A principios del siglo pasado salía en París una publicación mensual, en cuyas columnas fue apareciendo sucesivamente por espacio de algunos años una porción de composiciones líricas, firmadas por una
señorita
que las remitía desde Bretaña. Aquellas poesías, que parece no carecían de mérito, le cobraron mayor por anunciarse como obras de una dama: se escribieron versos en elogio de la
Safo
bretona, y no faltó quien estuviese a punto de enamorarse de ella en fe de su talento; hasta que el día menos pensado remaneció en París un tal monsieur Desforges-Maillard, que declaró paladinamente haber tenido la rara aprehensión de disfrazarse con un pseudónimo de mujer, y por consiguiente, que la
poetisa
incógnita era poeta.
Si la
autora
de esta corta colección de
rimas
juveniles,
la señorita doña Carolina Coronado, hubiese
imitado
este ejemplo, no por humorada sino por
modestia;
si desde
Extremadura
hubiese enviado a
Madrid
sus producciones bajo el nombre de una persona de otro sexo, difícil hubiera sido a los lectores inteligentes persuadirse de que había podido escribirlas un hombre: por lo menos al notar la dulce blandura, la pureza de espíritu, la
sencillez
del concepto, la brevedad de su desarrollo y la delicada y particular elección de asuntos que las distinguen. Hubiera sido necesario atribuírselas a un hombre todavía niño, a quien nuestra imaginación se hubiera representado ingenioso, inocente y gallardo, que apenas habría salido una u otra vez del florido bosque o del valle ameno donde osciló su cuna, y donde a competencia le habían arrullado las
musas
con los cantares dulcísimos de Francisco de la Torre, Garcilaso y Meléndez. Esta imagen medio bucólica podrá ser bella: la realidad esta vez es mucho más bella todavía.
Si a un hábil profesor le presentaran un cuadro, un busto, una estampa, una joya o cualquier otro objeto artístico digno de estimarse por su mérito; aquel hombre no experimentaría al pronto más que la grata sensación que produce el examen de una obra bien hecha; pero si le dijesen que aquel artefacto era obra de las manos de un ciego, de un manco o de otra persona que había tenido que luchar con dificultades gravísimas para desempeñar una labor tan ardua, el artista ya no se contentaría con mirarla corno antes por un impulso de curiosidad; la registraría con interés vivísimo; cada inconveniente superado excitaría su asombro, y quizá tal cual toque poco libre, tal o cual aspereza en el mármol, tal o cual tropiezo del buril o la lima, que le harían adivinar el choque entre la materia rebelde y la mano perseverante y firme, le harían exclamar conmovido que, si antes le agradaba la obra sin haber comprendido el secreto de su existencia, entonces que lo conocía la admiraba y rendía al autor un homenaje mezclado de veneración y cariño.
Para que las
poesías
de la
señorita
Coronado
agraden,
basta leerlas sin recomendación ni comentario; para comprenderlas bien, para estimarlas debidamente, necesitan algunas explicaciones.
Cualquiera de nuestros lectores que, viajando por el priorato de San Marcos de León hacia el año de 1830, se hubiese detenido unos días en la villa de
Almendralejo,
hubiera podido conocer allí a una graciosa
niña
de nueve años, la cual dócilmente ocupada todo el día en sus labores al lado de su madre, hurtaba por las noches algunas horas a su reposo, cada vez que podía haber a las manos alguno de los
libros
que componían la biblioteca de su
casa
y la de otras familias principales de la población, a pesar de que buena parte de ellos solían tratar de materias las más a propósito para ahogar el gusto de leer en cualquier entendimiento infantil, ora fuese de varón, ora de
hembra.
Privarse de dormir por leer cuentecillos, comedias o novelas es cosa que todos hemos hecho; perder las horas del sueño para engolfarse en la lectura de la historia crítica de España del abate Masdeu, y otras obras igualmente áridas y prolijas, ya es una buena prueba de afición al
estudio.
Pero esta afición excesiva, y contraria hasta cierto punto a la severidad de las costumbres extremeñas, no debía ser tolerada por una madre prudente desde el momento en que le fuese conocida; y una señorita que tiene ocho hermanos debía también por su parte sacrificar su gusto a la sagrada obligación de ayudar a su madre en los quehaceres domésticos, desquitándose solo de esta violenta privación cuando más adelante alguna casualidad le ponía en las manos algún poeta, en cuyo caso pugnaba por aprender de
memoria
el libro para poderlo devolver, segura de que ya no le haría falta, como se cuenta que hizo Juan Racine con la novela griega de Heliodoro, cuya lectura le había prohibido su maestro.
Trasladada aquella niña algunos
años
después a Badajoz, y entregada a los estudios de una
educación
lo más brillante que el país permitía, despertose en aquella
imaginación
ardiente el deseo de pulsar la
lira
de
Villegas
y Rioja; y casi puede decirse que sin guía, sin modelos, sin papel y sin tiempo se propuso y logró
hacerse
poetisa.
Esos pocos versos que el lector va a juzgar han nacido ya en un rato de meditación matutina antes de entrar la autora en sus tareas
cotidianas;
ya en medio de ellas, ocupadas las manos en la costura mientras el espíritu vagaba por las regiones del idealismo; ya aprovechando los instantes de silencio en una visita; ya abandonándose en un paseo solitario a la súbita inspiración producida por la hermosura de la naturaleza.
Solo quien haya probado a componer de memoria, es capaz de comprender la fuerza de
atención
que requiere este penoso trabajo del
entendimiento.
El poeta que compone escribiendo descansa en el papel del cuidado de conservar lo que crea, y no piensa más que en seguir creando; el que compone de memoria tiene que desempeñar por sí la doble tarea de crear y retener; y, como la mente humana no puede ocuparse a un tiempo en dos ejercicios, turbada la razón un tanto con ellos, la entonación del poema no suele salir igual, ni las ideas muy íntimamente enlazadas, ni la expresión del concepto con la claridad suficiente para el lector, para el cual cada pensamiento de una obra escrita se presenta solo bajo la forma en que quedó, sin que la acompañen las otras ideas auxiliares, o simultáneamente concebidas, que contribuyeron a engendrado. En aquella exaltación de ánimo el poeta con la más leve expresión se comprende y satisface a sí mismo; el lector, que de ninguna manera se puede hallar en un caso semejante, necesita más para comprender; el uno es el ciego que por su finísimo tacto conoce un naipe sin verlo, y el otro es el hombre que ve, pero que necesita la luz para distinguir la figura estampada en la carta.
Advertido con estas noticias, podrá el lector considerar las obras de la
señorita
Coronado en su verdadero punto de vista y, conociendo las
dificultades
que ha tenido que vencer para hacerlas buenas, apreciará justamente su especial carácter, así en la esencia como en la forma. En un tiempo en que tanto abundan los
poetas
en España necesita cada uno, para no confundirse con los demás, aparecer con una fisonomía original y propia que no deje de ser agradable: y he aquí precisamente las tres
prendas
características de la poesía de nuestra joven autora:
novedad,
concisión
y belleza. Sus
versos
pintan su corazón, su gusto, su edad, su estado, su posición social y hasta la noble compostura de su semblante: sus versos son ella misma. Cuando saluda la feliz llegada de la primavera, cuando se despide del asilo de su niñez, cuando observa a un niño que busca a un pájaro, cuando dirige sus palabras a las nubes, a las estrellas, a las flores, siempre los ecos de su voz llevan entre los rasgos del ingenio el encanto de la bondad, del candor y de la ternura; su tono melancólico es dulce: conmueve y no contrista, interesa y
deleita.
Aun cuando el aspecto de una esposa
maltratada
la indigna, aun cuando los despedazados
restos
de una ciudad antigua célebre suscitan en su pecho recuerdos dolorosos, se echa de ver en la templada vehemencia de sus quejas y en el manso correr de sus lágrimas la
natural
timidez y encantadora
modestia
de una
joven
de
22
años. Tan solo a la vista del árbol de África cuyas hojas han de tejer la corona que ella desconfía ver en sus sienes; tan solo cuando interpreta el
celoso
despecho de otra mujer, de otra
poetisa,
de la infeliz cantora de Lesbos, tan solo entonces resuena la lira de nuestra autora con acentos
vigorosos
y enérgicos, y se olvida un momento de todo para mostrarse exclusivamente poeta.
A un
hombre
no se le hubiera ocurrido o no hubiera sabido decir tan poéticamente que le asustaban las nubes amenazando tempestad; un hombre no hubiera podido escribir la composición “A la siempreviva”, ni hubiera acertado a bosquejar la condición agreste del “Lirio”; de la boca de un hombre no hubieran podido salir los donosísimos versos “A una coqueta”; pero el poeta de más brío adoptaría de buena gana las estrofas “A la palma”, las octavas “A la primavera anticipada” y algún otro rasgo de igual valentía.
Con todo, lo repetimos, no es la valentía sino la
gracia
el principal distintivo de estas producciones. Y esta gracia peculiar es tal que
triunfa
de todo. Un clásico severo tal vez
repararía
en uno u otro epíteto menos
propio
y en algún que otro rasgo de desaliño; un erudito a la violeta desaprobará que la autora deje pendiente en una estrofa el concepto o el sentido y pase sin escrúpulo a la siguiente; pero, además de que esta licencia está autorizada con
ejemplos
numerosísimos de todos nuestros poetas antiguos, y lo otro es casi inevitable en las composiciones hechas de memoria, la
belleza
del todo, el halago de la dicción en general, la magia secreta de los pensamientos ,y para decirlo de una vez, la verdadera poesía de sentimiento que anima todas y cada una de las páginas de este cuaderno hace que le sea imposible al lector detenerse a pensar si donde todo le seduce puede haber algo que deba
descontentarle.
Son versos de una
hermosa
y les alcanza el privilegio de la
hermosura.
Solo es de sentir que sean tan pocos, pero bien
joven
es la autora, y la favorable acogida que sin duda recibirán del público la obligará necesariamente a multiplicar ensayos en que ganen igualmente la fama de la
poetisa
extremeña, la gloria de su
sexo
y el brillo de la
literatura española.
Juan Eugenio Hartzenbusch.