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Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo IV. [Biografía de] don Diego Hurtado de Mendoza”
Autor del texto editado:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Título de la obra:
Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos. Tomo IV
Autor de la obra:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Edición:
Madrid: Joaquín Ibarra, 1776


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Don Diego Hurtado de Mendoza, caballero comendador de las casas de Calatrava y Badajoz, en la orden de Alcántara, del consejo del emperador Carlos V, su embajador en Venecia, Roma, Inglaterra, y al concilio de Trento, capitán general de Sena y confalonier de la santa iglesia romana, nació en la ciudad de Granada, aunque el año se ignora; pero a lo que se puede conjeturar, debió ser muy a los principios del siglo 1500. Sus padres fueron don Ignacio López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, y doña Francisca Pacheco, hija de don Juan Pacheco, Marqués de Villena. Criose nuestro don Diego con la ilustración que correspondía al esplendor de su casa, y siendo el quinto de ella, le dedicaron desde muy tierno a los estudios con intención de que siguiese el estado eclesiástico, a cuyo fin se pasó a estudiar la filosofía, teología y el derecho a la Universidad de Salamanca, y aprendió con sumo trabajo y gran suceso los idiomas latino, griego, hebreo y arábigo. Después de algunos años, fue nombrado embajador a la República de Venecia por el emperador Carlos V, y en el de 1545 lo fue al concilio de Trento, e hizo una elegante y doctísima “Oración a los Padres” juntos en él. Luego fue promovido a la embajada de Roma, y por los años de 1547 se le confirió el gobierno y la capitanía general de Siena, y demás plazas de Toscana, a fin de que por las antiguas discordias e inquietudes en que ardía de tantos tiempos antes, y era como la laguna donde se fomentaban todas las revueltas y alborotos de la Italia, tuviese una cabeza capaz de poner en orden el gobierno de aquella república, lo que empezó a ejecutar con grande acierto; pero a pocos meses le fue necesario volver a Roma en prosecución de sus grandes negocios, portándose en aquella corte con gran valor, entereza y tesón en defender las regalías, intereses y pretensiones de su príncipe en los muchos y graves lances que ocurrieron con el papa Paulo III, sobre las diferencias ocurridas entre este pontífice y el emperador, y principalmente sobre la pretensión de que el concilio se restituyese a Trento, que el Papa resistía y fue el principal asunto de sus encargos. Después, habiendo pasado tan adelante las inquietudes y desórdenes de Siena, que estaba ya a punto de perderse, pasó a aquella plaza, y con su gran prudencia y valor cortó las discordias, destruyó los bandos y corrigió las insolencias que se cometían, reforzándola con nueva guarnición de españoles, quitando las armas a todos los vecinos, levantando nuevas fortificaciones y estableciendo la forma del gobierno que le pareció más conveniente en el lastimoso estado de aquella república, tanto en lo político como en lo militar. Vuelto a Roma, y muerto el papa Paulo III, advirtiendo las inquietudes y novedades que mediante las turbaciones en que ardía toda Italia debía producir la elección del nuevo pontífice, proveyó con grande política y cautela lo que le pareció más oportuno hasta que, electo el cardenal del Monte, que se llamó Julio III, mudaron de semblante todos los negocios, principalmente el del concilio, que se restituyó a Trento, en el cual volvió a entrar dos veces nuestro Mendoza, y a tratar con el nuevo pontífice con más uniformidad y concordia los grandes asuntos de su ministerio. De allí a algún tiempo, le nombró el Papa por confalonier o alférez de la santa iglesia romana en la guerra contra el duque de Castro, Horacio Farnesio, cuya empresa se concluyó pronta y felizmente. Pero volviéndose a encender de nuevo las alteraciones e inquietudes de Siena, por lo insufrible que se le hacía la guarnición de los españoles y el gobierno establecido por nuestro Mendoza, fundación de la ciudadela y demás fortificaciones que había hecho construir, y sobre todo por el influjo de las potencias que fomentaban sus movimientos contra el emperador y hallaban la materia dispuesta en la desunión y voltariedad de aquella república, se empezó a romper el freno de la obediencia y, declarada la rebelión, nuestro don Diego envió a d[on] Francés de Álava, su maese de campo, que mandaba aquella guarnición, al duque de Florencia, con una carta del emperador a pedirle socorro y tratar el modo de defenderla en caso necesario, y mostrándose en esta sazón el Papa ya neutral en los negocios de Siena y al mismo tiempo muy disgustado con d[on] Diego de Mendoza por haber maltratado al barrachelo de Roma, descubriéndose claramente la conjuración y habiendo llegado el socorro de gente del duque de Florencia, que le envió luego con Otón de Monteagudo, se apercibió lo mejor que permitía la constitución a resistir a gente enemiga que ya se hallaba a la vista de Siena con el pretexto de poner a la patria en libertad; pero, hallándose la plaza con poca guarnición de españoles, mal proveída de municiones y bastimentos, y principalmente con la ausencia del gobernador, al fin la entraron y ocuparon los rebeldes y sus aliados, de lo que teniendo aviso nuestro Mendoza, y de los pactos y conciertos celebrados entre sí y entre el duque de Florencia y los conjurados, ordenó a Ascanio de la Corna y a Alejandro Vitelo que levantase 5000 hombres y se acercasen a la ciudad, pero por falta de subsistencias y caudal no tuvo todo el efecto que deseaba, con que creciendo cada día la imposibilidad de las defensas y el ánimo y el número de los confederados, paró este suceso en que la plaza de Pomblin se dio al duque de Florencia, y Siena quedó en poder de los franceses, en cuya pérdida d[on] Diego Hurtado de Mendoza cargaba al duque de Florencia por no haber querido socorrer a tiempo el castillo, y el duque culpaba a d[on] Diego de Mendoza de omiso y descuidado en la preparación de la defensa, por no haber querido nunca creer el peligro ni las advertencias que le dio sobre la falta de su persona en aquel gobierno; con cuya ocasión empezaron a suscitarse los cargos que se le imputaron de la aspereza en su mando, del descuido y poca advertencia que tuvo en la defensa de aquel estado, y sobre todo de ciertos amores con una ilustre señora romana, de resultas de todo lo cual, en el año de 1552 fue llamado a la corte, desde donde se retiró para siempre a Granada, su patria, y en ella se mantuvo muchos años dedicado a la quietud filosófica y a la comunicación de las musas. No obstante, hizo un viaje a la corte de Valladolid. en donde fue admirado de todos como un oráculo por su carácter, su erudición y su ingenio, pero a pocos meses de estar en ella le acometió la última enfermedad, procedida del pasmo de una pierna, que después de largos y prolijos accidentes, lo privó de la vida, año de 1575, y por consecuencia, muy avanzado en su edad. D[on] Diego Hurtado de Mendoza, a quien comúnmente se suele llamar Diego de Mendoza o “el embajador” para distinguirle por el clásico entre los muchos poetas Mendozas que tenemos, fue de grande estatura, robustos miembros, el color moreno oscurísimo, muy enjuto de carnes, los ojos vivos, la barba larga y aborrascada, el aspecto fiero, y de extraordinaria fealdad de rostro, de la cual no se puede enterar perfectamente el público en la estampa que se le ofrece, con toda la rusticidad y aspereza que manifiesta el retrato original de donde se ha copiado, por causa de la natural suavidad y dulzura del buril. Fue asimismo dotado de grandes fuerzas personales y de no menor valor y firmeza en las fuerzas del ánimo, como dotado también de áspera condición y riguroso genio, que le opinaron de algo arrojado e intrépido en la conducta de los negocios de Estado, por cuya causa no volvieron a emplearle en la edad madura, más propia para la gravedad de estos encargos, habiéndolo sido tanto en la mocedad; y la misma pudo concurrir a los pesados lances que le acontecieron, tanto en Italia como en España, no siendo el menor el que se dice le ocurrió con un caballero en el palacio y antecámara del emperador, que le forzó a sacar contra él el puñal, por lo cual le desterraron; aunque este caso no se halla justificado hasta ahora, según lo pedía su gravedad, ni tampoco concuerda con la puntualidad de los lugares y el orden de los tiempos en que hallamos repartida su vida. La misma dificultad se ofrece en cuanto a las embajadas de Inglaterra y el gran turco, pues se ignora el tiempo y la ocasión de ellas, y solo se han mencionado por constar de documentos fidedignos. Esta causa y la abundancia y prisa con que se le amontonaron los encargos y negocios, produce la confusión que se experimenta en los sucesos de su historia, pues se dificulta el crédito de los unos con la ocurrencia de los otros, y ha ocasionado el no pequeño trabajo de reunirlos en la compendiosa y ligera forma en que se expresan, y con que se allana el camino a los que en adelante se dediquen a escribir de propósito la vida de este ilustre español. Lo cierto es que en la diversidad e importancia de los ministerios que obtuvo, fue tenido por uno de los varones más famosos que produjo aquel siglo fecundo de hombres grandes, y su persona mereció ser la de mayor concepto y satisfacción del emperador, y de aquel tiempo para los grandes negocios de la Italia, desempeñando en la multitud, gravedad y diferencia de ellos el gran crédito que tenía en su nación y en las extrañas; y finalmente que los ardores de su espíritu los empleó en defensa de la gloria de su príncipe y el honor de su nación, en que lucieron su celo, su integridad, su fina política, su penetración y sabiduría en la crítica situación en que se hallaba el sistema de los negocios de España y Roma y demás potencias de la Europa, como se acredita, entre otras, en la difusa y docta carta que escribió al emperador desde Toscana sobre disuadirle de la venta del estado de Milán, que pretendía el papa Paulo III para su nieto Octavio Farnesio, y otros graves puntos, la cual trae el obispo Sandoval en su Historia, aunque omite varias cláusulas algo libres que contenía. Igualmente en los cargos que le imputaron se debe creer tuvo más parte que la verdad la exageración y malicia de sus émulos y mal contentos con la nueva forma de gobierno que plantó en Siena, y orden que tuvo de sujetar aquel estado, principalmente la fortificación y ciudadela que hizo construir, cosa que sobre todas le era insufrible a los sieneses y de que concibieron tanto odio a nuestro Mendoza (principalmente uno de los dos bandos en que estaba dividida aquella República), que un día paseándose por la fortaleza le tiraron un arcabuzazo y, por matarlo a él, mataron al caballo en que iba. Sobre todo la lentitud con que parece obró en la defensa de aquella plaza, procedió de la falta de asistencias y de otros embarazos políticos que él no pudo vencer. Pero en ninguna ocasión lució el gran talento, sólido juicio y singular doctrina de nuestro d[on] Diego como en una de las más famosas que han ocurrido en el mundo, cual fue el santo concilio de Trento, así la primera vez en que dio aquella elegante “Oración a los Padres”, como en las otras dos que volvió a entrar en él, y fue uno de los más célebres que se señalaron en la clase de los oradores. Nunca fue casado, pero tuvo algunas distracciones amorosas, una de las cuales le produjo un hijo, que vivió y murió en Valladolid, aunque totalmente incapaz de razón. Con su gran sagacidad e inteligencia, llegó a juntar una de las más copiosas y selectas librerías, particularmente de manuscritos y excelentes originales, que adquirió y fue atesorando en los diversos países de sus carreras, con especialidad en Venecia y aun en Grecia, según quieren algunos, como fueron los de san Basilio Magno, san Gregorio Nacianceno, san Cirilo Alejandrino, Arquímedes, Herón, Apiano y otros muchos; la cual dejó legada en su testamento al rey Felipe II, y fue una de las preciosidades con que aquel monarca enriqueció la famosa Biblioteca del Escorial. Esta misma inteligencia y afición a las letras la hizo igualmente ser tan amante de sus profesores, que en su tiempo le contaban como el protector y mecenas de los estudiosos, y el tiempo que se lo permitieron sus grandes cuidados le empleaba en visitar las academias de Roma, Padua, Bolonia y otras célebres de la Italia, confiriendo y tratando en ellas de filosofía, matemáticas y toda suerte de erudición, con que se hizo más plausible y famoso en aquellas provincias. Su ingenio fue de los más célebres de su tiempo y de la nación, tanto por la ventaja con que se unieron en nuestro Mendoza el talento y la inspiración, como por haber sido uno de los principales autores de la reforma de la poesía castellana e introducción del buen gusto en ella con sus contemporáneos Boscán y Garcilaso. Si bien siendo tan superior a ellos en el estudio y en la erudición, les fue muy inferior en el verso y en el estilo, pues, aunque guardan una gran pureza y propiedad, tienen por lo general una dureza desagradable, y la poca economía que observó en la colocación de las figuras poéticas, junto con la disforme y frecuente mezcla de los versos graves con los agudos, los hace ásperos y de dificultosa corriente y sonido. Lo mejor de sus poesías conocidas son todas las de versos cortos, como las letrillas, himnos, villancicos y otras, con notoria ventaja sobre los largos, a los cuales no pudo infundir aquella dulzura y suavidad que imitaron sus compañeros de los célebres poetas de la Italia. Pero lo más estimable de sus poesías son las que existen inéditas, y solo pueden disfrutarse por personas circunspectas, como son los “Elogios de la Zanahoria”, “La pulga”, “El cuerno” y “La cana”, y otros muchos sonetos y composiciones pequeñas, porque en su mucha ingeniosidad y agudeza se embebe su mayor indecencia y libertad, por lo cual es forzoso que queden para siempre oscurecidas. Últimamente se acreditó en nuestro Mendoza ser de la familia de los héroes en armas y letras, como lo habían sido sus antepasados y lo fueron sus hermanos d[on] Luis de Mendoza, marqués de Mondéjar, que se halló con el emperador Carlos V en la toma de Túnez y peleó valerosamente contra los Berberuzes; d[on] Bernardino de Mendoza, general de las galeras de España, ilustre capitán que ganó la famosa batalla de Alborán contra los corsarios Alí y Caramani y murió mandando las trincheras de San Quintín; d[on] Francisco de Mendoza, general de la caballería en Flandes, gobernador de aquellos estados y almirante de Aragón, que tomó muchas plazas y castillos en Francia y Flandes e hizo grandes cosas en paz y en guerra, y ordenado de sacerdote fue obispo de Sigüenza y murió en Madrid con gran fama de virtud y doctrina; d[on] Antonio de Mendoza, marqués de Cañete, primer Virrey y capitán general de la Nueva España y segundo del Perú, que adelantó muchas conquistas, hizo grandes descubrimientos, y al fin aquellos reinos le debieron su establecimiento político y civil y el buen estado en que los puso su felicísimo gobierno, y finalmente doña María de Mendoza, mujer de singular talento y erudición, que elogian encarecidamente muchos escritores. Las obras que conocemos de nuestro Mendoza son las poesías que se pudieron recoger y publicaron por frey Juan Díaz Hidalgo en Madrid, año 1610 con este título: Obras del insigne caballero d[on] Diego de Mendoza, aunque salió no poco viciada la edición. También fue autor del libro intitulado Vida del Lazarillo de Tormes, obra de su mocedad en Salamanca, y de las más célebres que tenemos en su línea de invención y estilo picaresco, si bien no libre de algunas expresiones menos decentes, la cual luego se tradujo en italiano. Pero la más plausible de todas sus obras y que le hizo memorable, y fue el principal fruto de su dilatada mansión y retiro en su patria, es la Historia de la guerra de los moriscos de Granada, impresa y publicada en Madrid, año de 1610, y en Lisboa, año de 1617, por la diligencia y trabajo del cronista Luis Tribaldos de Toledo; obra en la que supo competir con Salustio y Tácito en la excelencia del estilo, y con el mismo César en la elegancia, pureza y puntualidad, por haber sucedido la guerra en su tiempo y aun sido testigo de vista de muchos de los sucesos que refiere, siendo el primer general de ella su sobrino el marqués de Mondéjar, circunstancias necesarias para el complemento y autoridad de estas obras y que se juntan tan rara vez en los historiadores, de suerte que no tan solo es tenida por uno de los más clásicos textos de la lengua castellana, sino por uno de los más elegantes modelos para la historia. Verdad es que se cree no existe conforme la escribió su autor, a causa de la corrupción originada de las muchas copias que se sacaron de ella. Lo cierto es que ni la limó, ni concluyó, porque no lo permitía el tiempo ni la estación en que la escribía. Igualmente se le reconoce por autor de otras varias obras no menos graves y doctas que no han visto la pública luz; tales son: Paraphrasis in totum Aristotelem, traducida de griego en castellano y dedicada al duque de Alba; Comentarios políticos; La conquista de la ciudad de Túnez; La batalla naval, escrita al fin de la guerra de Granada; como asimismo varias obras sueltas y cartas políticas y eruditas, que algunas paran en poder de los curiosos; y últimamente se conserva en la Librería de manuscritos de Florencia, clase 8, núm. 354, un códice en 4º que contiene Varias obras de d[on] Diego de Mendoza, embajador de S.M. en Venecia, Turquía e Inglaterra. Entre los muchos y distinguidos elogios que dan a este ilustre varón los autores más clásicos, así naturales como extranjeros, se incluye el que se le hace en el Laurel de Apolo, por seguir la idea proyectada y proporcionarse más al asunto presente, aunque de tan pueril concepto, y no el más grave ni comprensivo de sus méritos y doctrina:

En cuyo tiempo el ínclito d[on] Diego
de Mendoza tenía
del Parnaso de amor la monarquía
con tan justo y pacífico sosiego
que la misma de Apolo preeminencia
pusiera en contingencia;
mas fue cuanto discreto, desdichado
en bien hurtado como mal impreso,
mas no fue mucho exceso,
que pues era Mendoza fuese Hurtado.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera