[Elogio en la muerte de Gabriel Álvarez de Toledo]
No aparece el título. En el margen izquierdo hay una anotación a lápiz: «Elogio de D. Gab. A. de Toledo».
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Decía Aristóteles que para adquirir una sabiduría sólida eran necesarias tres cosas: la
naturaleza,
la
doctrina
y la
ejercitación;
porque sin ellas, aun en las cosas menores, se trabajaría en vano. Es la costumbre tan poderosa, si ha echado hondas raíces, que el apartarse de seguirla cuando no ha encaminado a lo ilícito, y torcer la fuerza de su inclinación, más que a prodigio de la naturaleza, se debe atribuir a milagro de la gracia. Por esto decía Horacio que aunque la horca se arrimase al árbol para enderezarle, siempre conservaba el vicio.
Las plantas, en el huerto, cuando no tienen el
cultivo,
si dan abundancia de flores, por lo común se ven desnudas de frutos, y toda su lozanía se desvanece con el más leve cierzo. Los árboles silvestres, con el castigo de la mano, admiten el injerto y dan la fruta delicada y con sazón. El caballo se aliciona con la espuela y la vara, y sirve para el uso y conveniencia del hombre. Aun los más indóciles brutos se domestican con la enseñanza. Pero cuando la
naturaleza
ha corrido libre a su inclinación, el vencerla estando en su mayor vigor es obra de superior influjo; por lo cual era de sentir el Crisóstomo que cuando se ejecutaba algo que superase la naturaleza de suerte que incluyese en sí lo honesto y lo
útil,
era claro que se hacía por cierta virtud y asistencia divinas. De esto nos da manifiesto testimonio nuestro
insigne
académico
don Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer, cuyo elogio, si se fio a mi cortedad, era digno de la más delicada pluma.
Nació en Sevilla por los años de 1662, de
padre
más
ilustre
que cuidadoso, pues no empleó la
diligencia
que era natural en la crianza de sus hijos, que a mediana que hubiera sido se conocerían los efectos, porque eran preciosos los metales de sus
ingenios.
Era el de nuestro don Gabriel singular y, al paso que corría libre y sin
escuela,
se veían en él unos quilates que daban bastante materia a lamentar la pérdida de la ocasión y del tiempo en una ciudad que, si por lo grande es arriesgada a la juventud, es también acomodada por sus escuelas y concurso al cultivo de los muchos ingenios que produce.
Con esta desgracia, pasó su
mocedad
mezclando con los desórdenes de su
libertad
muchas agudezas de su
genio,
haciéndose a un mismo tiempo reparable y apetecido. Todos los frutos que producía esta planta eran unas
prontitudes
hijas de su viveza, limitándose sus conocimientos con la carencia de los principios y corriendo el discurso libre y sin la estrechez y límites de las
reglas.
A la edad de
treinta
años no había
estudiado
gramática; conque se hacen más prodigiosos sus progresos considerado el desperdicio de la edad propria a adquirir los rudimentos del saber.
La fortuna le trajo a Sevilla al conde de Montellano por
asistente;
caballero tan elevado que dondequiera hacía asiento era su
casa
una patente academia de la discreción. Esta general licencia le condujo a ser concurrente y a desengañarse de la pérdida de sus talentos. Pero, aunque la conocía por la
experiencia,
el haber corrido libre y malogrado lo mejor de su edad le servían de rémora para no resolverse a negociar con el
trabajo
alguna parte de lo perdido.
El amable
genio
de nuestro don Gabril le dio entrada en el cariño del
conde,
que desde entonces se le profesó hasta la muerte (que cuando las amistades son de corazón tienen término en las aras). Encargósele de la corte que pasase a Cádiz a un negocio que pedía algún tiempo, y parece que el cielo previno este viaje para la resurrección de don Gabriel, porque, pasando en su compañía, la hizo en aquella ciudad con un religioso igualmente virtuoso que docto, con cuya dulce
conversación
y trato quedó persuadido a empezar a vivir, buscando a Dios y a los
libros
para emplearse en uno y otro.
Lo primero que hizo fue desnudarse del hombre viejo, que es el principio del saber, y desde entonces se dedicó a
estudiar,
sacando a la
gramática
aquella medula necesaria para entero conocimiento de los más difíciles libros, pasando después a practicarlo con la lengua griega, de que tuvo igual noticia; y estas dos empresas y el imponerse en algún conocimiento de la hebrea fueron trabajo en que consumió escasos dos años. La inteligencia de estas lenguas le facilitó el hacerse en breve muy dueño de la francesa, italiana y portuguesa, en las cuales le eran los libros tan familiares como si estuvieran escritos en el idioma nativo; de tal suerte que se le preguntaban los lugares dificultosos, y se echó mano de su inteligencia para la confrontación de los libros de la
Mística ciudad de Dios,
que tradujo en lengua francesa el padre Croset, religioso francisco recoleto, natural de Aviñón, que a este fin vino a Madrid el año de 1708; y dio en ellos su aprobación nuestro académico.
Pasó el conde al virreinato de Cerdeña y le llevó por su
secretario,
afianzando en su juicio el acierto del empleo (que aunque el conde era tan hecho y sabio, bien conocía que el secretario, que es el instrumento del obrar, debe ser tan diestro como el que dicta para que salgan con perfección y consonancia las resoluciones). En aquella isla se empezó a dar a conocer a los
eruditos
que la habitaban, pero mucho más se señalaba en la virtud, pues la cimentó con tanta humildad y tan honda caridad que de nadie juzgaba mal, ni se persuadía a él; de tal suerte que, en este y los demás empleos que tuvo el conde, cuando se trataba de castigar delito o corregir algún exceso, se había de practicar por otro conducto distinto, porque en su boca y dictamen salía siempre libre el culpado y aun canonizado de sus razones.
Los grandes méritos y elevadas prendas del conde le hicieron acreedor a la estimación y confianza del rey nuestro señor, que desde luego que vino a estos reinos se dignó irle elevando a la dignidad de duque y a los empleos de presidente de Castilla, de órdenes y la junta del gabinete. Pero como don Gabriel estaba tan dentro de su estimación, quiso (aunque sin pretenderlo él) que gozase también de los efectos del favor; y así, le graduó de
secretario
del rey, le consiguió la plaza de oficial traductor de la lengua latina en la Secretaría de Estado y le puso el
hábito
de Alcántara.
En todos estos empleos del duque cumplió don Gabriel exactamente lo que estaba a su cargo sin que esta tarea le desviase del
estudio
de sus apetecidos adelantamientos y, dedicando a la obligación las horas destinadas al trabajo, hurtaba para su aprovechamiento las que a todos concede la naturaleza para el descanso y, partiendo con Dios y con los libros, adelantaba en la virtud y salía maestro en la filosofía y singular en la historia eclesiástica, en que llegó a merecer tanta reputación, que el reverendo padre Daniel Papebrokio
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desde Flandes le
consultaba
los puntos más obscuros de las cosas de nuestra España y mantenía con él frecuente correspondencia.
Los
empleos
que don Gabriel mereció a la piedad del rey nuestro señor hubieran envanecido a otro que no tuviera tan asida la
humildad,
pero en él estuvieron tan exteriores en el aprecio, que solo se veía tenerlos cuando llegaba la ocasión de servirlos. Del
hábito
se consideraba tan poco merecedor que casi siempre le traía escondido, y en su persona gastaba tal dejo, que solo la autoridad del duque podía conseguir a preceptos el que se pusiese un vestido que le distinguiese de un hombre desvalido y lastimosamente
pobre.
Y aunque los empleos pedían esta distinción, todo su producto se distribuía en limosnas y, si quedaba algo, se convertía en
libros.
Tenía tanto crédito ya don Gabriel para con los sabios, que era conocido aun de los que vivían distantes. Pasando a Salamanca con el conde de Saldueña y sus hijos, fue con el mayor, el marqués de Castelnovo, a un acto que se tenía en escuelas y a que eran convidados, cuya función acabada, salieron a la puerta diferentes maestros a hablar con el marqués y, saliendo también don Gabriel para irse, preguntaron quién era. A [lo] que el padre maestro Pérez Basilio, que le conocía, respondió a los otros: «Este es un caballero que sabe más teología que nosotros». Todo este crédito le había adquirido la continua
lección
de los libros sagrados, los santos padres y la historia eclesiástica.
Como entró tan
tarde
a estudiar y tuvo corto el tiempo para saber, fue su cabeza un depósito de noticias que, si tuvieron colocación en el juicio, no permitieron el lugar a la pluma para afianzarlas en el papel; y así, en poco nos dejó mucho que lamentar [que] se hubiese anticipado la parca a cortar el estambre. Al entrar a reinar el rey nuestro señor, le presentó unas reglas breves contenidas en dos hojas de papel, que dan bastante prueba de lo bien instruido que estaba de la
moral
y de las obligaciones que tiene y lo que debe observar un príncipe prudente y cristianamente político.
En la
poesía
fue señalado y, como su
genio
era naturalmente festivo, la casualidad le dio motivos para escribir algunas letras tan sazonadas y
agudas
que, sin herir con lo penetrante de la sátira ni faltar a la modestia y
compostura
de sus voces, dejaban al interesado tan risueño como a los que las leían; pero siempre guardó en este género una
repugnancia,
que solo lo practicaba entre los
amigos
que le persuadían a ello por tener obras de su talento. Por esta razón
dejó
de proseguir el poema
jocoso
de la
Burrumachia,
obra tan hija de su ingenio que, si la hubiera perficionado, tendría nuestra nación una pieza que
oponer
a la
Batrachomiomachia
de
Homero.
De todas sus obras
solo
se
imprimieron
una paráfrasis del
miserere
y un acto de contrición, que merecieron el universal
aplauso;
y puede ser que algún día tenga el
público
todas las
poesías
de don Gabriel por el cuidado y solicitud del excelentísimo señor don José de Solís y Gante, duque de Montellano, nuestro académico, que procura recogerlas. Y muchas de ellas se perdieron con su muerte, porque su
cabeza
era un depósito de sonetos hechos a diferentes asuntos
sagrados
y
morales,
que refería de memoria y pensaba en dejar escritos, siendo tan feliz en esta potencia que, habiéndole pedido de Portugal [que] escribiese al certamen que se hacía a la canonización de san Andrés Avelino, apenas recibió la carta en la Real Biblioteca, se paseó en una sala el término de media hora, y al fin dictó un romance en 60 coplas que, sin tener que enmendar, pasaron a vuelta de correo a Portugal, y fue
premiado
en el asunto con un antojo.
El remate de sus
premios
fue elegirle Su Majestad por
bibliotecario
mayor en la Real Librería que resolvió fundar para beneficio común; porque obra de este tamaño y de tanto útil pedía unas prendas y talento como el de nuestro don Gabriel, que, por la misma razón, fue nombrado por uno de los primeros
fundadores
de nuestra Real Academia. Pero uno y otro cuerpo a corto tiempo se vieron privados de este estimable miembro, y el público, de la insigne obra de la
Historia
de la Iglesia y del Mundo,
que, para que fuese más sensible la pérdida, nos dejó la muestra en el primer tomo, que dio al
público
casi al mismo tiempo que la funesta noticia de su muerte, que sucedió el día 17 de enero del año de 1714, a los 52 años de su edad, y cuando empezaban sus
trabajos
a dejarse ver a los eruditos.
Murió como vivió, dejando las más seguras pruebas de que descansa en paz, y huérfanos a algunos pobres decentes, porque expiraron sus socorros. Todo su caudal fue una
librería,
si no exquisita, muy selecta, y algunos ajuares proprios del que vive previniéndose para morir. Comenzó tarde a
estudiar
y murió temprano, pues, a detenerse la muerte algunos años,
dejara
el rico tesoro de su erudición; pero, como estaba tan prevenido para el fin, se le anticipó, para que gozase el premio de sus virtudes.
1. No aparece el título. En el margen izquierdo hay una anotación a lápiz: «Elogio de D. Gab. A. de Toledo».
2. Daniel van Papenbroeck.