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Título del texto editado:
“Noticia histórica de don Francisco de Quevedo, escrita por don Ignacio López de Ayala, catedrático de poética en los Reales Estudios de San Isidro de esta corte”
Autor del texto editado:
López de Ayala, Ignacio (1739-1789)
Título de la obra:
Continuación del Almacén de frutos literarios o Semanario de obras inéditas, nº 14 (9 de noviembre de 1818)
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Imprenta de Repullés, 1818


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Noticia histórica de don Francisco de Quevedo, escrita por don Ignacio López de Ayala, catedrático de poética en los Reales Estudios de San Isidro de esta corte


Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, del orden de Santiago, secretario de su majestad y señor de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid en 1580 de Pedro Gómez Quevedo, secretario de la emperatriz doña María &c., y de doña María Santibáñez, de la cámara de la reina; ambos nobilísimos y de antiguo solar en el valle de Toranzo. Educose don Francisco en palacio; estudió las facultades mayores en Alcalá; graduose de teología a los 15 años de edad; estudió después los derechos, la medicina, la historia natural, las lenguas griega, hebrea, árabe y los sistemas filosóficos, juntando a esto las habilidades propias de un caballero. En una pendencia dejó muerto a su contrario en la corte, por lo que pasó a Italia, instado también del duque de Osuna, virrey de Sicilia, quien se valió de su persona para todos los asuntos más graves en España y Roma. En 1615 vino de embajador de Sicilia a Felipe III, trayendo el último servicio que había hecho aquel reino, por lo que el rey le asignó una pensión vitalicia. El mismo año pasó a virrey de Nápoles el duque de Osuna, y le siguió don Francisco, que benefició al erario real en más de 400.000 ducados. Pasó a Venecia con una comisión de suma importancia, que evacuó diestramente, disfrazado de mendigo. Montalbán en una obra que publicó defendiendo su Para todos, impugnado por don Francisco de Quevedo, dice que los venecianos pregonaron su cabeza y que lo ajusticiaron en estatua. El abad San Real escribió la historia de la conjuración de Venecia: es verosímil que don Francisco de Quevedo pasase a aquella ciudad con designios pertenecientes a esta materia, pero hay mucho que averiguar sobre la realidad total de la conspiración. El duque de Osuna envió a don Francisco a informar al rey del motivo con que intentaba armarse contra los venecianos, pero antes lo envió a Roma a tratar con Paulo V, quien escribió al duque recomendando los talentos de don Francisco. Venido este a España, e informado el rey, volvió a Nápoles, donde recibió la merced del hábito de Santiago. Caído el duque en 1620, cayó también don Francisco: estuvo tres años y medio preso en la torre de Juan Abad; pasó a curarse a Villanueva de los Infantes; a pocos meses fue dado por libre, con tal que no entrase en la corte, cuya pena le levantaron al año siguiente por resultar inocente. Pidió siete años decaídos de su pensión o alguna encomienda; se volvió a encender la persecución; se le mandó salir de la corte; se retiró a la torre de Juan Abad hasta fin de aquel año, en que se le levantó el destierro. En 1632, movido el rey de sus méritos, le honró con el título de su secretario. Pudiera haber adelantado mucho, pero, amante de la vida filosófica, no admitió el ministerio del Despacho de Estado ni la embajada de Génova. En 1634, a los 54 de edad, casó con doña Esperanza de Aragón y la Cabra, señora de Cetina, por la que dejó la pensión de 800 ducados que gozaba por la iglesia. Retirose a Cetina y, muerta su esposa a poco tiempo, se entregó al retiro de las musas y de su torre de Juan Abad, de donde pasaba alguna vez a la corte, en la que fue preso en casa de cierto grande en 1641, a las once de la noche, por imputarle ciertos escritos y libelos infamatorios. Fue conducido a San Marcos de León; se le canceraron tres heridas, que él mismo se cauterizaba, pues le dejaron tan pobre, que de limosna lo alimentaban y vestían. Escribió una tiernísima carta al conde duque, y, descubierto el autor del escrito, cuyo original se encontró en la celda de cierto religioso, se le dio libertad; volvió a la corte, [de] donde, faltándole medios para su decente subsistencia, se retiró a la torre de Juan Abad; de donde pasó a Villanueva de los Infantes a curarse de dos apostemas en el pecho, contraídas en su última prisión. Padeció largo tiempo con gran paciencia y resignación inmensos dolores y gravísimos accidentes, hasta que, hecho su testamento, y recibidos los santos Sacramentos, murió a 8 de Setiembre de 1645, a los 65 de su edad. Don Francisco de Quevedo yace en la iglesia parroquial de Villanueva. Fue de mediana estatura, robusto, hermoso, blanco, con ojos vivos, grandes y sin cejas, corto de vista, por lo que gastaba continuamente anteojos; fue zambo de ambos pies, pero dotado de grandes fuerzas y mucho ánimo. Manejó la espada con gran destreza y dio muerte a cierto hombre insolente que cometió un desacato en las tinieblas de un Jueves Santo, en la iglesia de San Martín de Madrid, por lo que se ausentó la primera vez. Concluyó a don Luis Pacheco de Narváez, maestro mayor del rey, con la espada, en una disputa, por lo que siempre se satirizaron, y Narváez publicó aquel escandaloso libro intitulado Tribunal contra Quevedo. Una noche se le clavó en el broquel una onza que se había soltado de casa de un embajador, y la mató a estocadas; pero en nada se conoció más su valor que en la constancia con que padeció tantos trabajos en quince años de prisiones: fue muy liberal, misericordioso, modesto, clemente y desinteresado: en una ocasión le ofrecieron 50.000 ducados por que disimulase los fraudes que descubrió en Sicilia, pero los despreció con grandeza de ánimo. El padre Juan de Mariana le consultó sobre el parecer que dio sobre la Biblia de Arias Montano, para que examinase si estaba bien apuntado el texto hebreo; tuvo correspondencia con los sabios de su tiempo, Lipsio, Esciopio &c.; juntó una librería de 5.000 volúmenes; fue muy festivo en las burlas y muy grave en las veras; entendió muy bien lo que era poesía; escribió con acierto en todas las especies de ella, pero se conoce que no fue esta la materia principal de sus estudios, y, así, aunque sus pensamientos son sólidos y agudos, ingeniosos y con novedad, y la disposición de sus composiciones sea generalmente arreglada, el estilo es bronco, en partes desagradable, poco suave y sin participar de la novedad del lenguaje poético; también deprime por la uniformidad de consonantes adjetivos 1 : esto no obstante, es necesario concederle todo el talento que se necesita para la elocuencia en todos sus ramos. Principalmente es singular o, por mejor decir, único en la elocuencia picaresca, que reluce en sus romances, jácaras y letrillas; son infinitos los modos en que explica un mismo objeto; un fanfarrón no hablara su lenguaje figurado y gigantesco como Quevedo; una tronga no explicara con más malicia sus acciones; un pícaro no contara con más gracia y propiedad sus aventuras &c. Es constante que estas composiciones y casi todas sus poesías las trabajó sin intención de publicarlas, como mero desahogo de su ingenio, y así tienen sus defectos, abundan en equívocos, y no siempre es exacto el discurso. No encuentro pruebas para creer sean suyas las obras que publicó a nombre del bachiller Francisco de la Torre, y mucho menos para tenerlas por las mejores que en su línea hay en castellano. Son inmensas las obras que escribió: don Jusepe Antonio de Salas dice que de las veinte partes de poesía de nuestro Quevedo que él mismo vio y leyó apenas era una el Parnaso. No hay para qué detenernos en numerar las obras impresas, pues son muy comunes; baste decir que el tratado de la Providencia de Dios es solidísimo y lleno de inmensa erudición filosófica; que los Sueños, la Vida del tacaño y las Cartas del caballero de la Tenaza son agudísimas y llenas de mil preciosidades. Sus obras inéditas son infinitas: por lo regular satirizan las costumbres, y toca en muchos de sus tratados la situación de la corte en su tiempo, en el que, como hubo tantas desgracias, hubo también varias sátiras, de las cuales se imputan a Quevedo muchas que no son suyas, como el discurso del Perro y la Calentura, Isla de los Monopantos, el Tarquino español y cueva de Meliso. La obra del Parnaso español numera las obras impresas e inéditas de Quevedo; véalo el curioso. Mártir Rizo le llama “milagro de la naturaleza”; Antonio de Arguelles, “decoro y gloria de su siglo”, y Pellicer, “varón doctísimo en todas las ciencias”; Lipsio, “el mayor y más alto honor de los españoles”; Juan Queralt, “príncipe de todos los poetas”; Vicente Mariner, “el mayor ingenio del orbe” &c. Como en sus obras hay muchas burlescas, satíricas y algo libertinas, mandó en su testamento se delatasen todas a la Inquisición, para que enmendase o tildase todo lo que fuese pernicioso o malsonante; publicó en vida sólo las poesías de Francisco de la Torre y las traducciones de Epicteto y Focílides.





1. Este juicio es poco exacto. Quevedo nació al fin del siglo de oro de nuestra literatura: en su tiempo se corrompió el gusto, y aquel grande hombre no pudo preservarse de la corrupción general. Su estilo no solo participa de la novedad del lenguaje poético, sino que participa demasiado, y las metáforas atrevidas, los hipérboles exagerados, las antítesis prodigadas con una insoportable profusión hacen muchas veces pesada la lectura de las obras de aquel ingenio peregrino, que honra a nuestro suelo.

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera