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Título del texto editado:
“Elogio del licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, auditor general de armada y ejército del rey nuestro señor y corregidor de la ciudad de Écija, a don Alonso de Ercilla y Zúñiga”
Autor del texto editado:
Mosquera de Figueroa, Cristóbal (ca. 1547-1610)
Título de la obra:
Tercera parte de la Araucana de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, caballero de la Orden de Santiago, gentil hombre de la cámara de la majestad del emperador
Autor de la obra:
Ercilla, Alonso de (1533-1594)
Edición:
Madrid: Pedro Madrigal, 1589


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Elogio del licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, auditor general de armada y ejército del rey nuestro señor y corregidor de la ciudad de Écija, a don Alonso de Ercilla y Zúñiga


Con armas doradas y con la roja señal del glorioso patrón de España veréis este generoso retrato de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, que, con la barba crespa y cabello levantado y constantes ojos, da muestra de caballero de animosa determinación y ajeno de todo temor; el que veis ahora con armas de infante poco ha que le vistes revolviendo a una y otra parte el feroz caballo, con la espada desnuda en los apartados valles del no domado estado de Arauco, a quien no le pusieron espanto los escuadrones de bravos caciques, señores de innumerables vasallos, ni los incultos y ligeros puelches, usados a las armas en el rigor del invierno, ni los indómitos y robustos araucanos, que con tanta constancia defienden sus términos y con más que humanas fuerzas y armas de gigantes sacudieron el yugo, jamás probado de sus cervices, y derramaron tanta sangre de españoles, volviendo aquel suelo idólatra y bárbaro sepulcro religioso de cristianos. No le impidieron su deseo de gloria los peligrosos asaltos y escaramuzas del fuerte de Penco, ni allí las crueles muertes de españoles ni la fama de los mapochotes, constantes en defender sus leyes, ni los dispuestos promaucaes, diestros en arrojar la flecha, antes, encendido en generosa braveza, deseoso de servir a Dios y ensanchar las tierras de su rey, siempre se halló en las ocasiones peligrosas, sin tener hora de reposo, como se lee en muchos lugares de su historia

Y en la sangrienta batalla de Millarapúe, donde los araucanos con tanto valor y diciplina militar se mostraron en aquella áspera breña donde se habían hecho fuertes gran número de ellos, allí mostró don Alonso su valor y esfuerzo, provocado y llamado por su nombre de los suyos para que diese fin a aquella señalada empresa, y a mucho peligro y riesgo de su vida se abalanzó en aquella espesura y maleza y hubo una sangrienta refriega, como se puede creer de los que se veen apretados del peligro, que con tan porfiado coraje vendieron los araucanos sus vidas, que tuvieron por mejor partido morir allí todos peleando que rendir las armas a los nuestros; y en las montañas de Puren, donde, cerrados los pasos por los enemigos, asaltaron a nuestra gente, y la industria de don Alonso justamente con su esfuerzo pudo librar a los que con él se hallaron de la furia y tempestad de los bravos enemigos, que con todo género de armas arrojadizas a semejanzas de espesos torbellinos los herían allí. En aquella desorden reconoció el arte militar, donde ni las heridas que recibió, ni el temor de la presente muerte, ni el desconcierto de los nuestros en la espesura y aspereza de aquellas hondas quebradas le pudo ser de impedimento para que con sosegado pecho dejase de usar de su prudencia y consejo, que de tanta importancia fue entonces, pues él y once caballeros que recogió, subiendo por la áspera cuchilla de la montaña, ganaron la difícil cumbre, donde, dejando los caballos, ya inútiles por el gran cansancio y aspereza del sitio, a pie dieron a los enemigos por las espaldas tal rociada, que el súbito temor que con este estratagema concibieron les sacó la vitoria de las manos, haciéndolos retirar con pérdida de la presa que habían ganado.

Ningún hombre habría que pudiese tolerar los inmensos trabajos a que obliga la guerra, las vigilias, centinelas, hambre, sed y el excesivo frío y los ardientes calores, sin reparo el peso de las armas, si, por una parte, la inclinación con que el hombre nace para seguir este ejercicio y, por otra, el deseo de gloria no le hiciese ligera esta carga. Y no es de menos importancia el tratar las armas desde los tiernos años, porque del hábito y costumbre de manejarlas nace la tolerancia y fortaleza del alma, y ninguna parte de estas faltó a don Alonso, como vemos en el discurso de su vida, pues siempre con ellas a cuestas y ejercitándolas tomó tan dudosa carrera, que, cuando otra cosa no fuera, sino darnos noticia de tantas provincias, ya merecen gran premio sus jornadas, dignas de perpetua recordación.

Y una de las cosas en que se vee la grandeza del ánimo del hombre y la parte inmortal adonde aspira es no hallarse contento ni satisfecho en un lugar, procurando hartar su deseo inclinado a diversidad de cosas, rodeando el mundo y tentando diferentes lugares para hurtar el cuerpo a los fastidios de la vida, como refiere con elocuencia Guillelmo Rondelecio lo que suele acontecer a los peces, que algunos hay que, siendo nacidos en los ríos, en ellos perpetuamente viven y, alegres con sus asientos y moradas, allí se mantienen de sus naturales pastos, sin buscar estancias ajenas, y otros que, siendo nacidos en el mar y en los estaños marinos enfadados de sus propios alimentos, mudan sus lugares y se deslizan a recrearse por las ondas dulces de los ríos, donde, atraídos con la copia del mantenimiento y con la suavidad de las aguas regalados y con la tranquilidad de las ondas entretenidos, como encantados en la frescura y amenidad de sus vivares o apartamientos, pasan lo que les resta de la vida olvidados de todo punto de su primero domicilio. En las historias antiguas habemos leído de muchos que, deseando ver con los ojos lo que con lección de libros habían peregrinado, corrieron muchas provincias y mares, como hizo Pitágoras, que vio los adevinos de Menfis, Platón a todo Egipto y aquella costa de Italia que antiguamente se llamaba la Grande Grecia, que no le costó poco trabajo, pues, floreciendo su nombre en las academias de Atenas, tuvo por bien, como dice san Jerónimo, antes andar desconocido y aprender vergonzosamente ajenas doctrinas como discípulo que jatarse de las suyas como maestro, y, como anduviese en seguimiento de las letras, que entonces parecía que iban huyendo de los hombres, esta dificultosa empresa le costó la libertad, y así vino a ser peregrino y captivo. Y muchos varones nobles leemos haber salido de España y Francia por conocer a Tito Livio, fuente de la elocuencia, y valió la fama de este hombre para atraer a aquellos a quien la contemplación y grandeza de Roma no pudo llevar tras de sí, y en aquella edad hubo grandes milagros nunca oídos y dignos de ser celebrados en la duración de los siglos, que a muchos hallándose en la triunfante Roma no les hartaba su deseo, como adelante se verá en don Alonso, y se salían de ella codiciosos de conocer cosas nuevas y peregrinas. Dejo de tratar entre otros muchos de Apolonio, que pasó de la otra parte del Cáucaso los escitas, masagetas y los ricos indios y revolvió con muchas distancias a ver los montes de la luna y mesa del sol en Etiopía y tantas y tan diversas provincias, que para persuadirnos a que el trabajo de un hombre las pudo andar todas hay necesidad de que creamos que no le debió de ayudar poco a Apolonio para esto el nombre de mago que vulgarmente todos los escritores le atribuyen. Ya tenemos noticia de lo que nuestros españoles navegaron de mediodía al ocidente del grande y espacioso continente de Tierra Firme, que hallaron de las muchas islas, con oro, piedras y perlas enriquecidas que descubrieron. También se acordarán los nuestros de aquel venturosísimo navío por nombre Vitoria, el cual circundó todo el mundo, que por particular favor dado a la ventura de César Carlos Quinto lo concedió el Cielo al animoso Magallanes y sus compañeros, donde se manifestaron a los ojos de aquellos hombres, dignos de que la tierra los honre, muchos lugares y montes poblados de gentes bárbaras, no conocidos por los antiguos, que, aunque se glorie Alexandre de Macedonia y levante su espíritu al cielo por haber sido el primero que pasó de la otra parte del oriente en jornadas seguras por tierra, pero no con navíos, como lo refiere Vopelio en su Cosmografía, por lo cual, como señor potentísimo que señoreó el mundo, todos levantan y engrandecen su nombre, y nunca se cansa Quinto Curco, Dión y Clitarco y otros de encarecer esta felicidad, que, bien considerado, a los que vivimos ahora no nos ha de maravillar lo que a los pasados, teniéndolo por cosa monstruosa, pues vemos a este caballero y a los que iban en su compañía que corrieron por tantas tierras y mares, que, si todo lo que anduvo Alexandre se juntase y numerase con lo que don Alonso ha andado, no será la décima parte. Pues ya sabemos que el divino poeta Homero, como consta por sus obras, que en esto es digno de que se le conceda la gloria como en lo demás, no tuvo noticia de estas partes, y, aunque a Ulises y a Néstor les dio epítetos y atributos de prudentísimos, no fue porque hayan sido señalados en los estudios de las letras, sino por haber tratado y conversado con varias naciones y visto muchas repúblicas y costumbres diferentes; y haber don Alonso navegado más que el famoso Ulises no hay para qué dificultarlo, pues cuanto puede navegar este griego fue lo que sus historias parece, desde el Arcipiélago y mar Egeo, el mar Ionio y todo el Mediterráneo y sus costas, hasta romper por el estrecho de Gibraltar y correr parte del Océano y llegar a la gran ciudad de Lisboa, que la dejó ilustre con su nombre; pero este animoso caballero, habiéndose criado desde su niñez en la casa del rey Felipe nuestro señor, como él lo dice al principio de su libro, y seguídole en todas sus jornadas, como en la primera que hizo a Flandes lo escribe con manificencia de estilo Cristóbal Calvete de Estrella, cronista de su majestad, en su Viaje, donde refiere el nombre de don Alonso llamándole de Zúñiga, corrió no una, pero muchas veces todas las provincias que contiene nuestra España, Italia, Francia, Inglaterra, Flandes, Alemania, Bohemia, Moravia, Silesia, Austria, Hungría, Estiria y Carintia, y, no contentándose con esto ni con tener lugar en la casa de tan alto señor, en cuyo servicio, ayudado de su virtud, linaje e ingenio, como los demás caballeros pudiera acrecentar su casa, encendido en su deseo, sabiendo que el apartado reino del Pirú y provincias de Chili, rebelados contra el servicio de su rey, habían tomado las armas, sin temer los grandes peligros y dificultades de tan largas derrotas y jornadas, salió de Londres y, vuelto a España, navegó por el Océano al poniente y, tocando de paso en muchas islas, llegó a Tierra Firme, donde, atravesando las altísimas sierras de Capira, pasó al océano exterior, llamado Mar del Sur, y descubrió otro polo y otras estrellas y corrió por todos los reinos del Pirú, pasando la línea equinoccial y tórrida zona, y, siguiendo siempre sus disignios, pasó así mismo el trópico de Capricornio y costeó los grandes despoblados de Atacama y Copa, Yapó, donde el seco y pelado suelo no consiente cosa viva; y, entrando por los términos de Coquimbo, pasó la Ligua y el famoso, aunque pequeño, valle de Chile, del cual toma nombre toda aquella provincia, y, dejando atrás la fértil llanura de Mapocho, llegó a las riberas de los promaucaes y atravesó el arrebatado río Maule y el raudo Itata, y, barqueando el caudaloso Bibío, el cual hasta el mar conserva siempre su nombre, entró en el indómito reino de Arauco. Y, después de haber dado fin a la porfiada guerra que él mismo escribe, y hallándose en siete batallas campales y otras muchas escaramuzas y rencuentros y en la fundación y población de cuatro ciudades, pasó las levantadas montañas de Puren y llegó a Cauten y su espaciosa tierra, vadeando el ancho Nibequeten hasta arribar al lago de Valdivia. Y, no satisfecho con haber andado tantas y tan estrañas provincias, pasó adelante al descubrimiento y conquista de la última que por el estrecho de Magallanes está descubierta hasta el valle de Chiloe, y, sulcando en piraguas del arcipiélago de Ancudboxó gran número de islas, saltando en algunas de ellas y atravesando el ancho desaguadero con treinta soldados, entró la tierra adentro y llegó a donde ninguno hasta ahora ha llegado y, en conclusión, con deseo de descubrir otro mundo, abriendo para ello nuevos caminos, se puso casi debajo del Antártico, pasando para llegar allí innumerables ríos isleos, promontorios volcanes, montañas asperísimas, comunicando y conversando con estrañas y diferentes naciones, así en lenguas como en costumbres, ritos, leyes, naturalezas, figuras y trajes, habiendo dado fin a todas estas jornadas y vuelto a España a la corte de su rey a continuar el servicio de su casa antes de que acabase de cumplir los veinte y nueve años de su edad.

De donde sacaremos con cuánta mayor ventaja debiera celebrar ahora Homero el esfuerzo y prudencia de este caballero, con los demás que le siguieron, si hubiera de tener atención a sus trabajos, navegaciones, jornadas, batallas y peligros, retirándose a lo más apartado y escondido de la tierra, entrando por las escuras tinieblas de lo incógnito y peligroso para traernos a los presentes y dejar a los por venir claridad de lo que vieron y descubrieron. Y, por que con mayor relación de verdad y admiración nos quedase esta peregrinación y jornadas dignas de memoria, quiso nuestra buena suerte fuese tal su ingenio, que, ayudado de las fuerzas de él y de sus estudios con no cansado y con generoso cuidado, guiado por su natural inclinación abriese camino para escribir tan dificultosa empresa, aspirando sus disignios a lo sumo de la gloria; pues, andando envuelto entre las mismas armas, escribió esta historia en verso heroico, a cuya pureza de lengua castellana, facilidad, igualdad y dulzura en el decir se le debe tanta gloria por famoso poeta como por famoso soldado, donde parece no haber tenido hora de descanso, pues cuando se aflojaba la cuerda al reposo se ocupaba en escribir las jornadas del día pasado, como lo dice en el canto veintitrés:

Estando así una noche retirado,
escribiendo el suceso de aquel día,


Virtud digna de loor del que llega a ser tan venturoso, que puede juntar las armas y las letras, y no es cosa que trae consigo estrañeza letras y armas, antes es negocio que se debe celebrar con estraños loores haber venido la prudencia humana a quitar de entre los hombres este divorcio tan injustamente puesto, reconciliando para nuestro provecho estos dos ejercicios, porque, de la suerte que es cosa importante que suceda a la tristeza la alegría, y al trabajo el descanso, y al estruendo y alboroto la quietud, así después de la braveza de las armas, enemigas del reposo, hacen en el alma un asiento suavísimo y saludable la tranquilidad de los estudios, el sosiego de la lección de los buenos libros, con cuya apacible comunicación el hombre se restaura de sus trabajos y, volviendo a recogerse en sí mesmo, se pone en pacífico y glorioso estado. Sinificación tiene, y no vulgar, lo que los antiguos dicen del dios Marte en sus historias fabulosas, que para templar su aspereza y terribilidad le vinieron a dar por consorte a Venus, por que, atrayéndole con su tierna hermosura y con la dulzura de sus halagos, mitigase el rigor de su condición implacable, que no es de poca consideración la pintura que los poetas hicieron si nos diera lugar para estendernos en este paso esta figura, que, por tener sombra de deleite humano, nos quita la libertad de hacer discurso en ello. Y, así pasando adelante, en lo primero, quien considerare a Plinio segundo tesoro de toda la erudición humana, en él se verá si el haber seguido la guerra como la siguió le pudo ser impedimento para que no fuese profundo filósofo, sacando a luz aquella historia donde mostró un teatro de toda la hermosura de la madre naturaleza o, por mejor decir, de la ordinaria potestad de Dios. ¿Qué diremos de Julio César, que en las noches escribía con estudiosa puntualidad las jornadas de los días que peleaba? ¿Y de Teodosio, que, templando las batallas con el canto de las musas entre los cimbros y los sauromatas, se divertía por algunas horas de todo lo que era el furor de Marte? ¿Pues qué diremos de Pericles, de Alcibiades, elocuentísimo, del grande Alexandre, que heredó tanta parte de erudición de su maestro Aristóteles? Y el piadoso poeta Aurelio Prudencio, y el nuestro, honra de las españolas musas, Garcilaso de la Vega, siendo soldado y teniendo a su cargo algunas banderas de infantería española en tiempo del emperador Carlos Quinto, fue tan escogido en el ejercicio de las armas como excelente en la dulzura de sus versos; dice en la égloga 3:

Entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté del tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.


De aquí nació aquel bien considerado soneto del duque de Medinaceli, que, después de haber gobernado en Sicilia, fue a los estados de Flandes, que dice de esta manera a don Alonso

¿Quién jamás vio caber en un sujeto
tres virtudes heroicas sublimadas
como se veen en vos hoy colocadas
con provechoso fruto y raro efeto,

en que os habéis mostrado tan discreto
cuanto en vos resplandecen adornadas,
con dulcísimo son comunicadas
más al de ingenio y juicio más perfeto?

Así en Virgilio y Livio no se vieron
ni el divino Julio esclarecido,
que su fama hasta vos han sustentado.

Déseos la palma, pues habéis subido
donde pocos al fin hasta hoy subieron
y os han de Marte y las musas consagrado.


De estas tres virtudes, de las dos pienso que se ha tratado alguna cosa, que son aquellas que se hallan escritas de Plinio en una epístola que está al principio de la Natural historia, donde dice haber alcanzado don de Dios y merecer llamarse dichosos aquellos que hacen cosas dignas de escribirse o que escriben cosas dignas de leerse, y sobre todos bienaventurados los que alcanzaron lo uno y lo otro. Y, aunque hubiera cumplido don Alonso con estas dos virtudes escribiendo en prosa esta historia con aquella verdad y partes que quiere Quintiliano que sea para más satisfación de su opinión y para más opinión de nuestra nación, la escribió en verso heroico para que fuese más universal esta forma de escritura, cuanto lo es más la poesía que la historia, porque con el verso muestran los poetas la grandeza, esplendor, erudición y afectos que nos enseñan, deleitan y mueven los ánimos, como los altos oradores, porque, verdaderamente, si no hubiera poetas no parecieran como parecen las hermosuras de esta naturaleza criada, porque estos son los que las conocen y dan a conocer con la divinidad de los versos como ellas son. Y ha habido algunas naciones de tanta infelicidad, que por no producir en ellas el Cielo poetas vienen a hallarse faltas de toda elegancia, urbanidad y hermosura; y su ingenio de don Alonso es de suerte que, cuando sus razones no las sujetara a las ligaduras de los versos y consonantes, con aquel número, igualdad y concinidad que en ellos vemos, su espíritu, sus extraordinarios pensamientos, retirados del común discurso, lo muestran verdaderamente poeta, porque no lo es solamente, como dice Fracastorio, el que en número de pies y cadencia de ritmo lo manifiesta, pero también merecerá este nombre el que lo fuere por naturaleza, aunque no lo muestre por la pluma. Y de todo esto resulta estimar en mucho las obras de este caballero, pues, juntando en él a competencia la fuerza del arte con la naturaleza, lo vinieron a hacer tan insigne, que con razón se podrá España defender con él contra la soberbia y presunción de los estranjeros, que yo estoy cierto que, si atentamente le miraren y consideraren, hará con su dulce canto el efecto que el escudo poderoso de Palas, y este será el que nos defenderá de aquí adelante, y será suficiente para rebatir los golpes que contra nuestra nación descargaren los envidiosos escritores. Y, porque todas las virtudes resplandecen más en un ilustre y generoso supuesto, será esta la tercera virtud en este discreto caballero, que tanto más le adornan las armas y las letras cuanto más honrado debe ser por la antigüedad de su linaje y casa, que su origen y calidad dirá bien la nobilísima villa de Bermeo, cabeza de Vizcaya, donde sobre el puerto y cerrado muelle está fundada de gruesos y anchos muros, labrados de sillería, la antigua torre de Ercilla, celebrada en los antiguos cantares de aquella tierra y ensalzada con la gloria de sus agüelos, señores de ella, cuyo nombre conserva para testimonio de su nobleza don Alonso de Ercilla, caballero de la Orden de Santiago y gentilhombre de la cámara del emperador, de quien se ha tratado en este elogio, hijo digno de Fortunio García de Ercilla, caballero de la misma Orden, que por sus divinas obras dejó perpetua memoria de su raro ingenio, siendo de las naciones estranjeras llamado por excelencia “El subtil español”. Y, porque con los versos de su hijo daré mejor remate a esta escritura que podría con los ajenos, en la segunda parte de su Araucana, canto 27, dice de esta manera:

Mira al poniente, a España y la aspereza
de la antigua Vizcaya, de do es cierto
que procede y se estiende la nobleza
por todo lo que vemos descubierto.
Mira a Bermeo cercado de maleza,
cabeza de Vizcaya, y sobre el puerto
los anchos muros del solar de Ercilla,
solar antes fundado que la villa.



Año 1585






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera