Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Vida de don Diego Hurtado de Mendoza”
Autor del texto editado:
[López de Ayala, Ignacio (1739-1789)]
Título de la obra:
Guerra de Granada que hizo el rey D. Felipe II contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes. Escribiola D. Diego Hurtado de Mendoza, del Consejo del emperador Carlos V, su embajador en Roma y Venecia; su gobernador y capitán general en Toscana. Nueva impresión, completa de lo que faltaba en las anteriores y escribió el autor, y añadida con su vida y lo que se había suplido por el conde Portalegre.
Autor de la obra:
Hurtado de Mendoza, Diego 1503-1575
Edición:
Valencia: Benito Monfort, 1776


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Vida de don Diego Hurtado de Mendoza. Todas las notas aparecen en el original. Se respeta la numeración y en algún caso se resuelven las abreviaturas. 1


Siendo las vidas de los varones ilustres eficasísimos ejemplares que persuaden prácticamente a la imitación de sus acciones, determiné escribir la de don Diego Hurtado de Mendoza, excelente escritor y discretísimo político, para que al mismo tiempo que de su Historia de Granada se tenga noticia de sus estudios, aplicación y manejo de los negocios públicos, que fueron los que le proporcoinaron para escribir con tanto acierto.

Nació en la ciudad de Granada a fines del año 1503 o principios del siguiente. Su padre, uno de los más célebres generales que sirvieron a los Reyes Católicos en la conquista de aquel reino, fue don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, hijo del conde de Tendilla, que fue hermano entero del primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, y ambos, hijos del célebre don Íñigo de Mendoza, primer marqués de Santillana. Su madre, doña Francisca Pacheco, segunda mujer del marqués e hija de don Juan Pacheco, marqués de Villena y primer duque de Escalona. 2 Fue el quinto entre sus hermanos, que todos han merecido loable recomendación en nuestra historia: don Luis, el primogénito, capitán general del reino de Granada y después presidente del Consejo; don Antonio, virrey en ambas Américas; don Francisco, obispo de Jaén; y don Bernardino de Mendoza, general de las galeras de España. Consta también que tuvo dos hermanas, doña Isabel, que casó con don Juan de Padilla, y doña María, mujer de don Antonio Hurtado, conde de Monteagudo. 3

No hay pruebas para persuadir naciese en Toledo, como quiso don Tomás Tamayo de Vargas, y consta que sus padres permanecieron en Granada todos aquellos años, por ser necesaria su presencia en ciudad recién conquistada, inquieta y sospechosa, y que con motivo del excesivo celo del cardenal Jiménez por la conversión de los mahometanos se levantó durante el mes de diciembre de 1499, y duraron los movimientos de aquel reino casi dos años. 4 Ni es creíble que por huir de aquel peligro se retirase a Toledo la marquesa, heroína de ánimo tan varonil, que en la fuerza del alboroto del Albaicín, luego que el marqués llegó a sosegar a los sediciosos, se quedó con sus hijos pequeños en una casa junto a la mezquita mayor a manera de rehenes 5

Logró don Diego particular instrucción en su niñez, y verosímilmente la mayor parte de ella de Pedro Mártir de Anglería, pues, habiendo este instruido todos los magnates de aquel tiempo, viviendo en Granada y estando tan obligado a los Mendozas, que el primer conde de Tendilla le trajo a España, y mantuvo estrecha comunicación con el padre de don Diego 6 , franquearía a este la instrucción que con menor obligación había comunicado a los demás. Aprendió allí gramática y algunas nociones de la lengua arábiga, que cultivó toda su vida. Pasó después a Salamanca, donde estudió las lenguas latina y griega, filosofía y derecho civil y canónico . En aquel tiempo fue cuando parece escribió por entretenimiento y como descanso de mas graves estudios La vida del Lazarillo de Tormes, obra ingeniosa, de buen lenguaje y singular invención; fray José de Sigüenza afirma que el autor del Lazarillo fue fr. Juan Ortega, religioso jerónimo, pero generalmente se creee que fue don Diego de Mendoza.

Inclinado por su genio a engolfarse en acciones de mayor estrépito y renombre, pasó a Italia y militó muchos años. No constan en particular las guerras ni batallas en que se halló, pero, hablando él mismo del mal aparejo y desórdenes que veía en la guerra de Granada, los compara con los «numerosos ejércitos en que yo me hallé –dice-, guiados por el emperador don Carlos, y otros por el rey Francisco de Francia»; de donde se puede conjeturar se halló en el ejército que sitió a Marsella en 1524 y en la batalla de Pavía, en que afirma Sandoval se distinguió la compañía de don Diego de Mendoza, que es favorable conjetura para creer fuese nuestro autor, si bien eran algunos los que en aquel tiempo se conocían con el mismo nombre y apellido, que no se puede afirmar por cosa cierta.

Igualmente es verosímil que concurrió a la guerra que se hizo contra Lautrech sobre el ducado de Milán y la batalla de la Bicoca en 1522, así como a la entrada de Carlos V en Francia el año 1536. Lo cierto es que, aun siguiendo la inquietud y estruendo de las armas, manifestaba su ardiente inclinación a la literatura, y en el tiempo de invierno, en que aquellas permiten regularmente más descanso y ociosidad, dejaba los cuarteles y pasaba a las más célebres Universidades, como Bolonia, Padua, Romas y otras, para aprender de los maestros de mayor mérito matemáticas, física y otras ciencias. 7 Oyó, entre otros, a Agustín Nifo y a Juan Montesdoca, famoso filósofo sevillano, muy aplaudido y premiado en las Universidades de Italia y que murió en 1532. 8

Sus talentos, aplicación y distinguida estirpe le hicieron tan recomendable a Carlos V, que, formando concepto muy sublime de las prendas de don Diego, le apreció mucho en todo el tiempo de su imperio y le confió los negocios y embajadas más críticas de su reinado. En 1538 se hallaba ya de embajador en Venecia. El año antes habían hecho la liga santa contra el turco el papa, el emperador y venecianos, y, no correspondiendo las ventajas a los deseos de la Señoría, desconfiaba ya y temía mayores pérdidas; y, como las instrucciones del embajador tenían como objeto mantenerla firme contra el turco y que no se aliase con la Francia, luego que advirtió don Diego las zozobras de los senadores y que habían destinado a Constantinopla a Lorenzo Gritti para tratar de paces, hizo presente en una audiencia secreta con elocuente vehemencia, aunque con igual modestia, sabía que la república intentaba ajustar paces sin incluir a su soberano, que estaba dispuesto a continuar la guerra y aun asistir en la armada. 9 Pintó la incierta fe de los bárbaros, diferentes en costumbres, religión, en leyes, y enemiguísimos de los cristianos; el sincero objeto de los aliados por defender la Iglesia y oprimir a sus enemigos; que si en la pasada campaña no se habían logrado las ventajas que esperaron, se podían resarcir los daños en la primera ocasión, humillar al enemigo común y recobrar muchas de sus conquistas. Que si hacían las paces, y el emperador quedase en guerra, no disminuirían gastos, pues debían mantenerse armados y perdían la esperanza de la mejora que podían tener perseverando en la alianza. Concluyó que confiaba en la prudencia del senado no querría buscar pretextos para abandonar la liga ni preferir a esta las paces siempre peligrosas con el turco. Fue la respuesta que, habiendo sido infructuosa la liga años anteriores, y habiendo propuesto el rey de Francia una tregua general a todos los príncipes cristianos en Constantinopla, sería muy útil su aceptación para que el césar se dispusiese a las expediciones que meditaba en levante. Alcanzó, en efecto, Gritti con gran trabajo treguas por tres meses, sin quedar esperanza de la tregua universal, cuyo nombre aborrecían los turcos por el odio que tenían a Carlos V. Ajustaron paces después, y para ellas influyó mucho Francisco I, rey de Francia, que por contrarrestar a Carlos V estaba coligado con el turco, y entre otros le envió dos embajadores, Cesar Fragoso, genovés, y Antonio Rincón, español, que, muertos en el Po por soldados españoles y registrados, les encontraron las instrucciones, y entre ellas muchas concernientes a Venecia y contrarias a sus intereses 10 dirigiolas el marqués del Vasto a don Diego, y este las hizo presentes al senado, para que comprendiese las potencias en que podía fiarse y cuán gran yerro habían cometido en abandonar la liga del emperador, procurando mantener y afianzar la amistad del rey de Francia, que, como constaba en aquellas instrucciones, no cuidaba de los interees de la República.

Además de desempeñar la embajada con esplendor, perseveró con tesón en el estudio y, sobre todo, puso particular esmero en juntar manuscritos griegos, en hacerlos copiar a gran costa, buscarlos y traerlos de los más remotos senos de la Grecia, de suerte que envió hasta la Tesalia y monte Athos a Nicolás Sofiano, natural de Corcira, a investigar y copiar cuanto hallase recomendable de la erudición griega. Valiose también de Arnoldo Ardenio, doctísimo griego, para que le trasladase con extraordinarios gastos muchos códices manuscritos de varias bibliotecas, y principalmente de la que fue del cardenal Besarión.

Por su medio logró la Europa muchas obras que no había aún visto, y quizá no vería, de los más célebres autores griegos, sagrados y profanos, como son san Basilio, san Gregorio Nacianceno, san Cirilo Alejandrino, todo Arquímedes, Herón, Apiano y otros. 11 De su biblioteca se publicaron las obras completas de Josefo, pero lo que principalmente la ha hecho memorable fue el regalo que le hizo el gran turco Solimán por haberle enviado un cautivo que amaba con extremo, libre y sin rescate, aunque don Diego lo compró a gran precio de los que le habían hecho prisionero. El gran señor quería manifestar su agradecimiento con dones correspondientes a su grandeza, pero don Diego admitió sólo una recompensa, propia de la nobleza de su nacimiento y del interés de un ministro público. La Señoría de Venecia se hallaba con extrema escasez de granos, y por sacarla de tan estrecho ahogo pidió a Solimán permitiese a los vasallos de Venecia comprar libremente trigo en los mercados turcos y conducirlos a los de la República. Logró esta súlica y otra segunda, que fue la remisión de muchos manuscritos griegos, que prefería a los más ricos tesoros. Varían mucho los autores sobre el número de ellos; Andrés Escoto no duda asegurar que recibió una nave cargada de manuscritos; Claudio Clemente copia las mismas palabras en la Historia de la Biblioteca del Escorial; Ambrosio de Morales y don Nicolás Antonio aseguran que fueron seis arcas llenas; últimamemte, don Juan de Iriarte en la biblioteca de los manuscritos griegos de la Librería Real de esta corte, obra recomendable por su mérito y por las muchas noticias que da de varios escritos apreciables de célebres autores aun no publicados, rebaja extraordinariamente el número de volúmenes y, persuadido del catálogo de los manuscritos griegos de don Diego que copió de un códice propio de la librería del duque de Alba, asegura que no fueron más que treinta y un volúmenes, cuyo catálogo inserta en dicha biblioteca.

Esta es la noticia que nos queda de tan celebrado don, y no es difícil resolver cuál de las relaciones sea la verdadera, porque, aunque, de una parte, es inmenso el número que da a entender Andrés Escoto y Claudio Clemente, por otra, es muy diminuto el que asigna el mencionado catálogo; ni sabemos quién le formó, ni si copió todos los que vinieron de Constantinopla; pudo, tal vez, elegir los más selectos o aquellos de que tuvo noticia, si no es que creamos lo hizo cuando ya estaba deshecha la librería de don Diego, y sólo numeró los códices que restaban. Parece, pues, más verosímil y cierta la relación de don Nicolás Antonio, y así creeemos que no fue tanta la copia que pondera Escoto, ni tan pequeña como expresa el catálogo, que a la verdad ni corresponde al eco que corrió y corre en toda la Europa del mencionado regalo, ni a la grandeza de Solimán, que no sabemos fuese avaro de estas riquezas que poseía en tanta abundancia y que tan poco le servían. Sobre todo, deja fuera de duda la verdad de la relación de Morales: el haberla hecho este en una dedicatoria dirigida al mismo don Diego, a quien conocía y a quien trataba, a quien consultaba y a quien habría oído muchas veces la verdadera relación.

De la diligencia de don Diego en adquirir los manuscritos se convence la estravagante y atrevida maledicencia de Schochio, que fingió que para juntar la biblioteca que meditaba hurtó los manuscritos griegos que dejó el cardenal Besarión a la República de Venecia, con tal sutileza, dice, que no se puede pensar mayor. Asegura que ya se había venido a España cuando se advirtió que en lugar de aquellos había puesto otros libros vulgares de igual volumen, para que de ese modo no se descubriese tan fácilmente el hurto. ¿Pero de quién habla este beocio? ¿Juzga acaso este tardo alemán que don Diego de Mendoza era algún Glareano, algún Sciopio u otro oscuro gramático? Hay mucha diferencia entre los sabios; el nacimiento y la crianza dan ideas muy diferentes. El empleo y riquezas de don Diego le facilitaban la ejecución de sus designios. ¿Qué particular hizo mayores gastos? ¿Quién tuvo valor para enviar a sus expensas a buscar manuscritos en los más retirados senos de la Grecia? ¿Ni quién logró circunstancias más oportunas? Además de esto, se mantuvo muchos años en Venecia, incierto si permanecería o no en aquella ciudad; pues, ¿cómo podría cometer tal desacierto sin exponerse a que lo descubrieran antes de retirarse? ¿Y qué pruebas expone Schochio? ¿Qué autores cita para apoyar proposición tan atrevida? Quede, pues, por cierto que afirma lo que él sería capaz de cometer y que creyó era algún Schochio el embajador de Carlos V.

Era su casa la mansión de las personas eruditas, y trataba a los sabios de la Italia con la estimación de hombre que lo era. En el senado era un Demóstenes, y un Sócrates en casa. En aquel admiraban el torrente de su elocuencia los senadores, y en esta embelesaba con su erudición, con sus noticias y discursos filosóficos a los cardenales, obispos, nobles y literatos que con frecuencia le visitaban.

Buen testigo es Pablo Manucio, celebérrimo humanista que en aquel tiempo le dedicó las obras filosóficas de Cicerón, corregidas con sumo esmero, si bien dice que ya don Diego con su continua letura y perspicacia habrá hecho las mismas o más enmiendas. De aquella dedicatoria sabemos que se aplicaba principalmente a la filosofía, que tuvo una hermana sabia, muy instruida en la lengua latina e igualmente valerosa, y que el dictamen de don Diego en orden a la enseñanza de la juventud era que se gastasen el largo tiempo que dedican a la lengua latina en aprender las ciencias en la lengua materna, como lo persuadió antes el cardenal Alcolti, que posaba en casa [de] don Diego. Favoreció a muchos griegos que llegaban huyendo de la penosa esclavitud del turco. Lázaro Bonamico le dirigió por este tiempo o poco después una carta latina en verso heroico, en que, describiendo el método de vida y estudios que él disfrutaba, le persuade se entregue a su genio, esto es, al estudio y consideración de la naturaleza; realza su aplicación a la filosofía, su vigilancia en procurar los intereses del césar y resistir al turco, enemigo común. Pondera su elocuencia la estimación que de su persona hacían los senadores, el socorro de trigo que por su causa evitó una horrible hambre en los estados venecianos, su generosidad en enviar a la Grecia personas que trajesen antiguos monumentos, y útimamente lo acepto que era a Carlos V y cómo se aprovechaba del valimiento para que perdonase a unos y favoreciese a otros.

En estas ocupaciones pasaba cuando le nombró el césar gobernador de la República de Sena, sin que dejase, a lo que parece, la embajada de Venecia. Es Sena una ciudad de Toscana a cinco leguas de Florencia, rica, populosa, amiga de su libertad, que conservó por muchos siglos como república independiente. La discordia al fin dividió sus habitantes, que por último recurso acudieron al emperador, a quien pidieron patrocinio para poner freno a algunos ciudadanos turbulentos. Condescendió Carlos V y envió a don Diego de Mendoza, que, informado de todas las disensiones, del origen de ellas y de los intereses particulares que movían a los seneses, procuró vencer por buenos términos todos los inconvenientes y mantener los ciudadanos en tranquilidad. 12 Sin duda, manifiesta el afecto que tenía a aquella república en una representación vehemente que hizo al emperador cuando pasó por la Italia el año de 1543 para asegurar aquellas costas del desembarco e invasión que amenazaba el turco, movido por Francisco I, rey de Francia.

Hallábase el césar exhausto de dinero, tomó del rey de Portugal cuantiosas sumas, vendió a Cosme de Médici, duque de Florencia las fortalezas de Florencia y Liorna en ciento y cincuenta mil ducados, y estuvo en Bugeto con el pontífice, que vino a verle con el pretexto de ponerle en paz con el rey de Francia y de adelantar el Concilio Tridentino, pero principalmente con el designio de comprar los estados de Milán y Sena para su nieto Octavio de Farnese. La escasez de dinero con que se hallaba el emperador le hacía, aunque con alguna repugnancia, dar oídos a estas cosas, y sin duda se hubiera efectuado la venta a no haberle hecho don Diego de Mendoza una representación. 13 en que exponía al emperador el deshonor que le resultaba de efectuar esta contrata, como lo mal que había hecho en la antecedente de las fortalezas de Florencia y Liorna; estiéndese después sobre la conducta del pontífice, sobre los trabajos que había ocasionado al emperador y cómo movió al rey de Francia y, consiguientemente, al turco. Esta representación tuvo el efecto que deseaba el autor de ella: desistió el emperador, pasó a Alemania dejando a don Diego las instrucciones que debían dirigirle en la asistencia al Concilio Tridentino, que a grandes instancias de la cristiandad y principalmente del emperador había convocado el papa Paulo III, en bula de 22 de mayo de 1542. Después de muchas dilaciones, inconvenientes y dudas sobre el lugar en que debía celebrarse, se había elegido a Trento, ciudad que parte los términos de Italia y Alemania, y sujeta a Cristóbal Madrucci, obispo de ella y poco después cardenal.

Y el emperador había expedido sus poderes desde Barcelona en 18 de octubre de 1542, nombrando sus embajadores al gran canciller Granvela, su hijo, el obispo de Arras, y don Diego de Mendoza, quienes llegaron a Trento en 8 de enero de 1543. Pues, aunque el marqués de Aguilar, embajador en Roma, estaba también nombrado, no se apartó de aquella capital. 14 Daba el emperador a todos cuatro en común y a cada uno en particular poder y autoridad para que representasen su persona, defendiesen y promoviesen sus derechos y mantuviesen sus prerrogativas tanto como emperador, cuanto como rey de España y señor de sus restantes dominios. Visitaron los embajadores a los legados, que eran los cardenales Morón, París y Polo, y, estrañando la poca concurrencia de padres, preguntaron si las demás naciones habían prometido su asistencia al Concilio y en qué términos debían ejercer la autoridad de embajadores en aquel congreso; evacuadas ambas preguntas, quiso el canciller exponer en la iglesia mayor con toda solemnidad los poderes que traía del emperador y manifestar los motivos de no asistir personalmente. Resistiéronse los legados, hubo amargas quejas, pero en fin se convino en que fuesen recibidos al siguiente día públicamente en casa del legado París, el más antiguo de los tres cardenales. El obispo de Arras expuso en una larga oración y ante gran concurso de gentes los deseos y diligencias del emperador por que se celebrase el Concilio. Exhibieron sus poderes e instaron en que se acelerase la venida de los prelados y teólogos italianos y se estimulase a los franceses, pues ellos estaban prontos a permanecer allí o pasar a solicitar los obispos de Alemania. En efecto, Granvela, por dar mayor calor a la celebración del Concilio, pues veía los pocos prelados que habían concurrido, daba a entender sería más conveniente un concilio nacional en Alemania, proposición que alteraba extremo a los legados y a la corte romana. Al fin, padre e hijo pasaron a la junta de Norimberg, y don Diego quedó algunos meses en Trento, en cuyo tiempo hizo la representación mencionada sobre la venta de Milán y, viendo que los obispos españoles no concurrían tan presto y que muchos de los que vinieron a Trento se habían retirado, se volvió a su embajada de Venecia con grande sentimiento de los legados y del papa, que se quejó al emperador, pero al fin se aprobó su conducta, y expidió una bula en que, exponiendo las discordias sobrevenidas entre el rey Francisco y Carlos V y jutamente el terror que infundía en toda la Italia el turco con sus armas, retardaba el Concilio a tiempo más oportuno. 15

En 24 de agosto del año 1544 dirigió un diploma a Carlos V exhortándole a la paz, que, efectuada con Francia, proporcionó la nueva indición del Concilio para 15 de mayo de 1545, aunque se prorrogó el principio de él hasta 13 de diciembre. Por marzo volvió don Diego de Venecia a Trento y, ajustadas las ceremonias con que se le había de tratar, pretendió exponer en la iglesia mayor, lugar destinado a las sesiones del Concilio, las cartas que le autorizaban, pero se convino en presentarlas en casa de los legados cardenales del Monte y Santa Cruz, donde manifestó sus poderes y juntamente expuso en una oración latina las intenciones del césar y el sincero ánimo en que se hallaba de concurrir por su parte a dar cumplimiento a los deseos de toda la cristiandad. 16 Halláronse presentes el cardenal Madrucci, en cuya casa habitaban los legados, y los obispos que hasta entonces habían concurrido, que fueron Tomás Copeggi de Feltre, Tomás de San Félix de la Cava y fray Cornelio Muso, franciscano obispo de Bitonto y el más elocuente predicador de su tiempo. A 8 de abril llegaron los embajadores del rey de romanos, celebrose una solemne congregación para recibirlos, y en ella pretendió don Diego preceder al cardenal Madrucci y sentarse después de los legados, alegando que, pues representaba al emperador, debía tener asiento en el mismo lugar que ocuparía su majestad cesárea. Urgía el tiempo, y, por no ser molesto ni inutilizar aquella junta, convino en colocarse de modo que ni cedía ni tomaba precedencia alguna.

Volvió en otra ocasión a instar sobre lo mismo, diciendo que si se hallasen juntos el padre santo y el emperador ninguno podía pretender ponerse en medio, y que lo mismo debían observar las personas que los representaban, añadiendo que obraba con el parecer y consejo de hombres doctos. Respondieron los legados en términos generales se hallaban dispuestos a dar a cada uno su debido lugar, pero que por sí mismos no tomaban resolución sobre sus pretensiones, y que era necesario aguardar la respuesta de Roma sobre ellas. Convino gustoso el embajador, porque, como sabía la grande autoridad que los emperadores habían tenido siempre en los concilios, esperaba se hallasen en los archivos romanos documentos incontestables que autorizasen su preeminencia; añadió estaba pronto a ceder fuera del Concilio a cualquier sacerdote, pero en él nadie después del papa tenía mayor autoridad y preeminencia que su príncipe. 17

Los legados deseaban principiar el Concilio, pero el corto número de obispos que hasta entonces habían llegado y otros motivos que tenía el emperador obligaban a don Diego a detenerlo con sus justos y fundados reparos.

Ocupábase entre tanto en sus estudios, buscaba el trato de las personas sabias y, ofreciéndose celebrar el nacimiento del infante de España, el príncipe don Carlos, acaecido en 8 de julio de 1545, dispuso tres solemnes fiestas, en que oraron el obispo de San Marcos, napolitano, sabio en latín y griego, y el elocuente fray Cornelio Muso.

Los cuidados, la aplicación o la mudanza de aires mudaron su salud, y comenzó a padecer unas cuartanas que le obligaron a retirarse a Venecia y le molestaron muchos meses, pero no por eso dejó de cuidar de Sena, de su embajada de Venecia y de la del Concilio, donde pasaba algunas veces. Al fin celebrado el congreso de Wormes, le ordenó el emperador asistiese en Trento por que no se dijese quedaba por sus ministros dar principio al Concilio. En 13 de diciembre de 1545 se hizo la abertura tan deseada con la mayor solemnidad y se celebró la primera sesión, y en 7 de enero de 1546 la segunda, a las que, no pudiendo asistir don Diego por hallarse enfermo en Venecia, envió su secretario Alonso Zorrilla, para que hiciese presente su indisposición. 18 La sesión tercera se tuvo en 4 de febrero del mismo año, y después de la cuarta llegó a Trento don Francisco de Toledo, embajador de Carlos V, porque, reconociendo don Diego la terquedad de su indisposición y cuán necesaria era la asistencia de los embajadores imperiales, había suplicado al césar enviase otro en su lugar, como se le concedió, con la circunstancia de que el compañero ejerciese por si solo las funciones de la embajada o en compañía de don Diego, si la salud de este lo permitiese. Don Francisco pasó después de cuatro días a Padua, a visitar a su compañero para que le instruyese a fondo de las instrucciones del emperador, de las de los legados y del método que era menester seguir en un congreso tan sagrado y de tan delicadas circunstancias, 19

Aun sin estar libre de cuartanas, que fueron tan perniciosas que se llegó a temer de su vida, pasó de Padua a Trento a instancias de don Francisco de Toledo, que volvió a visitarle, y del dr. Páez de Castro, que vino en su compañía, y juzgaron los padres tan necesaria la asistencia a la congregación general que precedió a la sesión quinta, que la difirieron un día, porque en el que se había de celebrar era el mismo en que sobrevendría la fiebre a don Diego. Queriendo los legados proceder a la decisión de los dogmas, don Diego aconsejó a don Martín Pérez de Ayala, que había llegado a Trento en el mes de septiembre de 1546, y le había aposentado después de muchos ruegos en su propia casa, tanto por el aprecio que hacía de sus virtudes y literatura como porque había sido confesor de su hermano, el obispo de Jaén, ya muerto desde el año de 43, que, como tan instruido en la materia de justificatione que a la sazón querían decidir, manifestase el modo de pensar de los herejes y notase las decisiones que pretendían hacer los legados por diminutas, y que no comprendían todos los errores de los protestantes. Don Martín Pérez de Ayala pidió audiencia, peroró en ella una hora, expuso la materia y de tal modo pintó sus consecuencias, que se examinó la doctrina más de otros cuatro meses. 20 Aunque don Diego rara vez concurría a las congregaciones particulares a causa de su indisposición, quiso, no obstante, asistir a aquella en que fueron recibidos los embajadores de Francia, por dar más solemnidad al acto y manifestarles su buen ánimo y la armonía que deseaba entablar y mantener con ellos. 21

Por estos días se publicó impresa en Venecia la suma de los concilios de fray Bartolomé Carranza, dominicano famoso por su valimiento y su caída, dedicada a don Diego, que respondió al autor en una carta latina, aunque breve, elocuente y nerviosa. Juan Pérez de Castro, célebre doctor cronista y capellán de honor de Felipe II, había pasado a aquella ciudad recomendado a don Diego por Jerónimo de Zurita, exacto historiador de Aragón, y por Gonzalo Pérez, secretario de Felipe II, conocido por la traducción de la Odisea y mucho más por los excesos de su hijo, Antonio Pérez. Procuró don Diego adelantarle, comunicolo sus libros, quiso llevarle a vivir consigo, animole a estudiar con tesón y a trabajar principalmente en la inteligencia y restitución de los autores antiguos. Consta por las cartas de aquel sabio escritas a Jerónio de Zurita que había leído la traducción al castellano de la mecánica de Aristóteles hecha por don Diego, quien también le había hecho glosas: «Es tan bueno y tan humano –dice hablando de don Diego- que puede v.m. decir “nihil oritorum alias nihil ortum tale fatentes”. Su erudición es muy varia y estraña; es gran aristotélico y matemático, latino y griego, que no hay quien se le pare; al fin, es un hombre muy absoluto. Los libros que aquí ha traído son muchos, y son en tres maneras: unos, de mano griegos en gran copia; otros, impresos en todas facultades; otros, de los luteranos, y todos estos están públicos para quien los pide, si no son los luteranos, que no se dan sino a los hombres que tienen necesidad de los ver para el Concilio. Ha sido tan gran cosa esta y tan grandemente dispuesta, que, allende de grandes costas que ha escusado, ha dado gran luz a todos, que ni supieran qué libros eran necesarios ni de dónde se habrían de traer; a lo menos, yo no sabría qué hacerme en este lugar. Tienen todos creído que medrará mucho concluido este Concilio, y que su majestad le hará obispo, y su santidad, cardenal. Plega a Dios que sea así, y en él estará todo bien empleado». 22 Así se explica aquel sabio aragonés, testigo ocular de las ocupaciones de don Diego, y lo mismo aseguran cuantos eruditos le trataron. Eran, por cierto, necesarios testimonios tan irrefragables para creer que un político entregado a conocer y manejar los intereses y ánimos de los soberanos, encargado de negocios gravísimos, atento a tantas formalidades como la vanidad ha introducido en aquella carrera, tuviese el tiempo, la afición y la abstracción que se requiere para estudios tan profundos, El mismo don Diego dice en una carta que en su vejez escribió a Zurita: «Estoy maravillado de los muchos libros que hallo leídos, habiendo aprendido tan poco de ellos». 23 Anotaba lo que leía y, como los viajes le imposibilitaban llevar consigo su librería, le aceció ilustrar tres y cuatro diferentes ejemplares manuscritos o impresos de un mismo autor. Agregaba la curiosidad de las monedas antiguas, de que había hecho un gran tesoro. Ocurría a tantos gastos la liberalidad de Carlos V, que por este tiempo le libró 9.000 ducados de ciertas cuentas y le añadió una pensión de 1.500, con el fin, según parece, de destinarle embajador en Roma.

A este tiempo declaró la guerra el emperador a los protestantes, toda Alemania se conmovió, algunos padres del Concilio meditaban ausentarse, y, aunque los legados juzgaban oportuna la traslación o interrupción del Concilio, asustados del riesgo en que creían hallarse, por estar tan inmediato Trento a los países enemigos, don Diego sintió en extremo esta resolución de algunos, hizo presente que, habiendo emprendido el emperador aquella guerra a favor de la religión y principalmente a favor del Concilio, le sería muy dolorosa la retardación de este, y que no era buena correspondencia que el césar emprendiese guerra de tanta consecuencia por mantener el Concilio, y se disolviese este por causa de la misma guerra. 24 Pasó poco después a Venecia, y antes se despidió de los padres, día 17 de julio por la tarde, en que se celebró junta por el motivo de la alteración que había ocurrido por la mañana entre Dionisio Sanetin, obispo de Chirón, y el obispo de la Cava. 25

En Venecia se quejó amargamente a aquella señoría de las desconfianzas que habían tenido del emperador y de que en fuerza de ellas hubiesen sospechado que Carlos V intentaba sujetar toda la Alemania con pretexto de religión, por cuya causa había procurado la Señoría disuadir al pontífice la confederación con el césar y había recibido embajadores de las potencias enemigas. La respuesta fue escusar la Señoría lo que se decía haber efectuado y aparentar grande adhesión a los intereses del emperador.

Volviose a Trento, y volviose a tratar de la traslación del Concilio, ya porque los legados recelaban de la inmediación de los enemigos, ya porque se hallaban disgustados en Trento. Don Diego, a quien había escrito el César su voluntad, expuso en una junta cuánto resistía este a la traslación, de suerte que ninguna cosa podían proponerle más repugnante que la ejecución de tales designios; manifestó con brío y elocuencia cuantas consecuencias podían resultar. 26 Poco después se retiró don Diego a Venecia, y don Francisco de Toledo a Florencia, dejando en su lugar a los cardenales Madrucci y Pacheco, que siguieron con tesón el empeño del césar, aunque no con mucha felicidad, pues se celebró la sexta sesión el 13 de enero de 1547, y se publicó el decreto sobre la justificación, y, aunque don Diego fácilmente podía volver a Trento desde Venecia, se mantuvo en esta capital.

El emperador creyó que enviando a la corte de Roma a don Diego, que la conocía exactamente, aceleraría las cosas del Concilio. En efecto, pasó de embajador al pontífice en 1547, llevando en su compañía a don Martín Pérez de Ayala. Pasó por Venecia, Bolonia, Florencia, Capilla, Risa, Luna, donde se detuvo el mes de febrero y marzo, muy cortejado del duque de Pomblin, con quien tenía que tratar varios encargos del emperador. Por Pascua de Resurrección entró en Roma con el mayor triunfo y pompa que hasta allí había entrado embajador alguno; 27 hizo poco después presente al pontífice en un escrito las razones del emperador a favor del Concilio, y entretanto se celebró la séptima sesión en 3 de marzo de 1548, e, insistiendo los romanos en la traslación, se valieron de la casualidad de haber muerto dos prelados y algunos familiares de los legados para aparentar que había peste. Opusiéronse con ardor los españoles, principalmente el cardenal Pacheco, pero al fin se resolvió la traslación a Bolonia en la octava sesión, celebrada en 11 de marzo, prevaleciendo cuarenta y cuatro votos contra doce que se opusieron, casi todos españoles. Estos dieron inmediato aviso al emperador, que cuatro horas después de sabida la noticia envió una posta a Roma, para que antes que el papa confirmase la traslación y se estableciesen los padres en Bolonia se volviesen a Trento. Entretanto había vuelto a Roma don Diego de Mendoza y con su gran tesón y eficacia logró se detuviesen todas las determinaciones en Bolonia. Mandó el pontífice a los legados no declarasen por legítima la traslación, sino que prorrogasen la sesión como la prorrogaron en la que se celebró el 21 de abril 28

Empeñado Carlos V en que el Concilio volviese a Trento, mandó al cardenal Madrucci, que había pasado a verle a Alemania, fuese a Roma y de acuerdo con don Diego de Mendoza persuadiesen al pontífice al restablecimiento del Concilio por todos los medios que pudiesen. Diole varias instrucciones para que las pusiese en ejecución don Diego en caso de que el papa no asintiese a peticiones tan justas. En efecto, todo fue en Roma en vano, pues, aunque don Diego proponía que [volvieran] a la ciudad de Plasencia, que por aquellos días había sacudido el yugo de los franceses, pedía que primero se diese gusto al emperador trasladando el Concilio. El pontífice juntó los cardenales, manifestó su agradecimiento al celo y buenos oficios del emperador, pero rehusó volver el Concilio a Trento, y, preguntándole al cardenal Madrucci si quería oír el dictamen de los cardenales sobre la materia, respondió Madrucci que don Diego de Mendoza tenía que exponer aún a su beatitud y al sacro colegio otras órdenes del emperador. Cinco días después se presentó don Diego, pidió pública audiencia y que asistiesen a ella los embajadores de otros príncipes, para hacer una protesta con toda formalidad; expuso en ella la necesidad de volver el Concilio a Trento y los gravísimos inconvenientes que se originarían de la tardanza; interrumpiole el pontífice muchas veces, imputó la culpa a los padres de Trento y añadió que deliberaría con los cardenales la respuesta. Retirose don Diego, y convinieron en consultar a los padres de Bolonia, quienes respondieron no rehusarían la traslación a Trento, pero que era exponer la Iglesia universal a mayores perturbaciones; manifestaban la conveniencia y facilidad de que los de Trento volviesen a Bolonia y en resolución dejaban las cosas en el mismo estado y la determinación en la voluntad del pontífice. 29

Informado por don Diego el emperador de las intenciones de la corte romana, ordenó a Francisco de Vargas y a Martín Soria Velasco, sus procuradores, protestasen también en Bolonia, como lo ejecutaron con todas las formalidades de derecho, pero, no recibiendo sino respuestas generales, se ausentaron de Bolonia al siguiente día. 30

Todas estas contestaciones fueron leves respecto de la protesta que volvió a hacer en Roma don Diego luego que tuvo noticia de lo que acababan de hacer los procuradores. Pidió audiencia pública al pontífice, asistencia de los cardenales, el concurso de todos los embajadores y se presentó con toda ceremonia en aquel silencioso congreso e, hincado de rodillas, con la gravedad de su carácter leyó en nombre del emperador una vehementísima protesta y, acabada, se volvió a los cardenales y les intimó a lo mismo, caso que el pontífice no pusiese remedio; añadió las fórmulas del derecho, puso por testigos a todos los presentes y pidió a todos los secretarios pusiesen en las actas su protesta. Oyose con gran silencio el discurso, nadie le interrumpió, y en todos hizo la impresión que se deja entender de un emperador tan poderoso e irritado. 31

El pontífice dijo a don Diego se le daría respuesta en el inmediato consistorio, en el que se leyó una, compuesta por el cardenal Polo, en que repetía las razones generales, celo del papa, trabajo y peligro del Concilio, y tomaba por medio en ella imputar a excesos del embajador las proposiciones más vehementes de la protesta, de suerte que debía ser irrita, porque el encargo que el emperador había hecho a don Diego era, no de entablar contestación alguna con el papa, sino de quejarse ante su beatitud como juez de los padres de Bolonia; refutó, pues, las razones del embajador, quien, al acabar de oír la respuesta, volvió a protestar, negó haberse excedido y pidió que de lo actuado no parase perjuicio a su soberano. 32 Sentido el papa y confiado en la liga con Francia y en otros tratados políticos, respondió en otra ocasión a varias instancias de don Diego parase mientes en que estaba en su casa y que no se excediese; a lo que respondió era caballero, y su padre lo había sido, y, como tal, había de hacer al pie de la letra lo que su señor le mandaba, sin temor alguno de su santidad, guardando siempre la reverencia que se debe a un vicario de Cristo, y que, siendo ministro del emperador, su casa era donde quiera que pusiese los pies, y allí estaba seguro.

En los quince días inmediatos se proyectaron varios medios para la reconciliación, particularmente por los italianos, que temían más ruidoso rompimiento, pero, manteniéndose don Diego firme, nada se efectuó. En situación tan difícil eligió el papa suspender el Concilio. Don Diego se opuso con la mayor eficacia; intimó al papa protestaría más fuertemente; pensáronse varios medios para restablecer la paz; todo tenía sus inconvenientes, nada se efectuó, y en tan congojosa incertidumbre murió Paulo III, a 10 de noviembre de 1549. Ascendió al pontificado en 7 de febrero del siguiente año el cardenal Juan María de Monte, que había sido legado del Concilio, 33 quien tenía muy conocido el mérito de don Diego y le estimaba tanto, que ya por su amistad, ya porque esperaba llegaría por él a restablecer la buena armonía con el césar y recaudar los derechos de la Santa Sede sobre Parma y Plasencia, concedió por solas sus súplicas el perdón a Ascanio Colona y le volvió todos los lugares y honores de que le había despojado muchos años antes su antecesor. 34 Pero en lo que más se conoció su amistad o su celo fue al rendirse a las repetidas instancias que le hizo para restablecer el Concilio. Determinose a ejecutarlo así y acelerar la determinación, principalmente porque don Diego le hizo presente que el emperador pedía pronta respuesta sobre este punto, significando que las resoluciones que había de tomar en la dieta de Augusta, asignada para 24 de junio, serían adversas o favorables según la resolución del papa. En efecto, este expidió un diploma para que se diese principio al Concilio en 1 de mayo de 1551, y así se ejecutó, asistiendo de embajador del césar don Francisco de Toledo, que llegó a Trento en 29 de abril del mismo año. 35

Por este tiempo se mantenía don Diego en Sena, cuyos habitantes de día en día se precipitaban más. Había en la ciudad dos bandos principales, el de Danove, afecto a los españoles, y el restante pueblo, muy adverso. Y comprendiendo el gobernador por las enemistades de los particulares la imposibilidad de sujetarlos por la vía de la moderación y buen término, como había procurado en los principios, se arrimó a los primeros y cargó reciamente la mano sobre los contrarios para sujetarlos. Había edificado una fortaleza junto a la puerta Camoria, camino de Florencia, y mandó que todo el pueblo condujese allí sus armas, tratándolos con gran severidad y absoluto despotismo, pues aquellos ánimos enconados requerían remedios más fuertes que su encono. Estaban sumamente cansados de los españoles y, resueltos a sacudir el yugo, buscaron el apoyo de los franceses, que le concedieron con gran prontitud y complacencia, persuadidos le sería aquella ciudad un seguro puerto, desde donde se estenderían a toda Italia, como pretendía Enrique II. Exasperados los seneses más y más y llenos de audacia con la protección de los franceses, hacían cuanto daño podían a los españoles, y un día que don Diego paseaba a caballo alrededor de la fortaleza dispararon contra él y le mataron el caballo. No se atemorizó por esto; pasó a Roma y, para conservar a Sena y lo demás que pudiese, pues sabía la venida de la armada turquesca contra las costas de Italia, levantó tres mil italianos, los entregó al conde Petillano, su íntimo amigo, disimulado enemigo de los españoles. En conclusión, Sena se levantó, sitiaron la fortaleza, levantaron tropa, recibieron socorros y capitanes de Francia, y don Diego, luego que tuvo noticia, se valió de Ascanio de la Corna, nepote del pontífice, y, llevándole consigo, fue a Perugia y al castillo de la Piebe, confinantes a Sena, para proveer de allí lo que fuere conveniente, pero, considerando las muchas fuerzas de los seneses, dejó allí a Ascanio, pasó a Liorna y en naves del duque de Florencia se fue a Orbitelo, a donde juzgaba que querían dirigirse los enemigos. Al fin, el marqués de Mariñano, general de los imperiales, venció a Pedro Stroci, general enemigo, sitió a Sena y a los quince meses de sitio la rindió con condiciones muy humanas y decorosas al emperador, en 22 de abril de 1555. 36

Viendo el césar que necesitaba de más continuo cuidado, nombró por gobernador de Sena y de sus dependencias al cardenal don Francisco de Mendoza, que, como pariente de don Diego, había contribuido mucho para enviar socorros y para que el duque de Florencia se resolviese a defender el partido del emperador. Don Diego parece había vuelto a Roma a continuar su influjo sobre el Concilio, y allí ocurrió que, habiendo faltado el respeto debido al emperador el barrachelo o alguacil cabeza de los esbirros, lo hizo castigar, por lo que, indignado, el pontífice dio quejas al emperador, quien sabía muy bien no gustaba aquella corte de don Diego, porque la tenía muy comprendida, y así resolvió apartarle de aquella embajada, y a principios del año de 1551 había enviado por embajador extraordinario a Roma a don Juan Manrique de Lara, hijo de los duques de Nájera, con orden de que si no hallaba en aquella capital [a] don Diego, pasase por Sena, donde estaría, y le comunicase las instrucciones para que como informado en los negocios le advirtiese y dirigiese en el manejo necesario y ejecución de las órdenes que llevaba. En el mismo año volvió otra vez Manrique a Roma, y, escribiendo al césar el pontífice, le dice entre otras cosas que no diese oídos a malas lenguas que no comprendían las entradas de su corazón, ni él se las quería descubrir; que no decía esto por don Diego de Mendoza, a quien quería mucho por su valor e ingenio, y depositaba en él la misma fe que su majestad, pero que donde se trataba el interés público el particular y privado podía poco con él. 37 Esto fue en el tiempo en que se ocupaba don Diego de Mendoza en levantar gente en la Romania tanto para defender las costas de Italia de los turcos, como para enviar a las de África, amenazada por este enemigo común, y así remitió mil italianos y muchos pertrechos con Antonio Doria y don Berenguer de Requesens.

Parece se volvió a España por los años 1554, donde se mantuvo en el Consejo de Estado y acompañó a Felipe II en la gran jornada de San Quintín, el año 1557, como él mismo da a entender ponderando el número, provisión y buen orden de aquel ejército. Vuelto a la corte de España, se mantuvo en ella no con la aceptación de político tan sabio como era y de quien había hecho tanta estima Carlos V, ya porque su conducta en la Italia no agradó a Felipe II o ya porque, como él mismo decía, quien decae en el valimiento decae muchos grados.

Algún tiempo antes escribió dos célebres cartas críticas, agudas, elocuentes y llenas de los más delicados primores del lenguaje castellano sobre la historia de la guerra de Carlos V contra los luteranos, que publicó en folio en 1552 Pedro Salazar. Tomó el disfraz del bachiller Arcade; en la primera le critica abiertamente y en la segunda aparenta que le escusa, pero le agrava con igual acrimonia sus yerros. 38

Acaeciole también que, hallándose en palacio, tuvo palabras muy pesadas con cierto caballero, de suerte que se vio en la necesidad de quitarle un puñal y arrojarlo por un balcón. Desagradó mucho al rey Felipe este hecho ruidoso; parece le mandó prender, como se infiere de algunos lugares de sus poesías, y aun salió desterrado de la corte en la edad de 64 años, que había gastado en importantes servicios de la corona. No quebrantó su constante ánimo esta desgracia, y procuró justificarse en una carta escrita a un ilustrísimo señor, que quizá sería don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y presidente de Castilla, de que hay copia entre los manuscritos de Alvar Gómez de Castro en la Biblioteca Real. En ellas se mencionan varios lances mucho más pesados que el suyo, sin que se hubiese procedido contra los que lo cometieron con tanto rigor, y acaba así: «Pudiera traer muchos ejemplos demás de estos de hombres que se ha disimulado con ellos, o han sido restituidos brevemente, y no fueron tenidos por locos; sólo don Diego de Mendoza anda por puertas ajenas, porque de 64 años, tornando por sí, echó un puñal en los corredores de palacio, sin poder escusarlo ni exceder de lo que bastaba. Y por que no me tengan por historiador dejo de poner otros muchos ejemplos, y, si estos no bastaren, allá irá mi mudo, que hablará por todos».

No bastaron sus disculpas para aplacar el ánimo de Felipe II. Se retiró después a Granada, donde vivió tranquilamente en el estudio, separado de los negocios públicos, aunque previendo las alteraciones que sobrevendrían en aquel reino por causa de los moriscos y poca armonía del capitán general y presidente de la Chancillería, como se vio en el año de 1568, 69 y 70, que pincipió y duró aquella guerra, parte de la cual vio don Diego y parte oyó de las personas que en ella pusieron las manos y el entendimiento. Así la escribió con verdad, con tan útiles reflexiones, que con dificultad se hallará otra en castellano que la iguale, y ninguna que la exceda.

Mantúvose en Granada todos quellas años entregado a sus estudios, sin que dejase la diversión de la poesía, como se ve en la canción que dirigió a don Diego de Espinosa, presidente de Castilla, celebrando el capelo que la santidad de Pío V le confirió en marzo de 1568. En ella le trata como amigo e insinúa en la última estrofa lo que padecía desterrado. Allí era consultado de los sabios sobre las ciencias, principalmente sobre las antigüedades de España, como consta de Ambrosio de Morales en la dedicatoria que dirigió a don Diego, donde confiesa su extraordinaria erudición en la geografía y su gran juicio y exactitud en averiguar qué sitios y pueblos modernos corresponden a los nombres de los lugares y ciudades antiguas, para lo cual hacía muy útil uso de las lenguas griega, hebrea y árabe, que nunca dejó de cultivar, y en este tiempo particularmente se dedicó a investigar las antigüedades arábigas, convidado de los muchos monumentos que se encontraban en Granada. Juntó más de cuatrocientos códices árabes, de erudición muy recóndita, como lo aseguró a Jerónimo de Zurita, con quien tuvo particular amistad y a quien había servido con fineza, procurando vencer los obstáculos que los émulos de aquel historiador opusieron a los Anales de Aragón. Comunicole también algunas noticias para ellos, con deseo de que insertase su nombre en aquella historia cuando ya casi iba a cumplir 70 años, como lo dice en carta de 9 de diciembre de 1573, de donde se infiere con certeza el tiempo de su nacimiento. 39

Por este tiempo en que la avanzada edad y enfermedades le iban postrando el ánimo, buscó consuelo en la comunicación con santa Teresa de Jesús, que le escribió una respuesta, complaciéndose la santa y otras religiosas que nuestro autor comunicaba por la resolución que había tomado de aspirar a la virtud. Nota en la misma carta que era muy conocido y estimado del padre fray Jerónimo Gracián, que acompañó a la santa en el restablecimiento de su reforma, que, según se infiere del contexto de ella, había pedido don Diego en día determinado particulares oraciones, y la santa le responde tenían concertado comulgar todas aquel día por don Diego y ocuparlo lo mejor que pudiesen 40 . No vivió mucho tiempo después de esta comunicación. Parece que Felipe II le permitió venir a la corte, o para justificarse o para liquidar algunos asuntos pendientes. Encomendó a Zurita le buscase vivienda proporcionada e inmediata a la suya; juntó sus libros, que ofreció al rey; 41 se puso en camino y, a pocos días de haber llegado a Madrid, le acometió la última enfermedad, procedida del pasmo de una pierna, y le acabó la vida en abril de 1575, aunque Chacón en su biblioteca afirma murió en 1577.

Por este tiempo en que la avanzada edad y enfermedades le iban postrando el ánimo, buscó consuelo en la comunicación con santa Teresa de Jesús, que le escribió una respuesta, complaciéndose la santa y otras religiosas que nuestro autor comunicaba por la resolución que había tomado de aspirar a la virtud. Nota en la misma carta que era muy conocido y estimado del padre fray Jerónimo Gracián, que acompañó a la santa en el restablecimiento de su reforma, que, según se infiere del contexto de ella, había pedido don Diego en día determinado particulares oraciones, y la santa le responde tenían concertado comulgar todas aquel día por don Diego y ocuparlo lo mejor que pudiesen . No vivió mucho tiempo después de esta comunicación. Parece que Felipe II le permitió venir a la corte, o para justificarse o para liquidar algunos asuntos pendientes. Encomendó a Zurita le buscase vivienda proporcionada e inmediata a la suya; juntó sus libros, que ofreció al rey ; se puso en camino y, a pocos días de haber llegado a Madrid, le acometió la última enfermedad, procedida del pasmo de una pierna, y le acabó la vida en abril de 1575, aunque Chacón en su biblioteca afirma murió en 1577.

En 1610 publicó en un tomo en cuarto impreso en Madrid algunas de sus poesías fray Juan Díaz Hidalgo, del hábito de San Juan, que las escogió entre otras muchas del autor, con este título: Obras del insigne caballero don Diego de Mendoza, embajador del emperador Carlos V en Roma, y le dedicó a don Íñigo López de Mendoza, cuarto marqués de Mondéjar. Dejó de publicar otras muchas, ya por lo raro de las materias que tratan, ya porque no son para que vayan en manos de todos.

Pero lo que más crédito le ha dado entre los sabios es la historia de la guerra de Granada, de la cual, si se hubiese de hacer una análisis exacta, era menester dilatarse mucho; con todo no podemos dejar de notar que nuestro autor refiera en ella no sólo las acciones, sino que copia con viveza los ánimos, caracteres e intenciones de los personajes, descubre las causas de las resoluciones o diferentes o encontradas, nota las competencias futiles e intempestivas y los intereses particulares, e, internándose en los corazones, los delinea con tanta exactitud, que en vista de los sucesos convence no podían pensar de otra manera. Pinta los enemigos como fueron, pero confiesa nuestro descuido y pérdidas; reconoce sus yerros, pero manifiesta los excesos de nuestras tropas; alaba los moros cuando lo merecen y vitupera los defectos en que alguna vez incurrió su mismo hermano. En fin, yo no encuentro quien haya imitado con más acierto a Salustio y a Tácito, a quienes imita en las sentencias y estilo; la proposición es imitación de la historia de Tácito; la oración del Zaguer es elocuentísima, concisa, muy nerviosa, cortada al aire de Demóstenes. Las digresiones, aunque son en gran número, ganan la atención por su novedad y porque toca en ellas muchos usos de nuestra antigua milicia. El lenguaje y estilo son, a juicio de don Juan de Palafox, lo mejor que tenemos en castellano, y don Nicolás Antonio coloca su elocuencia inmediata a la verbosidad del padre fray Luis de Granada. Verdad es que algunos le notan de que se vale de términos muy latinizados o muy oscuros, pero esto puede ser porque así se usasen en su tiempo o porque los creía más puros mientras menos apartados de su origen.

Por los hechos y escritos referidos se puede hacer juicio de su ánimo y carácter. Tuvo religión sin mezcla de supersticiones y fue tenaz y constante en los empeños que emprendía, resuelto e incapaz de miedo en la ejecución de ellos; celoso del bien público, que defendía aun exponiendo su persona, diestro en el manejo de los negocios, perspicaz en el conocimiento de las personas, de las que se valía el tiempo que le aprovechaban. Esto como ministro público. Como particular era afable, humano, amigo y protector de los sabios, inclinado a honestas diversiones, a la conversación de hombres doctos, los que trató como amigos. Declinaba tal vez en algunas chanzas y agudezas satíricas, como lo manifiestan muchas de sus poesías inéditas y algunas impresas; aun hablando del gravísimo empleo de embajador se burla delicadamente, y escribe así a don Luis de Zúñiga:

¡Oh, embajadores, puros majaderos,
que, si los reyes quieren engañar,
comienzan por nosotros los primeros.


La gloria inmortal con que este grande hombre corrió la carrera militar, política y literaria merece, sin duda, un elogio histórico más acabado que el que le hemos dado, mas por ahora sólo puede satisfacerse a los curiosos con este leve diseño; tal vez otro pincel más diestro nos dará con el tiempo retrato más vivo de las prendas que adornaron a este excelente escritor y discretísimo político.





1. Todas las notas aparecen en el original. Se respeta la numeración y en algún caso se resuelven las abreviaturas.
2. D. Luis de Salazar y Castro, Historia general de la casa de Lara.
3. Nicolás Antonio, Bibliotheca Hispana, verb. Didacus Hurtado de Mendoza.
4. Mármol, Historia de la rebelión, libro I, capítulo 16.
5. Mármol, ibidem.
6. Petr. Mart. Angler. Ep. 521 & 630
7. Morales en la dedicatoria de las Antigüedades.
8. Nicolás Antonio, Bibliotheca.
9. Diedo, Storia di Venecia, tomo 2, libro 2.
10. Ulloa, Vita di Carlo V, libro 3;
11. Morales, Antigüedades de España, en la dedicatoria. Alphons. Ciacon. Bibliotec., verb. Diegus. Nicolás Antonio, Bibliotheca.
12. Sandoval, Historia de Carlos V, tomo 2, libro 31, [calderón] 29.
13. La trae Sandoval en la Historia de Carlos V, tomo 2, libro 25, [calderón] 30.
14. Palavic., Hist. Conc. Trident., lib. 5, cap. 4.
15. Palavic, lib. 5, cap. 4, n. 16.
16. Palavic, lib. 5, cap. 8, n. 9.
17. Palavic., lib. 5, cap. 7, n. 9. Liter. Legat. 12 et 16 Martii.
18. Palavic., lib. 5, cap. 17, n. 7.
19. Palavic., lib. 6, cap. 13, n. 1.
20.  Vida de don Martín Pérez de Ayala, arzobispo de Valencia, escrita por él mismo. M. S.
21. Palavic., lib. 8, cap. 5, n. 4.
22. Dormer. Progresos de la historia del reino de Aragón libro 4, capítulo 11. Cartas de don Juan Páez de Castro, folio 463.
23.  Ibidem. Carta de don Diego de Mendoza, escrita a Zurita, folio 503.
24.  Ibidem. Carta de don Diego de Mendoza, escrita a Zurita, folio 503.
25. Palavic., lib. 8, cap. 5, n. 5.
26. Palavic., lib. 8, cap. 8.
27. Martín Pérez de Ayala en su Vida.
28. Palavic., lib. 13, cap. 13 usque ad 20.
29. Palavic., lib. 10, cap. 6 usque ad 15.
30.  Ibidem.
31.  Ibidem.
32. Palavic., ibidem.
33. Palavic., lib. 2, cap. 5 et 8.
34.  Ibidem, cap. 7.
35. Palavic., ibidem, cap. 11.
36. Ulloa, Vita di Carlo V, libro 5.
37. Sandoval, Historia de Carlos V, tomo 1, libro 31, [calderón] 9.
38. Nicolás Antonio, Bibliotheca, verb. Petrus de Salazar.
39. Dormer, Progresos, libro 4, capítulo 12. Carta de don Diego de Mendoza, folio 502.
40. Cartas de santa Teresa de Jesús, tomo 1, carta 11.
41. Dormer, Progresos, libro 4, capítulo 12. Carta de don Diego de Mendoza, folio 503.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera