosa siciliana,
mezclando los estilos, los amores;
mas, como quiera, vienen disfrazados
el gran rey Tolomeo
entre selvas y rústicos ganados,
y Lícidas también mitileneo,
Frasidemo y Antígenes,
que no cantó con la sonora trompa
del ciego Melesígenes.
Pues, ¿qué diré del claro Mantüano,
por más que el tordo bárbaro interrompa
fundamento tan llano?
¡Cuántas veces cantó claros Mecenas
y fuertes capitanes belicosos
en pastoriles fístulas y avenas!
¡Cuántas veces los reyes generosos
con los versos que hurtó de la Sibila
de aquella edad que leche y miel distila
por olmos, alcornoques y laureles!
Mas él, que no penetra los linteles
de las puertas jamás en los escritos,
todo lo llama errores,
todo inorancia y bárbaros delitos,
sin consultar los clásicos autores;
mas, ¿qué ha de hacer?, que su soberbia ciega
la luz del sol le niega,
y piensa que se escriben de villanos,
los pies sobre los trillos,
las hoces en las manos,
derribando los trigos amarillos,
o las sabinas por los montes canos
con el destral agudo,
al golpe respondiendo el valle mudo,
los versos sibilinos
de los cónsules dinos,
que a las selvas los lleva el gran poeta.
Pero ¿quién sufrirá los desatinos
de la crítica seta?
¿Quién esta gente mísera, inorante,
con ingenio pedante,
que a Dios la mano abrevia,
sin ver que cada día
sale del bello sol la aurora previa
y que en España Sanazaros cría
tan bien como en Parténope la bella,
intrépida doncella
de la parte mejor que el mundo tiene,
que a ser su reina viene,
pues distancias, edades y lugares
constituyen ingenios singulares?».

»Esto canté, y en mis primeros años
Amor fue mi maestro,
Anacreonte diestro;
pero luego pasé de sus engaños
con más ilustre genio
a dirigir la pluma y el ingenio
al patrón mantüano,
que canté con estilo castellano,
despreciado en España injustamente,
si bien menos hinchado y elocuente,
después que con los versos estranjeros
(en quien Laso y Boscán fueron primeros)
perdimos la agudeza, gracia y gala
tan propia de españoles,
en los conceptos, soles,
y en las sales, fenices;
y así, ninguno lo que imita iguala
y son en sus escritos infelices,
pues ninguno en el método estranjero
puso su ingenio en el lugar primero.

Mas, ¡ay, ave infeliz para la envidia,
a quien tanto fastidia
la fama y gloria ajena,
de triunfos, arcos y laureles llena!
Cayó mi dulce Isidro
en un villano pozo,
mas, no perdiendo el gozo,
(que mal pueden romper lanzas de vidro
en armas de diamante
ni pincel inorante
borrar la simetría
de la figura que pintado había
con divinos colores;
antes guardan mejor campos de flores
las márgenes de espinos,
que fríos desatinos
de ingenios envidiosos
descubren más las almas,
como las fuertes palmas,
que, resistiendo al peso,
levantan más los ramos vitoriosos),
de este feliz suceso
pasé a La Dragontea
y las cerdas del arco
―a pesar de Aristarco―,
en la resina indiana;
allí, dulces y infusas,
las antárticas musas
ciñeron de corales, como grana
del rojo pez de Tiro,
mis sienes españolas,
y codició su mar con altas olas
agradecer al Tajo
tan lucido trabajo
en término tan breve.
Mas, como nunca paga lo que debe
la patria, dejé aparte
las trompetas de Marte
y canté las desdichas
de un peregrino en ella,
mejores para dichas
de quien tuvo en nacer la misma estrella.
Esto en el claro Betis,
donde le esperan Anfitrite y Tetis,
de pacífica oliva coronado,
entre barcos de plata y oro echado,
y Herrera, honor del griego y del latino,
a pesar de inorantes, fue divino.

Después, volviendo al Tajo, desatado
el cuello perezoso
del carro de las cándidas palomas,
triunfo de Venus y de Amor vendado,
padre del tiempo ocioso,
en el sacro Jordán mi musa embarco
y en olorosas lágrimas y aromas
del Líbano frondoso
pasé de nuevo el arco
y, despreciando bárbaros amores,
canté los betlemíticos pastores,
hallando más ventajas
en adorar un sol nacido en pajas
que en vanas hermosuras.
No pude deshacer tantas pinturas,
pero pinté sobre ellas
canciones al autor de las estrellas,
nuevas Rimas divinas, amorosas.
Y, porque ya para mayores cosas
me llamaba la edad, troqué la lira
en la trompeta heroica de la Fama
y, como ya canté la dulce cuna
donde al divino sol parió la luna,
en veinte libros la postrera cama,
donde venció Ricardo al Saladino
en las riberas del Jordán divino,
que del fruto dorado de sus palmas
coronaba las frentes y las almas;
Ricardo, pío inglés, abuelo santo
de los mejores reyes de Castilla,
conquistadores de la gran Sevilla,
puerta de un mundo que nos honra tanto,
pues por España antárticas regiones
―que ignoró Tolomeo―
saben el Evangelio y fe de Cristo,
y llegan los castillos y leones
a la cama de Apolo didimeo,
como por Luso al polo de Calisto.
Decilde al ave fúnebre, deidades,
trocando por verdades
esta envidiosa tema,
que emprenda algún poema
que intente honor a España.
Es la reprehensión fácil hazaña,
pero el tomar la pluma
no se concede a todos.
¡Oh, cuántos que blasonan de mil modos
que desprecian humana competencia
en la más breve suma
nos muestran sin prudencia
su engaño y su ignorancia!:
del decir al hacer hay gran distancia.

»Canté la historia trágica
de quien se ríe el tordo;
siguiendo los antiguos escritores,
todo es verdad lo de la nave mágica,
pero ¿cuál envidioso no fue sordo
y ciego a sus divinos resplandores?
Los episodios que ilustré mayores,
que paréntesis deben
en el docto retórico,
no comprehenden al poeta histórico,
puesto que necios críticos lo aprueben;
ni comencé mi historia
por el huevo de Leda;
mas no tiene memoria
quien lee con envidia,
que, como le fastidia
que ajeno honor le exceda,
no hay cosa heroica que agradarle pueda.
En el fin, imité cuantos poetas
claros celebra Italia;
pero si Ovidio y el divino Estacio
están en lengua siria,
envidia, para ti, mal interpretas
―¡oh, Momo de Accidalia,
cuyo chapín te ofende!―
la imitación que ignoras
y mi humildad pretende;
mal en la playa tiria
te cansa Garcerán, gloria de España,
Manrique, honor de Nájara y Triviño,
cuyo valor desdoras;
mal con tu negra tinta
presumes detener cándido armiño
a quien la aurora en sus jazmines baña
y pone el sol en su dorada cinta.
A Ismenia el arte pinta,
como a Camila el docto mantüano,
el Taso a Arminda bella
y el ferrarés la hermosa Bradamante;
pero mejor se alaba el castellano
de la ilustre doncella
que llamaron Varona,
que al rey aragonés prendió arrogante,
origen del linaje Baraona.
Mas es la admiración, cual siempre ha sido,
hija de la inorancia;
Juana fue ejemplo restaurando a Francia,
sin otras mil mujeres varoniles,
más que Alejandros, Hétores y Aquiles;
ni de Zenobia despreció Aureliano
triunfo y laurel, ni el ser restitüido
Enrique de la fuerte Margarita;
el acero belígero en la mano
y en el cabello espléndido esparcido
el peine de marfil, alta vitoria
desde el espejo al campo solicita
Semíramis valiente,
pero mejor en la sagrada historia
Débora, israelita,
gobierno de tan ínclitos varones;
mas quien no ve la luz, tampoco siente.
Yo canté, finalmente,
los mártires japones,
porque mi voz no agradeciese solo
el mar que el Duero, el Tajo, el Betis bebe,
sino el que tiene por cenit el polo
más oriental, pero sin causa emprendo,
aunque al honor se debe
daros satisfación, si la tuvistes,
aves, selvas y montes;
aunque pienso que ofendo,
pues que mi voz oístes,
dilatada por tantos horizontes
desde la infancia mía,
si os acordáis, cuando cantar solía:

“La verde primavera
de mis floridos años
pasé cautivo, Amor, en tus prisiones”.

»¿Qué monte, selva o fiera
no se movió con escuchar mis daños
en estas y otras célebres canciones?
Mas haced reflexión en la memoria
de novecientas fábulas oídas
por toda España, y muchas dilatadas
al pacífico mar, que no hay historia
que tantas nos proponga referidas,
cuanto más estampadas,
que a menos humildad causaran gloria;
y, así, debe advertirse
que esto no es alabarse,
a nadie preferirse,
a nadie aventajarse;
es solo defenderse
y a viles objeciones oponerse,
pues que por ley divina
y humana se concede
la natural defensa:
naturaleza inclina,
en cuanto el hombre puede,
a resistir la ofensa.
Y, pues las leyes quieren
que el honor se anteponga
aun a la misma vida,
justo derecho adquieren
los que, cuando se oponga
la envidia fementida
a la verdad con actos adquirida,
intenten su defensa y de su furia
se libren con modestia.
Las leyes llaman lícita
la defensa del hombre
a la fuerza y la injuria,
al agravio y molestia;
común es este nombre
y el natural derecho de las gentes.
Sufren los inocentes
los agravios ocultos,
mas no podrán los públicos insultos.
Murmura el blando céfiro y las fuentes
no haberme defendido;
luego fue permitido
dilatar mi defensa en versos cultos.
Si los jurisconsultos
la acusación presumen por envidia,
por ella es bien que reprobarse deba;
calumnia el que no prueba;
la mentira fastidia,
supuesto que nos mueva,
vestida de retóricos colores.
Deidades, selvas, montes, fuentes, flores,
no quiero más defensa
que ser vosotros cándidos testigos
de la voz que escuchastes tantas veces:
ya os consta de la ofensa
y, aunque dulces amigos,
seréis también jüeces,
que yo doy fin aquí, por no cansaros
y por tener lugar para alabaros.
Todos sabéis mi pena:
defended vuestra dulce Filomena».

Ya de las fuentes la sonora plata
que por las altas márgenes bullía
manso rüido de cristal desata,
aplauso justo en música armonía;
alegre por el prado se dilata
y nuevas a los árboles envía
con el crespo Favonio, que le hurtaba
las blancas perlas que a las hojas daba.

Ya las aves también, que al dulce canto
estuvieron atentas, respondían
con acordadas voces y entretanto
las selvas la vitoria conferían,
cuando, teñido de envidioso espanto
de ver que darle el premio proponían,
el tordo quiso responder, haciendo
con las funestas alas ronco estruendo.

Pero los dioses luego decretaron
la sentencia en favor de Filomena
y a su eterno silencio condenaron
el tordo, que hoy con tal vergüenza suena,
y que, si hablare, por piedad mandaron
que solo sea, del delito en pena,
lo que aprendiere con mortal fatiga,
sin saber lo que dice, aunque lo diga.

Canta, fenis del bosque, canta, alado
espíritu, que en venas tan sutiles
escondes voz que el inmortal senado
escucha por los cándidos viriles;
mezcla con suavidad, clarín sagrado
―sin que puedas temer pájaros viles―,
al género cromático y diatónico,
con intervalo dulce el enharmónico.

Haz puntos sustentados, haz intensos,
haz semitonos, diesis y redobles,
que vivirá tu voz siglos inmensos
entre almas puras, entre ingenios nobles;
así penetra el sol círculos densos
y a la ruda segur los toscos robles
caen del tiempo, agricultor sin fama,
cuando palma inmortal nubes enrama.

¿Qué importa que cornejas, que siniestra
infame multitud de rudas aves
aniquile tu voz sonora y diestra,
si semínimas son para tus claves?
Deciendan a la música palestra
y tus decenas altas y süaves
verán Olimpos donde el tiempo llama
eternas las cenizas de tu fama.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera