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Título del texto editado:
“De la vida y obras de Marco Tulio Cicerón, singular capitán, filósofo y orador excelentísimo, y de la conjuración de Catilina contra la libertad de Roma” (título XI, capítulo xii)
Autor del texto editado:
Sedeño, Juan
Título de la obra:
Suma de varones ilustres, en la cual se contienen muchos dichos, sentencias y grandes hazañas y cosas memorables de docientos y veinte y cuatro famosos, ansí emperadores como reyes y capitanes, que han sido de todas las naciones desde el principio del mundo hasta casi en nuestros tiempos, por orden del A.B.C., y las fundaciones de muchos reinos y provincias
Autor de la obra:
Sedeño, Juan
Edición:
Medina del Campo: Diego Fernández de Córdoba, a costa de Juan de Espinosa, 1551


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De la vida y obras de Marco Tulio Cicerón, singular capitán, filósofo y orador excelentísimo, y de la conjuración de Catilina contra la libertad de Roma


Marco Tulio Cicerón, filósofo ilustre e muy clara lumbre de la oratoria es justo que sea dado por compañero a Marco Varrón, pues le dimos por testigo de sus obras. Este fue de la familia e linaje de los Tulios, que de Tulio, rey de los volscos, traían origen, y en el principio de su edad fue tanta la grandeza de su ingenio, que a todos los de su tiempo excedió de tal manera, que todos los latinos le dan la palma y gloria de la elocuencia, como a Demóstenes los griegos, y no solo los filósofos oradores, pero aun los históricos y poetas de común concordia le confiesan por príncipe de la latina lengua, lo cual también los mesmos católicos y santos escriptores afirman, y es entre ellos tan vulgado y cierto, que por cosa superflua dejo de traer dignísimos auctores por testigos para lo probar.

Fue no menos esforzado que elocuente, como claro se da a conoscer de las hazañas que hizo hallándose en la guerra contra los marsos so la gobernación de Lucio Sila, donde claramente mostró la grandeza y valor de su ánimo. Después de lo cual, como a los cincuenta e ocho años antes de la natividad de Cristo, nuestro salvador, el malvado y pestífero Lucio Catilina, a fin de oprimir la pública libertad y matando los nobles y principales ciudadanos romanos alzarse con el imperio para ser solo señor de él, juntamente con otros nobles de Roma hiciesen aquella venenosa conjuración contra la república, siendo descubierta la maldad por una enamorada mujer, dicha Fulvia, fueron criados cónsules Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio, lo cual por Catilina sabido, buscaba por todas las vías la muerte a Cicerón, esperando que, muerto este, fácilmente atraería a su voluntad a Cayo Antonio; y, como de esto el cónsul fuese advertido, no le faltaban astucias y formas para se guardar; antes, desde el principio de su consulado prometiendo a esta Fulvia grandes cosas, alcanzó de ella que le descubriría todo lo que entre los conjurados se concertase, ca uno de ellos, llamado Qunto Curio, a quien ella tenía por amigo, la hacía de todo lo que pasaba sabidora, y, como por esta vía Tulio ninguna cosa ignorase de lo que Lucio Catilina en sus concilios e ayuntamientos ordenaba, estaba de tal manera para todo apercebido, que en nada le podía empecer, pero, sabiendo que un Manlio compañero de Catilina, que estaba en la provincia de Etruria para que su propósito hubiese fin, solicitando los pueblos y los ladrones de que por aquellas tierras había gran copia, tenía gran ejército ayuntado, quedó muy perplejo con el dubdoso peligro, ca, por una parte, le parescía que por su solo consejo no podía defender y amparar la ciudad de las acechanzas de los traidores, y, por otra, no sabía por cosa cierta el número del ejército que Manlio tenía o qué consejo quería tomar, por lo cual, junctando el senado, dio parte de todo a los padres, donde se ordenó que los cónsules tuviesen cargo de guardar que ningún daño o detrimento rescibiese la república, y los otros magistrados pusiesen el ejército en orden para hacer guerra a los conjurados, y para esto fue parte del ejército enviado a Capua y parte en Apulia para que allí estuviese en guarnición; fue otrosí determinado que en la ciudad hubiese velas y guardas que de noche anduviesen, de las cuales tuviesen cargo los inferiores magistrados. Con todas estas cosas fue la ciudad tan mudada, y su parescer tan trocado, que de la mucha alegría y deleites de la holganza nascidos acometió a todos una suma tristeza, con que andaban desasosegados, temblando, sin tener entera confianza de algún lugar ni hombre; ni hacían guerra ni tenían paz, antes uno cotejaba con el temor el peligro; allende de esto, las mujeres con gran aflición alzaban al cielo sus humildes manos, condolíanse de los pequeños hijos, rogaban a los dioses, en todo hallaban temor y, finalmente, dejada y olvidada la antigua soberbia y acostumbrados vicios, ni de su salud ni de la patria tenían confianza. Con todas estas cosas Lucio Catilina no dejaba con la crueldad de su ánimo de aparejarse para la destrución de la ciudad y muerte de los ciudadanos. Pero, al fin, o para mejor disimular su hecho o para dar su descargo, fue al senado, lo cual visto por Marco Tulio, movido a saña, hizo en el senado una luculenta oración y muy útil para la república. Después, empero, que él acabó su habla, Lucio Catilina, los ojos en el suelo, con voz baja rogó a los padres que ninguna cosa malvada creyesen de él, pues que sabían que de tal linaje procedía y de tal manera en su mocedad había vivido, que en todo podían tener de él buena esperanza, y que no pensasen que, siendo el hombre patricio y que tantos beneficios él y sus pasados habían hecho al pueblo, tenía necesidad de querer echar a perder la república para que fuese guardada por Marco Tulio, que era ciudadano de poco linaje en Roma. Y, como a estas razones quisiese añadir otras peores, todos comenzaron de le injuriar, llamándole parricida y enemigo de la patria, y él, furibundo, se fue a su casa diciendo: “Pues con injuria soy de mis enemigos a enojo incitado, yo mitigaré el encendimiento de mi ira con destrución de la ciudad”. E, revolviendo e pensando solo en su casa consigo muchas cosas, como viese que las acechanzas aparejadas al cónsul no aprovechaban y que la ciudad estaba del incendio segura por causa de las velas que en ella continuamente andaban, juzgó que debía acrescentar el ejército y apercebirse de muchas cosas a la guerra necesarias, y, venida la noche, con alguna poca gente se fue a los reales de Manlio, dejando mandado a Cetego y a Léntulo y a otros que por más atrevidos y osados para cualquier hecho tenía que, afirmando el negocio, procuren por todas vías la muerte de Tulio y aparejen las cosas necesarias para el encendimiento de la ciudad, porque él vernía muy presto con gran ejército a les ayudar. Finalmente, de tal manera se encendió la maldita rabia del perverso Lucio Catilina, que ya a la mísera ciudad no restaba otra cosa sino ver la cruel muerte de sus ciudadanos por las calles e plazas despedazados e la ruina e incendio de sí mesma, ca vinieron a tener los conjurados tan al cabo su obra, que ninguna cosa les fallescía sino ejecutar su pestilencial rabia e crueldad, si Marco Tulio Cicerón en todas las cosas no proveyera usando de su prudencia y esfuerzo de tal manera, que, siendo presos Léntulo, Cetego, Estatilio, Sabino y Ceparuo, varones de la orden senatoria, fueron muertos, lo cual sabido por Catilina, determinó pasar las Alpes e huir en Francia. Mas, conoscido esto en el senado, fue Cayo Antonio cónsul enviado en pos de él y, alcanzándole en las Alpes, peleó con él y le venció e mató. E así, por la virtud e industria de marco Tulio Cicerón, fue la república guardada de tan grandes turbaciones e peligros, según es auctor Salustio en el libro de la conjuración de Catilina, por lo cual pudo Marco Tulio con razón decir: “¡Oh, Roma bienaventurada!, que nasciste siendo yo cónsul”, y no sin causa, porque ¿quién si no él edificó los edificios e muros romanos, quién los teatros, quién los templos, quién la fortaleza del alto Capitolio, quién las moradas de los nobles y buenos ciudadanos y, finalmente, quién fundó todo el cuerpo del imperio sino este cónsul que por su prudencia le hizo libre de la ruina y caída que tan aparejada le estaba. En premio y galardón de lo cual primero que otro fue llamado padre de la patria y en tiempo de paz meresció gloriosos y famosos triunfos.

Fue Marco Tulio gracioso en el decir, según que de sus dichos paresce, de los cuales se dirán aquí algunos. Tenía Marco Tulio un hermano dicho Cicerón y un yerno que se llamaba Léntulo, ambos de muy pequeña estatura, y, como una vez viese la figura o retracto de su hermano pintado del techo arriba, de forma muy ancho y con un escudo, se dice haber dicho: “Mayor es mi hermano el medio que todo entero”; y, viendo al yerno que traía ceñida una muy larga espada, dijo: “¿Quién fue el que ató a mi yerno a su espada?”. Tenía allende de esto otro yerno, llamado Pisón, el cual en el andar era más espacioso que a hombre convenía, y, como la hija anduviese más apriesa de lo que era honesto para mujer, el padre, motejando a ambos, dijo a la hija: “¿Por qué, oh hija, no andas como tu marido”. Como Datinio, promovido al consulado, le tuviese un solo día, dijo Cicerón: “Gran prodigio ha sido este, que, siendo cónsul Datinio, no ha habido ivierno, ni verano, ni estío, ni otoño”. Y, preguntado después por el mesmo Datinio por qué, siendo de él llamado en aquel día que fue cónsul, no quiso venir, le respondió: “Yo quisiera venir a tu consulado, e tomome la noche antes”. Dícese otrosí haber dicho de este Datinio al mesmo propósito: “Cónsul velador tenemos, que en todo el tiempo de su consulado no durmió sueño”. Como Publio Cota, hombre de rudo y grosero ingenio, acostumbrase loarse de muy sabio, mayormente en derecho civil, y, presentado por testigo en una causa por Cicerón, dijese en presencia de los jueces que ninguna cosa sabía, respondiole Tulio: “Mira que no te preguntan de las leyes”. Preguntado muchas veces por Metelo Nepote en una altercación quién era su padre, respondió Marco Tulio: “A lo menos tu madre no da lugar a que a ti se haga esa pregunta”, dando a entender no ser muy honesta en su vivir. Por estas facecias fue Cicerón molesto y enojoso a muchos, y se le siguió destierro de Roma, como agora oiréis.

Clodio, que era mancebo nascido de claros padres, fue encendido en el amor de Pompeya, mujer de Julio César, según Plutarco, y, como con cierto engaño y disfrace entrase en su casa a gozar de su amor, como ya en la vida de César se tractó, fue de algunas criadas de Pompeya visto. Estas, dando voces, le descubrieron, por donde la cosa fue tan pública, que la supo César, el cual para acusar a Clodio repudió la mujer. Era este Clodio muy conjuncto en amistad con Tulio, e, como para se salvar de la acusación quisiese probar ante los jueces cómo en el día que cometió el delicto estaba absente muy lejos de Roma, presentole para ello por testigo. Tulio, empero, jurando la verdad, dijo haber estado y hablado aquel día con Clodio en su casa, a cuya causa de cincuenta y cinco jueces que eran los veinte y cinco condenaron a Clodio, y los treinta, según algunos, corrompidos con dádivas, le salvaron. Pues, como Clodio reprehendiese a Cicerón e le dijese que su testimonio ninguna fee había hecho ante los jueces, él le respondió: “A mí los veinte y cinco jueces me dieron crédito y fee, ca tantos te condenaron, pero los treinta no fiaron de ti, pues no te libraste de ellos hasta que les pagaste el precio que les prometiste”. Por lo cual Clodio concibió de allí adelante contra Tulio tan grande odio y enemistad, que, siendo criado tribuno del pueblo, tuvo forma como le desterró de la ciudad. E, yendo Tulio desterrado, promulgó Clodio una ley en que mandó que ninguno le rescibiese en su casa quinientas millas al derredor de Roma. De esta manera, después de haber Cicerón andado mucha parte de Italia y Sicilia, donde padesció grandes reproches de personas a quienes él había hecho mucho bien, le convino pasar en Grecia, en la cual de todos los pueblos y de todas las ciudades a porfía fue honoríficamente rescebido, hasta que a los diez meses de su destierro fue reducido en la patria con tanta alegría de todos y con tanto beneficio de los ciudadanos, que, según él mesmo dice, en hombros de toda Italia fue levado a Roma. Pasados algunos días, siendo Tulio procónsul, fue enviado a la provincia de Cilicia con doce mil hombres de pie y dos mil y seiscientos caballeros para que reconciliase los capadocios, que se habían rebelado, y los redujese a la voluntad del rey Ario Barzanes, y tan buenas formas tuvo en ello Tulio, que compuso y ordenó agradablemente, sin acometimiento de batalla, los negocios de Capadocia y con la mansedumbre de su administración aplacó y sosegó a los cilices, que, ensoberbecidos por la destructión que los partos habían hecho en Craso y en su gente y por los tumultos y sediciones de Siria, estaban alborotados, por lo cual dijo él mesmo justísimamente “las armas den ventaja a la toga”, que era vestidura que se usaba en tiempo de paz, y, como estando en la provincia de Cilicia oyese por muy cierto decir que Pacoro, hijo de Herodes, rey de los partos, con grandísima caballería había pasado el río Éufrates y venía a hacer guerra contra las tierras del romano imperio, Cicerón los salió a resistir y, asentando sus reales en las raíces del monte Ánimo, como él mesmo cuenta en el segundo libro de sus epístolas, escribiendo a Marco Catón, les dio la batalla cerca de Iso, en el mesmo lugar donde se dice ser Darío, rey de los persas, vencido del magno Alejandro y muertos y presos muchos de los partos, hubo la victoria el procónsul romano, el cual desde allí el mesmo día fue a poner cerco a las ciudades de Fugerana, que era cabeza del monte Amana, y Sepyra y Cemoniris, y, combatiéndolas desde antes que amanesciese hasta la décima hora del día, los tomó con muerte de muchos de los enemigos. Ganó así mesmo otras algunas ciudades y con ellas seis castillos, y otros quemó y destruyó, por donde, vuelto en Roma, le fue dada una cierta manera de honra dicha lauro.

Tuvo Marco Tulio Cicerón entre todas sus virtudes un defecto: es, a saber, que era mal guardador de secretos, y por esto aquellos que en la muerte de Julio César se conjuraron no comunicaron con él la conspiración, aunque era cosa que él mucho deseaba, pero, como este espléndido y claro varón en todas sus cosas levase la virtud por guía, es de creer que esto procedía en él antes de nobleza de ánimo que de vicio, ca no solamente las ajenas cosas, pero aun sus proprias pasiones no podía tener encubiertas, lo cual, como a muchos haya sido ocasión de peligros e infortunios, así fue a Tulio causa de la muerte, porque, muerto Julio César, puesto que mucho de ello él holgase, quisiera empero que Antonio no quedara vivo, y esto no disimulada, no encubierta, mas pública y manifiestamente, como él mesmo lo declara en el duodécimo libro de sus epístolas, donde, escribiendo a Casio, dice estas palabras: “Quisiera mucho, oh Casio, que a los quince días de marzo me convidaras a la cena que heciste para que ningunas sobras quedaran”; por la cena entiende la muerte de Julio César, e por no quedar sobras quiso decir que no quedara Antonio que también no muriera; e añade más: “porque lo que sobró me espanta e ciertamente a mí más que a todos”, como si más claro dijera “Marco Antonio, que quedó vivo, me pone a mí más temor que a los otros”. No pudo esta carta ser tan secreta que no viniese a manos del mesmo Antonio, el cual, como antes estuviese indignado contra Tulio por las filípicas que contra él había escripto, podemos creer que por esta causa se encendió más en ira y furor de tal manera, que, como entonces hubiese discordia entre Octaviano, Antonio y Lépido e, pasados algunos días, todos tres se reconciliasen en amistad, fue puesto en ellos el regimiento e gobernación del imperio, siendo permitido a cada uno que pudiese condenar a muerte y encartar a sus enemigos. Bien quisiera Octaviano librar a Marco Tulio de la sentencia y encartamiento que contra él dio Antonio, mas, como no pudiese, dio lugar a ella. Finalmente, Popilio Lenate, hombre perverso y por su ingratitud a todos aborrecible, que por la elocuencia de Tulio había sido ya librado de muerte, sin que en tiempo alguno hubiese de él rescebido daño, sabida la proscripción que de Tulio era hecha, rogó a Marco Antonio que le enviase a ejecutarla contra Cicerón, el cual, entendiendo lo que pasaba, se había ido a Gaeta para embarcarse allí e pasar en Macedonia, pero, alcanzándole el cruel ejecutor Popilio Lenate antes que se embarcarse, cortó al príncipe de la oratoria la cabeza, que era vaso de la romana elocuencia, e la mano derecha, que había sido clarísima componedora de la paz. Este fue el fin e muerte de Marco Tulio Cicerón a los sesenta y cuatro años de su edad, según Plutarco. Acerca de lo cuyal dice Valerio Máximo en el título de los ingratos ser de poco valor las letras con que a tan monstruoso hombre como Popilio Lenate pensase alguno dar la debida infamia, por faltar otro Cicerón que dignamente pueda llorar este tal caso de Cicerón.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera