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Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo IV. [Biografía de] don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas”
Autor del texto editado:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Título de la obra:
Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos. Tomo IV
Autor de la obra:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Edición:
Madrid: Joaquín Ibarra, 1776


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Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, caballero del orden de Santiago, Secretario de S[u] M[ajestad] y señor de la villa de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid, año de 1580 y, a lo que se puede inferir, por el mes de septiembre. Su padre fue Pedro Gómez de Quevedo, secretario de la emperatriz doña María en Alemania, y después, de la reina doña Ana, mujer del rey don Felipe II, y su madre, doña María de Santibáñez, de la Cámara de la reina, personas de nobilísima familia y antiguo solar en la montaña, en el Valle de Toranzo. Crióse nuestro d[on] Francisco en palacio a la sombra de su prudente y virtuosa madre viuda, donde fue competentemente educado en los principios y conocimientos de la religión y primeras letras; y pasando a estudiar las facultades mayores a la Universidad de Alcalá, logró graduarse en la de Teología, con general asombro, a los 15 años no cumplidos de su edad; pero, no cabiendo la grandeza de su ingenio en los límites de una sola facultad, extendió sus velas en el inmenso golfo de las ciencias y buenas letras, estudiando el Derecho civil y canónico, la Medicina, la Historia natural, las lenguas sabias y los sistemas filosóficos, juntamente con otras instrucciones y habilidades propias de un joven y de un caballero. Pasados en estos nobles ejercicios algunos años, y a causa de cierta pendencia de honor en que dejó muerto a su contrario, le fue conveniente ausentarse de la corte, donde se hallaba, y pasarse a Italia, admitiendo las repetidas instancias y ofrecimientos del duque de Osuna, d[on] Pedro Girón, para que fuese al Reino de Sicilia, cuyo virreinato se hallaba sirviendo. Con la asistencia y compañía de un varón tan erudito en todas materias, logró el duque tanto auxilio como acierto en los asuntos de su gobierno, pues por su mano y consejo corrían los negocios más importantes. Así se valió de su persona para todos los asuntos más graves en España y en Roma; y en el año de 1615 fue nombrado por embajador del Reino de Sicilia al rey Felipe III, trayendo a S[u]M[ajestad] el último servicio que le había hecho aquel reino, confirmando todos los donativos ordinarios y extraordinarios, y concediendo otro de nuevo; por lo cual, y a consulta del consejo de Italia, le hizo el rey merced de una pensión vitalicia. Habiendo pasado ese mismo año el duque de Osuna al gobierno de Nápoles, y vuelto de España d[on] Francisco, volvió a confiarle todos los negocios más graves de la Corona y de la Hacienda real, con que volvió también a dar nuevas pruebas de su inteligencia, celo del real servicio, integridad y limpieza de proceder, descubriendo muchos fraudes, con que benefició al real erario en más de 400 mil ducados. Por este tiempo le despachó el virrey a Venecia con una comisión de suma importancia, la cual evacuó con grande destreza, disfrazado en hábito de mendigo. Después volvió a enviar el duque a d[on] Francisco a España, a informar al rey del designio con que intentaba armarse contra los venecianos confederados con el duque de Saboya contra el archiduque Ferdinando, para divertir sus fuerzas, mostrando apoderarse del mar Adriático, y cohonestando esta misión con el pretexto de otro servicio, que por su industria y disposición le hacía a S[u] M[ajestad] aquella ciudad y reino, nombrándole este para el dicho efecto por su embajador; pero antes de esta jornada le envió a Roma para tratar secretamente ese negocio con el pontífice Paulo V, del cual recibió el duque una carta muy honorífica hacia la persona de d[on] Francisco, en que recomendaba su prudencia y confianza, y se remitía al mismo en su respuesta. Llegado que fue a España, después de haber vencido con su valor, constancia y rara industria los muchos y graves peligros que le ocurrieron en su viaje, presentó sus despachos al rey, junto con una carta recomendatoria del duque, en que exponía a S[u] M[ajestad] los grandes y buenos servicios de nuestro d[on] Francisco y la importancia de su persona en aquel gobierno, en cuya vista le mandó el rey volver sin dilación a Nápoles con otra carta para el duque, en que se daba por muy satisfecho de todos sus servicios, y le mandaba le continuase en su nombre todos los encargos y confianzas de aquel gobierno; con lo que, vuelto tercera vez a Italia y al manejo de los negocios, prosiguió en dar con mayor esmero nuevas pruebas de su talento, virtud, integridad y celo, y el virrey en adelantarle en el favor y en la confianza de los negocios, en cumplimiento de la orden del rey, el cual le honró por entonces con la merced del hábito de Santiago, que se puso con grande pompa en la misma ciudad de Nápoles. Después, por los años de 1620, entre las borrascas y caída del duque, tocó tanta parte a d[on] Francisco, que, aunque justificó su inocencia, fue preso y llevado a su villa de la Torre de Juan Abad, donde estuvo por espacio de tres años y medio sufriendo tantas incomodidades, y sobre todas la falta de curación de las enfermedades que le sobrevinieron, que, escribiendo al presidente del Consejo el miserable estado en que se hallaba, le dio licencia para irse a curar a la villa de Villanueva de los Infantes, y a pocos meses le mandó dar por libre, con calidad de que no entrase en la corte, cuya pena le levantaron al año siguiente por no haberle hallado ni hecho cargo alguno. Y habiendo gastado en sus viajes y prisiones cantidad de hacienda, pidió el cobro de los caídos de su pensión en los siete años que la obtenía o su recompensa en alguna encomienda de su orden, que no tan solo no pudo conseguir, sino que antes bien, volviéndose otra vez a encender el fuego de la persecución, se le mandó salir de la corte, retirándose a la Torre de Juan Abad hasta fin de aquel año, en que obtuvo la licencia de restituirse a ella por carta del cardenal de Trejo Paniagua, presidente del Consejo. Cesando por entonces las borrascas y persecuciones de sus émulos, hizo nuestro d[on] Francisco asiento en la corte, adquiriendo nuevos créditos por su ingenio, sabiduría, integridad y rara constancia en las vueltas de su fortuna, de las cuales movido el rey al mismo tiempo que obligado de sus muchos y leales servicios, le honró con el título de su secretario por cédula de 17 de marzo de 1642. Pero, lejos de envanecerse con los aplausos que le producían estos públicos y relevantes testimonios de su integridad y buena conducta, quiso más bien preferir la moderación de la vida filosófica a los lucimientos que le pudieran adquirir la estimación y el crédito de los príncipes y personas más distinguidas del reino. Por esta causa no aceptó algunos empleos de mucha importancia para que el rey Felipe IV le tuvo destinado, como fueron el Ministerio del despacho de Estado y la Embajada a la República de Génova, pues, como tan maestro en las máximas del desengaño, no quiso volver el rostro a estos encantos de la vida, ni dar con ello nueva ocasión a la malignidad de sus muchos émulos y encubiertos enemigos; y así desembarazado de cargos y negocios y en su retiro y continuo estudio se entregó todo a la práctica de las virtudes y obras de cristiana piedad, a cuya feliz situación debemos las admirables producciones y doctísimos tratados místicos y morales, de cuya fama está lleno el orbe. Después, por los años de 1634 y a los 54 de su edad, determinó tomar estado de matrimonio, que contrajo con doña Esperanza de Aragón y la Cabra, señora de Cetina, emparentada con lo más distinguido de Castilla, dejando la pensión de 800 ducados que gozaba por su iglesia con caballerato, y retirándose a Cetina con su esposa, satisfacción que le duró muy pocos meses por la necesidad de acudir a ciertos negocios a su villa de la Torre, y la próxima muerte de su mujer, pérdida que le apuró el sufrimiento sobre cuantas adversidades le acometieron en el discurso de su vida y solo pudo templar el rico caudal de su cristiana filosofía; con que ,colocado en esta diferente situación y libre otra vez de vínculos ni sucesión, se entregó al retiro de sus musas y de su Torre de Juan Abad, donde vivía satisfecho de la llaneza de su trato, comunicando a sus vasallos con el mayor amor y usando de toda humanidad y misericordia con ellos. Pasada esta corta tregua de tranquilidad, sobrevinieron las últimas y más furiosas borrascas, que volvió a suscitar la envidia y la emulación contra nuestro Quevedo, atribuyéndole ciertos escritos y libelos infamatorios por cuya causa fue preso hallándose en Madrid, y en la casa de cierto grande del reino, por diciembre del año 1641 a las once de la noche, y conducido a la Real casa de San Marcos de León, embargada toda su hacienda y puesto en prisión rigurosísima, de cuyas resultas enfermó de tres heridas que con el frío y la humedad del sitio se le canceraron, y por la falta de cirujano se las cauterizó él mismo; a que se añadía el hallarse tan pobre, que de limosna le vestían y alimentaban. En esta miserable constitución escribió aquella doctísima y ternísima carta al Conde Duque, exponiendo su inocencia, refiriendo menudamente sus calamidades e implorando su patrocinio; por lo cual se empezó a tratar su causa con más blandura, y algunos meses después, descubierta ya la calumnia, por haberlo sido el verdadero autor del escrito cuyo original se halló en la celda de cierto regular, cesó el rigor con que se le trataba y por orden del rey Felipe IV se le puso en libertad y restituyó a la corte, y empezó a poner cobro en su hacienda, de que había perdido no poca parte, salvo la que quedó en poder de su grande amigo d[on] Francisco de Oviedo. Habiendo residido algún tiempo en la corte y facilitándole medios para su (…) en ella, se retiró para siempre a su villa de la Torre de san Juan, desde donde, agravándosele los achaques y accidentes de dos apostemas en los pechos que había contraído en su dilatada y última prisión, resolvió ir a curarse a la villa de Villanueva de los Infantes. Allí se mantuvo largo tiempo en la cama, padeciendo inmensos dolores y gravísimos accidentes, y llevándolos con incomparable ejemplo de paciencia, valor cristiano y edificación de todos, hasta que por abril de 1645 dispuso las cosas de su alma y de su hacienda, otorgando su testamento, llamando por sucesor a su sobrino d[on]Pedro de Aldrete y Carrillo, con la condición de que se apellidase Quevedo para la continuación de su casta, y, agravándosele la dolencia recibió los Santos sacramentos, menos el de la Extremaunción, que mandó diferir hasta muchos días después, y en el mismo en que falleció. Todo el tiempo que medió hasta su muerte le empleó en utilizarse del gran caudal de sus talentos y doctrina, practicando los admirables documentos que supo dar en sus escritos, armándose para la última lucha de las armas de la oración y resignación cristiana, entregado todo a los frecuentes coloquios y fervorosos actos de amor y de religión, con cuyas admirables disposiciones restituyó su espíritu al Señor, que tan rico de dones y talentos le había creado, a los 8 de septiembre del mismo año de 1645, y a los 65 de su edad, con general sentimiento de todas las personas que le trataron, no solo de aquella tierra, sino de toda la nación, por la pérdida de un varón tan ilustre. Mandó enterrarse por vía de depósito en la bóveda del convento de santo Domingo de aquella villa, y que de allí le trasladasen a la del de santo Domingo el Real de Madrid a la sepultura de su hermana doña Margarita de Quevedo; pero, ocurriendo cierta competencia entre los religiosos y el Cabildo de la villa, al fin se enterró en su parroquia con gran pompa y solemnidad. D[on] Francisco de Quevedo fue de mediana estatura, de robustos miembros, el rostro hermoso, abultado y blanco, el cabello rubio encrespado, la barba y bigote alto y poblado, los ojos vivos, grandes y sin cejas, pero tan corto de vista, que gastaba continuamente anteojos; el cuerpo recio y proporcionado, aunque lisiado y disforme de entrambos pies, pues los tenía torcidos hacia dentro y le hacían de feo y descompuesto movimiento. Fue dotado de grandes fuerzas personales, y de no menor grandeza de ánimo y corazón, y estuvo adornado de muchas gracias y habilidades adquiridas; singularmente, fue diestrísimo en el manejo de la espada, que junto con su grande esfuerzo personal le sacaron airoso en algunos lances imprevistos e inevitables que le ocurrieron, como fueron el que se le ofreció en la iglesia de san Martín de Madrid con cierto hombre insolente que cometió un desacato estando en las tinieblas un Jueves Santo, en venganza del cual, sacándole a la calle y reprendiéndole su atrevimiento, llegó al punto de sacar las espadas y, riñendo con él, le dejó muerto, por lo que se ausentó la primera vez a Italia; el que le aconteció con d[on] Luis Pacheco de Narváez, Maestro mayor del rey, sobre una disputa de destreza en casa del presidente de Castilla, donde tomando las espadas le dejó concluido, por lo que quedaron tan repuntados, que nunca dejaron de satirizarse oculta y descubiertamente en sus escritos, hasta que el Narváez, por último despique, publicó aquel depravado, maligno y escandaloso libro intitulado Tribunal contra Quevedo; y el que le acaeció cierta noche a deshora en Madrid con una fiera onza, que, habiéndose soltado de la casa de un embajador, se le clavó en el broquel, y mató a estocadas. Pero en nada campeó más la grandeza y la heroicidad de su espíritu que en las mudanzas de su fortuna. Toda su vida fue un continuado tejido de prosperidades y contradicciones, aunque, sobrepujando estas, mostró, sin embargo, igual valor, constancia y presencia de espíritu en medio de los aplausos y las tribulaciones. Nuestro Quevedo fue el blanco en que más se habrán asestado los tiros de la envidia y de la ignorancia. No se lee entre los varones ilustres en letras de nuestra nación igual ejemplo de persecución tan viva, enconosa e interminable; verdad es que, si a la grandeza del mérito ha de corresponder la malignidad y el número de los envidiosos, ninguno debió tener mayores adversarios. No les quedó ardid ni acechanza de que no se valiesen para destruirle hasta prevenirle celadas de hombres armados que le asesinasen en sus varios viajes, cuya astucia supo burlar con su industria y valor, y el favor de los que le querían bien; pero los enemigos más formidables fueron los que con las armas de la detracción y de la calumnia le condujeron a tantos trabajos, pérdidas, enfermedades y prisiones. Quince años y más vivió en ellas en las diversas veces que fue preso, según lo aseguró él mismo en la carta escrita desde la prisión de san Marcos a su grande amigo d[on] Diego de Villagómez, caballero de León; y en esta última, para cerrar el proceso de sus calamidades, se vio en tanta miseria, que le alimentaban y vestían de limosna, y con nueve heridas que, con la humedad del sitio y la vecindad de un río que le pasaba por la cabecera, se le habían cancerado, y tuvo a falta de cirujano que cauterizárselas él mismo; y por último, perdida la mayor parte de su hacienda, que aun después de libre le redujo a retirarse por no tener medios con que sostener sin vergüenza el esplendor de su persona. Y aunque en todos tiempos ha sido ordinaria pensión de los hombres más grandes que anden unidos en ellos el mérito y la desgracia, en nuestro Quevedo parece que creció esta al paso que subieron los quilates de aquel, si ya no es que así en él como en todos los ingenios más ilustres se deba atribuir a una particular providencia para que goce el mundo la utilidad de aquellas obras que fueron el fruto de sus desengaños y trabajos, de que sin estos carecería. De esta grandeza de su espíritu no puede darse mayor prueba que la suavidad y dulzura de sus costumbres. Jamás tomó ni emprendió venganza de ninguno de cuantos émulos y enemigos le persiguieron, habiendo tenido muchas proporciones para ello. Fue tan liberal y misericordioso con los necesitados, que ninguno llegó a pedirle que no fuese socorrido, aun hallándose él en sus mayores necesidades y trabajos; particularmente usó de toda esta humanidad y misericordia con sus vasallos pobres de la Torre de Juan Abad. Fue tan modesto que jamás quiso ni consintió publicar ninguna de sus poesías, si no fueron las que supuso a nombre del bachiller Francisco de la Torre, y las traducciones de Epicteto y Focílides, y finalmente mandó en su testamento se delatasen todas sus obras al tribunal de la Inquisición, para que enmendase o tildase lo que fuese pernicioso o malsonante. Sobre todo fue sumamente justo y desinteresado, habiendo tenido tantas oportunidades y ocasiones de enriquecer, particularmente en la que le ofrecieron 50.000 ducados por que disimulase los fraudes que descubrió en Sicilia y se cometían contra la Hacienda real. De la doctrina y el ingenio de este grande hombre no puede remitirse a mejor informe que a sus mismas obras y al aplauso universal que han merecido en todo el orbe literario. Los sabios más ilustres de su tiempo le tributaron esclarecidos elogios, y le admiraron por un varón esclarecido en todas materias; y si la fuente y principio de escribir bien es el saber, de muy pocos escritores se puede ponderar con igual ventaja ni profundidad este principio. Estudió la Filosofía, la Teología, los dos Derechos, la Astronomía, la Medicina, la Historia natural, los sistemas filosóficos y las Matemáticas. Poseyó las lenguas hebrea, griega, arábiga y latina, y las vulgares más comunes, y la propia castellana con tanta eminencia y primor, que justamente es tenido en ella por uno de los más clásicos maestros de ella. Para prueba de su pericia en todas estas facultades basta consultar sus escritos. En la Teología y Escritura lo acredita la destreza y magisterio con que las maneja en sus tratados místicos y morales, principalmente en la Vida de san Pablo, la Política de Dios y otras que no han visto la luz pública. En la Filosofía, particularmente la ética, que fue el campo donde lució su gran talento e hizo sus mayores progresos, por lo que le ayudaba su genio y su inclinación, lo demuestran las traducciones y suplementos de Séneca y finalmente todo el carácter de sus escritos. Del conocimiento e inteligencia en los derechos civil y canónico, sistemas filosóficos, medicina, astronomía, e inteligencia en la historia eclesiástica, civil y natural, hay tan sobrados testimonios cuantas autoridades y erudiciones se hallan abundantemente esparcidas en sus obras. De su inteligencia en la lengua hebrea es bastante testimonio el uso que hace de ella en varias partes, por la cual le consultaban los hombres más doctos, como lo hizo el padre Juan de Mariana, del parecer que dio en orden del rey sobre la edición de la Biblia regia que ejecutó el célebre Benedicto Arias Montano, para que examinase si estaban bien apuntados los textos hebreos, por hallarse ya ciego y no encontrar otra persona tan inteligente de quien echar mano. En la lengua griega no pueden presentarse documentos más clásicos que las dos célebres traducciones de Epicteto y Focílides, que son tenidas con razón por las mejores de aquel idioma en lengua castellana; sin otras muchas imitaciones y traducciones de varios padres, filósofos, oradores y poetas que se encuentran en sus obras, y la de Anacreonte, que existe inédita. En la lengua latina es suficiente prueba la dilatada y erudita correspondencia que tuvo desde los veinte años de edad con Justo Lipsio, Jacobo Chiflecio, Juan Queralt, Gaspar Sciopio y otros muchos sabios de su tiempo extranjeros y naturales. Su pasión a saber fue tal, que nunca dejó de estudiar, tanto en medio de sus grandes negocios y de sus mayores adversidades, como en el corto ocio que le permitieron unos y otros. Este estudio y meditación continuada de los mejores autores en todas materias le hizo, como a otros, tan docto y erudito, aun más que no las fatigas de la universidad, y llegó a componer una librería de más de 5.000 cuerpos, aunque en su muerte apenas se encontraron 2.000, que la mayor parte para hoy en la biblioteca del monasterio de san Martín de Madrid, y tenía también colección de pequeños para que no faltase este recurso a su curiosidad en los caminos, en las enfermedades y en los destierros. Sobre todo, de la grandeza de su talento para la poesía basta saber que fue uno de aquellos pocos que se pueden llamar verdaderos y consumados poetas, de los que producen muy de tarde en tarde los siglos y son muy raros en todas las naciones, pues correspondiendo a la grandeza de su ingenio el inmenso fondo de doctrinas, formaron esta admirable unión que solo puede constituirle. En todas las clases y especies de poesías a que destinó su pluma fue tan feliz, que no se encuentra primor en ninguno de los famosos modelos de la antigüedad que él no imitase o excediese, como quien tenía entera posesión del arte y los idiomas, Así fue tan festivo en las burlas como grave en las veras extremos que ninguno ha podido hasta hoy unir como él. Pero en lo que señaladamente sobresalió su ingenio fue en una de las más útiles, graves y aplaudidas especies que han ocupado los poetas más famosos del mundo, cual es la sátira de los abusos públicos y comunes, porque su genio le inclinaba naturalmente a ella y porque poseía como ningún otro poeta castellano la erudición, el donaire, las gracias y el conocimiento práctico de las pasiones y costumbres de los hombres que piden indispensablemente la perfección y el desempeño de semejantes obras. Así esta especie es la que se distingue más en sus obras en calidad y en cantidad, y esta fue una de las causas que sirvió de materia a la malignidad de sus contrarios, y que le redujo a tantos trabajos y prisiones, no solo interpretándole y aplicándole voluntaria y falsamente lo que ni había dicho ni pensado, sino atribuyéndole escritos infamatorios de que estaba inocente, y componiendo otros de propósito para publicarlos y extenderlos a su nombre, en cuyo asunto convendría intentar la defensa de este inmortal ingenio, si como es tan necesaria, fuera tan propia de este lugar y lo permitiera la estrechez de mi instituto; pero, sin embargo, no puede excusarse el hacer aquí una ligera insinuación sobre la misma persecución y desgracia, que insensiblemente y por otra idea más oculta ha llegado hasta nuestros días y es que el principal aplauso del ingenio de nuestro Quevedo se haya dado a la peor parte, esto es, a aquella puerilidad o falsa agudeza de equívocos o libertad de conceptos y frases que se encuentran en algunas de sus obras y poesías, porque las más de estas fueron producciones de su mocedad y meros desahogos de su ingenio, que produjo sin la menor intención de publicarlas y, habiéndose esparcido entre muchos sujetos las copias, no tuvo tiempo ni proporción de corregirlas, esperando algún ocio seguro que nunca le concedió la multitud de objetos a que se destinó su pluma y el tropel de calamidades que le persiguieron; y, sobre todo, por la general corrupción que iba ya introduciéndose en nuestra poesía, de que no dejó de tocar algunas centellas a las obras de este grande hombre, bien que en la clase festiva y jocosa más disculpable que en otra alguna. De este viciado y falso concepto ha provenido el que, a vueltas de los muchos donaires y ocurrencias felicísimas que se refieren y constan de este admirable ingenio, no ha quedado cuentecillo, indecencia o bufonería ya sea en prosa o en verso, de que [no]se le dé por autor; y de aquí tal vez se ha podido seguir que en el vulgo de los estudiosos y otros en quienes obra más la severidad que la inteligencia no se escucha el nombre de nuestro Quevedo entre el catálogo de los doctos de la nación con aquella autoridad y respeto que merece el crédito y la fama de un varón tan ilustre. Últimamente, sobre todas sus poesías merecen la primera estimación las que él mismo publicó a nombre del bachiller Francisco de la Torre, pues en belleza, espíritu, sublimidad de estilo, y todas las demás partes que constituyen la buena poesía, son las mejores que en su línea tiene la lengua castellana, de suerte que solo por ellas merecía nuestro autor el principado de los poetas líricos de la nación. Y si, como no sería totalmente ajeno del instituto de nuestro parnaso, fuera esta la ocasión de señalar la primacía de los poetas castellanos, pudiéramos con el dictamen de los hombres más doctos fijarla en nuestro Quevedo. En suma, la poesía y la lengua castellana le son acreedoras a una gran parte del esplendor y la opulencia que gozan, ilustrando la primera con las mejores galas y primores de los más célebres griegos y latinos, y enriqueciendo la segunda de los adornos y preciosidades que resplandecen en su pluma feliz, tanto en el estilo elegante y sublime, como en el bajo lenguaje y germanía, que uno y otro le acreditaron de original e inimitable. Las obras que fueron parto de este inmortal ingenio son un golfo inmenso en que se deberá emplear toda la admiración de los curiosos, y tan inmenso como desconocido en parte hasta aquí. Lo primero, por el descuido que ha habido en formar una edición completa y circunstanciada de ellas, según lo pedía su crédito y su gravedad, con el aumento de las que yacen oscurecidas, y una crítica demostración de las que son legítimas o están adulteradas o son supuestas; lo segundo, por la principal desgracia que padecieron en su ocultación, particularmente las poéticas, pues asegura su grande amigo y docto ilustrador don Jusepe Antonio González de Salas en la prefación al Parnaso que “de las veinte partes de poesías de nuestro Quevedo, que él mismo vio y leyó, apenas era una lo que publicaba”, pues las demás las ocultaron o consumieron sus émulos, lo cual puede servir de prueba tanto de la malignidad de estos, como de la monstruosidad de su ingenio en cuya comprobación se le computa haber salido a pliego por día, que, multiplicados por los que vivió, resultan más de 24.000 pliegos, fecundidad asombrosa, y mucho más considerando los pocos años que tuvo libres y desembarazados, pues entre los que le consumieron sus negocios enfermedades, viajes y prisiones, y los de su niñez, componen casi las tres partes de los de su vida. No obstante esto, los tratados impresos, incorporados en los tomos de sus obras o sueltos, en las muchas y diferentes ediciones que se han hecho tanto dentro como fuera de España, son los siguientes: La cuna y la sepultura; Introducción a la vida devota, traducida de San Francisco de Sales; De los remedios de cualquier fortuna; Virtud militante contra las cuatro partes del mundo; Tratado de la providencia de Dios que contiene tres partes o discursos: el primero, “De la inmortalidad del alma”; el segundo, “La incomprensible disposición de Dios”; el tercero, “De la constancia y paciencia del Santo Job”; Vida de San Pablo; Compendio de la vida de Santo Tomás de Villanueva; Doctrina para morir; Historia y vida de Marco Bruto; Fortuna con seso y hora de todos con La isla de los Minotauros; Memorial por el patronato de Santiago; Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica; Carta de las calidades de un casamiento; Carta de lo que sucedió en el viaje que el Rey hizo a Andalucía; Carta a Luis XIII, Rey de Francia. Los sueños, que comprenden los cinco Discursos, que son: “El sueño de las calaveras”, por otro nombre “El Juicio final”; “El mundo por de dentro”, “El alguacil alguacilado”, “Las zahúrdas de Plutón” o “Sueño del Infierno”, “Visita de los chistes” o “Sueño de la muerte”; El entremetido, la dueña y el soplón, por otros títulos: La caldera de Pedro Botero, El peor escondrijo de la muerte y Discurso de todos los malos y dañados; Historia y vida del gran tacaño, por otro nombre, Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos; Casa de los locos de amor, que dice don Nicolás Antonio no es suya, sino de don Lorenzo Vanderamen y León; La culta latiniparla; El cuento de cuentos; Libro de todas las cosas y otras muchas más; Premática del tiempo; Cartas del caballero de la tenaza; Tira la piedra y esconde la mano; El Rómulo, traducido del Marqués Virgilio Malvezzi; Política de Dios y gobierno de Cristo, y Tiranía de Satanás, primera y segunda parte; Carta que escribió a don Antonio Hurtado de Mendoza, donde le aconseja y prueba que el hombre sabio no debe temer la muerte; El discurso del perro y la calentura, a que se intitula Novela peregrina, si bien se cree con bastante fundamento que sea de Pedro Espinosa, aunque la erudición y la calidad y abundancia del estilo son muy propios del genio de Quevedo. Las obras poéticas, de las cuales publicó algunas don Jusepe Antonio González de Salas comprendidas en las tres primeras Musas, con escolios y notas propias, a que dio el título de El Parnaso, y después se publicaron todas nueve en las ediciones siguientes por su sobrino don Pedro de Alderete y Quevedo, en que se comprenden todas las poesías que se pudieron recoger, repartidas y aplicadas, según su calidad, a cada una de las musas, y se encuentran cuantas especies de metros y composiciones de poesía lírica conocemos hasta hoy en las clases amatoria, heroica, mística, satírica y jocosa, y se distinguen particularmente las traducciones de Epicteto y Focílides; el fragmento de la versión y paráfrasis de los Cantares de la esposa; las de los Salmos de David, y otras poesías místicas que constaban en sus manuscritos bajo el título de El Heráclito cristiano; y el Poema burlesco de las locuras de Orlando enamorado. Últimamente las poesías que publicó a nombre del supuesto Bachiller Francisco de la Torre, y entre ellas la Bucólica del Tajo, que comprende ocho églogas. Las obras y tratados inéditos no son menos dignas de la noticias y del aprecio que lo serán de la admiración, tanto por su extraordinaria multitud, cuanto por la ignorancia de ellas en que hasta aquí ha vivido el público. Sin embargo, de las que constan noticias publicadas de este clarísimo ingenio, por haber quedado algunas en poder de su heredero, y otras constaban de una memoria que dejó escrita de propia mano el mismo Quevedo, por habérselas ocultado, la noticia de ellas se ofrece hoy al público con la mayor satisfacción, por lo extensa y justificada, y son: Flores de corte; Las cosas más corrientes de Madrid y que más se usan, por alfabeto; El mundo caduco; Teatro de la historia; La felicidad desdichada: Consideraciones sobre el Testamento Nuevo y vida de Cristo; Algunas epístolas y controversias de Séneca , traducidas y ponderadas; Dichos y hechos del duque de Osuna en Flandes, España y Sicilia; Algunas comedias, de las cuales se representaron dos viviendo el autor con grande aplauso; Discurso sobre las láminas del Monte Santo de Granada; Un tratado contra los judíos, cuando pusieron en esta Corte los pasquines que decían “viva la ley de Moisés”; Traducción y comento al modo de confesar de Santo Tomás; Vida del Padre Marcelo Mastrilio; Historia latina en defensa de España, y en favor de la Reina madre; Vida de Santo Tomás de Villanueva escrita por extenso; Los grandes anales de quince días; El Tarquino español y cueva de Meliso (esta obra se atribuye falsamente a nuestro autor); Lince de Italia o zahorí español; Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Armando de Richelieu; Breve compendio de los servicios de don Francisco Gómez de Sandoval, duque de Lerma; Levantamiento del duque de Braganza con el Reino de Portugal; Censura contra don Francisco Moroveli de la Puebla en defensa del patronato de Santa Teresa de Jesús; Exenciones concedidas a las monjas; Memorial al rey don Felipe IV; Homilía de la Santísima Trinidad; Epítetos del duque de Osuna; Desposorio entre el casar y la juventud; Apología al Sueño de la Muerte o visita de los chistes; Adición a los grandes Anales de quince días; Explicación de aquel lugar del cap.2º de San Juan, que dice “et die tertia factae sunt nuptia in cana Gallileae”; Diálogo satírico en la voz del ángel, Elías y Enoch; Panegírico a la majestad del rey don Felipe IV Memorial al conde duque de Olivares; Memorial al rey don Felipe IV; Dedicatoria al duque de Osuna del Discurso de la vida y tiempo de Focílides; Papel a doña Margarita de Espinosa, su tía, con otras poesías; La perinola contra el doctor Juan Pérez de Montalbán; Capitulaciones matrimoniales; Memorial a una academia; Carta a un caballero a quien le desterró la justicia de una dama; Sátira a un amigo suyo; Sátira a un poeta corcovado; La rebelión de Barcelona, ni es por el huevo, ni es por el fuero; El siglo del cuerno; Comento a la carta que el rey don Fernando el católico escribió al primer virrey de Nápoles; Anacreón castellano con paráfrasis y comentarios; Censura del libro que compuso Juan Pérez de Montalbán, intitulado Para todos; Tasa de las hermanitas del pecar; Pragmática de las cotorreras; Cartas del caballero de la tenaza que faltaron de imprimir; Origen, discurso y definición de la necedad; Pragmática de aranceles generales; Capitulaciones de la corte, vida y oficios de los entretenidos de ella; Excelencias y desgracias del salvo honor; Décimas a la concesión de los millones que pidió S[u] M[ajestad] a la ciudad de Sevilla; Tercetos a dos cornudos; Sátira a una dama con quien había gastado el autor; Advertencias acerca de los grandes Anales de quince días; Migajas sentenciosas; Traducción castellana de la carta que escribió Urbano VIII a Felipe IV dándole cuenta de su asunción al pontificado; Apuntamiento sobre si los espolios de los obispos de España pertenecen al Rey o al Papa; Apuntamiento para probar la venida y patronato de Santiago en España, con otras dos hojas probando que los latinos llamaban “arma” todo lo que gobierna el bajel; Informaciones del doctor Benedicto Arias Montano; Libra verdadera de los consejos y juntas de la corte de España; Memorias a la rectora del Colegio de las vírgenes; varios apuntamientos sueltos, sacados de la Sagrada Escritura y de Tertuliano, Demóstenes, Jenofonte, Terencio, Lucano, Virgilio, Marcial, Cornelio Tácito, Cicerón, y varias autoridades, lugares y frases, explicados y aplicados a varios asuntos de San Agustín, Terencio, Lucano, Plauto y otros varios cuadernos sueltos, que comprenden treinta pliegos de diferentes poesías a distintos asuntos y personas; setenta cartas políticas, eruditas y familiares, escritas al duque de Osuna, al duque de Medinaceli, al conde duque de Olivares, al duque del Infantado, a don Tomás Tamayo de Vargas, a don Francisco de Oviedo y otros amigos suyos; diferentes papeles sueltos de diversos autores, anotados y escoliados por el mismo Quevedo. De ningún otro escritor y poeta castellano se pueden traer más dignos ni más distinguidos elogios, Juan Pablo Mártir Rizo le intitula “milagro de la naturaleza”; Antonio de Argüelles le llama “decoro y gloria de su siglo”; don Joseph Pellicer, “varón doctísimo en todas las ciencias”; Justo Lipsio le aclama “el mayor y más alto honor de los españoles”; Juan Quaralt, “príncipe de todos los poetas”. Vicente Mariner le intitula “el mayor ingenio del orbe”. Y con verdad se pudiera decir que entre todos sus ilustres hijos, este solo bastaba a engrandecer y honrar su patria. Lope de Vega en su Laurel de Apolo le hace el elogio siguiente:

Al docto don Francisco de Quevedo,
llama por luz de tu ribera hermosa
Lipsio de España en prosa
y Juvenal en verso,
con quien las musas no tuvieron miedo
de cuanto ingenio ilustra el universo,
ni en competencia a Píndaro y Petronio,
como dan sus escritos testimonio.
Espíritu agudísimo y suave,
dulce en las burlas, y en las veras grave;
Príncipe de los líricos, que él solo
pudiera serlo, si faltara Apolo.
¡Oh, musa!, dadme versos, dadme flores,
que a falta de conceptos y colores,
amar su ingenio y no alabarle supe,
y nazcan mundos que su fama ocupe.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera