Información sobre el texto
Título del texto editado:
Prólogo
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Poesías de D. Luis de Góngora y Argote por Ramon Fernández. Tomo IX
Autor de la obra:
Góngora, Luis de (1561-1627)
Edición:
Madrid:
Imprenta Real,
1789
Transcripción realizada sobre el ejemplar de la New York Public Library
(texto completo)Biblioteca Central de Córdoba FA-0105-3-003
Reedición; Madrid: Imprenta Nacional, 1820
Encoding: Elena Cano Turrión
Editor: Emre Ozmen
Córdoba, 11 marzo 2020
PRÓLOGO
Ofrecemos al público el tomo IX de nuestra
Colección de Poetas,
que comprende las
poesías
escogidas
de D. Luis de Góngora y Argote,
presbítero
y capellán de honor del
Rey,
y racionero de la santa
iglesia
de Córdoba, de donde era natural. Así que nos es indispensable dar
razón
a los amantes de la poesía española, particularmente a los jóvenes, en cuya gracia nos hemos tomado este trabajo, por qué de todas las obras de este
autor
sea tan corto el número a que nos hemos ceñido,
omitiendo
el Polifemo, el Panegírico al Duque de Lerma
y sus célebres
Soledades.
A la verdad, si a medida que nuestra nación puede presentar un número muy considerable de
poetas
cuyas obras son y han sido inagotables
manantiales
para los extranjeros hubiéramos tenido la felicidad de que estos grandes
ingenios
hubiesen tenido aquel
juicio
que requiere Horacio y que admiramos en las obras de los
antiguos,
no necesitaríamos en el día
apología
más convincente de la superioridad y
ventaja
que les haríamos en este ramo de bella literatura, que con tanto ardor y felicidad cultivamos en los siglos XVI y XVII. Pero ha sido tal nuestra desgracia en esta parte, que aquellos varones a quienes la naturaleza parecía haber dotado con más liberal mano de talento poético han carecido o no han hecho caso de aquel fino y delicado juicio que es la luz y guía del ingenio, y sin el que las composiciones que se aplauden por más acabadas y perfectas no serán más que versos
faltos
de sustancia y sonoras bagatelas. Y aunque esto se verifique en algunos poetas del siglo XVII, parece que en ninguno se demuestra con más evidencia que en las composiciones que omitimos del presente autor que publicamos. Este
sublime
ingenio, adornado sin duda de la
erudición
y talento necesarios a un
poeta,
no queriendo contenerse en los
límites
que prescriben la
naturaleza
y arreglado
juicio,
se dejó arrebatar inconsideradamente de su fantasía
desordenada
y, llevado del deseo de la gloria, emprendió abrir sendas no
trilladas
hasta entonces de ninguno, constituyéndose por cabeza de la
secta
dicha vulgarmente del
culteranismo
o de los
cultos,
extraviando consigo a otros
muchos,
que, si hubieran dado oídos a su razón, vivirían hoy por sus trabajos literarios en nuestra
memoria.
Como el deseo de
exceder
y sobresalir entre los que son de una
misma
profesión
sea natural y tenga tanto poder en almas ahidalgadas y espíritus generosos, no contento con los
aplausos
que se merecía por su dulzura
lírica,
sales
festivas
y sátiras picantes y graciosas, se abandonó al volcán de su imaginación y al
desarreglado
entusiasmo de su fantasía,
desviándose
del camino que siguieron los anteriores a él Garcilaso, D. Diego Hurtado de Mendoza, y sus
contemporáneos
los dos Argensolas y D. Francisco de Quevedo. Así que el deseo sin duda de
sobresalir
y de hacerse
admirar
fue el objeto que se propuso en la composición de las
Soledades y Polifemo,
los cuales poemas sufrieron la justa
censura
de sus
coetáneos,
lo que no impidió que dejasen de seguir la
novedad
sujetos
por otra parte muy sabios, tales como el Conde de Villamediana, Pedro Soto de Rojas y Fr. Felix Hortensio Paravicino. Siendo sus
imitadores
muy inferiores en talento y erudición a su maestro, las producciones que se daban al público estaban llenas de
hinchazón,
faltas de claridad en el lenguaje, de verdad y justicia en las ideas y de todas las demás
condiciones
que se necesitan para que los trabajos de los sabios nos interesen, propagándose esta graciosa jerigonza de
estilo
casi hasta nuestros días. Como en aquellos tiempos era costumbre de
comentar
los poetas de mayor nota, linaje de trabajo muy propio para ostentar erudición portentosa y conseguir por este medio fama de eruditos, se aplicaron unos a ilustrar y comentar, y otros a
defender
el estilo figurado de su maestro, que a la verdad ninguno lo necesitaba más, como fueron D. García de Salcedo Coronel, caballero de hábito de Santiago, D. Francisco de Amaya, D. Martín Angulo, D. Juan Andrés Ustáriz, Martín Vázquez Siruela y D. José Pellicer. Nosotros no queremos entrar a departir con sujetos tan dignos de nuestro respeto, y nos abstenemos de bregas gramaticales; particularmente, estando ya decidida la cuestión que dio motivo a tantas
críticas
sátiras e
invectivas
en favor y en contra de las
Soledades, Polifemo
y
Panegírico,
que D. Nicolás Antonio dice ser comparable y poder competir con los más perfectos de los
antiguos.
A la verdad, el tiempo, que es el juez más íntegro y desapasionado y el censor insensible de las obras de los sabios, ha
calificado
las
Soledades
y
Polifemo
como una producción
extravagante,
en quien reinan la
hinchazón,
la oscuridad, la afectación y todos los desórdenes de una imaginación caldeada excesivamente. Pues, siendo la prueba incontrastable de la bondad de una obra su duración y el gusto con que, leída una vez, se vuelve a leer otra y otras muchas veces, tocamos por la experiencia el ningún caso que hacen en el día los
sensatos
de las
Soledades,
habiéndose ya dado el título de gongorino a cualquier autor que se
eleva
algún tanto sobre lo que requiere la materia que trata. Homero, Virgilio, Garcilaso y Cervantes serán eternos en la memoria de los hombres mientras durare el amor de la literatura. ¿Por qué? Por la acertada elección del asunto, por el orden que observan y por el modo de ofrecer y presentar a la imaginación sus pensamientos; condiciones que son el fundamento, forma y decoración de cualquier obra; pues, decidiendo del asunto la elección acertada de la materia que se ha de tratar, el orden establece el plan y el modo arreglado de representar las ideas forma el estilo. Cuando este no es proporcionado al asunto no llamará nuestra atención, sino por breves momentos: el asunto sin el estilo conveniente no nos agradará, sino, digámoslo así, a medias, y uno y otro sin el plan no merecerá nuestra aprobación, sino por muy corto tiempo. Mas, cuando todas estas tres cosas están reunidas y enlazadas entre sí mutuamente, entonces excitan en nosotros aquella impresión, entusiasmo y triunfo de la sensibilidad de nuestra alma, que son la verdadera causa de que nos interese y agrade. Pero este agrado e interés no puede tener origen sino en la verdad, que en materia de poesía es la unión de semejanzas, cuya realidad es tan consistente y sólida, que resiste a la necia estupidez de unos, a la soberbia delicadeza de otros, al despotismo pasajero de los falsos censores, a los gritos de la envidia, al entusiasmo pedantesco, a la ignorancia, a la opinión, a la preocupación, y últimamente se conforma y ajusta enteramente con los preceptos del arte. Si esta unión y enlace del asunto con las sensaciones agradables que excitan en nosotros es solo aparente y ficticio; si depende de las circunstancias, de la imaginación, de la preocupación, prontamente empezarán a desagradar, y del desagrado pasará al menosprecio, y de este al olvido, por ser su interés y situaciones locales y ficticias.
Esto
mismo parece ha sucedido con las
Soledades
y con casi todas las composiciones
heroicas
de Góngora. Arrastrados de la
novedad,
muchos se encantaron con la aparente hermosura, sin cuidar de la razón ni de la verdad, y, alucinados de la apariencia y sojuzgados por el ejemplo, eligieron más bien ser maestros de la
mentira
y pintores de quimeras que discípulos de la realidad poética, esto es, de la bella naturaleza. Ciertamente que con bastante justicia y propiedad se pudieran comparar las
Soledades
a aquellas nubes que, miradas desde lejos, parecen una dilatada cordillera de montañas; pero, tocadas de cerca, se ve que no son más que vapores que se huyen al tacto. Si la
claridad
es una virtud del lenguaje, la
oscuridad,
por más elegante que sea, no dejará de ser vicio, y reprensible, requiriéndose también como virtudes necesarias al estilo la
propiedad
la facilidad y
armonía.
Prescindamos, pues, del plan y del orden, que son las condiciones que dijimos ser indispensables fundamentos de una obra, y dígasenos cuál de estas virtudes se halla en las
Soledades.
Si se quiere hablar con ingenuidad, no hallamos sino ideas
indigestas,
imágenes extravagantes, locuciones tenebrosas, afectación de voces latinizadas, metáforas violentas,
alegorías
impropias y mal conducidas, traslaciones forzadas y, finalmente, desorden y tal confusión estrepitosa de palabras, que el que las lee una vez no puede menos de sentir haber
gastado
tan mal el tiempo y compadecerse juntamente del autor que tenía fantasía tan desarreglada.
Sin embargo, la lengua adelantó mucho y
subió
a cierto grado de
perfección
muy elevado, ya por los términos que dedujo de las lenguas latina y griega, ya también por la frase y torneo con que la enriqueció, en las cuales cosas, si no hubiera sido tan atrevido, y hubieran sido más moderadas y finas las inflexiones que hizo de estas lenguas, sería muy digno de
imitarse
en esta parte en toda su extensión.
Mas las composiciones que presentamos, aunque no están libres de algunos pequeños lunares, sin embargo, distan mucho de las que
omitimos,
pues en los sonetos hallamos
elevación
heroica, en los pensamientos
orden
y novedad, propiedad y elegancia en las voces, hermosura en las frases y aquella viveza y rodeo armónico que hacen suave y enérgica la dicción. Las
letrillas
y romances están adornados de tal agudeza, chistes graciosos, sal satírica y dichos espirituosos y festivos, que, si no se nos concede ser
superior,
al menos es preciso confesar que es
comparable
a los mejores de nuestra nación y que hace muy conocida
ventaja
a los más excelentes de cualquier otra. Cuando habla, digámoslo así,
naturalmente,
se deja ver la
sublimidad
de su genio poético y aptitud para todo género de poesía, ya
épica,
ya
lírica,
y particularmente epigramataria; mas como de esta manera no haría muy conocida ventaja a los que le
precedieron
y a sus
contemporáneos,
era forzoso descubrir otro camino para la alabanza. Y en esto podemos conocer que regularmente queremos sobresalir y hacernos admirar en ciencias y artes por aquel camino a que menos nos llama la naturaleza y conduce el
genio,
no logrando otra cosa regularmente que hacernos
ridículos,
siendo cierto que, si nos dirigiéramos por donde ella nos lleva y siguiésemos nuestra natural inclinación, seríamos perfectísimos en la ciencia o profesión a que nos aplicásemos.
Lo cual vemos claramente en Góngora, pues, teniendo particular genio para lo satírico y chistoso, quiso oscurecer y
aventajarse
a todos por donde
menos
podía o le era más
violento.
Esta, pues, ha sido la causa por que se ha hecho poco caso de su mérito, no leyéndose sus
letrillas
y romances burlescos, de los que en la mayor parte es
inimitable.
No se puede negar que era varón de grande
ingenio,
como le llama D. Nicolás Antonio, y que si hubiera sabido contenerse en aquellos límites que prescribe el juicio, hallándose dotado de grande erudición e incomparable amenidad, hubiera sido la tortura de sus contemporáneos y el más envidiado de su
siglo.
Tocante a las memorias de su vida, sabemos que fue natural de Córdoba, como ya se ha dicho, de una de las más
nobles
familias de esta ciudad, habiendo nacido a 11 de julio de 1561; que pasó a Salamanca de edad de
quince
años con objeto de
estudiar
ambos derechos, pero, llevado del estudio de las bellas letras, se aplicó a la poesía y humanidades, siendo fruto de estos trabajos todas las
poesías
amatorias
y burlescas. A los
cuarenta y cinco
años se ordenó de
sacerdote
y obtuvo una ración de la santa iglesia de Córdoba. Pasó después a Madrid, en donde, con la
protección
del Duque de Lerma y Marqués de Siete Iglesias, consiguió la plaza de
capellán
de honor del Rey D. Felipe III, granjeándose la estimación y obsequio de las personas más distinguidas de la corte; pero, habiendo enfermado de un raro accidente que le dejó privado de la memoria, se retiró a su patria, en donde murió en 1627, habiendo vivido
sesenta y seis años.
GRUPO PASO (HUM-241)
FFI2014-54367-C2-1-R
FFI2014-54367-C2-2-R
2018M Luisa Díez, Paloma Centenera