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Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Segunda.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


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LECCIÓN SEGUNDA


SEÑORES:

En el discurso que tuve la honra de dirigir a mi auditorio el otro día, hice la explicación del método que me proponía, y me propongo seguir en el curso que empiezo, y apunté algunas ideas que explané, y de ellas es una el estado en que se encontraba nuestra patria al empezar el siglo XVIII. Es preciso asimismo que eche una ojeada, si bien rápida, para no apartarme demasiado del asunto de estas lecciones, a lo que era el estado intelectual de España en el siglo anterior, porque no puede comprenderse ni aun la decadencia de nuestra literatura a principios del siglo XVIII sin entenderse completamente cuáles fueron las causas de este mismo estado.

Señores: apunté el otro día que había ciertas faltas en nuestros escritores del período de mayor decadencia que ya asomaban en los de nuestro siglo llamado de oro; y repetiré hoy que si hay quien achaque estas faltas, propias más que de otros escritores de los españoles, al influjo de la larga estancia de los árabes en nuestro suelo, también es de notar que aun en los siglos del poder romano, y sobre todo en el segundo período de la literatura latina, cuando sobresalían en ella los escritores españoles, asomó más o menos el mismo vicio, a saber: un estilo un tanto hinchado y sobrado conceptuoso. Cuál puede ser la causa de esta falta de que adolecen nuestros paisanos es difícil explicarlo. Seguramente debe tener en ella parte el clima, porque si bien yo no doy al clima la importancia que otros, si bien mis ideas no van tan allá como las de Montesquieu cuando quiso encontrar en el clima la razón de la legislación, es indudable que el clima ejerce sumo influjo en la formación del pensamiento. Nuestro clima ardiente, al mismo tiempo que exalta la imaginación, dispone el cuerpo al ocio; nuestros alimentos sobrios, nuestro método de vida, todo esto es preciso que influya en nuestro físico, y lo físico en nuestras ideas. Cómo se verifica este influjo, no es posible averiguarlo; pero cuando en todos los habitantes de España reinan ciertas propensiones, a pesar de lo mucho que han variado nuestro estado civil, nuestro estado político, nuestro estado religioso y nuestro estado intelectual, alguna parte debe tener en la perpetuidad de estas ideas el influjo del clima. Hubo otros influjos menos difíciles de explicar para que se extendiese y arraigase entre nosotros una secta a que se dio, quizá no con mucha propiedad, el nombre de culteranismo. Al empezar el siglo XVII era España una nación poderosa, pero en ella se había establecido un sistema que amoldaba todos los pensamientos a la más perfecta obediencia, así civil como religiosa. Reinaba, como dije el otro día, la Inquisición; y sin entrar a hacer el proceso de ese tribunal caído, sin dejar de confesar que en otros países donde no ha existido se cometieron también horrores en nombre de la religión, si no superiores, por lo menos iguales; sin negar que fue un bien hasta cierto punto para España que hubiese en ella una sola fe, es preciso que consideremos que en el mundo están los bienes revueltos con los males y que la tranquilidad que se consigue con el establecimiento de una sola fe, de una sola doctrina, perjudica al desarrollo del entendimiento humano. No soy yo, señores, de los que adulando las ideas del siglo pasado, creen que todo cuando hubo en España en aquellos antiguos tiempos, que aquella ardiente fe religiosa, que aquel entusiasmo, que aquellos pensamientos caballerosos, que aquellas virtudes españolas que se conservan todavía sobre todo en nuestra plebe, menos adulterada como todas las plebes con el roce de los extranjeros; que este conjunto de cosas que dan a una nación un carácter particular y al mismo tiempo noble, debe menospreciarse. No seré yo quien derrame la redoma del menosprecio sobre los pasados siglos; cuidémonos de no denostarlos demasiado, pero no por eso vayamos a caer en una reacción fatal (y digo fatal, porque yo hasta cierto punto aplaudo las reacciones cuando son buenas), no vayamos a canonizar nuestros errores de entonces y a presentar la inmovilidad del entendimiento humano, que ha producido los males antiguos de nuestra patria y quizá también los actuales, como la cosa más apetecible. No, señores; huyamos de los extremos: aunque natural es que en las reacciones morales, así como en las físicas, suceda lo que en las péndolas, que cuando han ido demasiado a un lado, van igualmente al otro, hasta que después son las vibraciones más cortas, y vienen a quedar en un verdadero punto.

Señores, el extremo del despotismo civil y religioso que pesaba sobre los españoles, simbolizado en el tribunal de la Inquisición, aunque la Inquisición al paso que le simbolizaba, no era sino una consecuencia del mismo, tenía sus ventajas; pero tenía también gravísimos inconvenientes. No era cuando quemaba en nombre del cielo a los herejes cuando hacía más daño, no; cuando más dañaba era cuando tenía perfectamente sujetos los pensamientos de los españoles, de suerte que el entendimiento humano en España a mediados del siglo XVII estaba como bajo un nivel, como una llanura, y sabido es que así como en lo físico las llanuras nada agradable presentan, así en lo moral cuando nada sobresale, triste condición es la de los pueblos. La Inquisición y el despotismo habían enseñado a los españoles a no pensar más que de un modo; de ahí se siguió que apenas había carreras en que los hombres esperasen adelantar, sino pocas y reducidas y una clase de estudios. ¿Qué había de suceder a una nación de imaginación viva? Lo que sucedió verdaderamente. No teniendo disputas religiosas, no teniendo disputas morales, no teniendo disputas políticas, no gozando de libertad el pensamiento, y no pudiendo por otra parte estar absolutamente ocioso, se dio a sutilizar las ideas comunes; de ahí nació el culteranismo. Estaban muy llenos los españoles de la grandeza de sus reyes y la de su patria, grandeza que tenía poca base, pues si bien nuestro poder abarcaba todos los ámbitos del mundo, no había bastante fuerza en la madre patria, que podía considerarse como cabeza de este cuerpo inmenso; era una cabeza, pero desproporcionada al cuerpo que había de dominar. Las ideas de grandeza hinchaban, inflaban los pensamientos, y con razón digo inflaban, porque los pensamientos de aquel tiempo deben caracterizarse de inflados. Este fue el modo con que nuestra literatura, poco a poco, sin poder tomar ideas nuevas, fue perdiéndose, porque cada escritor, o copiaba exactamente a los autores anteriores, o tenía que adelgazar el ingenio para sutilizar los pensamientos. Vino a esterilizarse de tal modo el campo de nuestra literatura, que casi ninguna cosa se escribía, y lo poco que se escribía adolecía de los vicios a que he aludido.

Entró así el siglo. Influía al mismo tiempo la suma decadencia de nuestra nación en la postración de los ánimos. Cuando llega una nación a tener un rey como el desgraciado Carlos II, juguete y ludibrio de todos los que le rodeaban, preciso es que los pueblos estén muy relajados, que no puede haber en pueblos fuertes reyes absolutamente imbéciles; porque los reyes que están sobre todo el pueblo, siempre se atemperan al espíritu de la nación sobre que dominan. Aquel rey era la expresión de España en aquel estado de abatimiento, cuando el desdichado hizo aquel testamento por el cual traspasaba la nación a un príncipe extranjero, consultando para ello al Papa y a otras potencias, pero sin consultar a la nación española, trayendo a reinar a Felipe V. En los comentarios del marqués de San Felipe se lee el júbilo con que fue recibido el rey nuevo. Acostumbrada la nación a un monarca enfermo, de gesto desapacible, parece que recibió con alegría a un monarca mozo, cuya cara anunciaba la lozanía de la juventud. Era, según parece, Felipe V de complexión robusta, color florido, cara verdaderamente francesa; y ya la casa de Austria, aunque conservaba todavía el color rubio alemán, había tomado una tinta enteramente española. Sin embargo, este monarca no era en manera alguna lo que se puede llamar un varón grande. Desgracia fue de España que al enfermo rey Carlos II hubiera de suceder un monarca igualmente enfermo; pues Felipe V estaba acometido de una hipocondría que ejerció mucho influjo en los actos de toda su vida. Había sido educado, con su hermano el duque de Borgoña, por Fenelon, hombre célebre, hombre digno de su celebridad, pero que quizá la ha conservado más, o de otro modo que como la merece, porque hombres de la edad posterior han querido hacer de él un filósofo por su estilo, cuando es sabido que Fenelon no era más que un clérigo y un prelado ilustrado, gran admirador de los clásicos, un tanto fastuoso en su bondad, devoto, apegado a su opinión, censor de la corte que le desagradaba, gran señor sin embargo, y en una palabra, un hombre de su siglo, y no el fantasma que de él hicieron los hombres de la edad siguiente. Tal le pinta, señores, Saint-Simon, y cuán diferente es del que remedaron los filósofos y del que hemos visto representado en nuestros teatros con su ropaje episcopal, diciendo a las monjas sentencias filosóficas, que a gran distancia estaban oliendo al siglo diferente en que se escribieron. El obispo Fenelon no sacó grandes discípulos. Los dos príncipes que lo fueron, en lo intelectual no eran muy aventajados: el Duque de Borgoña era de carácter severo y desapacible. No era Felipe V lo mismo, pues tenía una condición bondadosa. Cuando llegó a España, poco pudo hacer para mudar nuestro estado, el testamento que le dio el cetro de nuestra vasta monarquía, porque aunque esta era un grande edificio lleno de grietas, con las puertas y ventanas carcomidas y caídas, al momento mismo halló que le disputaban la posesión de su herencia, y una guerra encarnizada conmovió la monarquía española, guerra tan funesta como las guerras civiles que hemos tenido en nuestros tiempos, y aun más, porque en medio de ella no había un solo pensamiento nacional; no se trataba más para España que de su posesión por parte de uno de aquellos dos opositores que se la disputaban; y quizá en el mundo no ha habido una guerra civil acerca de la cual menos se haya escrito. Peleaban los hombres pero no se discutían los derechos de los contendientes, sino como cosa personal a ellos mismos; parecía que la nación, convencida de que con cualquier rey tendría la misma suerte, dejaba a los batallones que disputasen cuál tenia mejor derecho al trono, o cuando más el impulso de los pueblos, que les lleva a apasionarse de personas; si por un lado excitó a los catalanes y aragoneses a proclamar con entusiasmo al austriaco, por otro hizo que con no menos entusiasmo y gloria, pues la hay también en la lealtad, se declarasen los castellanos en favor del Borbón, con los prodigios de lealtad que de aquellos tiempos nos recuerda la historia. Digo, pues, que aquella guerra trajo todos los males anejos a las guerras, sin poner en movimiento ninguna de las buenas pasiones que se despiertan y mueven en las guerras civiles, ni de los pensamientos en que ellas nacen, los cuales, si por el pronto no son un bien, cuando llega la paz le producen y grande. Porque las guerras civiles hacen el mismo efecto que lo que conmueve el terreno al tiempo de echar en él las semillas: si el terreno está bien removido, brota la planta, crece y da buenos frutos.

Pasó, pues, la guerra de sucesión y no había dejado nada. No encontrando nada el monarca, se dedicó a patrocinar las letras creando una literatura. Aunque de corto entendimiento, y de no mucho saber, había vivido en Francia bajo el reinado de su abuelo y había conocido el patrocinio que su abuelo daba a las artes y a las letras, patrocinio notable, si bien un tanto fastuoso. No soy yo, señores, gran partidario del patrocinio dado por los soberanos a las letras; creo que es patrocinio superior el que las letras se dan a sí mismas, o el concedido por el público o los lectores; pero cuando esto no existe, bien es que haya en su lugar el otro, del mismo modo que tratándose de manufacturas debe darse protección a una industria naciente, cuando en buenos principios esta protección sirve de poco a un género ya perfeccionado. El patrocinio del rey que se manifestó con la creación de las academias abrió sin embargo un nuevo siglo, porque puede decirse que el XVIII en España no empezó hasta algunos años después de terminada la guerra de sucesión. ¿Qué había durante esta? Señores, lo confieso, es difícil volver la vista a un período anterior de los anales literarios de una nación y encontrar en ella menos cosas que puedan llamar la atención aun del observador más escrupuloso, aun de aquel que, como yo, celoso de la gloria de su patria y deseoso de hablar de algo, se limpia, por decirlo así, los ojos del entendimiento, busca y no encuentra casi nada digno de notarse. Nada había en efecto, salvo dos escritores dramáticos, un poeta que mereció el nombre de coplero, y un historiador que, si bien no había nacido en España, pertenece a nuestra literatura. Los escritores dramáticos eran D. Antonio de Zamora y el famoso Cañizares, de cuyo nombre de bautismo no me acuerdo en este momento.

El primero era un hombre de singular ingenio. Tenía un empleo que corresponde poco más o menos a los que en el día hay en nuestras secretarías. De la literatura dramática no se había formado otra idea que la que existía en el siglo anterior, pues en el prólogo de sus comedias declara que mira a Calderón como el modelo más acabado; y así fue que en todo le imitó. No seré yo sin embargo quien le culpe: hubo un tiempo en que el nombre de Calderón estuvo caído, y quizá hoy se halla levantado a más altura de la en que debe estar; pero no es malo estudiarle, así como razón aplaudirle, porque el género de Calderón tiene gran mérito y se erró en querer desterrarlo de nuestro suelo y procurar introducir otro, que no debía probar muy bien porque era propio de gente extranjera.

Zamora había leído sin duda los autores franceses y en su comedia El Hechizado por fuerza se adivina el estudio que hizo de Moliere, y se descubre en alguno de sus conceptos que Moliere le ha servido de padre en cierto modo. El carácter de D. Claudio en El Hechizado por fuerza es muy feliz; se dice que carece de verosimilitud, pues no se entiende por qué una mujer joven y bella como Doña Leonor, podía tener empeño en casarse con un hombre tan ridículo e indigesto; pero en el mismo Moliere, ¿no se encuentran estas inverosimilitudes? ¿Y no se hallan abundantísimas en el grande Shakespeare? Admitida esta inverosimilitud, hasta cierto punto abonada por el ejemplo de grandes autores, es menester confesar que el carácter de D. Claudio, de aquel hombre miserable, terco, caprichoso, cediendo al miedo del hechizo, y resistiéndole a veces cuando este y su interés estaban en pugna, es el carácter más perfectamente concebido y pintado. Dícese que trató el poeta de ridiculizar en él a Carlos II. Sobre este punto es inútil hacer reflexiones; puede ser y puede no ser verdad, y tales conjeturas sobre obras satíricas, y que se han hecho sobre todas las más insignes de la misma clase, en las cuales se ha pretendido ver el retrato de algún individuo particular, de manera ninguna deben ocuparnos. ¡Pero qué belleza, qué lozanía no hay en la pintura de D. Claudio! ¡Cuán bien representado está su carácter! ¡Qué acierto en la idea de aquella terquedad, cuando ve a su sombra que se resiste con empeño al enlace a que quieren forzarla y hasta cuando la preguntan si se casa, responde todavía nones y él exclama:

¡Ah buen hijo! eso sí;
Si acierta a decir pares,
Le doy con un mentís.


La escena de la lámpara es lindísima; esta y todas las demás están ideadas y escritas con bastante naturalidad y la trama es ingeniosa.

Esta es la única comedia buena de Zamora. Hay otras sin embargo que bien merecen ser leídas, y si todas pecan por un estilo vicioso, todavía entretienen; y prueba de ello es, que habiendo tomado el manoseado asunto del Convidado de piedra, tratado por Tirso con el título de El burlador de Sevilla y después por Moliere, todavía en su comedia No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, supo desempeñar tan bien el argumento, que uno de los más esclarecidos poetas de nuestros días, cuando ha querido tratar el mismo asunto, fuerza es confesarlo, aunque no en desdoro suyo, no ha podido producir cosa que más llame la atención, ni que más entretenga o agrade. [...]

Cañizares fue no menos ingenioso y fecundo, y aunque de talento inferior, tiene cosas que merecen ser muy aplaudidas. Su Dómine Lucas es un carácter más llevado al extremo que el del hechizado Don Claudio, pero lleno de gracia, que entretiene, y que oído sin preocupación, todavía gusta. En sus Cuentas del Gran Capitán dibujó Cañizares una figura fantástica, pero que cuadra muy bien con la idea que tenemos formada del carácter español en los pasados siglos, y sobre todo con el de Gonzalo de Córdova, militar franco, sumiso al rey, quejoso empero del mal tratamiento que experimentaba. Es bella sobre todo aquella escena, en que cuando van a tomarle las cuentas, lleno del conocimiento de su integridad, irritado el íntegro varón de que después de las grandes obras que había llevado a cabo, se le fiscalizase por menudencias, dice hablando de los gastos por él hechos:

.... De palas, picos y azadones
Doscientos mil millones de millones.


También alguna otra de las comedias de Cañizares, como El picarillo en España y señor de la Gran Canaria, merece ser apreciada y es leída con gusto. Se me dirá que estoy celebrando cosas de mérito demasiado vulgar o corto. Señores, ya lo dije, por desgracia de aquella época no podemos presentar de ella modelos más perfectos; pero las comedias de Zamora y Cañizares todavía deben hacer un papel digno en el catálogo de nuestra literatura dramática.

Otro poeta, y ese lírico, florecía en aquel tiempo, el cual hoy está casi olvidado, aunque en mi juventud todavía era leído y gustaba. Pocos de mis oyentes habrán leído a D. Eugenio Gerardo Lobo, de quien dicen que excitó mucho el enojo de Felipe V por cierta burla que hizo de los franceses, cuando dijo pintando en estilo jocoso el estado de una casa:

Dos cochinos al entrar
Me dieron la enhorabuena,
Que el trato con los franceses
Me hizo entenderles la lengua.


Felipe V creyó que esta alusión al trato con los franceses encerraba una sátira del trato que existía con los franceses desde que él había venido a reinar en España, y por eso, como saben muchos, trató a Gerardo Lobo con singular despego, y le llamó, según cuentan, el capitán coplero. Lobo era capitán del regimiento de guardias de infantería española, creado por el mismo Felipe V, y el pertenecer a aquel cuerpo en aquel tiempo, era una prueba de ser de una familia de más que mediano lustre. Sin embargo, no creyó que desdecía de su calidad el ser poeta. Compuso algunos versos largos, que verdaderamente son todos ellos detestables, y adolecen de los vicios de la escuela malamente llamada gongorina, pues aunque Góngora en sus Soledades y Polifemo dio los peores ejemplos de gusto, no es el único de mal gusto entre los escritores de su tiempo, y muchos le criticaban que incurrían después en la mayor parte de las fallas que en él reparaban. Los versos largos de Gerardo Lobo eran de la mala escuela que antes dominaba; no así sus décimas, las cuales son fáciles, fluidas, graciosas, y recuerdan los mejores tiempos de nuestra literatura; pues aunque se le ha llamado el capitán coplero, y le cuadra bien tal título, es menester confesar que hubo un período, desde que nuestra literatura se afrancesó, en que se despreció demasiado a los copleros, y aunque estos no deben ser citados como modelos, es preciso tener presente que los copleros empezaron nuestra literatura, que esta fue de copleros hasta el siglo XV, y en las obras de los copleros se hallaba una parle de la índole del ingenio español en sus mejores días. ¿Quién no se acuerda de las chistosas y aun famosas décimas de Gerardo Lobo, en que pinta su alojamiento con aquellas hipérboles tan a nuestro gusto, en que dice que halla desierto el lugar, porque todo él había ido a limpiar una parva de centeno? ¡Qué donosura hay en aquella otra, donde pintando a su patrona dice:

De mi patrona el matiz
Al alma causa vaivén;
Trae por frente una sartén,
Cuyo rabo es la nariz,


con otra porción de rasgos de esta especie. Quien quiera conocer todos los pasos de nuestra literatura, señaladamente la senda de la versificación y de los versos cortos, y ver cómo se fueron conservando el consonante y el mecanismo de la décima y de la redondilla, para desaparecer casi enteramente a fines del siglo XVIII, y volver a aparecer ahora, como con gusto se nota que ha aparecido con todo su brillo y toda su gracia, no debe despreciar las obras de Gerardo Lobo.

Hubo en aquel tiempo también un famoso poema a San Antonio Abad, de D. Pedro Nicolás Ocejo, poema de versificación robusta y sonora o retumbante, y que, si bien casi no tiene sentido alguno, es muy de notar porque en él se ven conservadas la índole de la versificación castellana y la frase poética de los pasados tiempos. [...]

No hay otro autor de nota en la época que voy examinando. Dolorosa cosa es, y parte ardua de mi trabajo, que al haber de abrazar, cómo ha abrazado el insigne Villemain, la historia literaria del siglo próximo pasado, lejos de poder poner en poner en primer término a nuestra nación, como puso el ilustre francés la literatura de la suya, cabalmente cuando acababa de terminar su época más floreciente y empezaba otra nueva y brillante asimismo, tengo que presentar el cuadro más lastimoso de nuestra historia literaria. Pero esto es culpa de la patria en que he nacido, y no sería justo que porque nuestra literatura estaba entonces en decadencia, me fuese yo a colocar en el punto de vista francés, inglés o italiano, para desde allí mirar la literatura ele otras naciones, dando a la de España un puesto subalterno y una consideración concisa y breve.

En la época a que aludo iba a empezar la regeneración de nuestra literatura, y es menester que, para conclusión, esta noche aluda a lo que hizo Felipe V deseoso de proteger las letras. Poco dado a los negocios, muy amante de sus mujeres, en lo cual no se pareció a su insigne abuelo, que hizo poco caso de la propia, y mucho de las ajenas; amante, digo, de sus dos mujeres, dado al retiro, pensó desde luego en poner en España remedos de la corte suntuosa de Versalles. Para este efecto hizo en lo material en los jardines de San Ildefonso, vulgarmente llamado la Granja, un Versalles chico, y fue acomodando todas las cosas al gusto francés de aquellos días. Trató, pues, de crear academias. Florecía por aquel tiempo la Academia francesa, que todavía se conserva, si no con el esplendor que tuvo al principio, con bastante lustre, y con la circunstancia que tenía en los tiempos pasados, criticada, despreciada en la apariencia por los literatos, los cuales al mismo tiempo hacen los mayores esfuerzos y ponen en juego toda clase de artes para tener el honor de ser de su gremio. Florecía, pues, esta academia, y a su imitación se creó la española. Posteriormente se fundó la Academia de la Historia, y después, aunque en un reinado posterior, la de Nobles Artes.

Había, pues, empezado el trato estrecho con los franceses, y el progreso de los siglos, los adelantos del entendimiento humano en la nación vecina se habían de hacer sentir en España, y se sintieron en efecto. Una vez tranquilizado el reino, una vez seguro por parte de la frontera, porque ya Francia de nuestra enemiga se había convertido en nuestra amiga y aliada, empezó a disfrutarse en España de los beneficios de la paz, y de paz sólida (porque la paz que no es sólida es casi una guerra), y los hombres comenzaron a dedicarse a cultivar su entendimiento. Entonces principió el segundo período del reinado de Felipe V, el período del nacimiento de la literatura moderna, el período de Feijoo; pues aunque Feijoo no fue un ingenio de primer orden, fue un carácter de primer orden, y por eso merece ser considerado como uno de los principales que figuraron en aquel tiempo. Coincidió con esto el nacimiento del filosofismo en Francia. En la lección siguiente examinaremos cómo nació en España una literatura nueva; luego pasaremos a la nación vecina, donde veremos cómo se convirtió la literatura del siglo de Luis XIV en la del siglo de Luis XV, y viendo lo que tenía de conforme con la nuestra y con la de toda Europa, iremos adelantando en nuestra carrera, en la cual deseo que me acompañe como hasta ahora la benevolencia de mi auditorio.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera