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Título del texto editado:
Prólogo
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Poesías de D. Luis de Góngora y Argote por Ramon Fernández. Tomo IX
Autor de la obra:
Góngora, Luis de (1561-1627)
Edición:
Madrid: Imprenta Real, 1789


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PRÓLOGO


Ofrecemos al público el tomo IX de nuestra Colección de Poetas, que comprende las poesías escogidas de D. Luis de Góngora y Argote, presbítero y capellán de honor del Rey, y racionero de la santa iglesia de Córdoba, de donde era natural. Así que nos es indispensable dar razón a los amantes de la poesía española, particularmente a los jóvenes, en cuya gracia nos hemos tomado este trabajo, por qué de todas las obras de este autor sea tan corto el número a que nos hemos ceñido, omitiendo el Polifemo, el Panegírico al Duque de Lerma y sus célebres Soledades. A la verdad, si a medida que nuestra nación puede presentar un número muy considerable de poetas cuyas obras son y han sido inagotables manantiales para los extranjeros hubiéramos tenido la felicidad de que estos grandes ingenios hubiesen tenido aquel juicio que requiere Horacio y que admiramos en las obras de los antiguos, no necesitaríamos en el día apología más convincente de la superioridad y ventaja que les haríamos en este ramo de bella literatura, que con tanto ardor y felicidad cultivamos en los siglos XVI y XVII. Pero ha sido tal nuestra desgracia en esta parte, que aquellos varones a quienes la naturaleza parecía haber dotado con más liberal mano de talento poético han carecido o no han hecho caso de aquel fino y delicado juicio que es la luz y guía del ingenio, y sin el que las composiciones que se aplauden por más acabadas y perfectas no serán más que versos faltos de sustancia y sonoras bagatelas. Y aunque esto se verifique en algunos poetas del siglo XVII, parece que en ninguno se demuestra con más evidencia que en las composiciones que omitimos del presente autor que publicamos. Este sublime ingenio, adornado sin duda de la erudición y talento necesarios a un poeta, no queriendo contenerse en los límites que prescriben la naturaleza y arreglado juicio, se dejó arrebatar inconsideradamente de su fantasía desordenada y, llevado del deseo de la gloria, emprendió abrir sendas no trilladas hasta entonces de ninguno, constituyéndose por cabeza de la secta dicha vulgarmente del culteranismo o de los cultos, extraviando consigo a otros muchos, que, si hubieran dado oídos a su razón, vivirían hoy por sus trabajos literarios en nuestra memoria. Como el deseo de exceder y sobresalir entre los que son de una misma profesión sea natural y tenga tanto poder en almas ahidalgadas y espíritus generosos, no contento con los aplausos que se merecía por su dulzura lírica, sales festivas y sátiras picantes y graciosas, se abandonó al volcán de su imaginación y al desarreglado entusiasmo de su fantasía, desviándose del camino que siguieron los anteriores a él Garcilaso, D. Diego Hurtado de Mendoza, y sus contemporáneos los dos Argensolas y D. Francisco de Quevedo. Así que el deseo sin duda de sobresalir y de hacerse admirar fue el objeto que se propuso en la composición de las Soledades y Polifemo, los cuales poemas sufrieron la justa censura de sus coetáneos, lo que no impidió que dejasen de seguir la novedad sujetos por otra parte muy sabios, tales como el Conde de Villamediana, Pedro Soto de Rojas y Fr. Felix Hortensio Paravicino. Siendo sus imitadores muy inferiores en talento y erudición a su maestro, las producciones que se daban al público estaban llenas de hinchazón, faltas de claridad en el lenguaje, de verdad y justicia en las ideas y de todas las demás condiciones que se necesitan para que los trabajos de los sabios nos interesen, propagándose esta graciosa jerigonza de estilo casi hasta nuestros días. Como en aquellos tiempos era costumbre de comentar los poetas de mayor nota, linaje de trabajo muy propio para ostentar erudición portentosa y conseguir por este medio fama de eruditos, se aplicaron unos a ilustrar y comentar, y otros a defender el estilo figurado de su maestro, que a la verdad ninguno lo necesitaba más, como fueron D. García de Salcedo Coronel, caballero de hábito de Santiago, D. Francisco de Amaya, D. Martín Angulo, D. Juan Andrés Ustáriz, Martín Vázquez Siruela y D. José Pellicer. Nosotros no queremos entrar a departir con sujetos tan dignos de nuestro respeto, y nos abstenemos de bregas gramaticales; particularmente, estando ya decidida la cuestión que dio motivo a tantas críticas sátiras e invectivas en favor y en contra de las Soledades, Polifemo y Panegírico, que D. Nicolás Antonio dice ser comparable y poder competir con los más perfectos de los antiguos. A la verdad, el tiempo, que es el juez más íntegro y desapasionado y el censor insensible de las obras de los sabios, ha calificado las Soledades y Polifemo como una producción extravagante, en quien reinan la hinchazón, la oscuridad, la afectación y todos los desórdenes de una imaginación caldeada excesivamente. Pues, siendo la prueba incontrastable de la bondad de una obra su duración y el gusto con que, leída una vez, se vuelve a leer otra y otras muchas veces, tocamos por la experiencia el ningún caso que hacen en el día los sensatos de las Soledades, habiéndose ya dado el título de gongorino a cualquier autor que se eleva algún tanto sobre lo que requiere la materia que trata. Homero, Virgilio, Garcilaso y Cervantes serán eternos en la memoria de los hombres mientras durare el amor de la literatura. ¿Por qué? Por la acertada elección del asunto, por el orden que observan y por el modo de ofrecer y presentar a la imaginación sus pensamientos; condiciones que son el fundamento, forma y decoración de cualquier obra; pues, decidiendo del asunto la elección acertada de la materia que se ha de tratar, el orden establece el plan y el modo arreglado de representar las ideas forma el estilo. Cuando este no es proporcionado al asunto no llamará nuestra atención, sino por breves momentos: el asunto sin el estilo conveniente no nos agradará, sino, digámoslo así, a medias, y uno y otro sin el plan no merecerá nuestra aprobación, sino por muy corto tiempo. Mas, cuando todas estas tres cosas están reunidas y enlazadas entre sí mutuamente, entonces excitan en nosotros aquella impresión, entusiasmo y triunfo de la sensibilidad de nuestra alma, que son la verdadera causa de que nos interese y agrade. Pero este agrado e interés no puede tener origen sino en la verdad, que en materia de poesía es la unión de semejanzas, cuya realidad es tan consistente y sólida, que resiste a la necia estupidez de unos, a la soberbia delicadeza de otros, al despotismo pasajero de los falsos censores, a los gritos de la envidia, al entusiasmo pedantesco, a la ignorancia, a la opinión, a la preocupación, y últimamente se conforma y ajusta enteramente con los preceptos del arte. Si esta unión y enlace del asunto con las sensaciones agradables que excitan en nosotros es solo aparente y ficticio; si depende de las circunstancias, de la imaginación, de la preocupación, prontamente empezarán a desagradar, y del desagrado pasará al menosprecio, y de este al olvido, por ser su interés y situaciones locales y ficticias. Esto mismo parece ha sucedido con las Soledades y con casi todas las composiciones heroicas de Góngora. Arrastrados de la novedad, muchos se encantaron con la aparente hermosura, sin cuidar de la razón ni de la verdad, y, alucinados de la apariencia y sojuzgados por el ejemplo, eligieron más bien ser maestros de la mentira y pintores de quimeras que discípulos de la realidad poética, esto es, de la bella naturaleza. Ciertamente que con bastante justicia y propiedad se pudieran comparar las Soledades a aquellas nubes que, miradas desde lejos, parecen una dilatada cordillera de montañas; pero, tocadas de cerca, se ve que no son más que vapores que se huyen al tacto. Si la claridad es una virtud del lenguaje, la oscuridad, por más elegante que sea, no dejará de ser vicio, y reprensible, requiriéndose también como virtudes necesarias al estilo la propiedad la facilidad y armonía.

Prescindamos, pues, del plan y del orden, que son las condiciones que dijimos ser indispensables fundamentos de una obra, y dígasenos cuál de estas virtudes se halla en las Soledades. Si se quiere hablar con ingenuidad, no hallamos sino ideas indigestas, imágenes extravagantes, locuciones tenebrosas, afectación de voces latinizadas, metáforas violentas, alegorías impropias y mal conducidas, traslaciones forzadas y, finalmente, desorden y tal confusión estrepitosa de palabras, que el que las lee una vez no puede menos de sentir haber gastado tan mal el tiempo y compadecerse juntamente del autor que tenía fantasía tan desarreglada.

Sin embargo, la lengua adelantó mucho y subió a cierto grado de perfección muy elevado, ya por los términos que dedujo de las lenguas latina y griega, ya también por la frase y torneo con que la enriqueció, en las cuales cosas, si no hubiera sido tan atrevido, y hubieran sido más moderadas y finas las inflexiones que hizo de estas lenguas, sería muy digno de imitarse en esta parte en toda su extensión.

Mas las composiciones que presentamos, aunque no están libres de algunos pequeños lunares, sin embargo, distan mucho de las que omitimos, pues en los sonetos hallamos elevación heroica, en los pensamientos orden y novedad, propiedad y elegancia en las voces, hermosura en las frases y aquella viveza y rodeo armónico que hacen suave y enérgica la dicción. Las letrillas y romances están adornados de tal agudeza, chistes graciosos, sal satírica y dichos espirituosos y festivos, que, si no se nos concede ser superior, al menos es preciso confesar que es comparable a los mejores de nuestra nación y que hace muy conocida ventaja a los más excelentes de cualquier otra. Cuando habla, digámoslo así, naturalmente, se deja ver la sublimidad de su genio poético y aptitud para todo género de poesía, ya épica, ya lírica, y particularmente epigramataria; mas como de esta manera no haría muy conocida ventaja a los que le precedieron y a sus contemporáneos, era forzoso descubrir otro camino para la alabanza. Y en esto podemos conocer que regularmente queremos sobresalir y hacernos admirar en ciencias y artes por aquel camino a que menos nos llama la naturaleza y conduce el genio, no logrando otra cosa regularmente que hacernos ridículos, siendo cierto que, si nos dirigiéramos por donde ella nos lleva y siguiésemos nuestra natural inclinación, seríamos perfectísimos en la ciencia o profesión a que nos aplicásemos.

Lo cual vemos claramente en Góngora, pues, teniendo particular genio para lo satírico y chistoso, quiso oscurecer y aventajarse a todos por donde menos podía o le era más violento. Esta, pues, ha sido la causa por que se ha hecho poco caso de su mérito, no leyéndose sus letrillas y romances burlescos, de los que en la mayor parte es inimitable. No se puede negar que era varón de grande ingenio, como le llama D. Nicolás Antonio, y que si hubiera sabido contenerse en aquellos límites que prescribe el juicio, hallándose dotado de grande erudición e incomparable amenidad, hubiera sido la tortura de sus contemporáneos y el más envidiado de su siglo.

Tocante a las memorias de su vida, sabemos que fue natural de Córdoba, como ya se ha dicho, de una de las más nobles familias de esta ciudad, habiendo nacido a 11 de julio de 1561; que pasó a Salamanca de edad de quince años con objeto de estudiar ambos derechos, pero, llevado del estudio de las bellas letras, se aplicó a la poesía y humanidades, siendo fruto de estos trabajos todas las poesías amatorias y burlescas. A los cuarenta y cinco años se ordenó de sacerdote y obtuvo una ración de la santa iglesia de Córdoba. Pasó después a Madrid, en donde, con la protección del Duque de Lerma y Marqués de Siete Iglesias, consiguió la plaza de capellán de honor del Rey D. Felipe III, granjeándose la estimación y obsequio de las personas más distinguidas de la corte; pero, habiendo enfermado de un raro accidente que le dejó privado de la memoria, se retiró a su patria, en donde murió en 1627, habiendo vivido sesenta y seis años.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera