Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Vida del autor”
Autor del texto editado:
San José, fray Jerónimo de
Título de la obra:
Obras poéticas del licenciado Martín Miguel Navarro, canónigo de la santa Iglesia Catedral de Tarazona y natural de la misma ciudad. Mandadas sacar a luz por el ilustrísimo señor don Antonio de Aragón, arcidiano de Castro y canónigo de la santa Iglesia de Astorga, de los Consejos de su majestad en la Suprema y en la Inquisición de España y Real de las Órdenes, caballero de la orden de Alcántara y tesorero de ella
Autor de la obra:
Miguel Navarro, Martín
Edición:
1646


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Vida del autor


Discurso de su vida

El canónigo Martín Miguel Navarro, autor de estas obras, fue natural de Tarazona, ciudad principal y antigua en el reino de Aragón; fundada, según varias opiniones, por Tubal, nieto de Noé, reedificada por Hércules, poblada por los tirios o turios, de quien heredó el nombre de Tiraso o Turiaso, que se lee en sus antiguas medallas, del cual se dedujo el de Tirasona o Tarazona, que hoy tiene. Yace en las faldas del Moncayo, en fertilísima y amena llanura, por donde tuerce su corriente el antiguo Chalybs, hoy Queiles, río, aunque pequeño, célebre en la antigüedad por el temple [tan bueno] que su baño daba a las armas y al hierro, a quien dio también su propio nombre. Ilustráronla siempre insignes varones, y especialmente san Gaudioso y san Prudencio, obispos de su iglesia; san Atilano, de la de Zamora, hijo suyo, con otros muchos que en diferentes siglos han florecido en virtud, valor y sabiduría, entre los cuales se puede contar este de quien damos noticia.

Nació el año de 1600, a seis de octubre, día de san Bruno, fundador de la Cartuja, del cual, ya que no el nombre y hábito, heredó la modestia y el retiro. Sus padres, que ambos hoy viven, se llaman Diego Miguel Navarro y Ana Moncayo, naturales también de Tarazona; él, descendiente de la casa de los Migueles, solariega de hijosdalgo en Esteras, lugar de Castilla la Vieja en la comarca de Soria; y ella, de la de los Moncayos, ilustre en la corona de Aragón. Añadieron al apellido de Migueles, originario de Castilla, el de Navarro de Oyonet (conocido por noble en esta tierra) por la primera mujer, con quien, trasladados a Tarazona, casaron, que fue agüela paterna del autor. Estos fueron y son sus padres, estimados en su ciudad y honrados entre los primeros de su república. Estudió en Tarazona las primeras letras, Gramática y Retórica, principios de toda erudición, de que ya desde entonces dio muestras y esperanzas; y en la Universidad de Zaragoza, Filosofía, Teulogía y Jurisprudencia, tomando de estas facultades una bien fundada noticia, para ser después general en todas. A lo que más se aplicó desde los principios fue al estudio de la Humanidad y Buenas Letras, añadiendo a las aprendidas en las escuelas otras que con su particular industria se adquirió; es, a saber: las Matemáticas, Historia, Poética y Política, con la noticia de varias lenguas, en las cuales, después pasando a Italia, alcanzó gran facilidad y perfección. Pero aun antes de pasar y salir de España fue ya en la griega y latina tan eminente, que por su fama le ofrecieron en la insigne Universidad de Alcalá la beca del Colegio Trilingüe y juntamente la cátedra de Griego; lo cual rehusó por el deseo vehemente de ver a Italia, que le llevó luego a Roma, donde (por la singular honra con que se estiman todas las buenas artes) fue muy grande la que allí se le hizo por su talento, letras y virtud. Dado a estos empleos más que a diligenciar pretensiones, se adelantaba poco en ellas; pero, hallándole en este estado el excelentísimo señor conde de Monterrey (perpetuo amparo de los grandes talentos), le favoreció por medio de don Juan de Eraso (hoy embajador de su majestad en Génova), y, conociendo como diestro lapidario la fineza de esta piedra preciosa, hizo de ella la estimación que se debía. Pasó con este gran arrimo a Nápoles, con el mismo conde ya virrey de aquel reino, donde le hizo su secretario de cifra, honrándole con demostraciones de grande confianza. En aquella ciudad no menos que en la de Roma fue conocido y estimado su ingenio de los que allí entonces trataban de florida y culta erudición, con ocasión de las célebres academias que aquella sobre todas y en todo grande y opulentísima ciudad tiene instituidas para ejercicio y adorno de los nobles ingenios. De allí, habiendo obtenido por vía de Roma una canonjía de la iglesia catedral de Tarazona, su patria, se vino a España, deseando acomodar un modo de vida quieta y retirada para entregarse todo a la ocupación de sus estudios y poner en orden algunas obras de varios asuntos que tenía comenzadas. Antes de retirarse, emprendió algunas estudiosas peregrinaciones en España, discurriendo por toda la Andalucía, Portugal, Castilla la Vieja y Nueva, para con esta noticia y la que ya tenía de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia formar perfecta idea de lo que pensaba escribir en orden a un asunto, de que se dará después razón.

Hecho esto, se recogió a su patria, a su iglesia y a su casa paterna, donde en compañía de sus padres vivió lo restante de su vida, hasta que a deshora, temprana e intempestivamente (aunque para su grande y cana virtud muy a tiempo) le sobrevino la muerte, que le arrebató de los ojos del mundo con gran dolor de los que le conocían y estimaban. Murió con la devoción y rectitud que había vivido, después de una larga enfermedad y preparación, en paz y sosiego, y con el beneficio de los sacramentos de la Iglesia, en la misma ciudad de Tarazona, a 26 de julio del año 1644, teniendo los 44 de edad.

Era de estatura pequeña, aunque no demasiado; delgado de cuerpo, el rostro menudo, pero muy proporcionado, blanco y algo encendido el color. Los ojos y todo el semblante, suave y modesto. La presencia, de suyo, poco ostentosa y despejada, a que ayudaba su natural modestia y encogimiento, pero grave y severamente dulce. La condición, muy apacible; el ingenio, vivo, sutil, profundo, eficaz; gran inquiridor y trabajador; amigo del silencio, de la quietud y de la paz. Era de ánimo grande, y de suyo liberal, sin ambición, sin codicia, de suma rectitud en la intención, gran celo del bien público, humildísimo en todas sus acciones y palabras. Pero todo esto se conocerá mejor en la noticia particular que agora daremos de su virtud, letras y escritos.

2. Sus virtudes

Una de las grandes virtudes en que resplandeció fue la castidad. Hizo voto de ella siendo estudiante en Zaragoza, con ocasión de haber sido acometido de ministros e instrumentos del demonio para ofender a Dios, de cuya pelea saliendo vencedor, consagró a Dios su pureza y la guardó toda su vida con triunfos grandes que alcanzó del común enemigo, que en muchas y apretadas ocasiones le hizo cruda guerra para robarle esta preciosa joya. Y era tanto su cuidado en conservarla, que, a imitación del angélico doctor santo Tomás, después de hecho el voto no sólo huía todas las ocasiones y peligros notables de perderla, pero aun las muy leves, evitando la conversación y trato de personas menos recatadas y honestas. Con esta misma observancia procuraba conservar la pureza de la fe divina, sin que el cebo de la curiosidad en el trato de sujetos o lección de escritos no muy católicos le detuviese un punto. Encontró en Roma un hombre muy docto, eminente en lenguas y varia erudición, de quien comenzó a valerse para aumentar la suya, pero, descubriendo en su trato y dictámenes algún resabio de hereje, le dejó al momento, sin tratarle ni hablarle, ni despedirse de él, ni hacerle cortesía, como si nunca le hubiera conocido. La entereza de su rectitud en el sentir y obrar pareció estremo. Habiéndose despedido del virrey de Nápoles, para venirse con licencia suya a España, le mandó dar trecientos escudos de ayuda de costa para el camino. Preguntó al ministro que se los llevaba si eran de los cofres de su excelencia, y, diciéndole que no, sino de los de su majestad, no hubo remedio los quisiese recibir, diciendo que aquella era sangre de los pobres, ofrecida a su rey para necesidades graves de la guerra y otras de su servicio, y que a él le bastaba la cortedad de su salario, que ya había cobrado. Celo semejante al que se refiere de Virgilio, que tampoco quiso admitir los bienes de un caballero romano desterrado que le ofrecía Augusto. Pero mayor estremo pareció otra manera de celo que tuvo del bien público y repugnancia contra los que a su parecer lo menoscababan en lo espiritual y temporal, para que, como si tuviera fuerzas para remediarlo, meditaba y procuraba medios para ellos.

La fineza de este y otros tales sentimientos se acredita con la de su rara humildad, que fue muy notoria a cuantos le trataron. No buscaba aplausos ni alabanzas, antes las huía, y las que algunos le decían en presencia, mostrando un modesto agradecimiento, las divertía luego y cuando se las escribían; aunque estimaba la buena correspondencia, no los elogios en alabanza suya, así no los guardaba. Por lo cual, de muchos que personas doctas le escribieron, apenas se halló alguno entre sus papeles, y se hallaron todos los que él escribió en alabanza de otros, a quienes mostraba tener por superiores y maestros. Ni fue pequeño indicio de esta humildad no haber querido jamás graduarse de dotor ni otros grados que tan justamente merecía, pareciéndole, como confesó en muchas ocasiones, que siempre estaba en la esfera y clase de discípulo.

Llegó a la corte de España, viniendo de Italia, con papeles y cartas de gran recomendación para su majestad y ministros superiores; y, sin darse a conocer, se volvió a su tierra, llevándose las mismas cartas que había traído en alabanza suya, sin mostrarlas a nadie. Aunque a esta resolución ayudó un muy notable desagrado que le causó la manera de vida, trato y confusión de negocios que vio entonces, muy ajeno de su genio, candidez y rectitud. De aquella misma humildad nacía su maravillosa modestia y encogimiento, que fue tal, que a quien no le tenía muy tratado y conocido parecía imposible haber en aquel sujeto cosa digna de estima, y mucho menos en materia de ingenio, letras y erudición, de que en lo esterior, no siendo comunicado, ningún indicio daba; ayudando a este menos lucimiento la poca ostentación de su presencia y estatura, y el ser algo impedido de lengua, junto con el descuido en la autoridad de su persona, cosa que también se advirtió en la de Virgilio; porque los hombres muy estudiosos y dados a la filosofía y contemplación, con la ocupación que traen interior y abstracción de sentidos, deslucen lo esterior del cuerpo y acciones que se ven por defuera.

3. Sus letras y escritos

De sus letras y estudios ya habemos dicho algo en su vida, y agora se dirá algo más. La afición e inclinación que tuvo a ellos fue muy semejante a la que se refiere de los sabios antiguos, que no perdonaban a diligencia alguna ni trabajo por adquirir el tesoro de la sabiduría. Anduvo (a imitación de ellos y especialmente de san Jerónimo) peregrinando por varias provincias de Italia y España para comunicar hombres doctos y coger noticias esperimentales de aquellas tierras. Trasladó (como también el mismo santo) por su propia mano muchos y diversos volúmenes, tratados y papeles sueltos de varia erudición y curiosidad, copiándolos ya de libros impresos, ya de manuscritos, para ayudarse de ellos y hacerlos más familiares a la memoria en orden a su imitación y dotrina en lo que pretendía escribir. Y son tantos los que de esta suerte escribió, que admira haber un hombre docto y estudioso tenido lugar y perseverancia para ello.

Con este gran trabajo y cuidado, salió eminente en muchas facultades, y especialmente en la Gramática, Retórica, Poética, Historia, Astronomía, Geografía y todas las demás artes liberales. Tuvo muy bastante noticia de la Filosofía y Metafísica, Teulogía y Jurisprudencia, a cuyo estudio se dedicó en las escuelas públicas. Supo con escelencia muchas lenguas, y en particular la suya española, la italiana, la francesa, la latina y la griega, y en todas ellas escribió prosa y verso con elegancia y propiedad. Y de la hebrea y otras tuvo la noticia bastante para ser hombre consumado en toda erudición. Tradujo algunos trozos de los mejores autores griegos en latín y español, y de los latinos en español y griego. Dispuso para sacar a luz varios tratados de diferentes materias y asuntos grandes, y particularmente tres en prosa española: uno que intitulaba Verdadera política, y otro, Disciplina civil, y el tercero, España poderosa; para cuyos asuntos había preparado el aparato más notable que se ha visto de libros, tratados y papeles impresos y manuscritos a este propósito. Tenía hecha la idea, formado el argumento, dividida la obra, señalados con sus títulos los capítulos y algunos comenzados a llenar, pero ninguno de ellos acabado, y muchos en blanco, conque todas tres obras quedaron imperfectas, sin poderse sacar a luz. Otros tratadillos y discursos de materias diversas, pero de poco volumen y argumento, quedaron más formados, de que se podría hacer un tomo misceláneo, y por ventura se hará. Lo que más se ha podido lograr han sido las obras de poesía, de las cuales se han hallado dos insignes tratados en lengua española y verso endecasílabo: uno de cosmografía, y otro de geografía, aquel acabado, i este no, aunque más largo. Sin esto, dejó escritos muchos sonetos, tercetos, canciones, octavas y otras rimas diversas, todo en la misma lengua española, y algunas en la griega, italiana y francesa; en la latina, una muy elegante égloga, muchos epigramas y odas, de todos los cuales se ha recogido y ordenado este volumen que se da a la estampa.

4. Su fama y estimación

La estimación y fama que el autor ha tenido vivo y difunto ha sido grande. Antes de ir a Italia, quien primero conoció el fondo y quilates de su ingenio fue el doctor Bartolomé Leonardo de Argensola, retor de Villahermosa y después canónigo de la Metropolitana de Zaragoza, coronista de su majestad y del reino de Aragón, sujeto de las mayores prendas de ingenio y erudición que tuvo España, y en la poesía española el Fénix de nuestro siglo. Este grande hombre tuvo noticia del canónigo Martín Miguel, que era mozo y estudiaba en Zaragoza, y, habiéndole tratado, le cobró tal afición, que desde entonces le comenzó a comunicar, estimar y ayudar en sus estudios, y después en sus pretensiones, como si fuera cosa muy propia y interés suyo, encaminándole en el estudio de las buenas letras, hasta que le vio tan adelantado en ellas, que le fiaba no sólo la censura de sus obras, consultándole sobre ellas, pero le pidió muchas veces continuase los escolios y doctísimas notas que les había comenzado a hacer, diciendo que ya que tantos y tanto le importunaban (y se lo mandaba su majestad) publicase sus poesías y las diese a la estampa, no quería saliesen a luz sin este ángel de guarda, que así llamaba a las eruditas notas del canónigo Martín Miguel, pareciéndole que con ellas quedaban sus obras y nombre autorizados. Y, siendo así que rehusó publicarlas con escolios que le ofrecieron personas de mucha erudición en Italia y España, se contentó, deseó y pidió saliesen con solas las de este gran discípulo y amigo. Estorbolo esto la muerte de Leonardo una vez, y otra, la de Martín Miguel, que cumpliera esta voluntad de su difunto maestro. Pero quedó a todos muy notoria la amistad y aun la semejanza de ambos en la eminencia de las buenas letras y escelente poesía. Pues, si Leonardo fue Homero español, Martín Miguel fue el Píndaro aragonés, aumentando a este reino la gloria que Marcial, Liciano, Aurelio Prudencio, Marco Máximo, los dos Leonardos y otros innumerables dieron a su patria.

Pero lo que en estimación suya sintió el canónigo Leonardo lo significó en muchas cartas y lo resumió brevemente en una, que escribió al eminentísimo señor cardenal Borja desde Zaragoza en 15 de junio de 1625, cuando Martín Miguel fue a Roma: “Sus virtudes —dice— y sus letras muy larga carta piden, y más encubriendo él en su natural modestia lo uno y lo otro. Pero estoy cierto de que en haciendo vuestra eminencia, cuando fuere servido, esperiencia de ambas cosas no habrá menester recomendación alguna”. En Roma los eminentísimos señores cardenales Borja, La Cueva, Albornoz, Barberino, y allí también muchos príncipes seculares y grandes ingenios de diversas naciones, le honraron y estimaron por su mucha erudición y virtud. Hallo en una carta que don Alonso de Ibarra, gentilhombre del señor cardenal Barberino, le escribió desde Roma a Nápoles en 28 de febrero de 1632, esta cláusula:

La descripción que v.m. ha hecho del Vesubio ha sido tan bien recibida del eminentísimo señor cardenal Barberino, mi señor, como admirada de todos. Su eminencia me mandó de su parte ringraciase a v.m. y le significase la grande estima que hace de su persona y valor. Y esto lo creerá fácilmente quien conoce la semejanza de costumbres, sinceridad y virtudes de su eminencia y v.m. El señor Suárez y el señor Minutti dan mil gracias a v.m., esagerando el estilo, dotrina, erudición y disposición de la obra, y yo, que conozco algo de lo mucho que v.m. vale, digo que, aunque escede a todos los papeles que en esta ocasión han salido, no escede a sí mesmo, antes aguardo con deseo el poema, porque el verso en boca de v.m. sé cuánto vale.

La relación de que se hace mención en esta carta era en prosa española y anda impresa suelta; otras dos hizo en verso: una, en tercetos, a don Juan de Eraso, y otra, en octavas, que salen en este volumen. Y las personas que dice le alabaron eran de mucha fama y erudición. Esta opinión y los testimonios de ella fueron creciendo en Nápoles, como parece por algunas cartas que, cuando de allí vino, se escribieron en su recomendación, de las cuales (como dijimos) no se valió, indicio de que no las había procurado, y son las siguientes.

El excelentísimo señor conde de Monterrey, siendo virrey de Nápoles, escribe a su majestad en 24 de marzo de 1636:

Señor, Martín Miguel Navarro ha servido a vuestra majestad desde que vine al gobierno de este reino en el ejercicio de papeles en la Secretaría de Estado y Guerra de este cargo, habiéndose ocupado en todo este tiempo en la cifra y correspondencia que se tiene con vuestra majestad y ministros, a que ha acudido con mucha puntualidad y particular satisfación mía, y yo he querido presentarlo a vuestra majestad con ocasión de haberle concedido licencia para irse a esa corte a sus pretensiones, añadiendo que se empleará muy bien en su persona y buenas partes toda la honra y merced que vuestra majestad fuere servido de hacerle, y que dará muy buena cuenta de cuanto se le encargare del servicio de vuestra majestad.

El mismo conde al Conde-Duque, donde después de lo dicho en la antecedente, añade:

A vos, señor mío, os suplico con todas veras le favorezcáis y hagáis toda merced en sus pretensiones, que, demás que lo emplearéis muy bien en sus méritos y buenas partes, para mí será de mucha estimación, por lo que deseo cuanto le toca, habiendo procedido tan bien.

Y de su mano añade:

Señor mío, holgareisos de conocer a Martín Miguel, cuyas buenas letras son iguales a la virtud y la noticia de lenguas; ha servido muy bien, y ha tenido harto que hacer.

Don Melchor de Borja, general entonces de las galeras de Nápoles, y hoy de las de España, en carta de 21 de abril de 1636 escrita a don Fernando de Borja, virrey entonces de Valencia, dice:

Primo y señor mío, Martín Miguel Navarro, que lleva esta carta, ha servido en los papeles de la Secretaría de Guerra de este reino, a quien el señor conde de Monterrey, mi primo, mandó encargar la cifra de su majestad, por la satisfación que tenía de su persona. Es discípulo del rector de Villahermosa, y de los que más bien se supieron aprovechar de su escuela, y en quien concurren muchas letras y plática en lenguas diferentes; pasa a España, y he querido acompañarle con estos ringlones, para suplicaros por ellos seáis servido de tenerle por mi recomendado, haciéndole la merced que hubiere lugar en las ocasiones que se quisiere valer de su persona. Así os lo suplico con las veras que puedo, asegurándoos que toda la merced que le hiciéredes será para mí de singular estimación, por ser persona de gran virtud i a quien yo deseo mucho bien.

Primo, a Martín Miguel se debe mucho por sus virtudes y porque en Italia se le ha hecho honor en los concursos de letras que se han ofrecido. Yo os suplico le hagáis merced, advirtiendo que la reconoceré siempre.

Don Juan de Eraso, hermano de don Francisco de Eraso, conde de Humanes, siendo regente de la Vica de Nápoles, escribe en 20 de abril de 1636 al protonotario don Jerónimo de Villanueva, diciendo:

Señor mío, parecerale a v.m. lisonja que yo interceda por un aragonés; pues de veras que no lo es, sino obligación y conocimiento de lo mucho que merece el canónigo Martín Miguel, que. habiéndole comunicado en Roma por la opinión que tenía de virtud y letras, juzgué que era poco a propósito para el estilo de aquella corte y muy útil para el servicio de su majestad, y así le encargó el señor conde de Monterrey la ocupación de la cifra, de que ha dado muy buena cuenta, y en todo lo demás ha servido con mucha puntualidad. Es persona de muy generales noticias y sabe muchas lenguas y tiene tales partes, que sería lástima consentirle vivir en su retiro, aunque lo desea. No quedo cuidadoso de haber hecho a v.m. este informe, porque tengo confianza que me desempeñará bien de lo que represento a v.m. Espero que, en conociéndole, le ha de hacer v.m. mucha merced, y yo le estimaré particularmente, por ser el canónigo persona que deseo verle con muchos aumentos.

El marqués de los Vélez, al mismo protonotario, en carta de Zaragoza y noviembre, 3 de 1637:

El licenciado Martín Miguel Navarro, canónigo de la Santa Iglesia de Tarazona, ha servido a su majestad y al conde de Monterrey de secretario de la Cifra e interpretación de lenguas y otras materias de importancia y confianza; i su excelencia y don Juan de Eraso me han escrito con grande aprobación de su persona y capacidad.

Y añade de su letra: “Con grandísima aprobación me hablan todos de este sujeto, y así colijo será de mucho servicio de su majestad el emplearle”.

El obispo de Puzol, don Martín de Cárdenas, prelado de gran ejemplo, talento y letras en Nápoles, escribiendo a don Lorenzo Ramírez de Prado, oidor del Consejo de Indias, único estimador de los grandes ingenios y padre de la erudición, en carta de 3 de noviembre de 1636, dice:

El señor canónigo Martín Miguel Navarro es muy grande amigo mío de cinco años a esta parte que ha que sirve a su majestad y a su excelencia en su secretaría en los papeles de mayor confianza, cuales son los de la Cifra, y, habiendo mucho tiempo que ha pidido licencia al conde para retirarse a su iglesia y tener más tiempo para poder estampar sus estudios, no se la ha querido conceder hasta hoy, que se ha visto apretadísimo de sus instancias por la falta grande que hace y ha de hacer a ocupaciones de tanta importancia. Y, siendo v.s. tan amigo de los hombres doctos y de tan buenas letras, no he querido dejar de acompañarle con esta carta, para darle a conocer a v.s., porque sé me lo estimará mucho cuando le haya comunicado, y cuanto mayor fuera el trato tanto más tendrá v.s. que agradecerme.

Al mismo escribe el regente del colateral, Matías de Casanate, uno de los mayores talentos y ministros y con más general erudición, noticias y esperiencia que tiene su majestad en sus Consejos, en carta de 21 de abril de 1636:

El señor canónigo Martín Miguel Navarro va con deseo de conocer a v.s. de persona, aunque ya por sus letras y singular respeto le tiene muy conocido en sus trabajos y curiosidades dadas en público. No le pesará a v.s. de conocerle a él, porque hallará un gran talento, muchas letras y gran conocimiento de varias profesiones. Hase señalado tanto en Italia, que ha sido muy estimado en ella de todos los que tratan de estas profesiones curiosas, y pienso que me ha de agradecer v.s. mucho el haberle dado ocasión de tratar con tan gran sujeto. Yo sé bien de la manera que v.s. estima los que en tales materias se emplean, y así he querido cumplir con la amistad que con el señor canónigo profeso, y dar este gusto a v.s. anteponiéndole una persona que se ha de holgar mucho de conocella. Esto sólo quiero que sirva de introducción, que el lugar que el señor canónigo desea en la gracia de v.s. él se lo merecerá con sus singulares partes.

Allí mismo hizo particular estimación de este sujeto y fue íntimo amigo suyo don Fernando Ezquerra de Rozas, que entonces era consejero de Santa Clara y después, por sus grandes letras, capacidad, rectitud y prudencia y otras singulares prendas de insigne ministro, fue consultor de Sicilia, y últimamente regente del Consejo Supremo de Italia en Madrid, el cual también escribió en abono suyo y de las obras de su ingenio en diferentes ocasiones a diferentes personas doctas de España.

5. Estimación que del autor y sus obras hizo el señor don Antonio de Aragón

Otros muchos testimonios semejantes dejamos, y con ellos muy grandes elogios de su ingenio, letras y virtud que personas muy eruditas y graves hicieron en Italia; y los que hubo en España, después que volvió a ella, no fueron menos ni de menor calificación, de los cuales también pasamos en silencio, por no cargar más esta noticia y relación, contentándonos con decir que duró y perseveró siempre en aquella opinión hasta que murió; y después de muerto creció el concepto y estimación suya en tanto grado, que, a la fama de sus escritos y papeles, volaron de varias partes personas doctas y curiosas a Tarazona para procurarlos haber. Pero, como los padres y deudos del difunto tuviesen noticia que los deseaba el muy ilustre señor don Antonio de Aragón, hijo del excelentísimo señor duque de Cardona, del Consejo de su majestad en los de la General Inquisición y de las Ordenes, que a la sazón se hallaba en Zaragoza, pareciéndoles que ninguna honra mayor podrían granjear al nombre y fama del canónigo y toda su parentela que el dignarse este príncipe de admitir sus escritos, se los presentaron todos, y juntamente los libros suyos impresos, que todos eran de buenas letras, y los más de ellos, griegos. Recibiolos el señor don Antonio con singular estimación, y mandolos colocar como tesoro muy precioso en lo recóndito de su insigne biblioteca, que tiene en Madrid, donde se guardan y veneran. Encomendó luego a persona de satisfación que recogiese y pusiese en orden los que de estos escritos pudiesen salir a luz, y, habiéndolos juntado los de este volumen, los ha mandado imprimir, con esta relación y noticia de su vida, y esta es la última y mayor calificación que el autor ha tenido vivo y difunto, pues un aprecio tan grande de sus obras por persona que en calidad, ingenio, talento y letras es de lo mayor que reconoce hoy nuestro siglo arguye una estimación tan honrosa, que ella sola es bastante para hacer famoso y venerable en el mundo el nombre del canónigo Martín Miguel Navarro.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera