Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo VII. [Biografía de] Fernando de Herrera”
Fernando de Herrera,
clérigo
de órdenes, fue natural de la ciudad de Sevilla, pero ignóranse los nombres de sus
padres
y verdadero año de su nacimiento, aunque por las más regulares conjeturas se deduce que pudo nacer a principios del siglo XVI. Igualmente se ignoran los hechos de su vida y la clase de órdenes eclesiásticas que obtuvo, o si disfrutó alguna renta o destino por esta carrera, o como también el sitio y año de su muerte, que sin duda fue muy
avanzado
en edad. Constan, sin embargo, los progresos que hizo en el
estudio
de la filosofía, la geografía, las matemáticas, y en los idiomas griego, latino, toscano y el propio castellano, y lo acredita el frecuente
uso
que hace de ellos en sus obras, y las notas y escolios con que se encontraron
enriquecidos
los muchos y
exquisitos
libros que poseyó de aquellas lenguas. Por su retrato, que debemos a la curiosidad y destreza de Francisco Pacheco, nos consta también que fue de hermosa presencia, grande de cuerpo, el rostro
varonil
y severo, los ojos vivos y halagüeños, el cabello y barba poblado y crespo, y este es el punto hasta que llegan las noticias civiles y personales que podemos hoy adquirir de este
ilustre
ingenio
español y que aun no nos pudieron adelantar los tres célebres
poetas
y escritores, el referido Francisco Pacheco, Francisco de Rioja y Enrique Duarte, sus
amigos,
paisanos y contemporáneos, que se dedicaron y concurrieron a la ilustración,
publicación
y
elogio
de sus poesías, falta que se hace más notable que en otros en los ingenios
sevillanos,
pues habiendo sido Sevilla en sus tiempos el emporio de las buenas letras y bellas artes, de ninguno padecemos mayor escasez de noticias que de sus hijos entre nuestros sabios y
escritores,
y dificultad que se confirma con la particular circunstancia de haber sido sevillano el autor de la famosa y única obra que tenemos destinada a conservar la memoria de los sabios de la nación, que es la
Biblioteca
hispana don Nicolás Antonio.
Pero ni este célebre escritor pudo enmendar el descuido que se había padecido en España en punto de su
historia
literaria, ni mucho menos bastamos nosotros a remediar el daño ocasionado por el mismo descuido en los tiempos posteriores y menos ilustres, sobre el que se padecía en los más cultivados. Igualmente debemos colegir de sus mismas obras la
honestidad
de sus costumbres, la severidad de su porte, el candor de su ánimo y los
ejercicios
de su pluma, y aunque en sus
versos
amatorios,
que fue el asunto más común de los que conocemos, llevó por objeto a una dama a quien celebra con los nombres de Luz, Estrella, Lumbre, Lucero, Sirena, Aglaya y Eliodora, esta fue una principal señora de estos reinos, como aseguran sus ilustradores para probar la
decencia
de estos afectos en nuestro autor, que él mismo lo llama varias veces en sus obras “amor honesto y santo y divino”. Finalmente estas mismas le han acreditado por uno de los más
ilustres
profesores
de las buenas
letras
que produjo aquella edad fecunda de hombres sabios y singularmente la obra de las
Anotaciones
a Garcilaso de la Vega,
que es la que le ha hecho
famoso
sobre todas. La idea de
comentar
a los poetas era ya muy conocida en su tiempo en España, y el comento del mismo Garcilaso hecho por El
Brocense
lo era también algunos años antes, pero seguramente nuestro Herrera fue el que
abrió
la puerta y enseñó el camino con estrépito y pompa de
erudición
a esta costumbre, que se propagó sucesivamente en los siglos posteriores hasta convertirse en una especie de furor y
moda
el comentar a todo género de poetas malos y buenos sin elección ni necesidad, de cuya causa provino la multitud de glosistas y comentadores de poetas en que abundamos, y que fueron tan aplaudidos en el siglo pasado como
despreciables
por su ninguna utilidad en los tiempos presentes. Por fortuna tenemos que tratar en este tomo de los dos más famosos comentos que se conocen en la lengua castellana, como son el de Garcilaso de la Vega hecho por nuestro autor, y los de don Luis de Góngora, bien que entre los autores de glosas y comentarios ninguno de cuantos le sucedieron llegó al
grado
que nuestro Herrera por la
abundancia
de
erudición
y doctrina en que los excedió a todos, pues en medio de ser tan
difuso
y tan prolijo como el que más, y su trabajo tan poco necesario al fin, le debe estar muy agradecida la posteridad, pues, supliendo en parte la falta de sus noticias, la dejó en él un autorizado documento de su vastísima
erudición
en las buenas letras, y para decirlo de una vez, un libro en que expuso todo cuanto sabía. Pero causa admiración el ver que en medio de que nuestro autor poseyó el
talento
y la
ciencia
necesarios para formar un verdadero poeta, no se
manifiesta
siempre en sus composiciones aquella perfección que indispensablemente debía producir esta unión admirable, y es la causa que, queriendo esmerarse con exceso en limar y pulir su estilo y sus versos, los dejó demasiado
duros,
secos y faltos de aquel jugo y suavidad que es el alma de la cadencia y
armonía
poética, a que se agrega la
afectación
que usó de muchos términos y frases anticuadas, con los apóstrofes y otras figuras y signos que
tomó
de la poesía toscana con que los hizo más
desagradables
a la lectura y al oído,
defecto
que se hace más notable en quien, como él, tenía tan consumada inteligencia y
práctica
del índole, carácter, economía y estructura de la poesía castellana, y sabía graduar tan diestramente el mérito de los más famosos poetas de la
Antigüedad,
griegos y latinos, y los franceses, toscanos y españoles hasta su
tiempo.
Sin embargo de esto, nuestro Herrera adquirió el renombre de
“divino”,
y fue el primero de los cuatro
poetas
que le obtuvieron en España, porque, como ya hemos insinuado en otro lugar de esta obra, se dispensaban en aquel tiempo con alguna
franqueza
estos títulos de divinos, no sin notorio agravio de otros ingenios de primera clase que por desgracia no los merecieron jamás; pero de esta verdad no debe deducirse que le adquirió injustamente, atendiendo al espíritu,
majestad
y elegancia de sus versos, y a las frecuentes imitaciones en que abundan de los insignes modelos de la
Antigüedad
que le fueron tan familiares, y a la
pureza
de su estilo en verso y prosa, que uno y otro son de los que más pueden
honrar
su patria y el lenguaje castellano. Finalmente bastará por sobrada disculpa de este
defecto
a nuestro autor, el saber que las
poesías
que conocemos por suyas y recogió y completó en la mejor forma que pudo la suma diligencia y trabajo de Francisco Pacheco, no tienen aquella perfección con que las tenía preparadas para la
prensa
cuando perecieron en el naufragio acaecido después de su muerte con las más de sus
obras.
Las que pudieron librarse del riesgo y conocemos de este
ilustre
poeta son: la edición de las
Obras de
Garcilaso
de la Vega
con sus referidas
anotaciones,
publicada en Sevilla en 1580; el tomo de sus versos, impreso en dicha ciudad en 1582, y vueltos a publicar en ella por la diligencia y solicitud de Francisco
Pacheco
en 1619, siendo las especies de sus composiciones todas por el aire, argumentos, metros, gusto y estilo de las
italianas,
como elegías,
canciones,
sonetos y demás, que se habían ya extendido y vulgarizado en la poesía castellana por medio de
Boscán
y Garcilaso y los demás ilustres ingenios de aquel tiempo, que coadyuvaron con su práctica a la extensión de esta famosa
reforma,
entre los cuales no fue menos señalado nuestro Herrera;
Relación
de la guerra de Chipre y sucesos de la Batalla naval de Lepanto, publicada en la propia ciudad en 1572; Vida y muerte de Tomás Moro, chanciller de Inglaterra, por la que había escrito antes en
latín
Thomas Stapleton,
impresa en la misma ciudad de Sevilla, año de 1592. Otras varias obras produjo la docta pluma de nuestro Herrera que fueron sepultadas en la misma
oscuridad
que las memorias de su vida y, como se ha advertido ya, por su desgracia lo estaban al tiempo de la publicación de sus poesías por Francisco Pacheco, a causa del referido naufragio que padecieron sus escritos pocos días después de su muerte por culpa de algún
enemigo
de los aplausos de nuestro autor, y cuyo suceso callan sus ilustradores, y entre ellas perecieron los
Poemas de la
batalla
de los gigantes en Flegra;
El robo de
Proserpina,
y
El Amadís,
como igualmente
Los
amores
de Lausino y Corona,
y muchas
églogas
y
versos
castellanos que aunque asegura el citado Francisco de Rioja existían en aquel tiempo y promete que prontamente podrían tal vez salir a
luz,
pero nunca se ha verificado su publicación, como tampoco la
Historia
general de España hasta el tiempo del Emperador Carlos V,
que tenía concluida nuestro autor el año de 1590 aunque no la dejó perfecta ni
limada,
ni
La batalla de Lepanto,
que volvió a escribir con mayor extensión y cuidado, y muchos epigramas latinos
imitando
a los más célebres poetas de la Antigüedad. El
elogio
que da a nuestro Herrera
Lope
de Vega en su
Laurel de Apolo
es el siguiente:
Pero después del justo sentimiento
que fuera darle igual atrevimiento,
el docto Herrera vino
llamado de aquel Evo
no menos que divino,
atributo de Apolo, a España nuevo.
Herrera que el
Petrarca
desafía,
cuando en sus
Rimas
empezó diciendo:
osé y temí, mas pudo la osadía, etc.
Tampoco será fuera de propósito insertar aquí aquel celebrado soneto de Baltasar de
Escobar
en
alabanza
de los versos de nuestro autor:
Así cantaba en
dulce
son Herrera,
gloria del Betis espacioso, cuando
iba a las quejas
amorosas
dando
de su mansa corriente en las riberas.
Y las ninfas del bosque en la frontera
selva de Alcides todas escuchando,
en cortezas de olivos entallando
sus
versos
cual si Apolo los dijera.
Y porque el tiempo tú no los consumas
en estas hojas trasladados fueron
por sacras manos del castalio coro.
Dieron los cisnes de sus blancas plumas,
y las ninfas del Betis esparcieron
para enjugarlos sus cabellos de oro.