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Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Vigesimosegunda.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


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LECCIÓN VIGÉSIMASEGUNDA


Señores:

Cumpliendo con mi propósito anunciado al fin de la lección última de tratar en la presente del estado literario de nuestra España a fines del siglo próximo pasado, o dígase en los años primeros del reinado de Carlos IV, tengo que hacer, antes de empezar propiamente mi tarea, algunas reflexiones, y aun conviene advertir que cuando hablo del reinado de Carlos IV no me ajusto precisamente a hablar de los que empezaron a distinguirse en la misma época pues, al revés, me veré obligado a hablar de algunos cuya fama empezó y hasta creció reinando Carlos III en días de que ya he hablado por extenso. Pero en este particular me propongo una regla, y es tratar en la lección de hoy de aquellos escritores cuyo influjo se sintió más en un período posterior y que por lo mismo corresponden de las generaciones en que vivieron más particularmente a la formada por su ejemplo y enseñanza. Por esto Meléndez Valdés y Jovellanos serán considerados en el reinado de Carlos IV, el cual atravesaron habiendo comenzado a señalarse en el anterior, al paso que Iriarte, aunque muerto algunos años después que Carlos III y en edad todavía no avanzada, y Forner, cuya vida se dilató algo más, están calificados o clasificados en la época antecedente. También de algunos antes nombrados me será tal vez forzoso volver a hablar si me es necesario para ilustrar el estado general de la literatura en la hora a que me fuere refiriendo.

Dicho esto, también juzgo necesario entrar en algunas consideraciones generales sobre las doctrinas y el gusto dominantes en nuestra patria en los días que dan materia a mi lección de esta noche, y con este motivo habré de recordar disputas seguidas bastante antes y traídas ahora por mí a cuento, si en parte por haberlas olvidado anteriormente y juzgarlas dignas de recordación, más todavía por servir al fin a que ahora me encamino.

No habrán olvidado quienes hayan asistido a mis lecciones lo que he dicho y repetido sobre la renovación literaria de España, comenzada rigiendo la monarquía Felipe V y llevada adelante bajo Fernando VI, y mucho más adelante en el reinado de Carlos, su hermano. Conviene tener presente cómo, escandalizados o indignados, con razón, los restauradores españoles del mal gusto y aun de la barbarie reinantes en su patria cuando comenzó el siglo XVIII y en los años primeros del mismo, y admirando con no menos justicia el estado intelectual de la vecina Francia, se propusieron introducir en su nación las doctrinas literarias francesas, conformes en mucha parte a las de la clásica antigüedad, y que, excediéndose un tanto, como era forzoso que sucediese, en el cumplimiento de su propósito, al huir de los vicios que antes afeaban las composiciones castellanas, despojaron el estilo de lo que tenía de espontáneo y español castizo. También dejé referido que empezaron a notar este mal algunos hombres o de más agudo ingenio o de conocimientos más profundos que los autores de los días de renovación o de los inmediatamente posteriores. Asimismo, se habrá visto que los escritores de los tiempos de Felipe V y Fernando VI eran casi todos de mérito tan mediano que se quedaban muy atrás en el espacioso círculo abrazado por lo que en literatura debe llamarse medianía, bien naciese esta desdicha de que hay periodos pobres en grandes producciones y en ingenios aventajados, bien resultase de no ser posible que, tras de mucha ignorancia y completa corrupción de gusto, se pudiese elevar de súbito el entendimiento a grande altura, mayormente no habiendo elegido para subir la más apropiada senda. Sabido es, y se ha visto en mis lecciones anteriores que, andando el tiempo, vinieron a aparecer ingenios de bastante superior mérito, los cuales notaban las faltas de los que les habían inmediatamente precedido y procuraban encontrarles el origen. No fue difícil acertar con que había habido yerro en desviarse demasiado del estudio y de la imitación de los autores castellanos antiguos; pero, al convenirse generalmente en reconocer este error, discordaron en gran manera las opiniones en punto al modo de enmendarle. Unos pretendían que, si bien había habido exceso en el abandono del antiguo gusto español, todavía llevaban buen camino quienes se excedieron, siendo en ellos de vituperar meramente no haber sabido contenerse en los límites debidos. Otros, por el contrario, opinaban que los restauradores habían tomado mala senda, que era forzoso desandar gran parte del terreno adelantado, y que debían volver los escritores a la admiración, al estudio, y aun en cuanto fuese posible al remedo de la literatura patria según era no solamente a fines del siglo XVI y principios del XVII, época llamada con más o menos justicia su edad de oro, sino en todos tiempos, aun sin excluir completamente los de su decadencia.

Comenzada esta guerra, fue seguida y sustentada con vehemencia y tesón por las opuestas partes. Entre los defensores de la España antigua se señalaba García de la Huerta con algún otro, y al mismo bando correspondía en cierto modo Forner. Entre los ensalzadores de los progresos modernos estaban hombres de más valer y casi todos cuantos sobresalían por talento y ciencia entre sus contemporáneos.

Fue uno de los principales puntos de la cuestión el mérito del teatro español, si por todos confesado hasta cierto punto, por unos considerado como el de una colección de monstruosidades entre las cuales brillaban, sin embargo, aquí y allá, grandes perfecciones, y por otros calificado de preeminente no obstante estar oscurecido por algunos lunares.

Extendiose la disputa a más y hubo de rozarse con otros puntos. Ocurrió por los mismos días ser desacreditada y aun insultada España en obras extranjeras, donde se la trataba como digna de poco aprecio, juzgando por su adelantamiento intelectual. Con más o menos exceso incurrieron en la falta de maltratar a nuestra nación los abates Tiraboschi, Betinelli y Napoli Signorelli en obras literarias en lengua italiana, y con vituperable demasía el francés Masson, que en la Nueva Enciclopedia aventuró la pregunta de qué había hecho España o cuáles progresos debía a sus hijos el entendimiento humano y particularmente la Europa. Esta injuria produjo el enojo que era de presumir y dio margen a acaloradas defensas y apologías de las glorias literarias de España, donde fueron traspasados los límites de la razón y de la justicia. El jesuita Lampillas, trasladado a Italia por el destierro de la compañía religiosa de que era parte, escribió en italiano su Ensayo apologético, que fue traducido al español. Obra trabajada con escaso conocimiento de la materia que trataba, donde el celo es lo que más luce. También Forner escribió una Oración apologética de su patria. Empeñose en España la lid, sin que nadie aprobase a los detractores de su nación, pero admitiendo algunos lo fundado de ciertas censuras y casi negando otros que hubiese justicia en los censores. También solían los apologistas encontrar tibieza donde no veían arrebato de celo y defensa obstinada a todo trance, y aun tachaban de connivencia con el enemigo cualquier opinión que con la de este coincidía, aunque no fuese dada con motivo de la pendiente contienda.

Se rozaba la literatura en esta disputa con otras muchas cosas: con las máximas de la moderna filosofía, con el espíritu reformador e innovador, a la sazón poderoso y agresivo. Así, los mejores entendimientos, las cabezas más llenas de ciencia, solían inclinarse a las reformas llevadas más o menos adelante. De este modo participaba el movimiento literario de un carácter filosófico, esto es, tenía relación con el movimiento religioso, político y social, cosa que siempre sucede, pero que a menudo no se nota, y que unas veces se efectúa directamente y con pausa y otras, directamente, con rapidez y hasta con violencia.

No por esto ha de suponerse que los reformadores del todo desestimasen las glorias antiguas de la literatura patria pues, muy al contrario, no dejaban de tenerlas en estima y volver por ellas, sino que al tasarlas no las ponían tan altas cuanto lo hacían sus antagonistas, y mezclaban la desaprobación con el aplauso, extendiendo bastante la primera. Había asimismo casos en que alguno de los apologistas dejaba de serlo o en que un ofensor de la España antigua se ponía entre sus defensores. García de la Huerta, con su procacidad y escaso saber, dañaba a la causa que defendía, la cual recibía lesiones de los tiros que asestaban a su campeón atrevido y malaventurado.

Dos obras periódicas salidas a luz casi a fines del reinado de Carlos III llamaron mucho la atención, ocupándose especialmente en sustentar esta clase de contienda. La de más fama, intitulada El Censor, era dirigida por un abogado llamado Cañuelo, no grande escritor pero ingenioso y señalado como reformador muy atrevido. La segunda, cuyo título era El apologista universal, obra de un religioso docto, sustentaba con más moderación las mismas doctrinas. Llegaron las cosas a punto de prohibirse la primera obra porque su autor casi pasaba a propagar en España el espíritu de la escuela enciclopedista francesa. Cabalmente en las páginas del Censor (donde es fama que escribían algún artículo autores de superior nota de los de su tiempo) vieron la luz pública la Despedida del anciano y las dos Sátiras a Arnesto, obras la primera de Meléndez Valdés y las segundas de Jovellanos, los dos que en poesía y en prosa empuñaron el cetro de la literatura de su tiempo y a quienes con especialidad destino la lección presente.

Jovellanos es, sin duda, una de las primeras glorias de España, tomando en conjunto el escritor y el hombre, las doctrinas y las formas de sus escritos. Pero con decir que es de las primeras no digo que sea la más alta, ni que su composición literaria esté del todo exenta de lunares, o que sean sus perfecciones de aquellas que colocan a un autor en superior esfera entre los de las edades y naciones. Es de la secta filosófica y reformadora, pero tímido en unas cosas y en otras atrevido. Es en el estilo correcto, elegante con frecuencia, puro en la dicción, lleno de número, vivo en imágenes cuando escribía en prosa; pero su fantasía no era de las más vivas, ni su ingenio de los más agudos o sutiles. En sus Elogios y en otras composiciones de sus primeros días se acercó al gusto francés en el estilo llamado académico, no pecando, sin embargo, de hinchado como Thomas, ni de ingenioso rebuscadamente como Fontenelle. Menos frío que D’Alembert y en general superior a estos modelos, pero con todo incurriendo un tanto en los vicios del género, que vienen a reducirse a componer una elocuencia facticia.

Andando el tiempo creció su estilo en robustez, si no en elegancia, y vino a ser uno de los escritores más ciceronianos que haya conocido el mundo, empapándose en la manera y en el espíritu de los oradores latinos. Siendo nobles por demás sus pensamientos y sentidos sus afectos, y agregándose a esto su habilidad en el manejo de la lengua patria, dio a su prosa, llena de número y fluidez, una entonación propia de la clásica antigüedad romana, si no de la griega. Agregándose a esto haberse dedicado a trabajos útiles, acertó en varias obrillas, por desgracia cortas, a hermanar con el mérito de las formas el del argumento. Así, en su Informe sobre un proyecto de ley agraria, si bien hay una u otra máxima errada, se sustentan sanos principios de economía política en hermoso estilo y no menos hermosa dicción, donde no deslustra la elegancia exceso alguno en el adorno. Así, en su Discurso sobre los espectáculos, hay trozos de la más animada y pura elocuencia. Aunque su Apología, obra casi póstuma, fue publicada ya bien entrado el presente siglo, puede hacerse aquí mención de ella, supuesto que se trata de su autor, y citarla como ejemplo donde la elocuencia castellana, tratando en verdades, se remonta a mucha altura. Reina en toda su composición un tono noble y decoroso, hijo de elevados pensamientos y nobles afectos, y en que se retrata la índole del autor: cumplido caballero, magistrado íntegro, político honradísimo y no del mayor acierto, ilustrado al gusto de su tiempo, con un tanto de tiestura e inocente vanidad, tipo fiel, como quien más, de su patria y de su época. Concurría en este autor el respeto que inspiraba su carácter a dar realce a sus obras, siendo él además de aquellas personas en quienes hay más conexión entre el carácter personal y el de la composición de sus escritos.

Jovellanos escribió también muchos versos, si bien como poeta solo en una de sus obras merece ser puesto en un lugar distinguido. Es el trabajo a que me refiero las dos Sátiras a Arnesto, que en esta misma lección he mencionado hablando del periódico El Censor, donde fueron publicadas por la vez primera. Son dos composiciones al estilo de Juvenal más que al de Horacio, abundantes en declamación apasionada y elocuente y en pinturas hechas con sin igual viveza y fidelidad, prendas a que se agrega ser robusto y bello su estilo, pura y escogida su dicción, y su versificación, si alguna vez dura, casi siempre llena y en ocasiones fácil y sonora.

Algunas de las epístolas del mismo autor tienen buenos trozos, asemejándose a las citadas sátiras en sus mejores pasajes y, en la escrita desde el Paular, publicada en el Viaje a España de D. Antonio Pour, es de celebrar sobre todo la hermosa pintura de un bosque en el otoño con la oportuna y sentida reflexión moral a que da margen.

Poco puede decirse de la tragedia intitulada Pelayo, débil esfuerzo de una escuela que en España ha tenido poca fortuna, y no el mejor entre los de su misma clase. Mayor fama ha tenido la comedia o drama que lleva por título El delincuente honrado, la cual, oída algún tiempo con aplauso, hoy ya no se representa. Algunos trozos bellos, y muchos pensamientos acertados y filosóficos entre algunas ideas aventuradas, dieron boga a esta producción que, como obra dramática, no es de gran precio, siendo pobre y trivial su nudo, y comunes los caracteres, y estando expresados los afectos a veces con algo de artificio retórico, de suerte que la misma belleza de su estilo puede ser más propia de un discurso que de un drama.

En sus mejores obras Jovellanos tenía las faltas anejas a sus excelentes calidades. Su composición es un tanto verbosa, y se nota en ella el artificio retórico y algo de amaneramiento, faltas que en su gran modelo Cicerón, con ser tal su mérito, no deja de advertir una crítica, aunque severa, justa.

Y aquí viene bien, señores, que yo haga una protesta. Cuando así me atrevo a descubrir y hacer notar lunares en el brillo de las mayores y más justas glorias, no es mi ánimo menoscabar las reputaciones mejor merecidas, ni dejo ya de saborearme o de desear que se deleiten mis oyentes con las perfecciones de las buenas obras de los mayores ingenios, aunque las mismas perfecciones estén compensadas con defectos leves o graves. No, señores, la misma crítica que es lince para descubrir faltas debe serlo para conocer, sentir, admirar lo bello, viendo hasta primores que, mirados superficialmente o sin el debido conocimiento, quedan ocultos, y empleándose la misma sensibilidad que se asusta y lastima de lo defectuoso en deleitarse con lo perfecto en grado muy superior de la medida ordinaria. Además, siendo común en quien imita a los grandes modelos copiarles los defectos más que las perfecciones, es justo llamar la atención a los primeros por más que haya quien tache semejante proceder de ser hijo de envidia ruin o, cuando menos, de una condición excesivamente descontentadiza.

Aplicando ahora cuanto acabo de decir a Jovellanos, así como debe aplicarse en otras ocasiones a todos los autores de quienes he tratado en el presente curso, diré que respeto al insigne autor a quien ahora me refiero como a uno de mérito no común y quizá el más señalado de la España moderna, como pasaba por serlo ha pocos años. Esto no estorba, sin embargo, que advierta lo que le deslustra, así como lo que realza, ni que repita que extendiendo el terreno de la medianía todo cuanto puede extenderse, y dejando solo fuera de él por un lado a privilegiados talentos manifestados en obras de superior importancia, aun siendo de mero recreo, Jovellanos debe ser puesto entre los autores medianos, aunque en uno de los primeros lugares, y, como quien dice, en el linde un tanto dudoso donde empiezan ya a estar los ingenios de superior esfera.

Al mismo tiempo que Jovellanos era reputado el príncipe de los escritores españoles en prosa, no dándosele como poeta más que mediana estima, se adjudicaba la primacía de los poetas castellanos modernos a su amigo D. Juan Meléndez Valdés. Primacía, sin embargo, que fue harto más disputada, siendo en verdad más contestable. En este autor, como en el anterior, ambos de la escuela reformadora, se nota que los tachados de despreciar la España antigua no dejaban con todo de tenerla en alto precio y de tirar a reproducir en su composición algo del gusto, o cuando menos del estilo, y sobre todo de la dicción de la literatura antigua de su patria. Meléndez confiesa que en sus principios fue guiado por los consejos y ejemplo de Jovellanos, de Fr. Diego González y de Cadahalso. Del primero va dicho en esta lección cuanto se ha podido, y de los dos últimos, de quienes traté en una lección anterior, conviene recordar que el religioso agustino procuró copiar las formas de la poesía castellana del siglo XVI, y particular y casi exclusivamente de Fr. Luis de León, del cual vino a ser un imitador ajustado, al paso que de Cadahalso se ha advertido que su estilo nada tenía del gusto antiguo, si bien solía celebrar, entre las glorias extranjeras, las de su patria y recordarlas para imitación de sus contemporáneos. En verdad, este último escritor, en sus Cartas marruecas, llevó la defensa de las cosas de España algunas veces hasta un ridículo exceso y en sus Eruditos a la violeta cometió el desacierto de comparar la relación que en la Fedra de Racine hace Terámenes de la muerte de Hipólito a la ridícula relación de El negro más prodigioso, comedia antigua española de las malas. Pero si Meléndez atendió a estas doctrinas y a estos modelos llevados de su natural disposición y de las circunstancias de los tiempos, varió algo en las primeras al aplicarlas y se separó considerablemente de los segundos. Su estilo y sus principios vinieron a ser los de una escuela que ha estado dominando en la literatura castellana largos días, aunque, como es de presumir, los diversos ingenios que la han seguido han dado cada cual a sus composiciones cierto color o matices propios de la índole peculiar y respectiva de los varios autores.

Las poesías de Meléndez se acercan a las antiguas castellanas en algo y, por otra parte, se desvían de ellas considerablemente. Este poeta, solo mediano en imaginación e ingenio, estaba con todo dotado de singular facilidad, de alguna ternura natural y de mucha facticia, y de conocimientos bastante extensos. Seguía las doctrinas de la escuela de sus días, esto es, de un clasicismo degenerado, por el cual, reconociéndose un ídolo o un modelo, se equivocaba el modo de darle culto o de imitarle. Conocía bien los poetas franceses e italianos, y aun quizá algo los ingleses, y en todos ellos tenía puesta la mira, procurando hacer una amalgama de sus distintos méritos con los de los poetas antiguos de su patria. Tuvo la desgracia de florecer cuando pasaban por poetas de primer orden Metastasio en Italia, Delille en Francia, y aun en este último país el suizo Gessner, cuyos Idilios corrían con sumo aplauso, esto es, cuando reinaba en la composición una elegancia floja, pasando por ser puntual imitación de la clásica antigüedad en sus mejores obras, y acertada aplicación de sus doctrinas.

Perjudicaba también a Meléndez la dote peligrosa de su facilidad, y, como sabía hacer versos de mérito muy superior en punto a sonoridad y fluidez al de sus inmediatos predecesores o contemporáneos, hubo de creer que con esto se elevaba a la mayor altura, de lo cual contribuía a persuadirle el general aplauso, por ser muy común, señores, entre los pueblos del mediodía, y con especialidad entre los españoles, por lo mismo que tienen una lengua melodiosa en alto grado, dejarse cautivar demasiadamente por lo grato de los sonidos. Además, Meléndez, secuaz de los preceptistas, era imitador, y se enardecía cuando creía que era conveniente o cuando seguía a otros en su vuelo y no cuando su fuego natural le arrebataba. Sus Anacreónticas fueron las composiciones que primero le dieron fama, gozando por largos años del crédito de ser el primero en este género entre sus compatriotas y contemporáneos, y aun digno émulo del poeta de Teos o de cuantos se han señalado en el mismo género de composición en todas las naciones y en todas las edades. No faltaba, sin embargo, quien pusiese en duda esta primacía de Meléndez, pues críticos de opuestas escuelas, y entre sí enemigos, suscitaron dudas o aun expresaron opiniones desfavorables sobre la excelencia de las anacreónticas a que me voy refiriendo. En los Apéndices críticos a la traducción del curso de literatura del abate Batteux, en los cuales hay juicios sobre la literatura española, si no muy atinados y profundos, que corrían entre algunos con crédito de serlo, siendo como un manifiesto de una escuela de críticos de fines del siglo pasado, al celebrarse las Anacreónticas de D. José Iglesias de la Casa, poeta de corto mérito, aunque ingenioso e instruido, se las declara superiores a las de otros ingenios más altos en celebridad, con lo cual se alude, aunque sin nombrarle, a Meléndez. En los Juicios sobre las obras castellanas que van anejos a la traducción de las lecciones de Hugo-Bair, obra muy aplaudida, aunque no de gran mérito, y superior a la que se acaba de citar, siendo así que reina visible y excesiva parcialidad a Meléndez, todavía hablando de sus Anacreónticas las culpa de ser poesías más del género descriptivo o pastoral que de uno correspondiente al título que llevan. Esta última sentencia está demasiado fundada para que sea posible impugnarla con buenas razones. Ciertamente, Anacreonte no es poeta pastoral sino, al revés, cantor de los festines, de los banquetes y de los deleites sensuales, según se disfrutan en una sociedad por demás culta, siendo notable por su exquisita delicadeza, aunque no exenta de sencillez, teniendo esta última de especie muy diferente de la que anima los verdaderos o bien supuestos cantos pastoriles. Al revés Meléndez, si bien de este último no puede negarse que alguna vez remeda a su modelo, sobre todo cuando le copia, como hace en tal cual ocasión, y más particularmente cuando sigue y repite las imitaciones del poeta griego hechas por Horacio. Sirva de ejemplo el principio de la Anacreóntica,

¿Qué te pide el poeta,
di, Apolo, qué te pide
cuando derrama el vaso,
cuando el himno repite?


Traducción casi fiel del principio de una oda muy conocida del poeta romano. En suma, señores, Meléndez es casi siempre imitador, aunque imitador acertado en punto a la felicidad de la expresión, si bien no en todas las ocasiones del mayor tino en escoger lo que imita. No es, con todo, de admirar que la inimitable felicidad de su estilo y dicción, aunque no de la corrección más completa, haya seducido a los lectores a punto de deslumbrarlos al tasar los méritos de Meléndez. No son estos de corta entidad aun en sus Anacreónticas, y parecen mayores puestos en cotejo con lo desmayado o escabroso de la versificación de los que vivieron en su tiempo o le fueron inmediatamente anteriores o posteriores, en los cuales por otro lado tampoco había de lo que carecía Meléndez, no siendo notable escritor alguno de la misma época por la originalidad o aun por la valentía de sus conceptos. Ni ha de entenderse, señores, que, cuando pongo las prendas de una expresión bella y fácil en lugar no el primero, pretendo colocarlas en uno muy bajo. El hecho mismo de concedérselas la naturaleza a pocos declara no ser comunes ni de bajo precio. Pero conviene advertir aquí que hay dos clases de méritos en los escritores, uno que desaparece al perder su forma y otro que se conserva aun cuando esta se altere. Las obras del ingenio de primera nota traducidas pierden mucho de su belleza pero, con todo lo que pierden, conservan no poco de lo principal en que su perfección consiste. Por esto, Cervantes, con algunos más entre los antiguos y modernos, son siempre admirables y aun admirados por quienes solo los conocen por traducciones. Por esto mismo aun obrillas de mucho menos valor, como son las coplas de Jorge Manrique, la Noche serena de Fr. Luis de León y varios de nuestros romances antiguos agradan bastante a lectores extranjeros, aun no teniendo de ellas otro conocimiento que el de verlas vertidas en sus respectivas lenguas. No sucede esto a Meléndez, por más que, con razón, leído en su lengua patria deleite y hasta cierto grado hechice a sus compatriotas.

En sus romances, este mismo poeta manifiesta prendas muy aventajadas. Tiene, como era de suponer, las que le distinguen en sus demás composiciones, a lo cual se agrega que, siguiendo con acierto y por imitación no ajustada a los buenos poetas castellanos señalados en esta clase de composición, casi peculiar de su tierra y lengua (y digo peculiar y no más porque la balada de los extranjeros tiene semejanza con nuestros romances), supo tomar una entonación adecuada cuando refundía en sus obras con el gusto español el de los autores de otras naciones. Hay en los romances de que hablo, de ellos la mayor parte pastorales y que pueden ser mirados como idilios, no pocas descripciones verdaderamente bellas, buenos símiles, de cuando en cuando hermosas imágenes, y abundancia y fluidez, y número y cadencias como en las mejores obras del mismo poeta. Pero le falta, aún al describir, la novedad y el don de particularizar los objetos, así como en el estilo el brío y la robustez que distinguen los romances de Góngora y otros no inferiores de la misma época o de otra antecedente.

Muchas alabanzas suelen darse a la Égloga de Batilo, premiada por la Real Academia Española. Ciertamente, puesta en cotejo con la que D. Tomás de Iriarte se atrevió a disputarle el premio, parece de una superioridad prodigiosa y, aun sin hacer esta comparación con obra de tan corto mérito como la de su rival, todavía contiene perfecciones que la recomiendan, porque es suma la facilidad con que está escrita y su versificación, por lo fluida y melodiosa, deleita al oído. Hay además en ella algunas lindas imágenes, por todo lo cual no le viene mal la expresión de que olía a tomillo, como, según es fama, dijo al calificarla de digna del premio uno de los jueces. Después de darle estos elogios, debo decir que abunda en ella lo trivial y lo facticio encubierto por la magia de la versificación y compensado por los primores de que he hecho mención a mi auditorio.

Sin duda, en la Oda a las artes, y en algunas otras composiciones de la misma clase, hay trozos de incontestable hermosura. Vese en todas ellas el versificador agradable, el escritor elegante, el hombre que sabe escoger bellas imágenes del fondo de sus conocimientos. Pero en toda esta poesía hay cierto carácter de cosa sacada de la lectura más que de la imaginación, y que se compone de recuerdos y esfuerzos más que de naturales inspiraciones. Porque, señores, cabe, y de ellos entre otros es un ejemplo el poeta de que voy tratando, grande abundancia y facilidad en la expresión, sin que haya estas mismas dotes en la fantasía.

De otras composiciones de Meléndez es ocioso hablar, habiéndolo hecho ya de aquellas en que especialmente consiste su fama. De cuanto he expuesto quizá se colegirá que tengo en poco al hombre a quien han mirado muchos críticos entendidos como al príncipe de los poetas castellanos modernos. Sin embargo, señores, semejante fallo sería injusto. Tiene Meléndez su mérito, y no corto, pero oscurecido por algunos grandes lunares, y sobre todo su mérito es de una clase secundaria, aunque todavía respetable, propio de su época y de su escuela, no la mejor ciertamente, sin que por esto merezca ser contada entre las malas. Vivió en tiempos en que la poesía, sin dejar de ser bella, carecía de inspiración natural y se adornaba con galas no de la mejor especie, y la naturaleza de su ingenio le hacía propio para ocupar entonces un puesto de los primeros, el cual no es posible que ocupe en la región de la literatura, aunque, no separándole de sus contemporáneos, deba conservarle.

Al tiempo que los dos escritores de cuyos méritos acabo de tratar ejercían cierta preeminencia, continuaban o comenzaban sus trabajos otros de inferior fama. No la tuvo corta D. Antonio Capmany, cuya vida también se alargó hasta contar trece años el siglo presente, y a quien tocó representar un papel en el teatro político, después de haber aumentado el lucimiento del suyo antiguo en el literario. Este autor, en sus Cuestiones críticas y en sus Memorias sobre el comercio de Barcelona, se acreditó, a la par que de erudito, de agudo, examinando con pulso y tino las noticias que al público comunicaba o los puntos que sujetaba a su juicio. En una obra titulada Filosofía de la elocuencia, aunque llegó a alcanzar celebridad, mereció pocos elogios, principalmente por desdecir mucho su contenido de la arrogante promesa de su título, pues no pasa de ser un tratado vulgar de retórica al uso antiguo en que de filosofía nada se encuentra. En una colección que lleva por título el de Teatro histórico crítico de la elocuencia juntó trozos selectos de escritores castellanos desde el nacimiento de la lengua hasta fines del siglo XVII, con lo cual hizo un servicio al idioma patrio, si bien en los juicios que formó de los escritores de cuyas obras daba retazos, entre bastantes aciertos, no dejó de cometer algunos yerros graves, y en su discurso preliminar se manifestó preocupado y ligero, a que se agrega podérsele tildar con justicia de haber omitido en su colección de autores que bien merecían ocupar en ella alguna parte.

Capmany dio en presumir de purista y aun se arrepintió de haberlo sido poco en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma castellano. Para esta empresa tenía no pocos conocimientos, pero carecía de disposición natural para poner en práctica lo que recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como extranjero el lenguaje castellano, de lo cual se seguía ser escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción. De obras posteriores del mismo autor tendré ocasión de decir algo si trato de la literatura del siglo en que vivimos.

También, empezando a reinar Carlos IV, vio la luz pública un trabajo que, llevado a feliz remate, habría redundado muy en honra de nuestra patria. Era la obra a que me refiero una Historia del Nuevo Mundo, que solo españoles podían escribir bien, faltando a los extranjeros los materiales necesarios para hacerlo.

Si bien era de temer, y aun de presumir, que el gobierno de España y por otra parte las preocupaciones de los naturales no consintiesen tratar tal argumento con la franqueza o con la imparcialidad necesarias, mal puede afirmarse si habría dado o podido dar pruebas de la una o de la otra D. Juan Bautista Muñoz, autor de la obra a que me voy refiriendo, y que hubo de dejarla en sus principios, cuando como historiador aún no suministraba datos para ser juzgado. Consta, sí, que fue diligente en juntar materiales, y de su estilo con el tomo que publicó hay lo bastante para formar juicio.

Es Muñoz escritor robusto y castizo, aunque el empeño de ser esto último le haga un tanto afectado, siendo con sus buenas prendas y sus faltas de los más notables de sus días, y debiendo sentirse que no diese fin a su obra, ni aun la adelantase suficiente, para que se envaneciese de un trabajo de mérito la moderna literatura castellana.

Algunos poetas medianos por los días de que se va hablando alcanzaron nota. Merecen mención el ya citado Iglesias de la Casa y el conde de la Noroña, el primero más ingenioso, el segundo en una sola oda de más alta entonación, ambos faltos de viva fantasía y de novedad. Más crédito mereció D. Félix Samaniego, muy poeta en sus fábulas, así en las pocas que concibió originales como en las muchas que tradujo o imitó. Chistoso y fácil y puro en general, aunque a menudo incorrecto y en alguna otra obra suya, aunque no falto de mérito, muy desigual al que tiene como fabulista.

De escritores de un tiempo algo posterior, o sea, de los días últimos del siglo, y particularmente de los poetas de la escuela de Meléndez, no es posible hablar en esta noche, porque su mérito exige que se los examine con detenimiento, no fácil de tener estando tan adelantada la lección presente. Remito, pues, a esta otra tarea, si bien antes de desempeñarla habré de convertir la atención a otros países, llamándomela especialmente Inglaterra, cuya literatura algún tiempo olvidada tuvo días de gran brillo en la época a que aludo, sobre todo en la parte de poesía, por haber entonces empezado a señalarse ingenios que en sus obras y en la de sus inmediatos sucesores dieron grandes aumentos de gloria a su patria y al mundo todo literario producciones de primera nota.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera