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Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo IX. [Biografía de] don Francisco de Borja y Aragón (príncipe de Esquilache)”
Autor del texto editado:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Título de la obra:
Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos. Tomo IX
Autor de la obra:
López de Sedano, Juan José (1729-1801)
Edición:
Madrid: Antonio de Sancha, 1778


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Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, conde de Simari y de Mayalde, caballero comendador de Azuaga en la orden de Santiago y trece de ella, caballero del insigne Orden del Toisón de Oro, gentilhombre de cámara del rey don Felipe IV, virrey, gobernador y capitán general de las provincias del Perú y presidente de su Real audiencia, nació en Madrid, según suponen algunos autores de su tiempo, y a esto y a otras conjeturas que lo persuaden debemos estar mientras no constan más auténticas noticias del lugar de su nacimiento. El año de este también se ignora a punto fijo, y solo se deduce probablemente que pudo ser cerca de los de 1580. Su padre fue don Juan de Borja, conde de Mayalde y Ficalho, embajador en Portugal y Alemania, mayordomo mayor de la emperatriz doña María, y después de la reina doña Margarita, mujer del rey don Felipe III y de su consejo de Estado, hijo tercero de san Francisco de Borja, duque de Gandía. Estuvo casado en primeras nupcias con doña Lorenza Onez de Loyola, señora de esta casa en Guipúzcoa, en quien tuvo a doña Leonor de Loyola, y habiendo pasado a segundas con doña Francisca de Aragón y Barreto, hija de Nuño Ruiz Barreto, señor de la Quarteyra en Portugal, entre la dilatada sucesión de cinco hijos tuvo por segundo a nuestro príncipe, que educado con el esplendor correspondiente a su cuna y los ilustres ejemplos de su padre y abuelo, sostuvo y perfeccionó estas obligaciones heredadas con el ejercicio de sus virtudes adquiridas y con el cultivo y enseñanzas que manifiestan sus obras, y entregado a las buenas letras, y entre ellas a la poesía como su natural inclinación, empezaron muy desde luego a producir los frutos de su dulce musa en todas sus composiciones amatorias y otras que él llama con toda propiedad “flores de su primera juventud”, siguiendo las huellas y estilo de su modelo y maestro Bartolomé Leonardo de Argensola, hasta que tomó estado de matrimonio con doña Ana de Borja, princesa de Esquilache, condesa de Simari, su parienta, por donde entró nuestro príncipe a poseer estos títulos y estados. El tiempo en que se casó no consta con la puntualidad que consta la sucesión que tuvo en esta señora, que fue un hijo llamado don Juan, que murió muy joven; doña María, que por muerte de este sucedió en su casa y estados, y se casó en 26 de febrero de 1623 con don Fernando de Borja, su tío, comendador mayor de Montesa, virrey de Aragón, caballerizo mayor del rey don Felipe IV y de la reina madre, y sumiller de corps del príncipe don Baltasar Carlos, y a doña Francisca, que nació en abril de 1611 y casó con don Francisco de Castelbi, segundo marqués de Lacone. También se le atribuye por fruto de algún extravío de su mocedad un hijo natural llamado don Juan de Borja, que, hecho presbítero, fue capellán mayor del convento de las descalzas reales de Madrid y obispo electo de Badajoz y Osma. Por los años de 1614 fue nombrado para el virreinato, gobernación y capitanía general de las provincias del Perú y, pasando a las Indias con este cargo, entró y fue recibido en la ciudad de Lima a 18 de diciembre de 1615, siendo el XIIº virrey, XVIº gobernador y capitán general y el XIVº presidente de su Real audiencia. En este alto destino, lucieron las luces, los talentos y las suaves costumbres de nuestro príncipe, no obstante que el tiempo de su gobierno no fue el más fecundo de sucesos memorables. Fuelo sin duda para su fama y nombre el ocurrido en el año de 1618, en que como tal virrey concedió a don diego Barca de la Vega la conquista de los maynas en el Marañón, dándole título de gobernador de lo que conquistase y descubriese, en cuya virtud fundó en aquella tierra la ciudad a que llamó de San Francisco de Borja, en obsequio del nombre del virrey. También fue memorable para su tiempo el descubrimiento que, en el referido año de 1615, había hecho Jacobo le Mayre en la Tierra del Fuego del canal al que se dio el nombre de pasaje del Mayre, porque motivó a despachar de estos reinos al piloto Juan Morel con dos carabelas al reconocimiento de este estrecho por los años de 1617, con cuya noticia se emprendió, en el siguiente de 1618, el viaje de los dos hermanos, los capitanes Bartolomé y Gonzalo Nodal, que, habiendo salido de Lisboa en dos carabelas en 27 de septiembre de aquel año, estuvieron de vuelta en Sanlúcar de Barrameda a 9 de julio de 1619, después de haber hecho su viaje, reconocido aquellas costas y ejecutado la relación más exacta de ellas, entrando por la Mar del Sur por el pasaje del Mayre, a quien nombraron estrecho de San Vicente, y dado la vuelta al Mar del Norte por el de Magallanes. Concluidos ya los seis años del tiempo de su virreinato y habiendo recibido la noticia de la muerte del rey don Felipe III, acaecida en 31 de marzo de 1621, sin esperar a su sucesor, se embarcó nuestro príncipe para España en el puerto del Callao, en 31 de diciembre de aquel mismo año, dejando el gobierno de aquellas provincias a la Real audiencia, según la práctica en las ausencias de los virreyes. Restituido a España, no constan noticias más individuales y auténticas de su vida que el fallecimiento de su mujer, ocurrido en Madrid en 2 de febrero del año de 1644. Consta también que residió algunos años como retirado en la ciudad de Valencia, sin saberse el motivo particular, solo que fue ya en los últimos tercios de su vida, libre y desembarazado de encargos y cuidados y desengañado de los embelesos del mundo, aunque su muerte fue ya establecido en Madrid, y sucedió el día 26 de octubre del año de 1658 y por consecuencia muy avanzado en su vejez, pues pudo rayar muy cerca de los 80 años; habiendo antes otorgado su testamento cerrado ante Juan Sánchez Izquierdo, escribano real, dejando mandado, entre otras cosas, enterrarse en la bóveda del Colegio imperial, como se ejecutó. Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Squilacce, o como vulgarmente se pronuncia, Esquilache, fue de elegante persona, alto, robusto y bien proporcionado de miembros, la cabeza grande, el rostro varonil y halagüeño, el color blanco, los ojos vivos, despiertos, rasgados y zarcos; la barba y cabello largo, encrespado y negro. A esta configuración fisionómica correspondió la templanza armoniosa de su complexión, la que le constituyó de un natural benigno, apacible, lleno de candor y piedad, y contribuyó a la claridad de sus potencias, a la delicadeza de su ingenio y a la rectitud y suavidad de sus costumbres, cuyo carácter se manifiesta en sus mismas obras. Es verdad que la providencia le destinó teatros donde luciesen estas virtudes cristianas, morales e intelectuales en los ejercicios y empleos a que le condujo su nacimiento y sus circunstancias personales, principalmente en el gran cargo del virreinato de aquella parte del globo, en que así los españoles como los naturales tendrían bien que admirar la dulzura, discreción y rectitud de su gobierno, y aun parece que hasta el cielo quiso señalarle con otro suceso memorable para aquella capital de Lima, y aun para toda la Iglesia católica, con haber pasado a mejor vida la bienaventurada virgen santa Rosa de Santa María, natural y patrona de la ciudad y reino. Pero en donde más resalta y se manifiesta este completo de virtudes y prendas de nuestro príncipe es en sus producciones literarias, y en particular las poéticas, que fue su destino y a que le inclinaron sus primeros ocios y sus últimos desengaños, desempeñando en la gallardía de los primeros el fin a que solo conspiran sus floridas materias, que es el deleite en la hermosura de los pensamientos y la dulzura del estilo y, en la madurez de los segundos, la utilidad de su doctrina, su erudición, su espíritu y piedad; y en unos y otros, la grandeza de su ingenio y la urbanidad, cultura y elegancia característica de su versificación, de suerte que por todas estas ventajas no faltan algunos que, haciendo equívoco el dictado, le gradúen por el Príncipe de los poetas líricos castellanos, y aunque nosotros, con el común sentir de los eruditos, no adheriríamos a esta absoluta calificación sin agravio de Garcilaso de la Vega, don Esteban de Villegas, don Francisco de Quevedo, el conde don Bernardino de Rebolledo, Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola, fray Luis de León y Lope de Vega, pondremos en el lugar que corresponde a nuestro Príncipe de Esquilache para que sobre estos ocho complete el número de los “nueve famosos poetas castellanos” que componen el primer orden de la primera clase del parnaso español. Sin embargo, habiendo sido tan famoso en la lírica, no fue igualmente feliz en la épica con el poema de Nápoles recuperada, pues, aunque sea innegable que entendía perfectamente las estrechas leyes de la epopeya y que se propuso seguirlas con todo rigor, como se infiere del juicioso prólogo de esta obra, lo cierto es que aconteció a nuestro poeta lo que a otros muchos, que, habiendo sabido conocer y aun dictar las más justas reglas del poema épico, no las pudieron igualmente practicar, como se prueba en la gran multitud de poemas de esta especie que tenemos en España, pues puede asegurarse que en ninguna de las lenguas vulgares se han escrito tantos, en los que, a pesar de las felices invenciones, sentencia, costumbres, episodios, estilo y otras ventajas excelentes de que abundan por la mayor parte, la misma calidad de los asuntos que han elegido de historias y conquistas verdaderas les ha quitado el nombre de poemas épicos, porque ha quitado a sus autores el arbitrio de la instrucción moral y la extensión a lo admirable, lo extraordinario y maravilloso, que son las principales calidades y requisitos que constituyen la fábula épica. En esto que decimos de nuestros poemas españoles comprendemos los de las demás naciones cultas antiguas y modernas, pues, si exceptuamos La Ilíada y La Eneida como oráculos de la epopeya, ¿qué poemas encontraremos que no padezcan esta misma nulidad? De donde se sigue que, así entre los extraños como entre nosotros, sean tan pocos los sobresalientes, y esta general dificultad puede servir en cierto modo de disculpa a nuestro Príncipe, como ha servido a otros muchos. Las obras que publicó en vida son las siguientes: Nápoles recuperada por el Rey Don Alonso (el V), poema heroico, impreso en Zaragoza en 1661 en 4º, y después en Amberes en la imprenta plantiniana, en 1685, en 4º, obra que dice nuestro autor haberla escrito muchos años antes de que se imprimiese; las obras en verso, impresas en Madrid en 1639, y reimpresas magníficamente en Amberes en la referida imprenta plantiniana en 1654, y después allí mismo con grande aumento y posterior a la muerte del autor, en 1663; Oraciones y meditaciones de la vida de Jesucristo por el Beato Tomás de Kempis, con otros dos tratados: De los tres tabernáculos y Soliloquios del alma, obra póstuma publicada en Bruselas por Francisco Foppens en 1661, en 4º. También se le atribuye otra obra traducida cuyo título es Instrucción de Séneca a Nerón; Plutarco a Trajano, y Sentencias filosóficas del doctor Juan de Olarte, que anda manuscrita. Los elogios que dan a nuestro Príncipe los autores, y en particular los poetas de su tiempo, son innumerables. Pondremos, siguiendo el proyecto, el de Lope de Vega en su Laurel de Apolo, aunque de aquella casta de elogios que se usaban en aquel tiempo, donde entre el mucho aparato de voces y consonantes se venía a sacar muy poco o nada en limpio ni de importancia en obsequio del elogiado:

Si pena Prometeo en alto risco
porque intrépido hurtó del sol la llama,
¿qué debe quien a Homero nombre y fama?
¡Oh, claro don Francisco,
príncipe de Esquilache y del parnaso,
nuevo de España Tasso,
ilustrísimo Borja,
para quien ya laureles de oro forja,
que los verdes admiten desengaños
de los que pueden marchitar los años.






GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera