Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Aprobación del reverendísimo padre Diego Calleja, de la Compañía de Jesús”
Autor del texto editado:
Calleja, Diego de (ca. 1639-1725)
Título de la obra:
Fama y obras póstumas el Fénix de Méjico, décima musa, poetisa americana, sor Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el convento de San Jerónimo de la imperial ciudad de Méjico
Autor de la obra:
Cruz, Juana Inés de la (1651-1695)
Edición:
Madrid: Manuel Ruiz de Murga, 1700


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Aprobación del reverendísimo padre Diego Calleja, de la Compañía de Jesús


M.P.S.

Por mandado de V.A. he leído un libro intitulado Obras y Fama póstuma de la madre sor Juana Inés de la Cruz, que pretender dar a la estampa el doctor don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, capellán de honor de su majestad. Y, sobre asegurar que, habiéndole visto sin hallar en el cosa que se oponga al recto sentir de nuestra santa fe o pureza de buenas costumbres, antes mucha enseñanza que a lo espiritual añade lo discreto, y que por todo merece la licencia que el suplicante pide, me ha parecido que, habiendo en el Consejo muchos señores que a la severidad de jueces no les estorba el buen gusto de discretísimos cortesanos, no seré demasiadamente importuno (y qué sé yo si antes obsequioso) si a vueltas de esta aprobación les doy noticia cierta (tales son los apoyos que constarán) del principio, progresos y fin de esta ingeniosísima mujer, que tiene al presente, por los escritos de otros dos tomos, llenas las Españas con la opinión de su admirable sabiduría. Usando, pues, de esta confianza, refiero su vida con lisa sencillez, lejos de que el gasto de las palabras me suponga desconfiado en la inteligencia del lector, y más de que las ponderaciones usurpen su derecho a poetas y panegiristas.

Cuarenta y cuatro años, cinco meses, cinco días y cinco horas ilustró su duración al tiempo la vida de esta rara mujer, que nació en el mundo a justificar a la naturaleza las vanidades de prodigiosa.

A doce leguas de la ciudad de México, metrópoli de la Nueva España, están casi contiguos dos montes, que, no obstando lo diverso de sus calidades en estar siempre cubierto de sucesivas nieves el uno y manar el otro perenne fuego, no se hacen mala vecindad entre sí, antes conservan en paz sus extremos y en un temple benigno la poca distancia que los divide. Tiene su asiento a la falda de estos dos montes una bien capaz alquería, muy conocida con el título de San Miguel de Nepantla, que, confinante a los excesos de calores y fríos a fuer de primavera, hubo de ser patria de esta maravilla. Aquí nació la madre Juana Inés el año de mil seiscientos y cincuenta y uno, el día doce de noviembre, viernes, a las once de la noche. Nació en un aposento que dentro de la misma alquería llamaban “la celda”, casualidad que con el primer aliento la enamoró de la vida monástica y la enseñó a que esto era vivir, respirar aires de clausura. Fue su padre don Pedro Manuel de Asbaje, natural de la villa de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa, que con deseo de corregir los yerros a las entrañas de su tierra, tan de nobleza pródigas como estériles de caudal, pasó a Indias, donde casó este dichoso vizcaíno con doña Isabel Ramírez de Cantillana, hija de padres españoles y natural de Yacapistla (pueblo de Nueva España), de cuya legítima unión tuvieron, entre otros hijos, a nuestra poetisa única, que fue posible admitir igualdad en la sangre la que pareció no tener parentesco humano con otras almas.

A los tres años de su edad, con ocasión de ir, a hurto de su madre, con una hermanita suya a la maestra, dio su entendimiento la primer respiración de vivo. Vio que daban lección a su hermana y, como si ya entonces supiera que no es mayoría en las almas el exceso en los años, se creyó hábil de enseñanza y pidió que también a ella le diesen lección. La maestra lo recusaba porque en el balbucir de la niña aún no era posible discernir si los yerros que pronunciase serían del pico u la rudeza, hasta que el uso la desengañó, porque a las primeras lecciones, sin haberla podido sujetar a las perezas del deletreo, leía de corrido y, al fin, en dos años aprendió a leer y escribir, contar y todas las menudencias curiosas de labor blanca, estas con tal esmero, que hubieran sido su heredad si hubiera habido menester que fuesen su tarea.

La primera luz que rayó de su ingenio fue hacia los versos españoles, y era muy racional admiración de cuantos la trataron en aquella edad tierna ver la facilidad con que salían a su boca o su pluma los consonantes y los números; así los producía como si no los buscara en su cuidado, sino es que se los hallase de balde en su memoria. Esta habilidad de la poesía, que, cuanto es en sí, prescinde para ser de buen numen de expresar con ella conceptos sutiles ni altos pensamientos y menos de tratar materias heroicas, porque sin pasar de las aprehensiones de una fantasía elevada puede llegar a la esfera de su perfección sobre cualquiera asunto cuando se acompaña de un entendimiento profundo y claro, a que se ha de añadir lo perspicaz de un discurso muy fértil y con el lustre de noticias varias, en que entren, no como las menos principales, las del idioma en que se escribe, ha hecho los sujetos más celebrados en todas edades.

No llegaba a ocho años la madre Juana Inés cuando, porque le ofrecieron por premio un libro, riqueza de que tuvo siempre sedienta codicia, compuso para una fiesta del Santísimo Sacramento una loa con las calidades que requiere un cabal poema. Testigo es el muy r[everendo] p[adre] m[aestro] fray Francisco Muñiz, dominicano, vicario entonces del pueblo de Mecameca, que está cuatro leguas de la casería en que nació la madre Juana Inés. Ella misma refiere de sí que, si en esa edad oía decir que alguna golosina causaba rudeza, huía de ella como de un veneno que, comido, hubiese de inficionarla su razón. Importunaba entonces mucho a sus padres sobre que, mudado su traje en el de hombre, la enviasen a estudiar muchas ciencias que oyó decir que en la Universidad de México se enseñaban, y, mostrando su espíritu el impetuoso caudal que encerraba en aquel cuerpecico, se impacientaba con la orilla que la naturaleza le puso. No prevenía entonces que ingenios de categoría tan superior pueden en la perspicacia de su entendimiento contener las ciencias como en semilla que da copioso fruto a cultivo ligero, para que solo les hace falta la arbitraria propriedad de los términos, que, si tal vez no sirve a la inteligencia substancial, aprovecha siempre de explicarse al uso los maestros. Estos la faltaron siempre a esta prodigiosa mujer, pero nunca la hicieron falta; dentro de sola su capacidad cupieron cátedra y auditorio para emprender las mayores ciencias y para saberlas con la cabal inteligencia que tantas veces se asoma a sus escritos. Ella se fue a sus solas a un mismo tiempo argumento, respuesta, réplica y satisfación, como si hubiera hecho todas las facultades de calidad de poesía que se sabe sin enseñanza.

En edad de ocho años la llevaron sus padres a México a que viviese con un abuelo suyo, donde cebó el ansia de saber en unos pocos libros que halló en su casa sin más destino que embarazar adornando un bufete, penuria que muchos años padeció: estudiar a merced de los libros que hallaba fuera de su deseo. Solas veinte lecciones de la lengua latina testifica el bachiller Martín de Olivas que la dio, y la supo con eminencia, porque, habiéndola dejado por maestro en manos de solo su discurso, añadió ella por decurión su empeño, cortándose del cabello algo y notificándose que, si hasta cierta medida del hombro crecía otra vez sin haber aprendido lo que se tasaba, se lo había de volver a cortar, cosa que no tal vez ejecutó, valiéndose para despertar su poco dormida memoria de tan costosa anacardina, que otras mujeres perdieran todos los sentidos con ella.

Volaba la fama de habilidad tan nunca vista en tan pocos años, y al paso que crecía la edad se aumentaban en ella la discreción con los cuidados de su estudio, y su buen parecer con los de la naturaleza sola, que no quiso esta vez encerrar tanta sutileza de espíritu en cuerpo que la envidiase mucho, ni disimular como avarienta tesoro tan rico escondido entre tierra tosca. Luego que conocieron sus parientes el riesgo que podía correr de desgraciada por discreta, y con desgracia no menor de perseguida por hermosa, aseguraron ambos extremos de una vez y la introdujeron en el palacio del excelentísimo señor marqués de Mancera, virrey que era entonces de México, donde entraba con título de muy querida de la señora virreina.

Aquí me pesa el descarte que hice al estilo de panegirista, porque no se hará sin hipérboles verisímil cuánto cariño (¿y por qué no veneración, si hay modos de servir que dominan su albedrío a los dueños?) la cobraron sus excelencias, viéndola que acertaba como por uso en cuanto, sin mandárselo, obedecía. La señora virreina no parece que podía vivir un instante sin su Juana Inés, y ella no perdía por ello el tiempo a su estudio, porque antes era proseguirle hablar con la señora virreina.

Aquí referiré con certitud no disputable (tanta fee se debe al testigo) un suceso que sin igual apoyo le callara, o por no sospecharme de apasionado crédulo, o por limpiar de dudas lo que he dicho y me resta. El señor marqués de Mancera, que hoy vive, y viva muchos años, que frase es de favorecido, me ha contado dos veces que, estando con no vulgar admiración (era de su excelencia) de ver en Juana Inés tanta variedad de noticias, las escolásticas tan al parecer puntuales, y bien fundadas las demás, quiso desengañarse de una vez y saber si era sabiduría tan admirable o ínfula o adquirida o artificio o no natural, y juntó un día en su palacio cuantos hombres profesaban letras en la Universidad y ciudad de México. El número de todos llegaría a cuarenta, y en las profesiones eran varios, como teólogos, escriturarios, filósofos, matemáticos, historiadores, poetas, humanistas y no pocos de los que, por alusivo gracejo, llamamos tertulios, que sin haber cursado por destino las facultades con su mucho ingenio y alguna aplicación suelen hacer no en vano muy buen juicio de todo. No desdeñaron la niñez (tenía entonces Juana Inés no más que diez y siete años) de la no combatiente, sino examinada, tan señalados hombres, que eran discretos, ni aún esquivaran descorteses la científica lid por mujer, que eran españoles. Concurrieron, pues, el día señalado a certamen de tan curiosa admiración, y atestigua el señor marqués que no cabe en humano juicio creer lo que vio, pues dice: “Que a la manera que un galeón real -traslado las palabras de su excelencia- se defendería de pocas chalupas que le embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas que tantos, cada uno en su clase, la propusieron”. ¿Qué estudio, qué entendimiento, qué discurso y qué memoria sería menester para esto? El lector lo discurra por sí, que yo sólo puedo afirmar que de tanto triunfo quedó Juana Inés (así me lo escribió, preguntada) con la poca satisfacción de sí que si en la maestra hubiera labrado con más curiosidad el filete de una vainica.

Entre las lisonjas de esta no popular aura vivía esta discretísima mujer cuando quiso que viesen todos el entendimiento que habían oído, porque, conociendo que el verdor de los pocos años tiene su ternura por amenaza de su duración; que no hay abril que pase de un mes, ni mañana que llegue a un día; que lo hermoso es un bien de tan ruin soberbia, que si no se permite ajar no se estima; que la buena cara de una mujer pobre es una pared blanca donde no hay necio que no quiera echar su borrón; que aun la mesura de la honestidad sirve de riesgo, porque hay ojos que en el hielo deslizan más; y, finalmente, que las flores más bellas, manoseadas, son desperdicios y culto divino en las macetas del altar. Desde esta edad tan floreciente se dedicó a servir a Dios en una clausura religiosa, sin haber jamás amagado su pensamiento a dar oídos a las licencias del matrimonio, quizás persuadida de secreto la americana Fénix a que era imposible este lazo en quien no podía hallar par en el mundo.

Tomó este acuerdo la madre Juana Inés a pesar de la contradición que la hizo conocer tan entrañada en sí la inclinación vehemente al estudio. Temía que un coro indispensable ni la podía dejar tiempo ni quitar la ansia de emplearse toda en los libros, y meter en la religión un deseo estorbado sería llevar por alivio un continuo arrepentimiento, torcedor que a las más vigorosas almas no las deja en toda la vida respirar sino ayes, en especial cuando el deseo reprimido no se aprende por especie de culpa, pues entonces con lo anchuroso de la permisión hallan los grandes juicios muy a trasmano la resistencia del deseo.

Era por aquel tiempo el padre Antonio Núñez, de la Compañía de Jesús en la ciudad de México, por virtuoso y sabio, veneración de todos y confesor de los señores virreyes. Comunicó los recelos de su vocación Juana Inés con varón tan ilustre, que a fuer de luz la quitó el miedo, porque, siendo él consultado de tal familia, claro estaba que no le había de parecer difícil caber dentro de un alma tantos talentos de sabiduría hermanados con grandes virtudes religiosas, y que, si se oponían a estas, la dijo, era mucha ganancia esconder los talentos. Conque, depuesta la repugnancia, resolvió Juana Inés con denuedo piadoso dejar en su mundo su inclinación a la sabiduría humana, y en cada libro que abandonaba degollarle a Dios un Isaac, fineza que su majestad la pagó con sobreañadir a su entendimiento capacidad para aprender en la religión a ratos breves, que habían de ser u ocio u descanso, más noticias que tantos como en las escuelas, a puro gastar tiempo y macear, acepillan finalmente su tronco.

El convento de las religiosas de San Gerónimo de la imperial ciudad de México fue el mar Pacífico en que para ser peregrina se encerró a crecer esta perla: allí profesó, favoreciéndose don Pedro Velázquez de la Cadena en pagarla el dote, que tales gastos enriquecen; merced a que siempre estuvo la madre Juana Inés, como a patrón por quien se había guarecido de tanta prevista tormenta, agradecidísima, que, como tenía su grande entendimiento esmaltado de igualmente calidades preciosas, fuera mengua notable que envileciese la ingratitud joyel tan rico. Por eso, pareciéndola que las ciencias que había estudiado no podían ser de provecho a su religiosa familia, donde se profesa con esmero tan edificativo el arte de la música, por agradecer a sus carísimas hermanas el hospedaje cariñoso que todas la hicieron, estudió el arte muy de propósito y le alcanzó con tal felicidad, que compuso otro nuevo y más fácil, en que se llega a su perfecto uso sin los rodeos del antiguo método, obra de los que esto entienden tan alabada, que bastaba ella sola, dicen, para hacerla famosa en el mundo.

Veintisiete años vivió en la religión sin los retiros a que empeña el estruendoso y buen nombre de extática, mas con el cumplimiento substancial a que obliga el estado de religiosa, en cuya observancia común guardaba la madre Juana Inés su puesto como la que mejor. Su más íntimo y familiar comercio eran los libros, en que también lograba el tiempo, pero a los del coro, en que ganaba eternidad, todos cedían. La caridad era su virtud reina: si no es para guisarlas la comida u disponerlas los remedios a las que enfermaban, no se apartaba de su cabecera. De muchos regalos continuos y preseas ricas que la presentaban, las religiosas pobres eran acreedoras primeras, y después personas en la ciudad necesitadas. Graduaba bien el socorro, que en fucia de que tienen (y cuán dudosa es la seguridad) la comida, algunas religiosas padecen en todo penurias muy graves, sin que en esto la madre Juana Inés guardase para sí ni aún la veneración de limosnera ni aún la vanidad de dadivosa, tan sin ruido era liberal.

Ya se sabe que la fortuna se la tiene jurada a la naturaleza y que el gran lustre de una habilidad es el blanco a que endereza sus tiros la suerte, mereciendo los que vuelan más alto en la esfera de una comunidad la conmiseración que se suele tener de Cicerón y de Aristóteles, porque son afligidos a donde están y alabados a donde no. Sobre componer versos tuvo la madre Juana Inés bien autorizadas contradiciones, de que no debemos aquí lastimarnos, o porque los aprobantes de su primer tomo riñeron por ella este duelo, o porque el buen gusto de los espíritus poéticos suele convertir en sazón donosa estos pesares, que, referidos en consonantes de alegre queja, hacen risueña la pesadumbre. Solo nos debemos compadecer del tiempo en que tuvo entredicho la madre Juana el estudio de las ciencias mayores por precepto casero aconsejado, sin quizás, de algunos ánimos cuyos juicios no saben descansar el dictamen, sino en lo más seguro, como si esto en el trato humano pudiese tener límite o como si no pudiera ser aun laudable lo que es competentemente seguro, en especial habiendo pareceres doctísimos de que entre dos extremos seguros el "más" y el "menos" harán diferencia en la perfección, no en la legalidad. Enfermó entonces esta prodigiosa mujer de no trabajar con el estudio, así lo testificaron los médicos, y la hubieron los superiores de dar licencia para que de fatigarse viviese. Volvió a sus libros con sed de prohibida, poniéndose preceptos rigurosos de no entrar en celda ninguna, porque en todas era tan bien querida, que no podía entrar a salir presto. En las visitas de la red había menester gastar más paciencia, porque más tiempo, como los personajes que frecuentaban su conversación no acertaban a dejarla luego, ni los podía perder el respeto con escusarse. Solo para responder a las cartas que en versos y prosa de las dos Españas recibía, aun dictados al oído los pensamientos, tuviera el amanuense más despejado bien en qué trabajar. No se rendían a tanto peso los hombros de esta robustísima alma, siempre estudiaba y siempre componía, uno y otro tan bien como si fuera poco y de espacio.

Desdén fuera no hacer aquí alguna reflexión sobre solos dos escritos suyos que la suponen igualmente ingeniosa y sabia. Uno es la Crisis en que con puntualidades de rigor escolástico contradice asunto y razones a un sermón del reverendísimo p[adre] Antonio de Vieira. Lo primero que arguye bien este escrito es que el más versado en la forma silogística de las escuelas no puede aventajar a la puntualidad clara, formal y limpia con que en sus silogismos distribuye sus términos al argüir la madre Juana, y lo bien que convence sobre la materia lo entenderán todos por el siguiente parecer. El padre Francisco Morejón, cuya sabiduría y demás prendas son tan conocidas en Madrid y, en especial, cuya sutil robustez en las consecuencias ha sido siempre tan dolorosa para muchos, habiendo leído este escrito de la madre Juana Inés en contradicción del asunto del padre Vieyra dijo “que cuatro, o cinco veces convencía con evidencia”. Esto le oí a este formalísimo ingenio, y, porque, sobrados los apoyos, no enflaquezcan el crédito de la poetisa entre los que han menester dársele de escolástica por ajeno informe, no refiero otros muchos doctos entendidos y de gusto discreto (valgan dos, nombrados por muchos, el padre Francisco Ribera y el padre Sebastián Sánchez) que, habiendo leído este papel del Crisis, se deshacían en su alabanza, ciertos de que para admirar el ingenio de una mujer que, sin haber tenido maestros, discurría con tal formal ajuste, no obstaba ser o no el sermón del padre Vieira, pues fuera impertinente diferenciar el acertado tiro de una saeta por las diversas calidades del blanco y llamar destreza del pulso dar con el golpe en un granate y, si en una perla, desvarío.

Quien a las objeciones de los que pasan la simple aprehensión por juicio hecho quisiere ver una cabal satisfación lea la respuesta de la madre Juana a la ilustrísima Filotea, que va impresa para honra única de este tercer tomo. Allí verá que la objeción de que se atreva una mujer a presumir de formal escolástica es tan irracional como si riñera con alguna mina de hierro porque fuera de su naturaleza se había entremetido a producir oro. Allí verá que la madre Juana Inés no destinó este escrito para notorio, sino es que ilustrísima pluma la ofreció la impresión a su mano antes que a su esperanza. Allí verá que con la satisfación que da la poetisa al padre Vieira queda más ilustrado que con la defensa que le hizo quien lavó con tinta la nieve. Y allí, finalmente, verá en esta mujer admirable una humildad de candidez tan mesurada, que no rehúsa dar satisfaciones de su misma ofensa.

Otro papel de que es fuerza no desentendernos es el Sueño, obra de que dice ella misma que a sola contemplación suya escribió. En este Sueño se supone sabidas cuantas materias en los libros de anima se establecen, muchas de las que tratan los mitológicos, los físicos, aun en cuanto médicos, las historias profanas y naturales y otras no vulgares erudiciones. El metro es de silva, suelta de tasar los consonantes a cierto número de versos como el que arbitró el príncipe numen de don Luis de Góngora en sus Soledades, a cuya imitación, sin duda, se animó en este Sueño la madre Juana, y, si no tan sublime, ninguno que la entienda bien negará que vuelan ambos por una esfera misma. No le disputemos alguna (sea mucha) ventaja a don Luis, pero es menester balancear también las materias, pues, aunque la poesía cuanto es de su parte las prescinde, hay unas más que otras capaces de que en ellas vuele la pluma con desahogo. De esta calidad fueron cuantas tomó don Luis para componer sus Soledades, pero las más que para su Sueño la madre Juana Inés escogió son materias por su naturaleza tan áridas, que haberlas hecho florecer tanto arguye maravillosa fecundidad en el cultivo. ¿Qué cosa más ajena de poderse decir con airoso numen poético que los principios, medios y fines con que se cuece en el estómago el manjar hasta hacerse substancia del alimentado, lo que pasa en las especies sensibles desde el sentido externo al común, al entendimiento agente a ser intelección, y otras cosas de esta ralea con tan mustio fondo?, que causa admiración justísima haber sobre ella labrado nuestra poetisa primores de tan valiente garbo. Si el espíritu de don Luis es alabado con tanta razón de que a dos asuntos tan poco extendidos de sucesos los adornase con tan copiosa elegancia de perífrasis y fantasías, la madre Juana Inés no tuvo en este escrito más campo que este: “Siendo de noche, me dormí. Soñé que de una vez quería comprehender todas las cosas de que el universo se compone. No pude, ni aun divisas por sus categóricas, ni aun solo un individuo. Desengañada, amaneció, y desperté”. A este angostísimo cauce redujo grande golfo de erudiciones, de sutilezas y de elegancias, con que hubo por fuerza de salir profundo y, por consecuencia, difícil de entender de los que pasan la hondura por oscuridad. Pero los que saben los puntos de las facultades, historias y fábulas que toca, y entienden en sus translaciones los términos alegorizado y alegorizante, con lo que resulta del careo de ambos, están bien ciertos de que no escribió nuestra poetisa otro papel que con claridad semejante nos dejase ver la grandeza de tan sutil espíritu.

En estos empleos que hacían a la madre Juana Inés amada con veneración de personajes muy insignes vivía ella tan ignorante de sus prendas como si hubiera entrado entre tantas monjas a ser no más de una, sin querer para sí ni prelacía, ni conveniencia, ni singularidad que a sabidurías tan ventajosas les suele ser, por ojeriza de la suerte, vedado el dominio, pues aun a los esclavos los marcamos con letras como quien dice: este nació para ser mandado. Afirman los que la trataron que jamás se habrá visto igual perspicacia de entendimiento junta con tan limpísima candidez de buen natural. Nadie la oyó jamás quejosa ni impaciente, su quitapesares era su librería, donde se entraba a consolar con cuatro mil amigos, que tantos eran los libros de que la compuso, casi sin costa, porque no había quien imprimiese que no la contribuyese uno, como a la fee de erratas.

Estas disposiciones de natural tan limpio y compuesto halló el año de mil seiscientos y noventa y tres la divina gracia de Dios para hacer en el corazón de la madre Juana su morada de asiento. Entró ella en cuentas consigo, y halló que la paga solo puntual en la observancia de la ley, que había buenamente procurado hasta entonces hacerle a Dios, no era generosa satisfación a tantas mercedes divinas de que se reconocía adeudada. Conque trató de no errar para en adelante los motivos de buena, de excusar lo lícito y empezar las obras de supererogación con tal cuidado como si fueran de precepto.

La primera diligencia que hizo para declararse la guerra y conquistarse del todo a sí misma, sin dejar a las espaldas enemigos, fue una confesión general de toda su vida pasada, valiéndose para descoger lo vivido sin algún doblez, de aquella su (nunca más que para este fin) memoria felicísima. En esta confesión general gastó algunos días, y ni de condición ni de ignorancia era escrupulosa, pero no le pareció a entendimiento tan ilustrado sobrada ninguna exacción para examinar una vida en que las tibiezas, las confianzas, las omisiones y los descuidos suelen echar en la conciencia no leves manchas de secreto. Y, finalmente, no hay pureza de aire si la baña el Sol que no se sienta hervir en átomos. Luego que, aun a satisfacción de la medrosa penitente, feneció esta confesión general, presentó al tribunal divino, en forma de petición causídica, una súplica en que no se estorban lo discreto y lo muy fervoroso, que en este tercer libro irá impresa con otros tratados espirituales y dos protestas que escribió con su sangre, sacada sin lástima, pero repasada no sin ternura todos los días.

La amargura que más sin estremecer el semblante pasó la madre Juana fue deshacerse de sus amados libros, como el que en amaneciendo el día claro apaga la luz artificial por inútil. Dejó algunos para el uso de sus hermanas y remitió copiosa cantidad al señor arzobispo de México para que, vendidos, hiciese limosna a los pobres, y, aún más, que estudiados aprovechasen a su entendimiento en este uso. Esta buena fortuna corrieron también los instrumentos músicos y matemáticos, que los tenía muchos, preciosos y exquisitos. Las preseas, bujerías y demás bienes que aun de muy lejos la presentaban ilustres personajes aficionados a su famoso nombre, todo lo redujo a dinero con que, socorriendo a muchos pobres, compró paciencia para ellos y cielo para sí. No dejó en su celda más de solos tres libritos de devoción y muchos silicios y disciplinas.

Armada de esta desnudez, entró en campo consigo, y fue la victoria más continua que consiguió de sí no querer entre sus hermanas religiosas parecer muy espiritual en nada, procurándolo ser en todo; mas, siendo fuerza, que tantos ayunos y penitencias como hacía pintasen hacia el rostro, se esforzaba más a bañarle de su agrado antiguo y dulcísima labia, por que no fuese que la estimación de virtuosa la empeorase con la vanidad el estado de tibia.

Solo su director, a quien no fuera posible ni bien esconderle los rigores desapiadados con que se trataba, los sabía, mas procuraba persuadirla a que fuesen menos. Era este el virtuosísimo y sapientísimo p[adre] Antonio Núñez, de quien ya dijimos que desde niña la encaminó a dejar el siglo y persuadió a que el modo mejor de despreciar el mundo era no pisarle. Mas es digno de admiración que, habiendo este hombre ilustre recabado tan luego de Juana Inés que al principio de su juventud segase en hierba sus esperanzas, apenas pudiese a razones, a persuasivas y aun a ruegos conseguir de la misma, ya otra, que templase en sus penitencias el rigor. Circo sería de bien deseable atención oír las conclusiones en que la venerable ancianidad de varón tan experimentado en gobernar espíritus argüiría de indiscreción los fervores que amaba con miedo en la penitencia, y a ella responder en su favor, tan contra sí, algunas soluciones muy fervorosas, que aun el arguyente estimara que le concluyeran, saliendo ambos de la pacífica contienda, ella desconsolada del alivio, y él alabando a Dios de que hubiese hecho una mujer con entendimiento tan profundo, con tal sabiduría y dócil de juicio, no obstante.

Una vez le preguntaron los padres de su docta y santa familia al p[adre] Antonio Núñez que cómo la iba a la madre Juana de anhelar a la perfección. Y respondió: “Es menester mortificarla para que no se mortifique mucho, yéndola a la mano en sus penitencias por que no pierda la salud y se inhabilite, porque Juana Inés no corre en la virtud, sino vuela”. En esta ferviente intimidad con Dios, tan deseable para esperar la muerte quien no la teme como fin de la vida, sino como principio de la eternidad, pasó la madre Juana sus dos últimos años, y llegó al fin el de noventa y cinco, muy fértil para el cielo, que del convento de San Gerónimo de la ciudad de México encerró gran cosecha de purísimas almas. Una fue como, aun sin el deseo lo puede esperar la razón piadosa, la de la madre Juana Inés, que como la esposa de los Cantares en la cercanía de otras flores, enfermó de caritativa.

Entró en el convento una epidemia tan pestilencial, que de diez religiosas que enfermasen apenas convalecía una. Era muy contagiosa la enfermedad; la madre Juana, de natural muy compasiva y caritativa de celo, con que asistía a todas sin fatigarse de la continuidad ni recelarse de la cercanía. Decirla entonces (como todos se lo aconsejaban) que siquiera no se acercase a las muy dolientes era vestirla alas de abeja para hacerla huir de las flores. Enfermó al fin, y, al punto que se reconoció su peligro, se llenó convento y ciudad de plegarias y víctimas por su salud. Solo ella estaba conforme con la esperanza de su muerte que todos temían. Las medicinas fueron muy continuadas y penosas, conque las sufría la madre Juana como elegidas y que no innovaban el estilo, por penosas y continuadas, a sus penitencias. Recibió muy a punto los sacramentos con su celo catolicísimo, y en el de la eucaristía mostró confianza de gran ternura, despidiéndose de su esposo a más ver y presto. El rigor de la enfermedad, que bastó a quitarla la vida, no la pudo causar la turbación más leve en el entendimiento, y como amigo fiel la hizo compañía hasta los últimos suspiros, que, recibida la extrema-unción, arrojaba ya fríos y tardos, menos en las jaculatorias a Cristo y su bendita madre, que no los apartaba ni de su mano ni de su boca. Mostró, al fin, cuán sobre aviso estaba en todo, respondiendo muy a propósito y con puntualidad a las oraciones de la recomendación del alma, que, fenecida, restituyó la suya no solo con serena conformidad, pero con vivas señales de deseo en las manos de su criador, a las cuatro de la mañana, en diecisiete de abril, dominica del Buen Pastor, año de 1695.

Diego Calleja






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera