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Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo V. [Biografía de] Don Bernardino de Rebolledo, conde de Rebolledo”
Autor del texto editado:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Título de la obra:
Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos. Tomo V
Autor de la obra:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Edición:
Madrid: Joaquín Ibarra, 1771


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Don Bernardino de Rebolledo, conde de Rebolledo y del Sacro Romano Imperio, señor de Yrian, cabeza y pariente mayor de los Rebolledos de Castilla, caballero del orden de Santiago, con banda e insignia de la Amaranta, comendador y alcaide de la Tenencia de Villanueva de Alcardete y Puebla de Don Fadrique, capitán de infantería de marina y de caballos corazas españoles, coronel de un regimiento de alemanes, gobernador y capitán general del Palatinado inferior, teniente de maestre de campo general de los ejércitos de Flandes, maestre de campo del Tercio de infantería española, nombrado general de artillería, ministro plenipotenciario en Dinamarca, y ministro del supremo Consejo de guerra; nació en la ciudad de León, año de 1597, y fue bautizado en 31 de mayo del mismo en la iglesia parroquial de nuestra señora del Mercado de dicha ciudad. Fueron sus padres don Jerónimo de Rebolledo, señor de Yrian, y doña Ana de Villamizar y Lorenzana, ambos de la más antigua y esclarecida nobleza de aquel reino. Desde los primeros años de su juventud empezó nuestro don Bernardino a manifestar su inclinación al hermoso maridaje que han hecho tantos de las armas y de las letras; y aunque no constan los principios de estas por la calidad de sus estudios, sino por la de sus admirables obras, constan los principios de aquellas en los tempranos efectos de su espíritu militar, pues impelido por él a los catorce años de su edad, en el de 1611, no habiendo por entonces otra guerra en la Europa que la que se hacía al Turco, pasó a Italia, y empezó a servir de alférez de una compañía de infantería de marina en las galeras de Nápoles y Sicilia. En este servicio continuó por espacio de dieciocho años, ascendiendo por sus regulares grados de teniente y capitán de Marina, hallándose en todos los viajes que el príncipe Filiberto hizo a Berbería y a Levante, y con don Pedro de Leyva en la toma de la caravana del Turco y otros muchos bajeles que se tomaron en la costa de Berbería, siendo uno de los primeros que entraron en el famoso bajel de corsarios que la capitanía de Sicilia apresó a vista de cabo Martín, y los seis bajeles argelinos a vista de las islas de san Pedro; y, hallándose de capitán mandando una galera de Sicilia, peleó valerosamente y embistió la primera con el bajel de corsarios que se tomó a vista de los Alfaques. Asimismo se halló en todas las funciones más famosas de aquel tiempo, cuales fueron la recuperación de la ribera de Génova, toma de Arbenga, asalto y toma de Orella, Porto Mauricio y castillo de Vintimilla, acreditando en todas ellas con muy señaladas acciones el gran concepto de su valor y talento militar, hasta que, por haberse reformado entre otras la compañía con que servía en el Tercio de la mar por los años de 1626, le hizo el rey merced de veinticinco escudos de entretenimiento en las galeras de Sicilia. Luego pasó a Lombardía con el marqués Ambrosio Spínola, y se halló en la toma de Niza y sitios de Pontestura, san George y Casal, en el cual por los años de 1626, defendiendo un puesto muy importante, le estropearon el brazo derecho de un mosquetazo, de que estuvo a punto de perder la vida, aunque no le impidió el golpe para asistir todo lo más del tiempo que duró el sitio en las trincheras y parajes más peligrosos, con increíble constancia y valor. Por los años de 1630 fue remitido a España a dar cuenta al rey Felipe IV de la entrega de la ciudad y castillo de dicha plaza de Casal, capitulación de la ciudadela y otros importantes asuntos, con cuyo motivo le dio el rey plaza de gentilhombre de boca del infante don Fernando, de cuyas resultas pasó a Flandes aquel mismo año, donde le dieron una Compañía de caballos lanzas españoles. Mudaron de teatro las hazañas de nuestro don Bernardino para continuar las que le prevenía su valor y animosidad en las grandes ocasiones que le ocurrieron, como las campañas en que se intentó socorrer a Maastricht, expugnación de Wertal, paso de la Mossa y socorro de Gueldres. En el año de 1635 tuvo orden del duque de Lerma, maestre de campo general de los ejércitos de Flandes, para que durante aquella campaña asistiera siempre cerca de su persona; y en el siguiente de 36 y treinta y nueve de su edad, le nombró su altísima el infante cardenal, teniente de maestre de campo general de los dichos ejércitos de Flandes, y fue enviado a solicitar los socorros de Alemania y a tratar esta y otras negociaciones muy graves con el emperador, con el rey de Hungría y con los electores de Colonia y Maguncia y otros príncipes del imperio, portándose siempre con el acierto que prometía su conducta, su juicio, su política y su valor, por cuyos señalados méritos y servicios, junto con la distinción y antigüedad de su casa, el emperador Ferdinando II le hizo merced de conde del Sacro Romano Imperio, con el título de conde de Rebolledo, en dicho año de 36, hallándose en el congreso o junta electoral de Ratisbona, que no tuvo efecto hasta dos años después, imperando su hijo Ferdinando III, como consta por su bula imperial, dada en Praga, a 5 de septiembre de 1638, que merecía trasladarse aquí si lo permitiera su extensión. Pero nuestro don Bernardino, apreciando, como era justo, este honor, se excusó a aceptarle hasta que el rey Felipe IV le mandó le admitiese, como consta por su carta-orden, que existe el original y se incluye al pie 1 para gloria de nuestro ilustre escritor. Después, por los años de 1640, fue nombrado maestre de campo del Tercio de infantería española por patente dada en Bruselas en 26 de noviembre, en consideración a sus relevantes méritos y “a lo bien que había servido el puesto de teniente de maestre de campo general en las cinco campañas antecedentes”; y sucesivamente se le confirió el gobierno de la plaza de Franckendal, y el cargo de superintendente de la gente de guerra del Palatinado. Luego se le cometió la empresa de la villa y castillo de Crucenack, que recuperó con gran fama y valor juntamente con el de Pequelem, el de Falcsteim en el Palatinado inferior, y otros muy importantes; y en 7 de enero de 1643 se le confirió el gobierno y capitanía general del Palatinado en la misma forma que le había obtenido el maestre de campo general don Gonzalo de Córdoba. Por este tiempo levantó a su costa un regimiento de alemanes altos, de que se le despachó patente de coronel, y en el año de 1644 se le dio orden y facultad para que nombrase el gobernador que le pareciese de la provincia del Palatinado, en tanto que asistía a la conferencia o congreso de Passau con los ministros imperiales, para lo que le había elegido su majestad. Después vino a Bruselas, y habiendo los ejércitos de Francia y Suecia ocupado todas las plazas del Rin, tuvo nuestro conde que acudir a Franckendal, en cuya plaza estuvo sitiado dieciocho meses, y, sin embargo de hallarse sin los socorros de Flandes ni de Alemania, con su gran valor y pericia militar no solo supo sufrir tan porfiado sitio, sino que obligó al enemigo a levantarle. Por los años de 1646 se le nombró por capitán general de la artillería del ejército que se había de formar y poner a la frontera de Lucemburg, lo que, no habiendo tenido efecto hasta el año siguiente de 47, por haber cargado los franceses y holandeses con todas sus fuerzas, obtuvo la licencia de venir a continuar sus servicios a España; pero yendo a partir del socorro de Lérida tuvo orden del rey para detenerse por haber resuelto que pasase a Alemania a negociaciones muy importantes con el emperador y el rey de Hungría, mandándole se detuviese allí hasta la conclusión de ellos y que después pasase a ejercer el cargo de ministro plenipotenciario en Dinamarca, lo que ejecutó con toda prontitud y acierto, tanto en lo que se detuvo en el imperio, como restituido a Conpenhague. En este destino lucieron las prendas, los talentos, las luces, la conducta y el valor de nuestro conde con singulares ventajas a todos los muchos y grandes cargos que hasta allí había obtenido, así en los negocios de estado como en los asuntos de guerra que se le confiaron en la corte de Dinamarca, en el dilatado espacio de más de veinte años que residió en aquellos países. Principalmente acreditó su valor y su experiencia en la guerra que a su rey Federico III declaró el rey de Suecia Carlos Gustavo por los años de 1657, embarazándole que pasase a Francfort a desbaratar, como lo proyectaba, la elección del emperador Leopoldo I, y con más ventajas lo ejecutó en la grande invasión del ejército sueco sobre la isla de Zelandia y sitio de su capital Copenhague, pues en todos los sucesos de este famoso y porfiado sitio, que duró por espacio de dos años, asistió con su consejo y su persona en la aflicción de aquel monarca y de su corte y en los ventajosos pactos hechos al sueco, y sobre todo en la valerosa defensa de aquella plaza, socorriendo los puestos más principales, gobernando la milicia de aquella guarnición y animando con su persuasión y con su ejemplo la consternación de los sitiados, en que tuvo el valor y la animosidad de aquel monarca un fuerte escudo en tan sabio ministro y tan experto capitán, hasta que logró librar su reino y su corte de tan injusto y poderoso enemigo con los socorros de Holanda y de Alemania. Después de tantas hazañas y fatigas, lleno de años y de glorias, se retiró a España y a Madrid, donde, para descanso de ellas y por real orden de 15 de septiembre de 1662, se le confirió plaza de ministro del supremo Consejo de Guerra, que muchos años antes la hubiera obtenido, como todos los gobernadores del Palatinado, a no haber tenido el rey ocupada su persona en tan graves encargos; y por otra real cédula de 14 de julio de 64 se le mandó asistiese al Consejo, sin embargo de no haberle tocado la entrada por su antigüedad. A este destino se siguieron otros encargos y comisiones en que se valieron de su gran práctica y suficiencia. En el año de 1670 se le nombró por ministro de la junta de galeras, y en el siguiente de 71 fue elegido por uno de los que componían la junta que se formó sobre los negocios de Ceuta, desempeñando en la gravedad de todos estos asuntos el gran concepto que siempre se había hecho de su importante persona, y, siendo reputado por un oráculo en todos sus dictámenes y resoluciones, reducido ya al descanso y quietud filosófica por término de sus grandes fatigas personales. En esta apreciable situación se mantuvo cerca de doce años, hasta que por medio de una prolija dolencia murió en esta corte a los veintisiete de marzo del año 1676, entrado ya en los ochenta de su edad, correspondiendo el general sentimiento de su muerte al aplauso universal que había sabido merecerse en la vida. Mandó enterrarse por vía de depósito en la bóveda de la capilla de nuestra señora de los Remedios, sita en el convento de los padres mercenarios [ sic ] calzados de esta corte, donde yace.

El conde don Bernardino de Rebolledo fue de hermosa presencia y grande gentileza personal, alto de cuerpo, el rostro hermoso, blanco, grueso y prolongado, el aspecto grave, majestuoso y halagüeño; los ojos vivos, los labios gruesos, el bigote y el cabello largo, abundante, compuesto y rizado. Vivió y murió soltero, y no constan efectos de otras distracciones por donde quedase sucesión de este gran hombre. A las costumbres de cristiano y de caballero unió las virtudes y prendas que constituyen un héroe, como son la nobleza de la sangre, la bondad de las costumbres, el valor del ánimo, el talento militar, la felicidad en las empresas, la mucha instrucción y experiencia adquirida en los viajes, y la grandeza del ingenio. Nació de la antiquísima y esclarecida familia de los Rebolledos de Castilla, ricohombres del reino de León, cuyas ramas pasaron a serlo al de Aragón; y no tan solo supo conservar el esplendor de su nacimiento, sino ilustrar y reformar de nuevo su casa, así por la distinción de sus empleos y cargos, como con los honores que le adquirieron sus hazañas y merecimientos. Los señores reyes de España Felipe III y Felipe IV le llenaron de premios, pensiones y sueldos. El rey Federico III de Dinamarca le hizo particulares honras y favores. La reina Cristina de Suecia le dispensó extraordinarias finezas de estimación y amistad en su comunicación y en su trato, reputándole por uno de los mayores hombres de su tiempo, a lo que él supo corresponder como pedía tan singular merced, y dedicó las incomparables obras de la Constancia victoriosa o Versión del Libro de Job, y la de los Trenos de Jeremías, las cuales pudieron tener mucha parte en la famosa y solemne incorporación de aquella princesa en el catolicismo. El infante cardenal don Fernando le apreció tanto, que fue el móvil o autor de todos los grandes empleos y honores militares que obtuvo. Sobre todo, los emperadores de Alemania Ferninando II y III le estimaron, distinguieron y remuneraron los grandes y señalados servicios que hizo al Imperio, honrándole entre otros premios con la dignidad de conde del Sacro Romano Imperio, con un título lleno de extraordinarios honores y recomendaciones de su nobleza y su valor, y aumentando el esplendor y los timbres de sus armas con nuevas insignias y trofeos, y el de una corona real por realce; y finalmente fue universalmente aplaudido y estimado de otros muchos príncipes de Alemania y del Norte. Se conservan aún 68 cartas originales del rey Felipe IV a nuestro conde desde el año de 1648 hasta el de 61, y algunas del propio puño o con posdata de su majestad del tiempo de su residencia en Dinamarca, como asimismo 7 del cardenal infante don Fernando, su mecenas, y otras muchas de varios príncipes, generales y ministros, que todas existen, como los documentos originales de donde se han sacado la mayor parte de estas noticias en el archivo de la casa del marqués de Inicio, en la que está hoy incorporada la de los condes de Rebolledo, el cual ha franqueado con generosidad dichos instrumentos, haciéndose digno de esa mención y de la gloria que le resulta de tan esclarecido ascendiente. Este hecho nos obliga a no dilatar una reflexión ocurrida frecuentemente con la formación de las presentes memorias de nuestros ilustres sabios y poetas españoles, y es lo que les conviene el epíteto de ilustres en la circunstancia de la sangre, pues, como se habrá observado, a la mayor parte de los que llevamos publicado la noticia y de los que se deban seguir en adelante, no tan solo les acompaña la circunstancia de nobleza, sino aun en algunos la de la más elevada jerarquía, no porque esta calidad sea de ninguna recomendación al mérito intrínseco de las ciencias, pero realza en algún modo al de sus profesores y confirma la opinión de lo que influye la buena sangre y la educación ilustre en el progreso y amor de las letras. No tan solo aumentó nuestro conde la distinción y grandeza de su casa con estos blasones y honores personales, sino también con las comodidades y riquezas que le produjeron los mismos cargos y empleos, de suerte que hasta ahora no se habrá visto en España, ni tal vez en las demás naciones, un sabio tan poderoso y rico, pues de pensiones, encomiendas, asignaciones y situados en varios propios del reino, llegó a componer cincuenta mil ducados de renta anual, cuyo particular nos lleva sin arbitrio a combatir cierta vulgaridad, que, aunque hasta aquí se ha debido mirar como burlesca, alguna vez convendrá tratarla con seriedad; esta es aquel concepto o juicio que se tiene formado de la necesidad y penuria que parece debe acompañar siempre a los poetas, pues, aunque sea innegable que la pobreza suele ser el mayorazgo de los entendidos, y que hemos visto y veremos siempre poetas pobrísimos; pero, además de que esta desgracia suele ser común a todas las facultades y profesiones, ha recaído regularmente en infelices y meros versificadores, que han hecho comercio y granjería de su miserable talento, por lo cual han sido en todos tiempos poco apreciados entre los hombres serios. De aquí ha nacido una como especie de desprecio de esta facultad, que, aunque respecto a esta ruin casta de profesores no ha sido del todo injusto, el concepto de los idiotas, que arrastra tras de sí la opinión del ignorante vulgo, no es capaz de más concertado discurso. Para los sabios ilustres que han usado y ejercido esta gracia o talento con la circunspección que merece y el honor que ellos se han debido a sí mismos, ha sido muy al contrario, pues han debido siempre los mayores aplausos, distinciones, honores y premios, como se verifica en nuestro autor, y otros muchos de que hemos tratado en estas memorias, por lo que no consiste la supuesta desgracia en esta facultad, sino en la conducta y el carácter de los que la ejercen. Lo cierto del caso es que la desgracia que regularmente ha acompañado al mérito de las ciencias y sido en todos tiempos y naciones del mundo como inseparable de los sabios, y estos por lo común todos han tenido el aditamento y calidad de poetas, ha dado ocasión entre las gentes sin discernimiento a confundir la desgracia con la pobreza, que no siempre suelen andar unidas. También puede decirse que los hombres sabios que a las luces de la nueva filosofía han conocido el poco mérito y valor de las riquezas, no han cuidado aun de conservar las conveniencias de su propia constitución, cuanto más de adquirir nuevos caudales y tesoros, dejándolos para digno premio del que los codicia, salvo aquellos que no pudieron evitar por producidos de sus mismos oficios o cargos, como aconteció en nuestro autor y confirmó el buen uso y cristiana disposición con que los destinó en vida y en muerte. Cuatro años antes de esta, en el de 1672, hizo su testamento, en el que, no teniendo herederos forzosos ni parientes necesitados, supo acertar con el medio de atender a su alma sin ser ingrato a su sangre. Fundó dos gruesas memorias en la santa iglesia de León, su patria, de a 200 ducados anuales cada una para dotación de estado de dos huérfanas, prefiriendo las doncellas a las viudas que hayan de ser de la familia y apellido de Rebolledo, por cualquiera línea que les tocare, y en su defecto del de Quiñones, Villamizar o Lorenzana. Igualmente fundó otras doce memorias anuales a 100 ducados cada una para estado de otras tantas huérfanas que se llaman “extrañas”. Asimismo, dejó situados a la capilla de nuestra señora de la Concepción, propia de la familia de los Rebolledos, sita en dicha santa iglesia catedral de León, 200 ducados anuales para las misas, aseo y culto de ella. Estos mismos fundamentos sirven para calificación de la bondad de sus costumbres. Fue blando, apacible y suave de condición en su trato y en su gobierno; constante, liberal, sufridor de trabajos, fiel en sus palabras, despreciador de sus injurias y justificado en todos sus procederes. De su gran talento y espíritu militar no se pueden dar mayores pruebas que las grandes y famosas campañas en Italia, Flandes y en el norte, que fueron los teatros de sus hazañas, donde aprendió el arte de enseñar a obrar y a obedecer más con el ejemplo que con la voz. No hay mayores pruebas de esta verdad que todas las funciones más famosas de su tiempo por mar y por tierra, pues en todas tuvo tanta parte su animosidad y pericia, principalmente las dos famosas empresas de Crucenack y la filipina, y otras de que le quedaron aquellas gloriosas reliquias en piernas y brazos para perpetuo testimonio de su valor. A este acompañó su grande talento político, que acreditó ventajosamente en los graves encargos y negociaciones que se fiaron a su experiencia y a su habilidad tanto en Flandes como en Alemania, Dinamarca y Suecia y otros países del norte, por lo que se hizo tan plausible y estimado en toda la Europa, y para cuya comprobación no se puede dar ejemplo más autorizado que su admirable obra de la Selva militar y política, obra verdaderamente magistral y única en su especie, por ser el poema didáctico más célebre y más útil que tenemos en España, donde con incomparable destreza y singular ingenio enseña las reglas y preceptos del oficio militar y de la más delicada y sana política, el cual dedicó a la majestad del rey don Felipe IV, y que hubiera por su gran mérito ocupado uno de los más distinguidos lugares de nuestro parnaso si lo permitiera su extensión. Contribuyó mucho a esta su gran pericia militar y fina política su larga experiencia, adquirida en las campañas y en los muchos y dilatados viajes en que continuamente le trajo su ministerio. Después de viajar por la mayor parte de la Península, corrió las más principales provincias de la Italia y todos los Países Bajos, como asimismo los reinos de Alemania, Dinamarca, Suecia y casi todas las provincias del norte, adquiriendo en ellos aquel rico caudal de experiencias y observaciones que junto con su continuada lectura le adornaron de la grande y universal instrucción que le hizo tan famoso y aplaudido. Finalmente logró nuestro ilustre conde unir en su persona el bello maridaje de las armas y de las letras, para cuya admirable unión había dado tan tempranos indicios con tal exceso a todos, que jamás dejó de empuñar la espada sino para tomar la pluma, continuamente alternando las fatigas militares con las tareas literarias y el trato de las musas. En medio de sus más arduos negocios y cuidados supo hallar su prodigioso ingenio lugar para formar sus célebres producciones tanto originales como traducidas, cuando cada una por sí pedía todo su tiempo, su quietud y su más pacífico descanso. Principalmente entre sus mayores cuidados e inquietudes en Copenhague compuso una gran parte de sus obras, como fueron las Selvas dánicas, impresas en aquella ciudad y dedicadas a la reina de Dinamarca Sofía Amalia de Luneburg, y casi todas las traducciones de los libros sagrados. Por esto se le aplicó justísimamente el epígrafe “Laboriosus in otiis, constans in laboribus”, pues de los cortos ocios de su espada se formaron las más dilatadas tareas de su pluma, y sobre todo en el título imperial se le confirma y realza esta prerrogativa en los términos que en nuestro castellano dicen: “No menos os habéis ganado el nombre de generoso y fortísimo soldado, que el de grande y prudentísimo varón ”. De este hecho se puede sacar abundante materia para probar en nuestro héroe con preferencia a todos los famosos poetas soldados que ha tenido la nación, la verdad de un hecho que a primera vista se hace increíble, pues lo parece que se puedan compadecer y enlazar tan íntimamente las pacíficas máximas de la filosofía con las turbulentas facciones de la guerra; pero la experiencia ha hecho ver que son capaces del más estrecho vínculo, como hemos manifestado en muchos de nuestros sabios y poetas, y se confirma en nuestro ilustre conde, en el cual no logró la sorda lima del tiempo, ayudada del curso de los años y de los trabajos, deshacer esta admirable unión, pues, aunque pudo debilitar sus fuerzas, no llegó a disminuir el vigor de su espíritu ni el de su ingenio, como acreditó en los graves asuntos que manejó y en las célebres obras que compuso en su más avanzada ancianidad. Unos y otras le produjeron muchas contradicciones e infortunios en todos tiempos, de que se queja en varias partes de sus escritos, y le suscitaron sus émulos y adversarios, que como a un hombre tan célebre, tan distinguido y famoso no le pudieron faltar, y mucho más en el manejo de los más delicados negocios de estado, y en la sazón de una continua guerra en que se mezclaban los intereses de las potencias más grandes de la Europa. Todos los antecedentes hasta aquí expresados de este ilustre poeta sirven de basa al fin principal de nuestro asunto, que es la grandeza de su ingenio y sublime talento para la poesía, y por consecuencia de sus admirables producciones, pues todas acreditan el rico caudal de espíritu y doctrina, que le colocan dignamente en el número de los nueve famosos que componen el primer orden de la primera clase del Parnaso español, tanto en las obras propias como en las excelentes traducciones de los libros sagrados, y prueban su vasta inteligencia y profunda lectura de las sagradas escrituras e instrucción en las lenguas sabias, de suerte que, para decirlo de una vez, son las mejores obras que en su género hay escritas, porque, entre todas las muchas de esta especie que tiene la lengua castellana, en ninguna se encuentra aquella felicidad de conservar intacta en la versión la fuerza del sentido original, reduciéndola a su misma concisión, no obstante el diverso índole y carácter de los idiomas, circunstancia extraordinaria y que no se encuentra aun entre nuestros más célebres traductores, la cual se manifiesta particularmente en la grande obra de la Selva sagrada, que es la versión de los Salmos de David, pues todo lo arcano y misterioso de ellos lo conserva y trae a nuestro idioma con inimitable felicidad, ayudado principalmente de aquella extraordinaria abundancia y caudalosísima corriente de su estilo, que le constituyen por maestro de la poesía y, por consecuencia, de la lengua castellana. Las obras de este ilustre ingenio español hasta aquí conocidas son todas poéticas y se dividen en cuatro tomos que comprenden el primero, los Ocios, que son las poesías líricas; el segundo, la Selva militar y política, que ambos comprenden las obras propias; el tercero, la Selva sagrada, la Constancia victoriosa, los Trenos y el Idilio sacro, que son las traducciones; y el tomo de las Selvas dánicas, que es un poema genealógico de la sucesión de los reyes de Dinamarca. Todas estas obras están impresas en Amberes y en Copenhague, por lo que es esta la primera edición que se hace de ellas en España. También hay presuntas de algunas otras que quedaron oscurecidas, pero nos debemos contentar por ahora con esta oscura mención. Ninguna se hace de este ilustre español en el Laurel de Apolo porque no alcanzó la publicación de aquella obra el tiempo en que poetizó nuestro conde, pero puede compensarle con muchas ventajas el aplauso universal de su merecida fama, que, ayudada del monumento de estas memorias, hará su nombre inmortal.





1. El Rey Don Bernardino de Rebolledo, Señor que decís ser de Yrian, Alcaide de la Tenencia de la Puebla de Don Fadrique, del Orden de Santiago, Gentilhombre de la Boca del Serenísimo Cardenal, mi hermano, y mi Teniente de Maestre de Campo General en Flandes. Siempre holgaré que los naturales de mis reinos se hallen obligados al servicio del Serenísimo Emperador, mi hermano y primo, no solo como vasallos míos, sino también como favorecidos de su imperial grandeza; y así podéis aceptar el título de Conde del Imperio de que os ha hecho merced en consideración de vuestra calidad. De Madrid, a 23 de junio de 1638. Yo, el Rey. Andrés de Rozas.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera