Fama póstuma del reverendísimo padre fray Juan de la Concepción
Octavas
Tú, causa de las causas increada,
ente divino que, en divino modo,
tu poder lo hizo todo de la nada
y asombra cada parte de este todo;
tú, que de aquella culpa transmigrada [5]
–ingratitud del damasceno lodo–
nos redimiste y, por que más asombre,
de Dios –quedando Dios– te hiciste hombre;
tú, omnipotente, sabio, amable, justo
–cada atributo en infinito grado–, [10]
centro del corazón, centro del gusto,
porque gusto sin ti, ¿quién le ha logrado?;
dueño del alma, dueño el más augusto:
de aquel que
oró
en tus
glorias
acertado
méritos canto para
gloria
suya; [15]
ilústrame, pues él buscó la tuya.
No invoco, no, a las
musas
ni a su Apolo,
que voy a describir sólo verdades.
¿Verdades dije? Sí, pues a Dios solo,
que las falsas no pueden ser deidades. [20]
Esta verdad del uno al otro polo
debiera desterrar las falsedades,
pero en mi mano solo está el dejarlas;
todos me imiten para desterrarlas.
Canto de un
gran
varón
la breve vida, [25]
canto su discreción y su
agudeza,
canto su
fama,
siempre esclarecida,
canto su patria,
padres
y
nobleza,
canto su
erudición
encarecida,
canto… Pero mi pluma ya tropieza: [30]
«su muerte» iba a decir; no puedo tanto,
que esta lloro, pero no la canto.
Don Juan de Oviedo se llamó su
padre,
también Monroy, también Portocarrero;
doña Isabel de Centurión, su
madre:
[35]
ya es ocioso decir lo
caballero.
Tanto lo fue para que en todo cuadre
que su casa es de aquellas que hay sin pero,
y, por ser aun en esto señalado,
hasta en lo
noble
le hallo consumado. [40]
Sus enlaces con grandes, sus blasones,
sus héroes, ascendientes y sus
glorias
mal podrán reducirse a concisiones,
viniéndoles estrechas las historias.
Miro con ceño las
adulaciones
[45]
que en muchos
escritores
son notorias,
pero de mí ninguno las presuma,
que no es venal mi lengua ni mi pluma.
Trujillo
ilustre,
patria celebrada
de tanto
caballero
distinguido, [50]
cuya
fama
se mira eternizada
por muchos que triunfaron del olvido;
Trujillo, pues, de honores coronada,
patria fue de su
padre
esclarecido,
y, si es madre una patria por más lustre, [55]
hasta esa madre fue en don Juan ilustre.
Barcelona, ciudad no
ponderable,
Barcelona, que timbres eslabona,
Barcelona, que en todo es apreciable,
y… ¿pero qué más que Barcelona? [60]
Esta, en fin, esta plaza tan amable,
tan útil para toda la Corona,
fue de su
noble
madre
noble nido,
que aun en esto fue igual a su marido.
¿Y de qué patria fue mi celebrado [65]
Guerra
y segundo
Hortensio?
¿De qué tierra
este gran
Caramuel
tan
aclamado?
De la que Hortensio, Caramuel y Guerra,
de la que tantos
héroes
nos ha dado,
que quien intente numerarlos yerra. [70]
De la de un
Calderón,
Lope y Quevedo.
¿Quevedo y Lope? Pues aquí me quedo.
De la que logra en muchos
escritores
que estén divinos, aun los más humanos,
sin que a Córdoba envidie los mejores
en
Sénecas,
en Góngoras, Lucanos; [76]
de la que en timbres tiene los
mayores,
de la patria de tantos soberanos
–entre los que hallarán más de un augusto–
y, en fin, esto es lo más de tanto justo; [80]
de esta madre común de forasteros,
de esta donde el inculto se
desbasta,
de esta, solar de tantos
caballeros,
de esta que tanto lucimiento gasta,
de esta mina preciosa de extranjeros, [85]
de esta… Detente, musa, que ya basta;
di
Madrid
de una vez, y nada resta.
¿Fue de esta villa? Sí. Pues deja el
"de esta."
En el año de mil y setecientos
–con dos más que en el verso no han cabido–, [90]
nació el padre
fray
Juan, cuyos
talentos
de los discretos el asombro han sido.
No es posible pintar sus
lucimientos;
su
ingenio,
por monstruoso conocido,
solo ha de compararse con él solo, [95]
porque de nuestro siglo fue el
Apolo.
En la antigua parroquia de aquel santo
que, ardiendo en caridad, que, en amor listo,
viendo a Cristo de pobre y pobre tanto,
partió su capa con el mismo Cristo, [100]
renaciendo a la gracia, logró cuanto
por imposible de expresar desisto.
Juan le pusieron, nombre que le agracia
porque aun en él no le falte
gracia.
En el sagrado baño cristalino [105]
reparo con razón que ser tocase
de apellido Paredes al padrino.
¡Que luego con
paredes
encontrase!
¡Que así se anticipara su destino!
¿Qué mucho, pues, que al mundo renunciase [110]
y entre paredes huya de sus redes,
renunciado en la pila por Paredes?
Desde
niño
sus
padres
admiraron
ser de hombre las razones que le oyeron.
Piadoso y liberal siempre le hallaron, [115]
siempre
agudo
y discreto le advirtieron.
¡Oh, cuánto de sus prendas esperaron!
¿Pero qué mucho, cuando ser le vieron
en tierna
edad
–conjunto primoroso–
discreto,
agudo,
liberal, piadoso? [120]
La
cartilla
–me dijo– le enfadaba,
y que no solo –¡rara maravilla!–
la
supo
cuando apenas pronunciaba,
sino que a otros leía la cartilla.
En el catón lo mismo adelantaba; [125]
así aun de
niño
su
viveza
brilla,
y era que –las
envidias
estén sordas–
moría por salir de letras gordas.
Bello lector, en todas letras
diestro,
en las primeras presto consumado, [130]
maestro pudiera ser de su maestro
y era de los que pocos han quedado.
Esto lo sé de informe no siniestro,
y sé que, a la
gramática
aplicado,
sin las pueriles reglas la
estudiaba,
[135]
pues por no declinar no declinaba.
Tan sutil fue, tan
vivo,
tan
divino–
no es exageración ni por asomo–
que a contadas
lecciones
fue latino
sin que él ni el preceptor supieran cómo. [140]
¡Raro
aprender!,
¡ingenio
peregrino!
El
arte
le pesaba como plomo,
que era tan
natural,
que casi en parte
el arte le enfadaba por ser arte.
Por
leer
noches enteras desvelado [145]
más y más lo despierto
acreditaba,
y a Morfeo, si instaba demasiado,
por molesto en castigo desterraba.
Por la contraria, en otros ha logrado
más dominio de aquel que le tocaba. [150]
¡¿Pero qué mucho, cuando no advertimos
vivimos menos cuanto más dormimos?!
Las célebres deidades del Parnaso,
viendo capacidad tan
prodigiosa,
tan jinete le hicieron del Pegaso [155]
que dijo más en
verso
que no en prosa.
Fue de
Lope,
Solís, de Garcilaso
y
Argensola
su pluma
primorosa
en travesura, en
alma,
en
afluencia,
profundidad,
equívoco y sentencia. [160]
Le vi dictar en
metros
diferentes
a diferentes hábiles copiantes,
pero andaban más que ellos, diligentes,
equívocos, conceptos, consonantes.
Ni siquiera una vez los escribientes [165]
tuvieron que aguardar. ¿Qué mucho, si antes
su
flujo
singular
les aguardaba,
y esto solo
trabajo
le costaba?
De tres
lustros
y medio –no cabales–
de un desengaño a impulsos halló modo [170]
de dar trocadas
galas
en
sayales,
porque en un desengaño se halla todo;
su vida, de la muerte a los umbrales, le recordó ser polvo, nada y lodo.
La Virgen le libró, y él como
experto
[175]
quedó, aunque vivo, para el mundo muerto.
En la gran religión
carmelitana,
a la que heroína célebre dio norma
de hacer una reforma soberana,
por sí misma empezando la reforma, [180]
en esta, pues, que tantas almas gana,
que de virtudes nuevo pensil forma
y de tan
famosos
doctos
escritores,
entró don Juan, con que aumentó sus flores.
El reverendo padre fray García
1
[185]
–que fue en todo y por todo del
Carmelo–
el hábito le dio, ¡con qué alegría!
¡Oh, qué hábito tan bello para el Cielo!
No es ponderable lo que le quería;
sus
talentos
le daban gran consuelo. [190]
¿Pero quién, quién, sabiendo conocerle,
era dable dejara de
quererle?
Apenas en Pastrana el
noviciado
–donde a dos días transitó a tenerle–
se concluyó, y, apenas profesado, [195]
su docto provincial consiguió verle.
Al
complutense
claustro
destinado,
filósofo y no corto logró hacerle
en poco tiempo su lector famoso
fray Diego San Rafael, ¡gran
religioso!
[200]
Este, que por
virtud,
talento,
ciencia,
prudencia, caridad, conducta y modo
logró ser general –con advertencia
que siempre fue muy general en todo–,
este en los males Job en la paciencia [205]
–y no a exageraciones me acomodo–
lector suyo en la gran filosofía
–suyo siempre– lo fue de teología.
Concluida ya de
estudios
la tarea
–si lo es para los de ellos tan amantes–, [210]
de estudiantes por maestro se le
emplea
para que maestros haga de estudiantes.
Concluidos los tres años, mandan sea
lector de teología. Por instantes,
adelantarle
todos pretendían, [215]
¡pero tal sus
talentos
lo lucían!
Era muy singular en la
oratoria,
era cada discurso
maravilla,
era su
fama
célebre y notoria y era el
famoso
Vieira
de
Castilla.
[220]
¡Oh, de tu religión no poca
gloria,
oh, gloria de mi amada imperial villa,
que aún hoy, aún hoy, que en polvo te resuelves,
predican tus cenizas desde Güelves! [Huelves]
Sabio
consiguió ser en la
elocuencia,
[225]
sabio en la historia y la filosofía,
sabio en la siempre gran
jurisprudencia,
sabio en la inescrutable
teología.
Sabio en la medicina –oscura ciencia–,
sabio también hasta en la astronomía, [230]
sabio…. ¿mas dónde voy? Ya estoy prolijo.
¿Para qué es decir más quien
"sabio"
dijo?
Título de
escritor
le despacharon
porque sus producciones antevieron.
No
impresas –
¡oh, dolor!– muchas quedaron, [235]
pero en los corazones se imprimieron.
De las
públicas
ya, de las que hallaron
en
prosa
informaré, y a quién se dieron,
que epígrafes en
verso
a raro
gustan,
porque se ajustan mal o no se ajustan. [240]
Al augusto, inefable sacramento,
«el Amo» con ternura le nombraba,
frase en que consiguió su
gran
talento
decir hasta lo mismo que callaba.
Su propio –propio en fin–
conocimiento,
[245]
supuesto lo criado, así mostraba
confuso,
humilde,
tierno, agradecido,
de nuestro Redentor lo mal servido.
A la que es de portentos el trasunto,
a la estrella más bella, más brillante, [250]
a la que halló la gracia tan a punto
que se encontró con ella en un instante,
a la madre de Dios –pero pregunto:
¿Hay más que ser? No hay más; pues adelante–:
a esta señora, en fin, que mi alma adora, [255]
la llamaba mi amigo «la Señora».
Y así de sus mayores devociones
eran la del Señor sacramentado
y la de este gran mar de perfecciones;
mar he dicho y aun no lo he ponderado. [260]
También de aquel imán de corazones,
Teresa de Jesús, enamorado,
«mi Madre» –nuestra no– siempre decía,
con que en cualquiera parte la hallaría.
O bien de lo infinito que
estudiaba,
[265]
o bien efecto de una hipocondría,
o –esto es lo cierto– porque Dios le amaba
y para sí labrarle más quería,
la salud en Madrid ya le faltaba,
y por enfermo, sin vivir, vivía. [270]
A Talavera instaron que füera,
mas no era barro para Talavera.
Le insultó allá traidora perlesía,
de ella le resultaron mil dolores.
Sus males eran dobles a porfía: [275]
dobles por males, dobles por traidores.
Su accidente por puntos más crecía;
sácale Dios del riesgo; los doctores
que huya de medicinas le aconsejan
y le dejan mejor porque le dejan. [280]
Viendo que su
orden
era, por austera,
para sus accidentes no propicia,
al
vicediós
rogó le concediera
una gracia con visos de justicia.
¿Visos? No dije bien, y mejor era [285]
quitar este tropiezo a la malicia,
mas no, que aun entre visos mis lectores
espero que distingan de colores.
Para la religión, que siempre veo
que en progresos insignes se dilata, [290]
aquella digo en cuyo elogio leo
lo de
"non est a sanctis fabricata,"
"sed –"
¡oh, qué gloria!–
"a solo summo Deo;"
para la que a católicos rescata,
madre de Hortensios en saber profundo, [295]
el tránsito pedía este segundo.
Hecho su santidad de todo cargo,
el breve concedió, gracia no leve.
Y, como el concederle no fue largo,
en dos sentidos le contemplo breve. [300]
A un docto religioso que el encargo
tomó muy por su cuenta se le debe
digo el empeño, digo la eficacia,
el modo digo, pero no la gracia.
Fiado en lo que era regular fiarse, [305]
el breve le cogió tan sin
dinero,
que con lo mismo que juzgó aliviarse
más ahogado se vio. Fue
caballero,
nació con honra: dio en abochornarse.
Aun en su patria estaba forastero, [310]
alivios entre
amigos
procuraba;
no lo eran muchos, pocos encontraba.
Yo fui su
agente,
lástimas escucho,
un desengaño y otro y otro toco,
esfuérzome porque le amaba mucho, [315]
pero, como hago versos, puedo poco.
Por él, con dudas y pesares lucho,
al verle solo a penas me provoco.
No era ya ni su sombra solamente;
el
pico
le quedó, mas balbuciente. [320]
Por que con más quietud el
noviciado
en el ameno Cuenca le tuviera,
allá le mandan ir, y él, congojado,
por aquí se pasó por que aquí fuera.
Mas no lo consiguió; fue desgraciado. [325]
Aquí le vi y aquí lograr quisiera
de tan
famoso
célebre abulense
–y era mucho lograr– ser amanuense.
Los reverendos
padres
trinitarios,
cortesanos, discretos, religiosos, [330]
con afectos en todo extraordinarios
le hospedaron, hermanos y obsequiosos.
Solo le instaron, por motivos varios
–aunque de lo contrario deseosos–,
en que a Cuenca pasase, y, se dedujo, [335]
súpose la orden, pero no el influjo.
Aunque el clima de Cuenca conocía
ser contra su salud, y así lo dijo,
y aunque casi perlático se vía,
hijo en fin de obediencia, fue buen hijo. [340]
Su flexibilidad les aturdía,
porque mi Concepción, según colijo,
era en lo dócil –por que más asombre–
un niño, sin embargo ser tan hombre.
Como cada individuo le apreciaba, [345]
contemplando de Dios los beneficios,
en lágrimas sus ojos anegaba
y distaba infinito de artificios:
aun con el más humilde se humillaba.
Con estas prendas los halló propicios, [350]
todo en la Trinidad lo halló colmado,
todo lo halló, si no es el
noviciado.
En un día de viento el más furioso
se vino a disponer el que marchase.
Instábanle uno y otro religioso [355]
que para mejor tiempo lo dejase.
Yo le dije, bastante cuidadoso:
«Mire usted que, aunque siempre desease
de su atraso, su breve y su quebranto
verle salir con aire, no es con tanto». [360]
Cierto sujeto de los más astutos
por que se quede sus ardides gasta,
pero contra decretos absolutos
ninguna humana providencia basta.
Fiado a un criado niño y a tres brutos [365]
–respecto de que nada le contrasta–,
le entran en la calesa prevenida,
y empezó a caminar a la otra vida.
Como iba de salud tan quebrantado,
de salir de su patria tan sentido, [370]
de pesares no más acompañado,
de cuidados y vientos combatido,
sin medios y de gastos acosado
–con ser
ilustre,
docto
y entendido–,
diría: «Yo no soy, si ahora no muero, [375]
ni docto, ni capaz, ni
caballero».
Y saliendo de Güelves ya pasmado,
a muy poca distancia, de repente,
sobre el hombro cayendo del criado,
le repitió alevoso su accidente. [380]
Párase el calesero y, asustado,
da voces del lugar al buen teniente.
Llega y le juzga muerto. ¿Quién creyera
que ni entonces la mano se le diera?
¡Ah, si con él allí me hubiese hallado! [385]
Que, como al gran Feijoo tengo leído,
no cadáver le hubiera reputado,
¡por vivo sí le hubiera socorrido!
¡Ah, qué error de teniente y de criado!,
¡ah –repito–, qué error, y qué seguido! [390]
Pero, en mi admiración haciendo punto,
dejadme hablar aquí con
mi
difunto.
Dejadme discurrir, que le estoy viendo
y que mi rostro, en lágrimas bañado,
también con ellas por sí va volviendo; [395]
el suyo mi fineza está regando.
Dejadme que mi pena –suspendiendo
lo narrativo– vaya desahogando.
Mordaces, este rato perdonadme.
¿No estoy con un cadáver? Pues dejadme. [400]
Pero imposible lo que pido advierto,
y con razón por grande le concibo.
Porque, si no perdonan al que ha muerto,
¿cómo han de
perdonar
al que está vivo?
Mas, ay, querido amigo, no, no es cierto [405]
que has expirado; mi esperanza avivo.
¿Tú hecho un tronco? ¡Jesús! El tacto miente,
y, si lo estás, lo estás por accidente.
Tulio
segundo, ¿qué es de tu elocuencia?
¿Qué es de aquella
viveza
que hechizaba? [410]
¿Qué de tu
discurrir,
qué de tu
ciencia?
¿Qué hace esa lengua, que jamás hablaba
sin decir mucho? ¿Qué la
inteligencia,
que sin igual parece que se hallaba?
¿Qué…? ¿Pero qué pregunto, ni qué dudo? [415]
¡Jamás has dicho más que hoy dices mudo!
Jamás dijiste tanto como ahora,
jamás oraste en el mejor asunto,
como cuando a tu ser tu ser ignora.
¡Oh, qué gran orador es un difunto!, [420]
¡oh, cuántos yerros nuestra vida dora!,
¡oh, para meditar qué bello punto!,
¡y que olvide yo, frágil e
ignorante,
toda una eternidad en un instante!
¡Que sea, sin temer mi propio estrago, [425]
de los muchos que no hacen lo que dicen!
¡Oh, qué bien digo, pero qué
mal
hago!,
¡oh, qué diré cuando me fiscalicen!
¿Quién no huye el golpe cuando ve el amago?
¡Oh, cuánto estos ejemplos nos predicen! [430]
¡Oh, tú,
fray
Juan, pues sabes lo que digo,
si de Dios gozas, ruega por tu
amigo!
Ruega, ruega, que yo, piadosamente,
en creer gozas de Dios hallo el consuelo.
A tanto padecer es consiguiente, [435]
pues desde el Purgatorio
2
se va al Cielo.
Pero ya, musa mía, es conveniente
cese la digresión, porque recelo
te noten, con razón, ver que te alargas,
y no han de ser las digresiones largas. [440]
Vuélvenle a la posada, y la justicia
hace sus diligencias no de balde.
Pero, dando el teniente la noticia
de ser difunto, ¿qué dirá el alcalde?
Un doctor que le vea se codicia, [445]
mas pretenderle en Güelves es en balde.
Tráenle de otro lugar e, inteligente,
dice –ya con verdad– lo que el teniente.
De Güelves en la iglesia sepultado
quedó el
varón
más
docto
y entendido [450]
que en el presente siglo se ha logrado.
No conocido bien, aun ya perdido,
a tan corto lugar ha eternizado
y no por corto le ha desmerecido,
que pueblos ya con visos de desiertos [455]
para vivos no son, son para muertos.
De su muerte la infausta cruel noticia
me dio luego en Madrid un caballero,
si bien, haciendo al corazón justicia,
el corazón me la anunció primero. [460]
Ya la
envidia
de muchos y malicia
de lástima templadas considero
y yo, al oír tan triste cenotafio,
para el sepulcro dejo este epitafio:
Yace un ingenio general, profundo,
en esta
pobre,
humilde
sepultura;
diptongo de hombre
grande
y criatura,
pues no tuvo segunda ni segundo.
En notoria verdad mi
elogio
fundo:
nadie leerle podrá sin gran ternura,
viendo que en
elocuencia
y en
dulzura
aun
mejor
Cicerón
le faltó al mundo.
En Güelves, Concepción, Jesús, María!
¡En Güelves, Concepción, raro destino!
¡Ah, Güelves, Güelves!, ¿quién te lo diría?
Pero santa Teresa me imagino
que, como era «su Madre», alcanzaría
que hijo suyo muriese en el camino.
Pues tanto el uno y trino
con mi amada doctora se embelesa,
que, aun con su cruz, se le cedió a Teresa.