Información sobre el texto

Título del texto editado:
“La Ciega de Manzanares”
Autor del texto editado:
Salido Estrada, Agustín
Título de la obra:
La Alhambra. Periódico de ciencias, literatura y bellas artes
Autor de la obra:
s.n.
Edición:
Granada: Imprenta de Sanz, 1840


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La Ciega de Manzanares.


No siempre el genio ha sido acatado y conocido por los hombres; no siempre el genio ha ostentado una corona de laurel sobre su frente. El abandono en la educación, los pocos recursos con que a veces cuentan los padres de esos seres privilegiados suelen privar a las naciones de algunos nombres que un día podrán ocupar un distinguido sitio en las páginas de su historia. Rara vez el genio solo se abre un camino para llegar al templo de la gloria; casi siempre el estudio y solo el estudio solo conduce a él, pero de poco servirá este cuando se emplea en persona cuyo cerebro no esté bien organizado para recibir esta clase de impresiones. La palma crece ella sola en los arenales de los desiertos, pero este ejemplo no puede ampliarse al hombre, que necesita desde sus primeros años una mano que lo dirija, una persona que se interese en su salud, en su bienestar y en su educación.

Entusiasta siempre del talento, tengo hoy una satisfacción en publicar la existencia de uno de esos seres desgraciados que por sus felices disposiciones merece muy bien una ojeada benéfica del gobierno, ya que la recibe de toda persona filantrópica que la ve.

Pocos momentos hacía que había llegado a uno de los paradores de la villa de Manzanares, provincia de Ciudad Real, el día 24 de julio de este año, cuando llamaron a la puerta de mi cuarto con la mayor moderación. Pregunté quién era, y me contestaron: “Señor, ¿gusta Ud. escuchar algunos versos a la pobre ciega? “Espérese usted” la dije, y me apresuré a abrir la puerta. Ya hacía tiempo que tenía noticia de esta poetisa por un amigo que me leyó en su cartera de viaje algunos apuntes que sobre este incidente tomó en dicha villa por el año pasado de 1836, y esta fue la causa de haberla hecho esperar; si no, hubiera creído, como los demás compañeros de viaje, que era de una de esas muchas vagamundas que ganan de comer en las posadas ya cantando, ya tocando o recitando esos romances insulsos a veces y a veces inmorales, obra de sus desgraciados compañeros. Abrí la puerta, y hallé, en efecto, a una joven ciega, vestida pobremente, y cuyos ojos se esforzaban en vano para verme. Saqué al corredor unas sillas, nos sentamos, y la pregunté su nombre.

— María Francisca Diaz Carralero me llamo.

— ¿Y cuántos años tiene usted?

— Veintiuno.

— ¿Tiene usted familia?

— No, señor. Quedé huérfana muy pequeña; solo tengo una hermana casada y con hijos; esta me da de comer, bastante hace la pobre.

— ¿Y en qué se ocupa usted?

— Ahora en estudiar latinidad. Hace tres años que pasó por aquí el conde de Valle de San Juan, el que, habiéndome oído, se declaró mi protector y me hizo poner en el estudio a su costa, y darme un real diario; esto duró un año, porque le escribieron, sin duda algunos enemigos míos, que tenía mala conducta y no estudiaba; y era falso, porque mi vida se reducía entonces, como hoy, a estudiar y a pedir limosna por las posadas.

— ¿Y cómo hace usted su estudio siendo ciega?

— Todos los días reservo de la limosna que me dan dos cuartos para dárselos a un muchacho del estudio por que me lea, y de este modo aprendo de memoria mis lecciones; además, guardo todos los meses sin que lo sepa mi hermana para pagar a mi maestro una lección más que recibo todos los días, y lo restante se lo entrego a ella para que me vista y pague al director.

— ¿Y recoge usted mucha limosna?

— Algunas veces sí, otras no; ahora mismo he llegado a todos los cuartos de las posadas, y ningún viajero me ha querido escuchar, sino usted; pero yo los disculpo; vendrán rendidos del viaje.

— Pues yo pienso de diferente modo; creo que esos señores se habrán figurado que les iba usted a recitar algunos versos que ellos estuviesen cansados de oír o esa cáfila de romances insulsos que suelen cantar sus compañeros, y esta, a mi parecer, habrá sido la causa de haberla despedido sin quererla oír.

— Pues, señor, se han engañado, y, en prueba de ello, deme usted asunto y pie para una décima, y verá cómo, aunque mala, es original.

Y al decir esto ya estábamos cercados de todos mis compañeros de viaje, que, al oír nuestro diálogo, habían venido a escucharlo.

—Vamos, pues -le dije-; aquí hay muchos señores oyéndonos. El objeto de usted es pedir una limosna, ningún pie más natural que "Tened compasión de mí…"

Todos esperábamos que recogiese algún tanto su imaginación para componer su décima; mas de pronto alzó hacía el cielo sus ojos y empezó a decir de esta manera, admirándonos la facilidad con que concibió el pensamiento y el modo con que lo expresó, sin detenerse siquiera en un verso hasta concluir.

Ved que mi imaginación
no tiene fertilidad,
y no puede en realidad
usar de más perfección.
Elogio vuestra atención,
la que en todos conocí.
Tanta bondad nunca vi,
y, puesto veis mis esmeros,
apreciables caballeros,
"tened compasión de mí."


Todos quedaron complacidos de aquella facilidad, pero yo dudé si le habría dado un pie sobre el que ya hubiese compuesto, y quería cerciorarme de si en efecto improvisaba, por lo que la pregunté al momento su tendría inconveniente en que le diese otro pie; respondiome que no, y le dije el siguiente, advirtiéndole que en él iba encerrada la idea de la composición: "Verme sin padres y ciega"

Casualidad había de ser darle dos pies seguidos, y que sobre ellos hubiese ya trabajado la ciega; pero, si pronta estuvo en empezar a recitar la décima anterior, conociendo sin duda la causa que me había impulsado a darle este último pie, apenas concluí de decir ciega cuando empezó de este modo sin titubear hasta su conclusión:

¿A dónde podrá llegar
el ser mis hados contrarios?
¡Cuánto inconstantes y varios
se quisieron demostrar!
Preciso es manifestar
lo que mi orfandad no niega
al caminante que llega
y me presta su atención,
causándole compasión
"verme sin padres y ciega. "


Ya no nos quedó duda de que la ciega era poetisa y de que improvisaba. En tanto, otro compañero suyo tocaba en el patio un wals en el violín por el tono de fa menor, y ella lo escuchaba con cierta melancolía, cuando dijo a media voz “Los tonos menores me entristecen; tienen una languidez…” Increíble parecerá que esta mujer del pueblo, ciega desde su nacimiento y que por su estado no ha podido leer, conozca ciertas palabras de nuestra lengua y, conociéndolas, que haga una aplicación tan exacta como al hablar de los tonos menores, y que lo haga diciendo que tienen una languidez… Este es el verdadero genio; de esta ciega se puede decir que es una hermosa perla encerrada en su concha.

Los compañeros me rogaron la pusiese otro pie, y la dije:—Ya sabrá usted que hoy son los días de nuestra augusta reina gobernadora.

—Sí, señor.

— Pues voy a darle a usted un pie para que componga algo análogo a su situación, y al personaje a quien se dirige; el pie es este: "Cristina, por ser tu día."

— ¿Le parece a usted, dijo, que me figure estar viendo a su majestad y que la recito esta décima?

— Haga usted lo que guste; ¿quién es capaz de sujetar la imaginación de un poeta? ... Pero ¿cómo se figura usted a la reina?

— Yo me la figuro una señora hermosa, porque me han dicho que lo es, sentada en un sillón cubierto de seda, y encima un solio que me parece serán unas cortinas de la misma tela, muy bien puestas y de muy bonitos colores 1 .

“Vamos a la composición”, la dije, y empezó y concluyó de esta manera su décima, con la misma felicidad que las anteriores:

A tus reales pies postrada
está con suma humildad
una ciega que, en verdad,
¡fue siempre tan desgraciada!
No me dejes desolada.
Sé, ¡oh, reina! conmigo pía.
Sedienta estoy de alegría
y, pues hoy te llego a hablar,
tu favor debo esperar,
"Cristina, por ser tu día."


— ¿Y podría usted componer un soneto— le dije— , si yo le diese el pensamiento?

— Sí, señor, pero a los versos de arte mayor no me he dedicado tanto, porque usted conoce que gran parte de las personas a quienes casi siempre me dirijo no conoce más bellezas en la poesía que ese sonsonete de los octosílabos.

— No piense usted que yo le quiero exigir que improvise un soneto — le repuse —. Un soneto sabe usted que es la composición más difícil en la poesía, por las muchas exigencias que tiene…

— Sí, señor, ya lo sé; y ahora me estoy acordando — prosiguió riyéndose— de una anécdota que me contó no sé quién, de un maestro que ofreció a su discípulo un duro por cada verso bueno de un soneto que hiciese, y un pescozón por cada malo; llegó el caso de presentárselo, y el discípulo sacó veinte reales, pero llevó trece pescozones.

— Pues bien, se va usted a encerrar sola en una habitación y a componer despacio un soneto describiendo su triste estado.

Al oír esto se levantó y entró en el cuarto que más cerca halló abierto. No se habían pasado diez minutos cuando salió y nos recitó con alguna pequeña variación (que ella admitió gustosa) el siguiente soneto:

Nací, y en el nacer quedeme ciega
y lloré sin saber mi desventura.
Hoy, sumida en recuerdos de amargura,
solo el llorar mi corazón sosiega.

Su luz, su resplandor el sol me niega;
nunca vi de la luna la hermosura,
ni admiré de la nieve la blancura,
ni vi este rostro que mi llanto riega.

A inspirar compasión no sé si acierte
este cantar de la divina ciencia
que me legaste, desgraciada suerte.

¿Quieres que sufra y ceda a tu influencia,
arrastrando esta vida hasta la muerte?
Pues mírame sufrirte con paciencia.


Contentísimos quedamos todos de la ciega; pero uno de los viajeros la dijo que para concluir hiciese una décima libre; ella pidió pie, pero, oyendo que no se lo daban, dijo así:

Hoy Apolo está enojado,
y no quiere, ciertamente,
darme a beber en la fuente
que en el Parnaso ha fijado.
Las musas ha retirado,
y, rebosando en dolor,
quejosa estoy de su amor
que no se mostró propicio,
y no me dio el beneficio
de su singular favor.


Pasar a hacer el análisis de estas composiciones sería mucho exigir, y hasta ridículo, cuando se trata de una mujer en quien solamente obra el genio sin adornos de ninguna especie, a pesar de que el tiempo que hace que está estudiando latinidad se ha dedicado con incansable anhelo a aprender el arte poética de Horacio y nuestra retórica, por lo que, siempre que comete alguna figura, la denomina después para demostrar que al usarla lo ha hecho con todo conocimiento.

Al despedirnos de ella la dimos algún dinero, y no quiero dejar en silencio las terminantes palabras que nos dijo: “Más aprecio ya los consejos y la lección que me han dado ustedes que esta plata que han tenido la bondad de entregarme”. Esto no lo dice más que una persona que tiene un alma desprendida, un alma de poeta.

Bueno fuera que, bien la Diputación Provincial respectiva, bien el señor Jefe Superior Político de la Provincia, hiciesen cuanto estuviera de su parte para que esta joven tuviese una plaza en el colegio de sordomudos de Madrid. ¡Cuánto más partido pudiera sacarse del talento de esta mujer que no del de otros muchos en los cuales no ha sido tan pródiga la naturaleza! ¡Ojalá que este artículo halle acogida en las autoridades, y que hagan estas variar la desgraciada suerte de la pobre ciega de Manzanares!

Almodóvar del Campo. 7 de agosto de 1840.


Agustín Salido.

1





1. Todo lo que pongo en boca de la ciega, aunque parece impropio atendida a su clase, es el mismo lenguaje de que usaba; testigos más de veinte viajeros que la escucharon. N. del A.
1. 

GRUPO PASO (HUM-241)

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