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Título del texto editado:
“Don Francisco de Quevedo Villegas. Primer artículo”
Autor del texto editado:
R. de T.: Roca de Togores, Mariano, Marqués de Molíns (1812-1889)
Título de la obra:
Observatorio pintoresco
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1837


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Don Francisco de Quevedo Villegas.

Primer artículo


Admirable fenómeno es esa duplicidad que ofrecen en sí algunos hombres, esa contradicción que entre el carácter y la conducta, entre el pensamiento y el escrito de ciertos personajes se nota; tal individuo es discreto para determinados asuntos o en algunos momentos, y para otros negocios o en distinta ocasión presenta una incapacidad absoluta; tal autor es festivo y jovial en sus obras, y tétrico y melancólico en su trato; tal otro en fin, encubre de continuo una concentrada hipocondría bajo el aspecto de un ingenio sacedo u de escritos burlescos. Así Racine, el trágico Racine abundaba en donaires y en epigramas, mientras el juguetón y malicioso La Fontaine entraba en el número de los "animales domésticos" de madama de Bullion. Así nuestro Quevedo, que a tantos ha hecho y hará siempre reír, decía de sí mismo

Yo soy aquel mortal que por su llanto
fue conocido más que por su nombre
y por su dulce canto.


Así, en fin, ese hombre que a algunos parecerá tan comunicativo (si se me perdona la expresión) y que vivía solo para deleite de los que le trataban decía:

Vive para ti solo si pudieres,
pues solo para ti, si mueres, mueres.


De este dualismo es de donde se originan las inconsecuencias que tanto nos sorprenden en la vida privada y en la historia, y que nosotros calificamos de aberraciones del entendimiento, no siendo otra cosa que resultados de esa lucha continua de dos principios que hay por lo general en cada individuo, o efectos del contraste perenne que no sabemos descubrir. De aquí también el que el conocimiento de los hombres, es decir, la distinción entre lo que son interiormente y lo que son en sociedad, haya venido a hacerse una ciencia; y de aquí, en fin, la dificultad de describir completamente el ente humano que no vemos más que a medias.

Pero si este análisis es, en efecto, dificilísimo cuando se trata de personas con quien nos comunicamos de continuo ¿cuán arduo será cuando verse sobre sujetos que ya pasaron y de los que solo quedan noticias comúnmente escasas y algunas veces falsas o tergiversadas?

Rayará ciertamente en lo imposible si nos referimos a hombres cuyos historiadores, como los de don Francisco Quevedo, han atendido más al gusto del tiempo en que escribían que a la importancia de los hechos que narraban; y más han cuidado de hacer gala de su empalagosa erudición que de poner en claro el carácter y modo de obrar de sus héroes.

La primera noticia biográfica de este memorable ingenio se publicó escrita por don Pablo Antonio de Tarsia, y salió a luz con las obras póstumas del escritor en 1720. El editor era sobrino de Quevedo, el biógrafo era un abad, y dicho se está con esto que la Vida había de comenzar hablando del emperador Trajano para tomar bien de raíz el árbol genealógico de la familia, y que había de terminar en una oración jaculatoria probando que el autor del Sueño de las calaveras había muerto en olor de santidad ... Risum teneatis? Enredoso será, pues, el colegir por este solo documento cuál fue el móvil secreto, el oculto resorte que impelió al ingenio matritense; nosotros, sin intentarlo, presentaremos, sin embargo, algunos hechos desenmarañados de entre la enredada madeja de aquel escrito.

Nació don Francisco de Quevedo y Villegas en Madrid en 1580; y fueron sus padres don Pedro Gómez de Quevedo, secretario de la reina doña Ana de Austria, y doña María Santibáñez, que tuvieron además otras tres hijas: doña María, que murió joven, doña Felipa, que profesó en las carmelitas descalzas de santa Ana de esta corte, y doña Margarita, que casó y tuvo hijos.

Muerto su padre cuando aún era muy niño nuestro poeta, y su madre siendo todavía mancebo, se encargó de su educación don Jerónimo de Villanueva, proto-notario de Aragón, que no hubo menester activarla mucho, pues a los quince años ya se graduó en teología en el claustro de Alcalá, donde estudió también las lenguas sabias, las orientales y las vivas. Bien muestran sus obras cuánto conocía las primeras; de las modernas tradujo muchos libros, entre ellos la Introducción a la vida devota del original francés de san Francisco de Sales, y en cuanto a las orientales solo diremos que el célebre Mariana, no pudiendo examinar por sí mismo a causa de su ceguedad la traducción de la Biblia hecha por Arias Montano, cuya censura le había sido encargada, compartió este trabajo con el joven Quevedo, que contaba entonces apenas 19 años.

Graduóse asimismo en leyes e hizo privadamente gran estudio de las ciencias médicas y naturales, porque decía que era "necedad fiar a la indiscreción ajena lo importante de la propia salud," y su cronista añade que muy frecuentemente en las cacerías, a que era inclinado como todos los caballeros de su tiempo, se apeaba del caballo para recoger del suelo minerales o plantas, de que hacía gran estudio; bien se echa de ver sin necesidad de testimonio en sus poesías, supuesto que muchas de ellas, a vueltas de mil extravagancias, manifiestan un estudio prolijo de los objetos de la naturaleza.

Concluida su carrera escolástica, vino a la corte, donde, si hemos de juzgar por sus composiciones y por algunos hechos que refiere el concienzudo apologista, se entregó a la vida disipada, si bien no dejó la literaria y estudió con igual placer y asiduidad que sus libros las costumbres del pueblo, cuyas tabernas y garitos frecuentaba con ojo investigador, y los usos de la sociedad culta, con que le ligaba su ilustre nacimiento y sus prendas personales.

Vivía en posada pública (por eso ponía por fecha en sus cartas de la tablilla) para que no le embarazasen los cuidados domésticos, el atender con más intensidad a sus estudios, y también probablemente para que la propia familia y el método de su casa no le estorbase en la vida alegre que traía.

En este humilde aposento se veían a menudo los primeros grandes de la corte, para quienes tenía horas señaladas, entre otros, el gran duque de Osuna y el de Medinaceli, de quienes fue íntimo amigo; honrábanlo también los más preclaros ingenios, que miraban a Quevedo con estimación y afecto, dándole ejemplares de las obras que publicaban o haciendo en ellas elogios de su saber, de que es buen testigo Lope de Vega en su Laurel de Apolo cuando dice:

Al docto don Francisco de Quevedo
llamé por luz de tu ribera [hermosa]
Lipsio de España en prosa
y Juvenal en verso.


En no pocas ocasiones también su morada venía a ser teatro de escenas amorosas y escondite de las tapadas, que tanta poesía dan a la época de Felipe III y IV.

Quién pudiera hoy averiguar cuál fue el gabinete a donde el galán don Pedro Girón venia a referir sus aventuras nocturnas a su futuro secretario, a donde Lope de Vega concurría a consultar quizá el plan de sus inmortales comedias con el autor del Caballero de la Tenaza; quién pudiera descubrir en qué pared estuvo colgado el espejo ante el cual el joven Quevedo a su vez aderezaba su negro y encrespado cabello, retorcía sus lacios bigotes, se pertrechaba con sus perennes y redondos anteojos y ensayaba el modo de encubrir con una larga capa la deformidad de sus pies; quién pudiera, en fin, saber sobre cuál pavimento estuvo la mesa en que su festivo ingenio escribía aquellas picantes cartas:

A vos, doña Dinguindama,
que parecéis laberinto
en las vueltas y revueltas
donde tantos se han perdido,


y en donde arrojaba mezclada la correspondencia con las primeras damas y con los más insignes poetas de la corte, los billetes de las que solicitaban su corazón y de los que envidiaban su talento. Quién pudiera, en fin, admirar cuál techo cubría el lecho yerto en que el poeta que a todos llenaba de gozo buscaba en vano el sueño, diciéndole:

Y no te busco yo por ser descanso,
sino por muda imagen de la muerte.
Dame, cortés mancebo, algún reposo,
no seas digno del nombre de avariento
en el más desdichado y firme amante,
que lo merece ser por dueño hermoso.


Si por estos versos y por otros muchos semejantes hubiésemos de juzgar, afirmaríamos que nuestro héroe amó toda su vida con una pasión tierna, constante, oculto y no feliz; pero, historiadores y no novelistas, "nos contentaremos con apuntar hechos ciertos," absteniéndonos de introducir ninguno de nuestro propio caudal; nos contentaremos con decir que vivió como un poeta, joven y bien nacido. Como poeta jamás se olvidaba de sus libros; juntó más de cinco mil, con los que hizo una biblioteca que fue robada en tiempo de su adversidad; no se desprendía de ellos ni aun en el coche; antes bien, siempre llevaba algo que leer en él, y aun recado de escribir para anotar cuanto le ocurriese, y para los viajes un cajón o librería portátil de más de cien volúmenes pequeños; para la hora de comer tenía una especie de atril en forma de torno que colocaba entre los manjares; y una mesa con ruedas para acomodarla sobre la cama cuando se acostaba, tal era la inclinación que tenía al estudio. Pensativo y ensimismado, hablaba con distracción a muchos, que, atribuyendo esto a desprecio, le cobraban ojeriza. Como joven, se daba a toda especie de placeres, teniendo gran partido con las damas por su donaire e ingenio; dícese que, yendo a ver a algunas en cierta ocasión con otros de sus amigos, dijo una de ellas que se preciaba de entendida, viéndole un pie zambo por debajo de la capa, “Con mal pie han entrado vuesas mercedes en casa”, a lo que respondió Quevedo: “Si lo dice por el mío, sepa que aún hay otro peor en el corro”; discurrieron todos gran rato, y cuando los vio cansados sacó el otro pie que tenía escondido, y, en efecto, era más deforme. Como caballero, en fin, si bien se mofaba de los linajudos que hacen consistir el propio valor en el antiguo merecimiento, daba gran importancia al ejercicio de las armas y juntábase con los más hábiles para adiestrarse en ellas, lo que consiguió en gran manera por ser hombre de robustas fuerzas y de admirable intrepidez. Cuéntase que una noche, volviendo a su casa por una calle escusada de las que él frecuentaba, fue de repente acometido por una onza que se escapó de casa de un embajador, y se dio tan buena maña en defenderse, que sin recibir lesión la dejó muerta. En una de las academias que con los grandes y personas principales de la corte se celebraban en casa del presidente de Castilla para perfeccionarse en la teoría de la esgrima, el maestro del rey en este arte, que lo era don Luis Pacheco, sostuvo que un golpe o cuchillada que él había inventado no tenía quite o reparo. Quevedo arguyó en contra y, como el don Luis no se quisiese convencer, apeló a la práctica; rehusaba el maestro, pero, obligado en fin a tomar la espada de palo, se pusieron a combatir; en breve Quevedo tiró por tierra el sombrero de su adversario, y dijo, sonriéndose mientras corrido lo recogía: “Dice muy bien don Luis Pacheco que este golpe no tenía reparo, que, a tenerlo, puesto que yo le he dado la cuchillada, él hubiera puesto la defensa”. Sarcasmo fue este que hizo mucha gracia, pero que jamás le perdonó el taimado don Luis y que se lo hizo pagar muy caro.

“Un jueves Santo en S. Martin, asistiendo a las tinieblas”, dice el Abad Tarsia, “y hallándose allí de rodillas una mujer, al parecer de porte y de lindo talle, un hombre, por debates que tuvo con ella con muy poca o ninguna razón, la dio una bofetada. Sintieron todos no tanto la afrenta de una mujer honrada, cuanto el desacato al templo y al día tan santo, que debía bastar por seguro a culpas muy graves. Tomó don Francisco por su cuenta el sosegar al hombre, que, llevado de ciego furor, intentaba demostración más sangrienta contra la mujer, y, viendo que no se reportaba, le sacó fuera de la iglesia donde riñó con él, de que resultó dejarle tan malamente herido, que en pocas horas pagó con la muerte su osadía”.

Dejo, pues, a la consideración de mis lectores el discurrir si un hombre por colérico que sea puede arrojarse a dar una bofetada a una mujer de buen talle etc. etc. Sin estar movido por los celos, si puede intentar más sangrientas demostraciones sin ser marido u pariente muy próximo, y si todo esto puede suceder en el siglo XVII en una iglesia, sin que causas inmediatas avivasen una pasión mal reprimida tal vez, pero no nueva; dejo, en fin, a su prudencia el discurrir si un hombre, por caballero que sea, lleva su obligación de defender al bello sexo hasta el punto de matar incontinente, y en un lugar y día tan santo, al agresor, sin tener algún interés por la ofendida, o sin conocer, al menos, la injusticia de la ofensa.

De cualquier modo, el hecho es que Quevedo mató a un hombre porque había pegado una bofetada a una señora de buen talle y de alto porte y que, perseguido por la justicia, porque el muerto era persona de categoría, hubo de arrojarse en brazos de su generoso amigo el duque de Osuna, que mucho tiempo antes le instaba vivamente para que fuese por su camarada en el virreinato de Sicilia. Fue allí recibido por su egregio patrono con notable alegría y muestras de júbilo, pues la munificencia del duque corría en un todo parejas con las otras dotes que le granjearan el renombre merecido de grande.

Nada de esto satisfacía a nuestro festivo poeta, que, atormentado por el ansia de volver sin riesgo a Madrid, espiaba las ocasiones de hacer viajes, aunque fuesen de costosa travesía y de corta residencia; hízose, pues, nombrar embajador del reino de Sicilia, y volvió por primera vez a esta corte con pretexto de traer a Felipe III un mensaje de aquel parlamento el año de 1616, es decir, a los 36 de su edad.

Menos de uno permaneció en la corte, a pesar de que se encargó de despachar cuantos negocios tenía el duque en ella pendientes, relativos a la hacienda de Italia, tanta era la prisa con que el virrey reclamaba su vuelta.

Regresó a Nápoles, a cuyo gobierno había sido a la sazón promovido Osuna; pero no tardó en hallar otro pretexto para tornar a Madrid, a donde se encaminó en mayo de 1617 y siempre con el carácter de embajador de los estados de Italia, que, aunque de mero honor, gozaba de inmunidad.

No, empero, para los puñales. Así que llegó a Barcelona, le avisaron de Marsella que le esperaban en aquella ciudad seis caballeros armados para matarle, por lo que el duque de Alburquerque, que supo también por otro conducto la verdad de este hecho, le proporcionó escolta, como capitán general que era del principado.

¡Sí tendrían algo que ver estos asesinos con el muerto de las tinieblas de san Martin, o con el burlado don Luis Pacheco!

Tampoco dejó el virrey que se detuviese mucho su secretario; intentó este, sin embargo, alargar su permanencia en España pidiendo por recompensa de sus servicios el hábito de Santiago; pero las pruebas se hicieron volando, las informaciones por la posta, y, concluida la ceremonia, tuvo que dejar de nuevo a Madrid para volverse a Nápoles, en donde fue recibido como en triunfo en octubre de 1618.

Estaba a la sazón en Venecia de embajador del rey de España el célebre don Alonso de la Cueva y Velasco, marqués de Bedmar, que, para asegurar más a la República de que no tomaba parte en la célebre conjuración que llevó su nombre, hizo ir de España a Venecia toda su familia.

Mudaron entonces de norte las espediciones de nuestro don Francisco, y sea que tomase gran parte en la conjuración, o que se viese impelido por otro interés, el caso es que en poco tiempo hizo siete viajes, alguno de ellos con riesgo de su vida. En uno, por ejemplo, en que le acompañaron Jaques-Pierres y otro, desconocido según Tarsia y llamado Langlade según Daru, “tuvo dicha de poderse retirar sin daño de su persona, y en hábito de pobre, todo andrajoso, se escapó de dos hombres que le siguieron para matarle, a los cuales, aunque estuvieron con él, supo encubrirse con tal arte, que no fue conocido, cayendo la desdicha sobre los dos compañeros, que quedaron presos y después por mano del verdugo fueron ajusticiados”.

Esta prisión de que el erudito historiador Daru, arriba nombrado, hace mención, acaeció, según él, hacia mediados de mayo de 1618 como lo prueba un despacho del embajador francés que trascribe fechado del mismo. Tarsia también la refiere con las palabras que hemos citado, mientras que copia testualmente una carta manuscrita del duque de Osuna dirigida al rey, con data de 27 del mismo mes, pidiendo a s.m. que despachase cuanto antes a Quevedo, que a la sazón se hallaba en Madrid. ¿Cómo, pues, conciliar estas dos autoridades? En mi entender, solo suponiendo que Quevedo había ya salido de la Corte de España y dirigídose a Venecia cuando el virrey, ignorándolo, reclamaba su vuelta.

Pero, dejando para otro lugar estas investigaciones, diré que en el año de 1620 el gran duque de Osuna cayó de su poder, y, según Gregorio Letti, fueron arrestados en Nápoles con s.e. muchos de sus secretarios de mayor confianza; en este número entró nuestro D. Francisco, que con gran severidad fue conducido a la torre de Juan Abad, no como dueño que de ella era, sino como preso de estado. En cuyo lugar le dejaremos bien guardado y mal asistido, hasta el próximo número, que contendrá la restante y más azarosa parte de su vida, no concluyéndola en este por no cansar más a nuestros lectores.

R. de T.


[no hubo segunda parte]





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera