Dase luz en común del árbol de Apolo a los que se andan por las ramas.
Escudo 5º
En la orla del retrato dicen malas
lenguas
que no hicieron buenas sombras las ramas de un laurel. ¿Quién tal pensara de aquel árbol tan agradable al sol? El
sabio,
empero, vio las pestañas de la calumnia desveladas contra la ingenuidad de las luces. Mucho ha que pregonaron la guerra las tinieblas a sus resplandores. Así,
Platón
los vio siempre opuestos con distintas armas. El gran Basilio, empero, cantó la victoria por la parte de la
claridad:
«con el sonido de la palabra de Dios
–dice–
prorrumpió el ampo de la luz; desde aquel instante abandonó las obscuridades». Adagio hay que
mofa
esta batalla.
Teócrito
reía
la brutalidad del marrano desafiando los desvelos de Minerva. Esta es aquella tela donde a tanto que se corre y no se cansa el torpe de porfiar contra la paciencia del
estudioso.
Campo aplazado del aullido de la ignorancia al mérito de la modestia, negará hasta ruidoso, mas no pasará de molesto. Es de muchos en número, pero pocos en precio; solo distingue en ellos el traje cuanto conforma la brutalidad.
Plutarco
refirió la oración de Tito Quincio a los aqueos cuando Antíoco le presentó a Grecia armadas las copias de los asirios. Era la multitud variada de distintas lucientes armas, aunque sobrepuestas en unos mismos flacos individuos. Peleaba la turba en la admiración de los griegos más que merecía el valor de los orientales; la diversidad de armas fingía fuerza de alientos. Reconvino el cónsul, entonces, tanta confusión con solo un ejemplar. Dijo que, cenando en Cálcide, se le ostentaron, dos veces, admirables las mesas: la una con la multitud de platos; la otra con la distinción de los condimentos. Lo primero difícil a la comprensión de la vista; lo segundo provocable para la variedad del gusto. Conociole el huésped la admiración y sellole en la boca lo que se había asomado por las palabras.
Díjole,
pues: «Quincio, aunque muchas las formas, una es la instancia eso que ofrece tanta variedad; todo es carne de
puercos,
a cuya rudeza ya se llegó su san Martín». Parece que antevía el romano la multitud de
brutos
en diferencia de pieles que se han
armado
contra la veneración del
Templo.
Empero ¿qué importa la pluralidad distinta en disonancia de trajes si es toda una armonía de juicios? Los ignorantes tienen el alma tan sin ejercicio racional que les sirve solo de sal, como a los marranos, para que no se les corrompa el cuerpo.
Cicerón
lo tomó de Crisipo para significar la rudeza de los animales.
Esta
ignorancia
ruidosa tiene rápido el torrente de las voces y secos los manantiales del entendimiento. La definición se le debe a
Estobeo.
Llamola: «río con muchas lenguas de agua, sin gota de razón».
Difícil
es que produzcan a sus orillas salobres los verdores sagrados del
laurel.
Calumniáronse
aquellas hojas por corona del autor, siendo jeroglífico de distintos
triunfos.
Mirose mal de un solo oficio cuando alcanzaba bien a insignia de tantos aparatos. Era nota de Apolo para honores ajenos, solicitando agradecidos, y
vituperose
por jactancia vana al dueño haciendo delincuentes. El lugar que ocupaba tan determinado mereciera explicar su intento más bien prevenido. Si no pasaba de la orla ya manifestaba hasta donde llegaba su determinación. No le ha tomado una mano a Plinio, quien no se dejó llevar de la suya hacia esta noticia.
Dice del laurel que ofrece las ramas desde su raíz, fáciles a formar cercos. Esta aptitud le ferió aquel lugar. Ya se ve que pasa a vanidad de nadie, pues se queda en la necesidad de aquel oficio. El mesmo
Plinio
convida con la propiedad deste árbol. Desde su inclinación a la gloria de los triunfos, lo destinó al adorno de los umbrales pontificios y por la cultura de las puertas cesáreas. Eso proprio obraba a la entrada de un libro que, llamándose
Templo,
cumplía con ambos motivos.
Séneca
le enseñaba esa erudición a Polibio cuando le prevenía los
atrevimientos
de la fortuna, flechándose aun contra las puertas laureadas de los templos. Tanto a que se disparan las
ignorancias
contra esta costumbre. Nunca les valió el color de su verdad, para no ser blanco de la mentira.
Más bien que otras, pues pudieron estas puertas usar los laureles, la mansión
fue
de Apolo y este árbol prensa debida a su nombre. Por eso
Plinio
le dio el imperio de las plantas. Ese honor le antepuso aun a su eterna juventud y a las banderas que tremola pacíficas. El hallarse eminente en el
Parnaso
la destinó para amable a la deidad. Si es suyo el árbol, ¿dónde más bien plantado que en jardín que es suyo? También
Virgilio
le conoce el dominio entresacado de obras acreedores a las deudas de otras plantas, haciendo esta propio feudo del sol, a cuyos oficios poéticos siempre tributa sus dispuestas fecundidades.
Virg.
Ecclog.
Populus
Alcidae gratissima, vitis Iaccho
Formosa Myrtus veneri sua laurea Phebo
Agradabilísimo
el olmo
a Alcides, la vid a Baco,
el mirto a la hermosa Venus,
y para Apolo su lauro.
Garcilaso le
bebió
esta
erudición
al
poeta.
Felicidad sospechó el hallar las pruebas tan corrientes para las
aguachirles
que se pretenden concluir.
Garcil.
Eglog. 3
El
álamo de Alcides escogido
fue siempre, y el laurel del rojo Apolo;
de la hermosa Venus fue tenido
en precio y en estima el mirto solo.
Ausonio, quizá por
parecer
más
poeta
que
otro,
dejó los demás por arrimarse solo a este árbol. Juzgó que en su tiempo le daría mejor sombra que la que hace al presente. Sentenció, tan debido este honor a Apolo, que si se lo
negase
la calumnia se lo pleitearía la notoriedad.
Aus.
Gal. Epig. 101
Invide
cur properas cortex operire puellam?
Laurea debetur Phœbo si virgo negatur
¿Por
qué, corteza invidiosa,
la Dafne encubres apriesa?
El laurel se debe a Apolo
árbol viva o virgen muera.
Y antes, otra vez
Plinio
le tenía
adjudicada
esta deuda a Apolo, desde
cuando
las
deidades
se poseyeron del fruto de los árboles. Entonces la gentilidad agradó a Júpiter con la solidez de la encina; acarició a Minerva en la fecundidad de la oliva; galanteó a Venus de la amenidad del mirto; armó a Hércules por la proceridad del olmo; y coronó a Apolo con la majestad del laurel.
Sobre tan digna
Antigüedad
pisaba esta
costumbre,
¿cómo pudo ser
atrevimiento
vano lo que merece alcanzar a
imitación
loable?
Si
se coronaba el libro, fue valerse de sus insignias; si se orlaba el retrato, fue ostentar la profesión. En cualquiera de ambas acciones estaba como preciso y en la primera parece que se manifestaba expreso. Allí se inclinaba a los
ingenios
que habían contendido en la justa cuyas obras cantó el
volumen,
bien los expresaban los instrumentos que pendían de aquellos ramos. En las cítaras se explicaron los ritmos
graves
y a cargo de las flautillas se cedió el de los
festivos.
Baste Elías
Vineto
para noticia desta tradición (entonces comentaba a Ausonio): a diversas contiendas repartió distintos honores, empero todas coronas. El aliento que contendía en honor de Júpiter de acebuche dice que rodeaba la frente; esta corona se llamaba olímpica. El calor que se encendía a gloria de Apolo en laurel anegaba las ondas del cabello; esta guirnalda se diferenciaba pitia. Quien persuadiere que incurren estas
imitaciones,
debe probar que erraron aquellas
Antigüedades.
Allá se lo haya con el
Máximo
de los Valerios el que debe ser
mínimo
de los
sacristanes.
Dice
que basta para asentar
bien
el pie el
seguir
las huellas aún menos señaladas en el
ínclito
polvo de los pasados
siglos.
Aun antes de llegar al intento particular, restan obras
comunes;
ya que no se respeten, váyase considerando cuántos usos lograron los laureles de oficio excusados todos de vanidad.
La
elegancia
romana
deseó, tal vez, que dijese una ceremonia elocuente lo que embarazarían muchas voces superfluas. Roma, que adoraba la noticia de sus
victorias,
antes que las cartas dijesen las de sus escritos, dispuso que lo explicasen los laureles con que se rodeaban.
Livio
refiere
uno
de los actos en que el orbe veneró esta significación. Fue gozando Cayo Licinio una de las dos insignias consulares. Entonces, mostró al pueblo laureadas las cartas de Paulo Emilio en que le daba a Roma la victoria de Perseo, rey de Macedonia. Esto no se atribuye a jactancia, sino a
costumbre.
Eso mismo ofreció Lampridio desde su diligencia hasta nuestra noticia. Fue al
tiempo
que Alejandro Severo sobrepuso al apellido de Pérsico el nombre de Póntico. Entonces, le trajeron tres laureles, implicados a tres misivas, otras tantas victorias; así sonaron mejor antes en sus ojos, que se vieran después por sus oídos. Coronolas, desde Mauritania, hasta su agrado Furio Celso; adornolas, desde el Ilírico, para su estimación Vario Macrino; y laureolas, desde la Armenia, a su conocimiento Junio Palmato.
Ovidio
supo acordarse desta ceremonia bien elegante:
Ovid.
Amor. Tb. 1 Eleg. 11
Non
ego victrices lauro redimire tabellas
Nec Venus media ponere in aede morer
Yo
no excuso coronar,
con el laurel victoriosas
las cartas, ni colocarlas
en el templo de la diosa.
Si aquel libro pudiera haberse disculpado con esta propria razón, dígalo su oficio. Particular obligación de su cargo fue referir la
contienda
de las poesías y en ellas las que consiguieron llamarse
victoriosas.
No es delito que se prefiera una
señal
prevenida a lo que han de razonar muchas líneas dilatadas. Dirá
alguno
que no quiere como pisto de enfermo lo que apetece como pasto de bestias. ¿Cuántos
aborrecen
la cultura breve del jardín por el
desaliño
agreste del prado? Es impertinente melindre coger la flor con dos dedos cuando se puede segar la yerba a cuatro pies.
Débasele a
Ausonio
que aun para contar edades felices coronó los años de laurel. Eso parece que denota en el
tiempo
de Tito insinuar con ese honor las frentes de Jano, deidad que miraba los años futuros y pretéritos.
Auson.
Gal. Induob. Cesaribo.
Ter
dominante Tito, cingit nova laurea Janum.
Tres
veces felice,
el trifonte Jano,
dominando Tito,
ciñe nuevos lauros.
Con esta piedra pudo también calcularse el volumen; entonces fuera más que nunca blanca. En él se contienen aquellas
edades
dichosas en que el ministerio purísimo ha conseguido algún favor
apostólico.
Los años tiernos que le han tributado algún obsequio limpio hasta (por esto solo) el siglo feliz nuestro en que logró la deseada bula de N. S.
Alejandro
VII, cuyo
sacro
pie logre, postradas, cuantas ceguedades caminan torpes sin el báculo de la fe católica.
Aún de más remedios pudieran servir los laureles sin el frenesí de ponérseles a algunos en la
cabeza
que se habían subido a la del autor; bien que, aún encendidos de esos ardores, se limpiarían de la calentura. Váyase hacia
Pomponio
Leto el lector
achacoso
de
noticia;
hallará las armas victoriosas coronadas de laurel. Quien había lidiado con fortuna las usaba después por insignia. Iban,
entonces,
ostentándose premio del contendiente sin que se asomase a jactancia del
coronista.
El
triunfante
llevaba aquel honor desde sus sienes al Capitolio; deponíalo allí de la frente al regazo de Júpiter. Tampoco le ocurrió al
lerdo
el seguir el fácil camino desta metáfora tan
llana.
Los que en la justa merecieron
honores
o consiguieron premios no sería impropio insinuarlos de triunfantes; fuerte cosa que en metáfora que tiene tan poco de duro se descalabrasen tantos, que se han de disculpar con los tontos. Aquellos, pues, mejor que al Capitolio llevaron el laurel al
Templo;
si allá se humillaba al obsequio del rey de las fábulas, aquí se rendía al agrado de la emperatriz de las
eternidades.
El uso del laurel sobre la crencha victoriosa del
Diocleciano
acaba de persuadir que se quedaba en insignia, sin adelantarse a soberbia; que denotaba
oficio,
antes que dijese vanidad.
Cuando
le trajo a Roma el triunfo de la mayor parte del orbe, y en su pompa el despojo caro de tantas naciones: el oro, como desconocido, en los ejes de los carros; las piedras, sangre mejor de las venas del Oriente, derramadas en la multitud de los tellices; los caballos, que litigaban el color con la nieve, perdido el pleito por el soborno de los diamantes; tiranizado el lugar a todo, solo se le guardó justicia al laurel restituido a la cabeza. Conoció el triunfante que sería más adorno el que significaba que el que enriquecía. Por eso
Pomponio
dice
que fue
uso
de los
monarcas
antecedentes, no por esterilidad de coronas para tanto ministerio, sino en circunstancia de tan propria significación para aquel aparato.
Esto que ha sembrado la oportunidad será pasto
necesario
para algunos, para muchos manjar desconocido. Así, gustos que desprecian el color pajizo en la solidez del oro, cuanto les brilla rústico en la flexibilidad de la paja. Heráclito lo usó como refrán para que Aristóteles lo predicase como doctrina; y aun prefiere en esta ciencia el instinto de los asnos al
estudio
de los
hombres.
Aún más fuerza reservada le queda al
valor
de los laureles, hasta aquí ha luchado con armas comunes; restan ahora las particulares. Llegó a conveniente; subirá hasta
forzoso.